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ENVITES DEL TALANTE LITERARIO
EN TIEMPOS ÁUREOS

JEAN-PIERRE ÉTIENVRE

ENVITES DEL TALANTE LITERARIO
EN TIEMPOS ÁUREOS

JEAN-PIERRE ÉTIENVRE

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IBEROAMERICANA - VERVUERT - 2019

© Iberoamericana, 2019

Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid

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© Vervuert, 2019

Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main

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info@iberoamericanalibros.com

http://www.iberoamericana-vervuert.es

ISBN 978-84-9192-049-6 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-96456-813-7 (Vervuert)

ISBN 978-3-96456-814-4 (e-book)

Depósito Legal: M-19061-2019

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

Imagen de cubierta: El tramposo del as de diamantes (detalle), Georges de La

Tour. Musée du Louvre, département des Peintures (París)

Para FRANÇOISE,
por los envites de la vida

«Io pur travaglio e so che’l tempo gioco.
[…] Et per tal variar natura è bella».

Serafino AQUILANO,
Sonetti e altre rime

«J’aime le jeu, l’amour, les livres,
la musique, La ville et la campagne, enfin tout: il n’est rien
Qui ne me soit souverain bien,
Jusqu’au simple plaisir d’un cœur mélancolique».

Jean de La FONTAINE,
Amours de Psyché et de Cupidon

«Cuando los jugadores se hayan ido,
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito. […]
Como el otro, este juego es infinito».

Jorge Luis BORGES,
«Ajedrez», El Hacedor

Índice

A MODO DE PRÓLOGO
«HACER JUEGO DEL MÁS ENCENDIDO FUEGO»

I. BARAJAS POÉTICAS EN LA EDAD DE ORO

NAIPES MORALIZADOS Y BARAJAS POÉTICAS

AMOR TAHÚR, AMOR FULLERO

ERÓTICA DE LA BARAJA

EL NAIPE EN EL INFIERNO DE LA SÁTIRA

UN LENGUAJE PERDIDO

II. LOS PASOS PERDIDOS DEL PEREGRINO EN LAS SOLEDADES

III. SOLEDAD Y MELANCOLÍA. PERFILES DE MELANCOLÍA EN LAS SOLEDADES

IV. MÁS ALLÁ DE MALLARMÉ. EL PARADIGMA GONGORINO EN LA FRANCIA DEL SIGLO XX

V. QUEVEDO LUDENS : LA LETRA DEL TAHÚR

VI. EN LOS UMBRALES DE LOS SUEÑOS : ENTRE PROVOCACIÓN Y JUEGO

VII. CASTIGO Y VENGANZA EN LA DOROTEA

VIII. LOPE «FISCAL DE LA LENGUA» EN LA DOROTEA O LAS DOS PATRIAS DEL FÉNIX

UN VEJAMEN ANTICULTERANO

UNA REHABILITACIÓN DE LO «CULTO»

LAS DOS PATRIAS DEL FÉNIX

IX. MÁS ACÁ DE LA NADA. HUECOS Y VA CÍOS EN LA ESCRITURA BARROCA

JUGANDO CON LA NADA

HUECOS Y VACÍOS. LA OQUEDAD EN EL TEXTO LITERARIO

X. PRIMORES DE LO JOCOSERIO

XI. LA LITERATURA COMO JUEGO (DE GIL DE BIEDMA AL LAZARILLO)

A MODO DE EPÍLOGO GENTLEMAN CLAUDIO (RECORDANDO A CLAUDIO GUILLÉN)

NOTA DE PROCEDENCIAS

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

A modo de prólogo
«Hacer juego
del más encendido fuego»

Extremosa es, desde luego, la recomendación de Gracián que me sirve de epígrafe para la ineludible (nunca mejor dicho) prolusión de estos Envites del talante literario. Y más aún, si se tiene en cuenta que el jesuita aragonés la da como «único arbitrio de cordura»1. Sin embargo, el autor de El Discreto, al arrimo de una socorrida paronimia, apunta así con acierto hacia uno de los remedios que proporciona la literatura cuando arde el deseo de vivir, o de escribir, que viene a ser lo mismo para la gran mayoría de quienes aparecen en la serie de capítulos que constituyen el presente volumen. E incluso de los que no aparecen: no pueden estar, por cierto, todos los que son. Garcilaso, por ejemplo, el «dulcísimo Garcilaso», quien escribiera al final de un soneto: «De tan hermoso fuego consumido / nunca fue corazón», haciendo de la sinceridad una «ingeniosa ficción» (Gracián dixit) y la regla más obvia de su juego poético.

La literatura como juego es, fundamentalmente, el objeto de esos capítulos, pregonando el último de ellos, desde su título, un programa tan general en su formulación como necesitado de una aclaración previa a la hora de realizarse. No se trata, claro está, del juego, o de los juegos en la literatura. Ese es otro tema, no del todo dispar, puesto que pueden darse casos, y no pocos, de juego literario con los juegos, es decir, de juego en cierta forma redoblado, como consta en el primer capítulo de esta miscelánea. En los otros diez capítulos, los juegos propiamente dichos, o sea, los (a veces mal) llamados juegos de sociedad, no figuran para nada. Es la práctica literaria, ejemplificada en varios textos, la que está analizada como una actividad “lúdica”, valga ese adjetivo como una concesión al uso común (véase infra, p. 192). Estudiar la literatura como (un) juego no es sino una manera, entre otras, de acercarse a los autores que saben aunar la trama de la ficción con los hilos de la dicción2. Pero aquí, la aclaración debe extenderse mínimamente al método: no puede prescindirse de un escarceo teórico.

Desde el famoso ensayo de Johan Huizinga, Homo ludens (1938), se viene considerando que el juego puede servir de modo eficaz como símil hermenéutico al proponer un paradigma para las actividades humanas, en particular aquellas que suelen apreciarse como superiores; y así ha pasado a ser un arquetipo intelectual. En la dimensión paradigmática del concepto de juego, y de propensión al juego (Triebspiel, según Schiller), radican los análisis de una multitud de filósofos, antropólogos y lingüistas que han teorizado el fenómeno lúdico, en la línea de Huizinga, y también de Roger Caillois (Les Jeux et les Hommes, 1958). La literatura y la lectura, tenidas por actividades superiores, se han beneficiado naturalmente de esos sabios análisis, más allá de la simple mención de juegos en textos literarios3. No han faltado las disquisiciones sobre lo que, en dichos textos, participa del ludere o del jocari. Tampoco ha dejado de acudirse a la distinción entre game y play. Y no siempre se ha sabido renunciar al uso de los “ludemas” a efectos demostrativos. De todo aquello, procuro dar honradamente cuenta en mis propias reflexiones (infra, pp. 211-216), huyendo de ponerle flecos y alamares a una problemática de por sí suficientemente aparatosa. Ne sutor ultra crepidam.

Sin abusar más de la prolepsis, diré que mi método se inspira en la aventura intelectual de Antoine Compagnon, quien ha llegado a desconfiar del demonio de la teoría («Que reste-t-il de nos amours?»), abogando por el sentido común4. Aplicada a mi propia investigación, esa actitud me ha llevado a la conclusión de que podía conformarme con partir del hecho de que el juego, referido a la literatura como a otras actividades, implica a la vez libertad y norma, o fantasía creativa y ejercicio riguroso. El juego de la literatura supone, por tanto, una cierta disposición de ánimo y una determinada manera de pensar y de escribir. Un talante, en fin, que se manifiesta por unos desafíos, unas apuestas, unos envites. De ahí el rótulo de mi empresa, que se presenta como una exploración a través de un espacio ampliamente acotado: la literatura española en sus tiempos áureos.

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Las once etapas de ese viaje no requieren una cumplida elucidación. Pero merecen, tal vez, una evocación para el lector apresurado. Vamos, pues, a escape. Las barajas poéticas de la Edad de Oro (cap. I) no necesitan que se pongan las cartas boca arriba. El amor tahúr, la erótica fullera, el naipe en el infierno de la sátira se presentan ahí en un lenguaje que conserva su encanto, en gran parte porque lo hemos perdido. Perdido también, el «peregrino» de las Soledades gongorinas, cuyos pasos le llevan desde el principio al destierro y cuya melancolía se perfila, con su sol negro, a lo largo y a lo ancho de la inmensa silva, «suma encarnación» del lenguaje poético, en la que Góngora, según Jorge Guillén, «se ha jugado [la vida] con más fortuna» que nadie, «éxito maravilloso» (caps. II y III). Como un excurso fuera de las tierras de España, se recuerda luego el malentendido de la recepción de Góngora en la Francia del siglo XX a partir de la tramposa comparación con Mallarmé. Pero se insiste sobre todo en los lances de los creadores y críticos admiradores de la osadía propia del poeta cordobés. Y se examina con atención, en sus repetidas partidas, el atrevido juego de los traductores (cap. IV).

A Quevedo están dedicados los dos capítulos siguientes. Primero para ilustrar cómo utiliza el material léxico del juego en todas sus ficciones literarias, hasta el punto de convertirse en un «tahúr de vocablos», con lo cual nos damos cuenta de que el juego era parte integrante y vital de su cultura. Ese Quevedo ludens se manifiesta tanto en sus poesías amorosas como satíricas, y con la misma inventiva en La Hora de todos que en el Buscón (cap. V). En cuanto a los Sueños, si no acogen mucho vocabulario del naipe en los cinco «discursos», ostentan en cambio una extraordinaria armazón lúdica en sus diversos preliminares, donde la provocación corre parejas con el juego (cap. VI).

Lope de Vega no juega en absoluto de la misma manera, por lo menos en La Dorotea, esa «acción en prosa» sobre la que me demoro en otros dos capítulos. En su senectud desazonada y con unos visos indudablemente autobiográficos, el Fénix entreteje de modo muy sutil los hilos del castigo y de la venganza en una intensa relación amorosa, sin adoptar de forma continua el tono de la tragedia. Valiéndose con frecuencia de la ironía para distanciarse de los sentimientos de los protagonistas, así como de su lenguaje nutrido de una erudición ridícula, Lope realiza una obra a la vez muy compleja y equilibrada (cap. VII). Hay, además, en un extenso episodio de la misma, un tema que se entrecruza con el del amor/desamor: la rivalidad con los «pájaros nuevos» partidarios de la expresión culterana. En esa polémica en torno a la «nueva religión poética» que practican los secuaces de Góngora, Lope ejerce de «fiscal de la lengua». Pero juega ese papel con buen humor y sin condena radical. Tratando al alimón dos temas, declara simultáneamente su amor a sus dos «patrias»: las mujeres y la lengua, reunidas las dos en una obra maestra, ejemplarmente jocoseria (cap. VIII).

Los tres últimos capítulos, más largos que los anteriores, no están dedicados a ningún autor ni texto en particular. Se trata de dos intentos de definición de unos términos cuyo uso resulta a veces problemático, por una parte, y de una recapitulación a trancos de lo expuesto con mayor o menor detenimiento en todo el volumen, por otra parte.

De la «nada», poco puede decirse para definirla que no sea redundante. En cambio, los autores barrocos (y, entre ellos, Gracián en particular) no dejaron de jugar con ese concepto, buscándole una eficacia estética o moral. Mucho más complicada es la definición respectiva de «hueco» y de «vacío», dos términos que los mismos autores también manejaron con frecuencia, y que conviene distinguir en su aplicación textual, justamente cuando hacen juego. Asimismo, a nivel conceptual, llama la atención el recurso a la oquedad y al vacío en la construcción lúdica de ficciones literarias (cap. IX). El adjetivo «jocoserio», acuñado ya en tiempos de Quevedo, también merece un lugar en mi encuesta. Como palabra compuesta, a veces con una ordenación inversa de los dos términos opuestos, ese adjetivo remite finalmente a un «estilo», en el sentido en que es una manera absoluta de ver y decir las cosas (selon Flaubert). Una manera absoluta, pero no unívoca, siendo la primorosa mezcla de lo trágico con lo cómico, y de las veras con las burlas. Una manera que podría pensarse como una propensión, y quizá como una especificidad de la literatura española (cap. X).

Confiando más que nunca en el calado de la aproximación filológica y partiendo de un poema de Gil de Biedma («El juego de hacer versos»), recalco en el último capítulo lo razonado en los capítulos anteriores, que puede cifrarse en esta sobria afirmación de Eugenio Asensio: «El placer del juego es inherente a la tarea literaria»5. Y para terminar, hago hincapié en la alusión como proceder literalmente vinculado con el juego (ad-ludere), hasta el punto de que no permite siempre ganar en lo sugerido tanto como pierde en lo implícito. Pero en esa pérdida, que genera un placer inquieto, radica la mayor virtud de la literatura. De ahí que me atreviera a definirla, en una amplificatio desmesurada, como el mundo de las alusiones perdidas (cap. XI).

Esta colectánea se cierra, a modo de epílogo, con una breve semblanza de Claudio Guillén, recordando al entrañable amigo, a ese gentleman erudito, modelo de fair play en el gremio universitario.

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He estado mucho tiempo remiso a reunir en un volumen misceláneo mis trabajos sobre la literatura como juego, en una perspectiva más amplia que la de mis trabajos anteriores sobre el léxico, la semántica y la poética del naipe. Bien es verdad que mi interés por lo lúdico no es de ayer. Se remonta a mis años de aprendizaje como investigador, con la edición crítica de los Días geniales o lúdicros de Rodrigo Caro (1978). Con ese texto del anticuario andaluz, en absoluto «genial» y menos aún «lúdicro» (tampoco –hélas!– «lúbrico», como reza algún que otro catálogo: «Días geniales o [sic] lúbricos»), entré de rondón en la arqueología del tema, descubriendo los extraños encantos de la erudición, así como sus órdagos y sus trampas (se sabe que «no es sordo el mar: la erudición engaña», Soledades I, v. 172). Pero no debí de perder demasiado el tiempo, por lo menos para ir siguiendo con una investigación minuciosa sobre las Figures du jeu. Études léxico-sémantiques sur le jeu de cartes en Espagne (XVIe-XVIIIe siècle), que fue mi tesis doctoral, publicada en 1987. En este primer libro, mi propósito era dar claves útiles para entender la letra de no pocos textos de autores del Siglo de Oro, puesto que sus contemporáneos sabían cosas que los lectores de hoy no alcanzamos sino laboriosamente. En un segundo libro, Márgenes literarios del juego. Una poética del naipe. Siglos XVI-XVIII (1990), me interesé por la metáfora naipesca tal y como se aprovechó en una variada cáfila de textos, tanto para evocar amores como para componer sátiras, hablar de Dios y de sus santos (naipes a lo divino), o dar cuenta de la historia (naipes a lo político), acudiendo en este último caso a la retórica del envite y a la simbólica de lo aleatorio.

En esta amplia encuesta no dejé de cruzarme con el «floreo de Vilhán» en las Novelas ejemplares y con el «paciencia y barajar» de Durandarte en el Quijote, entre un montón de expresiones naipescas que atestiguan que al Manco de Lepanto, no solo le venía bien confesar su edad con términos de la «primera», sino que era aficionado a las cartas. Y esa propensión al juego la manifestó a otro nivel, en su propia escritura, en la concepción y construcción de sus obras, más allá de la eutrapelia celebrada en la aprobación de las Novelas ejemplares. Dicha propensión puede ilustrarse de muchas maneras, por ejemplo, con el sutil juego del deseo en el Persiles o con la deliberada elusión del apócrifo en la Segunda parte del Quijote. Tanto es así que, comentando su lectura de la genial novela, Foucault no dudó en hablar de un «théâtre ludique». Conque el juego del novelista provoca al intérprete e influye sobre su juego lectivo. Estas observaciones dieron lugar, por mi parte, a una serie de trabajos, publicados e inéditos, que me decidí a juntar en un volumen bajo el título de Apuntes y despuntes cervantinos (2016), acrecentando sin rubor la hojarasca de las conmemoraciones.

Al lanzarme en la preparación de estos Envites, que se presentan ahora con unas señas de identidad que proceden en parte del título inicial del último de los trabajos aquí reunidos, mi intención era reproducirlos sin refundirlos siquiera. No ha podido ser así, por varias razones que tienen que ver con la irrisoria conjunción de la vanidad profesional y de los escrúpulos intelectuales. Me he visto, por tanto, obligado a intervenir más de lo que pensaba que fuera conveniente al emprender esta recopilación, hace tiempo. No han sido vanas esa demora y esa exigencia. Pero hoy me doy cuenta de que, a pesar de mis esfuerzos, el conjunto de estos once capítulos no deja de ser un volumen cuya evidente heterogeneidad estructural condice difícilmente con una militante coherencia temática. Y me viene entonces a la mente el cruel recuerdo de lo que le dice Cervantes a su «ilustre o quier plebeyo» lector, a raíz del cuento del loco sevillano en el prólogo de la Segunda parte del Quijote: «¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?». A falta, pues, de componer un verdadero libro, he considerado que era imprescindible renovar estos empecatados Envites para una partida a carta cabal, arrogándome –como el coquetón de Montaigne– el derecho de añadirle a esa «marquetería mal unida», cada vez que me pareciera deseable, «alguna incrustación supernumeraria»6. Con lo cual, modestia aparte, espero haberme puesto en condiciones para producir un ensayo honroso, amén de azaroso. Como final del juego.

El presente volumen tenía, sin embargo, que cumplir con las normas académicas. Por eso, lleva notas a pie de página con las referencias mínimas para el curioso lector, que podrá acudir, si quiere una información cabal, a la «Bibliografía» final (pp. 231-258). Esa bibliografía general, ya bastante abultada, no ha sido actualizada más de la cuenta, es decir, sin abusar de los recursos que prodiga la era digital: tan solo aporta, en ocasiones, los complementos que resultan pertinentes.

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Para concluir, quiero expresar muy sinceramente mi gratitud a unas cuantas personas. Primero a quienes han autorizado la refundición de esa decena de trabajos ya publicados, en revistas o en obras colectivas (cuya lista consta en una «Nota de procedencias», pp. 227-229). Luego, a quienes han hecho posible –en distintos planos– la realización del presente volumen: Elisa Borsari (otra vez, esta, en San Millán), Christelle Pellier y Ana Cristina Mayorga (en la Casa de Velázquez), Marisol Arredondo (entre Bretteville y Madrid), así como, por supuesto, Simón Bernal (en Iberoamericana Vervuert).

No puedo cerrar este preludio sin recordar, justamente, a Klaus Vervuert y su cordial acogida cuando fui a presentarle el proyecto de edición de estos Envites, en el claroscuro de una tarde de otoño. También están presentes en mi memoria las figuras de aquellos amigos y maestros, a quienes debo lo mejor de mis vivencias de hispanista (algunos aparecen aquí nombrados, entre epígrafes y epílogo). Más presente aún –si bien de distinto modo– está el recuerdo de mis padres, igualmente fallecidos. Todos, y cada cual a su manera, me han dejado algo suyo, entre legado y herencia. Herencia sin testamento previo7. Pero legado con sabia generosidad, que ayuda a pensar, a imaginar, a vivir.

Bretteville, «Le Clos», septiembre de 2018

1. Gracián, El Discreto, Realce IX, «No estar siempre de burlas. Sátira» (ed. 1997, p. 233).

2. Genette, Fiction et diction, 1991 (trad. española, 1993). En este libro, que consta de cuatro estudios concisos, el crítico desiste de formular la famosa pregunta «¿Qué es la literatura?» para procurar contestar a esta otra, más pragmática: «¿Cuándo es (o hay) literatura?».

3. Véase, infra, pp. 203-204, un elenco bibliográfico de trabajos sobre el tema. Merece señalarse al respecto el ensayo de un sutil periodista: De libertades fantasmas o de la literatura como juego (Colina, 2013).

4. Compagnon, Le Démon de la théorie. Littérature et sens commun, 1998 (trad. española, 2015).

5. Asensio, 1971, p. 190. El placer del juego es extensivo, por supuesto, a la vida toda, si bien con un interrogante. Cf. Baudelaire: «La vie n’a qu’un charme vrai; c’est le charme du Jeu. Mais s’il nous est indifférent de gagner ou de perdre?» (Fusées, VI, ed. 1961, p. 1252).

6. Essais, III, 9: «Mon livre est tousjours un. Sauf qu’à mesure qu’on se met à le renouveller afin que l’acheteur ne s’en aille les mains du tout vuides, je me donne loy d’y attacher (comme ce n’est qu’une marqueterie mal jointe), quelque embleme supernuméraire» (en la edición de 1958, tomo III, p. 198; en la traducción española de 2007, p. 1436).

7. Cf. René Char: «Notre héritage n’est précédé d’aucun testament» (Feuillets d’Hypnos, ed. 1967, p. 102).

I. Barajas poéticas en
la Edad de Oro

«Avnque en barajas mezcláis
todas las cartas, señor,
se os ha entendido la flor
con que de mano ganáis.
A todos las apostáis
con poder tan absoluto
que, al pagaros el tributo
en el Parnaso, guisados
con manjares sazonados,
hazéis dar a essa flor fruto».

Ana ABARCA DE BOLEA1

Asociar la poesía y el juego no es pensar forzosa y exclusivamente en el poeta ludens de marras, aquel autor de disparates y chistes, fatrasies que han ido mereciendo, cada vez más, la atención de los estudiosos2. Esa poesía, deliberadamente “jocosa”, no es en absoluto la única en merecer el calificativo –harto impreciso– de “lúdica”, porque en cierto modo toda poesía es juego. Ahí importa mucho, desde luego, el punto de vista. Y, por cierto, cabe recordar que, en su pionero e imprescindible ensayo teórico sobre el juego, Homo ludens, Johan Huizinga dedica dos capítulos a la poesía, declarando su carácter fundamentalmente lúdico3. De manera que el poeta, en general y en particular, puede efectivamente definirse como homo ludens.

Convendría interrogarse sobre lo “lúdico”, concepto relativamente moderno y del cual se usa y abusa cada día más. No es este el lugar apropiado para tales interrogaciones4. Además no han faltado, principalmente entre los años 1950 y 1980, seguidores y émulos de Huizinga5. Solo me permitiré apuntar lo siguiente: si se admite que el juego, como actitud y como actividad, implica a la vez libertad y regla, siendo paradójicamente anhelo de libertad y pasión de regla, entonces la poesía es naturalmente un juego, y hablar de poesía “lúdica” es, por tanto, incurrir en pleonasmo. Lo “lúdico”, en esta hipótesis, deja de confundirse con lo “jocoso”, quedando descartada la fácil y falsa antítesis juego/seriedad. La poesía es juego, porque la norma del verso se yuxtapone a la fantasía de las imágenes, corriendo parejas la métrica con la semántica. Y en ese juego, todos los envites proceden evidentemente del lenguaje, en el cual confía el poeta para dilucidar la verdad. El poeta, hombre lúcido a la par que lúdico: no en vano, quizá, lo sugiere la paronomasia. Congénita lucidez del juego6.

Ahora bien, no hablaré aquí del lenguaje como juego, tema por cierto inagotable, hasta el punto de que tal vez sería más rápido buscar primero lo que, en el lenguaje (o, por lo menos, en su modalidad literaria), no es juego. Voy a hablar, al revés y más modestamente, del juego como lenguaje, ciñéndome a un lenguaje histórica y genéricamente determinado: la poesía española de la Edad de Oro, y a un juego que, durante ese par de siglos, vino a ser el juego por antonomasia: los naipes.

NAIPES MORALIZADOS Y BARAJAS POÉTICAS

Juego omnipresente en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, según numerosísimos testimonios que dan al fenómeno por verdaderamente endémico, los naipes invaden también la literatura, siendo seguramente esta invasión verbal la mejor prueba –aunque en segundo grado– del fenómeno social observado por viajeros y memorialistas. Digo “en segundo grado”, porque los naipes aparecen en la literatura más bien como motivo que como tema. Esta distinción tema/motivo, que es una de las más trilladas del formalismo, resulta socorrida e incluso procedente para conferirle estatuto poético a un material tan humilde. Como se sabe, el tema es aquello de lo que se habla y da unidad al texto; el motivo sirve para la elaboración del tema y contribuye a la expresividad del texto. En la poesía de la Edad de Oro, se habla poquísimas veces, en realidad, de los naipes; se habla muchísimas veces, en cambio, con los naipes; entiéndase por supuesto: en lenguaje naipesco7.

De los naipes nos dicen algo Luis de Escobar y Cristóbal Pérez de Herrera, en sus enigmas8. También Juan de la Cueva, en unos insulsos endecasílabos que evocan a Vilhán, supuesto inventor de ese juego9. También Rosas de Oquendo, en su cartapacio de poemas (y ya no se trata de la península, sino del Perú)10. Pero, aunque añadamos a estos versos un soneto de Bartolomé Leonardo de Argensola, algunos tercetos de Rey de Artieda y un par de composiciones académicas11, solo llegamos a reunir un corpus ridículo. Ridículo y triste a la vez, porque dichos poetas, más que de los naipes, hablan contra los naipes, en una perspectiva moralizadora. Y su lenguaje es exclusivamente referencial: no explota para nada el simbolismo de la baraja.

Menudean, sin embargo, los poetas que, moralizando los naipes, se escapan de esa corta referencialidad. Estos poetas no censuran el juego, sino que se aprovechan de él para honrar a Dios y a sus santos. Encontramos, efectivamente, en la poesía de la Edad de Oro, varios ejemplos de naipes a lo divino: desde una muy curiosa «ensalada del juego de la primera aplicada a Nuestra Señora», que descubrimos, a mediados del siglo XVI, en el Cancionero espiritual de Jorge de Montemayor, hasta una abrumadora serie de poemas que glosan en lenguaje naipesco un episodio de la predicación de San Francisco Javier y se editan en Valencia a finales del siglo XVII, pasando por un ingenioso romance de Lope de Vega, titulado «El juego del hombre», e incluido entre las «otras rimas sacras» impresas en 1625 con los Triunfos divinos. No insisto ahora sobre estos naipes moralizados, habiéndolos recopilado y examinado, junto con el motivo folklórico de la baraja-misal, en un trabajo anterior12.

Y, puesto que se trata de hablar con naipes, conviene advertir de antemano que esta es una expresión que, en la poesía cancioneril, se ha tomado al pie de la letra. Pienso en un poema inserto en el Cancionero general (1511) de Hernando del Castillo: un «juego trobado», que es la primera de las obras de Pinar, juego «con el qual se puede jugar como con dados o naypes» y en el cual «las coplas son los naypes, y las quatro cosas que van en cada una dellas han de ser las suertes», según reza el título de dicho poema13. Es un texto que no dista mucho, ni por la fecha, ni por la forma (si bien es mucho más breve), del anónimo Libro del juego de las suertes valenciano (1515) o del Libro de motes de damas y caballeros, intitulado el juego de mandar (1535), de Luys Milán, también valenciano14.

Pero hemos de recordar sobre todo, aunque tengamos que remontarnos a mediados del siglo XV, aquel Juego de naypes de Fernando de la Torre («el de Burgos», como se autodenomina), poema extraño que figura en el Cancionero de Estúñiga15. Este Juego de naypes es, a la vez, texto y baraja. O, mejor dicho, baraja antes de ser texto, porque los versos de cada una de las 48 coplas tenían que ir, respectivamente, en cada uno de los 48 naipes de una magnífica baraja preparada, según indicaciones muy puntuales del poeta, por un miniaturista de la corte. Esta baraja no se ha conservado, y cabe preguntarse si realmente se hizo. Pero el texto está ahí: comprobamos que se estructura como una verdadera baraja, y barruntamos que funciona como una gran máquina simbólica. «Máquina de imaginar», dice Alberto Couste desde el título de su ensayo dedicado al tarot16. Es una fórmula que puede aplicarse perfectamente al poema de Fernando de la Torre, contemporáneo (no lo olvidemos) de los tarocchi italianos. El poeta imagina unas rigurosas correspondencias entre los amores, los colores y los palos de la baraja. A los amores de monjas corresponden el rojo (o, más exactamente, el «colorado») y las espadas; a los amores de viudas, el negro y los bastos; a los amores de casadas, el azul y las copas; a los amores de doncellas, el verde y los oros. Nos resulta muy difícil hoy día el análisis de tan extraordinario sistema simbólico; me atrevo a pensar que puede residir su explicación en la heráldica, a través de obras como el Nobiliario de Ferrán Mexía17.

Volvamos ahora a la Edad de Oro, en busca de semejantes barajas. No hemos de encontrarlas: el Juego de naypes de Fernando de la Torre es un texto singular (y no existe, que yo sepa, ningún otro comparable en toda la literatura europea). Pero, dos siglos más tarde, un casi homónimo del poeta de Burgos nos propone una baraja de otro tipo, aunque no menos poética. En 1654, efectivamente, Francisco de la Torre y Sevil, aragonés y amigo de Gracián, publica en Zaragoza una colección de poemas titulada Entretenimiento de las musas en esta baraxa nueva de versos, dividida en quatro manjares de asuntos sacros, heroicos, líricos y burlescos18. A cada uno de los «manjares» (i.e. palos)19 de la baraja corresponde una clase de «asuntos». A los oros corresponden los asuntos sacros; a las espadas, los asuntos heroicos; a las copas, los asuntos líricos; a los bastos, los asuntos burlescos. Son unas correspondencias que no han de extrañarnos, si tenemos en cuenta las interpretaciones simbólicas que de los naipes se dieron a lo largo y a lo ancho de ese par de siglos que constituyen el marco de nuestra observación20. Lo que sí, en cambio, debe llamar nuestra atención es que un poeta se valga de los naipes como de unos símbolos para calificar sus propios versos y estructurar su propio libro de poemas. El motivo naipesco se aplica aquí a la misma poesía: es un caso ejemplar, y probablemente un caso límite, que pone de manifiesto la insospechada riqueza de dicho motivo.

El motivo naipesco, polisémico y plurifuncional, sirve para la elaboración de varios temas y contribuye a la expresividad de un crecido número de textos poéticos. Necesitaría más espacio para presentar algo que no fuese un catálogo apenas razonado. Por eso, solo daré unos cuantos ejemplos en que dicho motivo está aplicado al tema amoroso y al tema satírico (los cuales, por cierto, aparecen reunidos en no pocos textos), dejando naturalmente aparte los ya aludidos naipes a lo divino.

AMOR TAHÚR, AMOR FULLERO

La poesía cancioneril, que ya nos ha permitido descubrir la baraja imaginada por Fernando de la Torre y el «juego trovado» de Pinar, nos ofrece otras dos composiciones de tema amoroso naipesco. Se trata de unas coplas de Rodrigo Dávalos, insertas en el Cancionero de Juan Fernández de Costantina («Coplas de Rodrigo Daualos porque dio vnos naypes a su amiga, y ella le dixo que pusiesse el precio de lo que auian de jugar»)21 y de una canción de Garci Sánchez de Badajoz, publicada en el Cancionero general de 1520. Garci Sánchez, conocido por haber enloquecido de amor, escribió los siguientes versos, «porque auia jugado a los naypes con su amiga»:

Pues vuestra merced ganó,

yo en miraros me perdí;

dauerme ganado assí,

¿qué tan contenta quedó?

De mí ya es cosa sabida

con el plazer que quedé,

pues perdí quando jugué

la libertad y la vida;

pero si se contentó

de ganar lo que perdí,

con más ganancia salí

que vuestra merced quedó22.

Esta canción, que se parece mucho por la inspiración a las coplas de Rodrigo Dávalos, estriba en la antítesis perder/ganar. Es pura casuística amorosa, y prescinde totalmente de los términos propios del juego. A decir verdad, la partida no es metafórica, sino abstracta.

Pero no todas las partidas amorosas son así. Otros poetas jugaron también (aunque más tarde) con sus amigas, y en sus versos no usaron de los naipes con tanta parsimonia. Así, por ejemplo, Antonio de Solís, ponderando en un romance las penas «que [le] causava la ausencia de tres Damas»:

A Vos la Trinca más bella

de la amorosa baraja

a cuya brújula todos

tienen la vida jugada23.

O Daniel Leví, más conocido bajo su nombre de poeta, Miguel de Barrios, haciendo el retrato de una dama «en metáphora del juego del hombre» y acumulando las imágenes naipescas a lo largo de catorce sextillas de pie quebrado:

Con flor de tahúr Cupido

te brujulea (Jazinta)

la hermosura,

aunque le tiene perdido

ver que (siendo blanca) pinta

tu figura […]24.

Los poetas, sin embargo, no se valieron del lenguaje del juego tanto para cantar sus amores como para dar rienda suelta a sus rencores. Las plumas tahurescas no suelen petrarquizar: al amor, le satirizan con más o menos acrimonia. Porque en el amor, como en el juego, los tahúres son casi siempre víctimas de los fulleros. O, mejor dicho, de las fulleras. Y puede advertirse, de pasada, que el adverbio «fulleramente» parece no encontrarse fuera de este contexto amoroso25. La afición o pasión, por muy ciega que sea, algún día descubre las trampas. La metáfora naipesca sirve entonces para expresar la desconfianza, el desengaño, la lucidez: metáfora lúdica para un amor lúcido.

Véanse, entre muchos ejemplos, estas cuartetas sacadas del Romancero general («Oncena parte», romance que empieza por los versos «No quiero amores tan libres / que me puedan sujetar»):

[…] Y porque me vio picado,

como si entrara a jugar,

pensó que por desquitarme

me ganara lo demás.

Sepa pues, señora mía,

que no me suelo picar

tanto, que aunque soy tahúr,

perdiendo, lo sé dejar.

Y vuesa merced bien sabe

que no he sido tan azar,

que no me han salido encuentros

con que podelle topar.

[…] Si es que me envidó de falso,

también, señora, sabrá

que siempre juego a primera

en el querer y dejar.

Y si va a quínola doble,

también me sé descartar;

que con puntos diferentes

nunca echo el resto jamás.

Y aunque el contrario me envide,

y tenga el siete y el as,

porque no me acuda el seis,

no me tengo que ahorcar.

Y así, porque me conozca,

la quiero desengañar;

que si sabe en juntar mucho,

yo sé mucho en barajar.

Y que por largo que juegue

y sepa más en doblar,

también sé jugar doblado,

si me quiero aventurar.

[…] Ya sé que no te da pena,

aunque algún tiempo podrá:

que las burlas del amor

en veras suelen parar.

[…] Y pues estoy sin pasión,

y tú sin pasión estás,

retirémonos, señora,

antes que perdamos más26.

Como ilustración de estas fullerías de amor27, tan solo citaré otros dos textos:

— Un «Romance a la hermosa y taymada Nise», que abre el tercer volumen de la obra poética de Jacinto Alonso Maluenda, titulado Tropezón de la risa (1629):

Nise, en donayre es primera,

y chilindrón de claveles

su boca, y sus blancas manos

son garatusas de nieve.

El trunfo28 de espadas sale

de sus ojos, pues da muerte,

y es de oros, quando taymada

pide con cara de herege.

Muy leída en su provecho,

siempre juega al sacanete,

y sin ser alguacil, rondas

hacer en las bolsas quiere.

Sospechóse que jugava

al hombre, y vino a saberse,

que dio el soplo una hinchazón

al cabo de nueve meses.

[…] Es fullera por extremo,

siempre gana y nunca pierde,

y es garitera, en su casa

procura que todo quede.

[…] Y hace promesa a su astucia

de jugar tanto que llegue

a ser la mayor tahúra,

la más sutil, la más fértil

de pandillas que conoce

el interés, y promete

que sean sus naypes hechos

dos cincos de uñas que tiene.

Los quales serán azares

del pobre que los encuentre,

del rico que los repare,

y del bovo que los juegue29.

— Una «Sátira a vna dama mvy interesada» de un tal Luis Antonio, que reproduzco íntegramente, no por su calidad, sino por su pertinaz coherencia:

En el garito de amor

jugaua con vna niña,

y no pienso parar más,

porque me ganó la dicha.

Quando la busco por suerte,

de tal suerte se desliça,

que al conocerla en la cara

por los pies se me despinta.

Si yo me rindo, ella huye,

pierdo quando se desvía,

paro corto, y dize que

no gusta de niñerías.

Dize que su juego es cientos,

y es porque tiene dos quintas

en las manos, que a qualquiera

gana baças, y repica.

Siempre que juega a la flor,

con declarada malicia

busca Reyes, porque dize

que las Coronas la obligan.

El juego del truque dize

que es mucho mejor que pintas,

pero si no es con tres oros,

nadie ha podido rendilla.

Y quando juega al rentoy,

no le falta la malilla,

con que en echándola el resto,

aceta, embida y rebida.

Iuega al hombre, y haze bien,

porque es tal su fullería,

que quando no la dan triunfos,

da codillo, y se retira30.

El amor tahúr y el amor fullero aparecen de esta forma en varios poemas más o menos fácilmente asequibles; pero deben de haberse perdido (o estar dispersos en cartapacios manuscritos) muchos versos que sacan su voz y letra, como los anteriores, del «garito del amor».

ERÓTICA DE LA BARAJA

La vena amatoria naipesca es particularmente lozana, porque los naipes pueden dar lugar también a unas metáforas simplemente eróticas. Estas tienen su origen en el significado doble (y, a veces, triple) de unos cuantos términos del juego, como son «bastos», «flux», «tenderete», «atravesar», «picar», etc. Pero es la muy hispánica «sota», sobre todo, la que permite las alusiones más picantes, como en estos versos de Góngora:

[…] Lo demás, Letrado amigo,

que yo os pudiera decir,

por mi fe que me ha rogado

que lo calle el faldellín;

aunque por brújula quiero

(si estamos solos aquí)

como a la sota de bastos

descubriros el botín31.

La sota es, efectivamente, la carta más ambigua de la baraja. Corresponde teóricamente al soldado de a pie en la jerarquía de las figuras; pero representa con frecuencia, para los españoles de los tiempos áureos, la mujer deshonesta, esa que precisamente deja asomar sus pies (e incluso sus piernas, cuando tiene «faldellín») en actitud provocativa.

La erótica de la baraja se documenta en varios textos que pueden leerse en la «floresta» de poemas eróticos reunida y publicada por Alzieu, Jammes y Lissorgues32. En esa curiosa antología está recogido, por supuesto, aquel romance (impreso por primera vez en la «Tercera parte» [1593] de la Flor de varios romances nuevos) que empieza por los versos «Un grande tahúr de amor / y una jugadora tierna». En el comentario que acompaña la edición de este poema en la citada «floresta», se dice con razón que «representa, por su ingeniosidad, el acierto más perfecto de su género, es decir, en la transposición en sentido erótico de todas las palabras y expresiones pertenecientes al vocabulario de un juego […], concretamente del juego de la primera»33. Por tratarse de un texto bastante conocido (y de fácil consulta en la edición bien anotada de dicha antología), no lo transcribo aquí. Me parece, en cambio, interesante citar tres textos que no encuentro en ninguna colección de poesías eróticas:

— Esta copla real, la cuarta (y última) de una «Réplica» de Sebastián de Horozco, «A el Doctor Pero Vázquez»:

Éstos, sí se han engañado,

juzgando mi mal ser gota;

este juego se ha ganado

por haber atravesado

el basto contra la sota.

pues ello ansí ha de ser,

para poder conservallo

no entiendo el juego perder,

mientras pudiere tener

los dos oros y el caballo34.

— Estos versos, sacados de un romance satírico atribuido a Quevedo y titulado «A los devotos de monjas»:

[…] Dejad el juego de monjas,

que es inútil pasatiempo

que se pasa en pasar cartas,

estándose el basto quedo.

No hagáis con ellas envites […]35.

— Y este soneto, atribuido a Villamediana (y que se quedó inédito):

A una señora

que se facilitaba por dinero

Éntrale el basto siempre a la doncella

cuando de oros el hombre no ha fallado;

espadas su manjar es descartado,

porque lo quiere así la madre della.

La malilla, aunque deje de tenella

no perderá tanto, es lo que le ha entrado;

y si quiere elegir, porque ha robado,

él es la copa, y la malilla es ella.

Quien entrare a jugar, quien hombre fuere,

si de oros a triunfar no se dispone,

nunca ganar aquesta polla espere.

Carta de más, dinero no se pone

en esta mano; antes quien la diere,

su basto encima a la malilla pone36.

Observamos en este soneto, verdadera joya de la erótica de la baraja, un derroche de términos del juego de naipes; y he de confesar que no me resulta del todo claro el sentido de algunos versos37. El juego aludido es el juego del hombre, que encontramos, con la misma aplicación erótica, en otras composiciones debidas al propio conde de Villamediana o relacionadas con él. Así, por ejemplo, en un soneto «A la casa de una cortesana donde entró a vivir un pretendiente»:

[…] Esta trampa inventó su atrevimiento

para jugar al hombre con tramoya38.

O en unas décimas anónimas que evocan las visitas nocturnas del conde, mencionando a «La Labradora», a «La Pichona», a «La Coja», así como al «padre de estas doncellas», y concluyendo de esta manera:

[…] juega con el conde al hombre,

y el conde es hombre con ellas39.

Los amores de Villamediana, como se ve, no eran todos «reales». Algunos eran muy plebeyos. Y, si recordamos que fue desterrado de la corte por «grande exceso de juego»40, no debe sorprendernos demasiado que esos amores tuvieran, incidentalmente, expresión naipesca.

EL NAIPE EN EL INFIERNO DE LA SÁTIRA

Sátira o, por lo menos, burla del amor a través del naipe. Pero también sátira del mismo tahúr y/o fullero a través de su propio lenguaje.

En la Cozquilla del gusto (1629), de Jacinto Alonso Maluenda, encontramos este epitafio «A la muerte de un fullero»:

Aqví vn tahúr singular yaze,

de la muerte embargo,

que con ser de nariz largo,

nunca pudo oler azar.

Fue, sin cantar, ruyseñor,

y para tener florida

la bolsa, toda su vida

la passó de flor en flor41.

Y, en la Noche de invierno (1662), de Gabriel Fernández de Rozas (el cual, por cierto, califica esa obra –ya en el título– de «Conversación sin naypes»), podemos leer este epigrama «A vno que auía jugado mucha hazienda, y por vna herida quedó tan manco, que no podía jugar»:

¿De qué te quexas, si fue

tu mal para que despenes,

pues con qué jugar no tienes,

quando ya no tienes qué?

Mas aguarda a quedar sano,

que lo breue yo lo apuesto.

¿No es ella tuya? Pues presto

jugarás (Lope) la mano42.

El mismo Fernández de Rozas es autor de una carta en versos, dirigida a don Román Montero, caballero de la Orden de Alcántara, «Estando [este] en Cádiz ausente de Madrid, por vna desgracia sobre el juego»43. Suelen ser anónimos, sin embargo, los jugadores víctimas de la sátira44. Y por ello conviene destacar una excepción, notable desde luego (y, como tal, muy significativa), la de un insigne poeta con fama de tahurazo: Góngora.

Han de evocarse aquí, naturalmente, aquellos poemas satíricos escritos contra don Luis, y atribuidos a Quevedo. Son piezas bien conocidas desde que las publicó Miguel Artigas45; pero no resisto a la tentación de transcribir a continuación algunos versos, sacados de un «Epitafio»:

[…] Ordenado de quínolas estaba,

pues desde prima a nona las rezaba;

sacerdote de Venus y de Baco,

caca en los versos y en garito Caco.

La sotana traía

por sota, más que no por clerecía.

[…] Clérigo, al fin, de devoción tan brava,

que, en lugar de rezar, brujuleaba;

tan hecho a tablajero el mentecato,

que hasta su salvación metió a barato.

[…] Vivió en la ley del juego,

y murió en la del naipe, loco y ciego […].

Y si estuviera en penas, imagino,

de su tahúr infame desatino,

si se lo preguntaran,

que deseara más que le sacaran,

cargado de tizones y cadenas,

del naipe, que de penas […]46.

Es de recordar asimismo este soneto, cuyo segundo terceto constituye también un cruel epitafio naipesco:

Tantos años y tantos todo el día;

menos hombre, más Dios, Góngora hermano.

No altar, garito sí; poco cristiano,

mucho tahúr; no clérigo, sí arpía.

Alzar, no a Dios, ¡extraña clerecía!,

misal apenas, naipe cotidiano;

sacar lengua y barato, viejo y vano,

son sus misas, no templo y sacristía.

Los que güelen tu musa y tus emplastos

cuando en canas y arrugas te amortajas,

tal epitafio dan a tu locura:

«Yace aquí el capellán del rey de bastos,

que en Córdoba nació, murió en Barajas

y en las Pintas le dieron sepultura»47.

¡Magnífico ejemplo de osmosis del tema y del motivo! En estos versos, los naipes se imponen juntamente como asunto y como lenguaje. Lenguaje del supuesto autor de estos epitafios satíricos; y lenguaje dirigido contra un poeta que lo entendía y manejaba perfectamente, aunque a veces de manera excesivamente ingeniosa, hasta el punto de plantearle problemas de comprensión a Salcedo Coronel, en la «declaración» del soneto «Sentéme a las riberas de un bufete / a jugar con el tiempo a la primera». En efecto, al llegar al primer terceto («Piérdase un vale […]»), el comentarista confiesa sus dudas: «Faltó D. Luis a la continuación de la metáfora en esto, pues auiendo dicho que quiso el embite, no podía perder el vale, que solamente se pierde quando el tercero no quiere al que embida. En esto harán mejor juizio los aficionados a semejante entretenimiento, que yo soy poco tahúr»48.

Menudean en la poesía de Góngora las metáforas sacadas del juego de naipes. Y, cuando se hace un recuento sistemático de estas metáforas, aparecen unas cuantas palabras clave: «flux», «primera» (reunidas estas dos, las más veces, como suele ocurrir cuando se usan en sentido figurado), «sota», «flor», «brújula» y «brujulear», «fallar», etc., que están generalmente al servicio de la burla. Las mismas palabras se encuentran bajo la pluma de Quevedo, en cuya obra (tanto en prosa como en verso) ha sido igualmente rastreado este léxico particular. Sí, pluma tahuresca también, la de Quevedo, aunque con mayor tendencia a la sátira personal. Y cabe preguntarse, por cierto, a quién alude precisamente don Francisco, cuando pasa revista a los «amigos muertos», al principio (en casi todas las versiones) de su «Sátira del Infierno»:

Allá queda barajando

quien acá supo más cierto

a cuántos venía su carta

que si fuera del correo49.

Por la dilogía «carta de baraja» / «carta de correo», puede pensarse50 que el aludido es el ya citado conde de Villamediana, correo mayor del Reino y, como queda dicho, tahúr empedernido, que acaba de morir (agosto de 1622) cuando están impresos por primera vez estos versos (en la Primavera y flor de romances de 1623).

Góngora, Quevedo, Villamediana: el naipe en el infierno de la sátira. Y la baraja entre manos de los mayores poetas.

UN LENGUAJE PERDIDO

No han de despreciarse, por tanto, los versos naipescos. Aun cuando se deben a más humildes plumas, a ingenios más cortos, a poetas de tercer o cuarto orden. La verdad es que se trata, por lo general, de versos de poca calidad literaria. Pero, así y todo, no dejan de integrarse en el muy variado corpus poético de la Edad de Oro, ilustrando un motivo que debe tomarse en cuenta, no solo por su aplicación a distintos temas, sino también por su gran expresividad. Podría reunirse, desde luego, un curiosísimo Romancero de la baraja, que incluyera –amén de los poemas citados o simplemente evocados en las páginas anteriores– aquellas coplas que relatan unas partidas metafóricas entre cuantos aspiraron a gobernar España en cierta circunstancia. Estos naipes a lo político merecen, lo mismo que los naipes a lo divino, recogerse y examinarse como pertinentes indicios de una mentalidad e irrebatible testimonio de la vigencia de un lenguaje figurado51.

Los juegos de naipes que sirven de fundamento a ese lenguaje figurado ya no forman parte de nuestra experiencia; pero dicho lenguaje aflora por doquier en unos textos que seguimos leyendo, y lo poco que hoy día sabemos de estos juegos procede esencialmente del uso metafórico de lo que fue un lenguaje práctico. Un lenguaje común, por cierto, que ha venido a ser un lenguaje perdido.

Ese lenguaje naipesco, en los siglos XVI y XVII, no era ningún idiolecto creado por unos pocos individuos. No puede reducirse a un sociolecto, léxico privativo del marginalismo al uso52. No es propio, para ceñirnos al género que aquí nos interesa, de la poesía germanesca (en la cual, además, tiene principalmente una función referencial), sino que se encuentra en varios tipos de poesía, desde la poesía religiosa hasta la poesía erótica, como se ha visto. Y, ya que íbamos a buscar en la poesía este lenguaje perdido, hemos comprobado que en ella aparece antes que en los demás géneros literarios: el simbólico Juego de naypes de Fernando de la Torre pertenece todavía a la poesía medieval, anticipándose mucho a la Matraca de jugadores de Diego Sánchez de Badajoz (farsa moral que es la primera obra teatral en acoger los naipes) y más aún, por supuesto, a los garitos de la novela picaresca. Se observará, asimismo, que la aplicación del lenguaje naipesco a los temas satíricos y amorosos es también muy anterior a la aparición de barajas caricaturescas y eróticas53, no siendo tan tardías las barajas políticas ni las barajas a lo divino54. En cualquier caso, el pictograma, esa emblemática imagen en la cartulina, tiene al respecto un indudable retraso, faltándole un privilegio que tiene el lenguaje: la metáfora.

En la poesía de la Edad de Oro, el motivo del naipe se convierte en un verdadero leitmotiv, casi en un tópico. Porque el naipe es una metáfora trivial, que los poetas encuentran en su camino, cualesquiera que sean sus musas. Metáfora trivial y algo frívola, aunque sirva (recuérdese la lucidez del juego) a la expresión del desengaño, como en el estribillo de cierta letrilla de Quevedo: