La libertad medieval en Ortega y Gasset:

entre feudalismo y corporativismo

Santiago Argüello

CONICET/INCIHUSA – Universidad de Mendoza

sarguello@mendoza-conicet.gob.ar

Hermann Ibach

UNSL

hgibach@gmail.com

Introducción: la necesidad de discutir teorías éticas medievales para nuestra presente condición histórica, latinoamericana y argentina

Entre las contrariedades que anidan en nuestra actual condición argentina, convendría prestar más atención a la conveniencia de la forma que tenemos de pensarnos a nosotros mismos. La manera, pues, de representarnos nuestro ser original y nuestro destino es en cierta medida causante del modo en que nos encontramos siendo. Al respecto, tal vez pudiera parecer no del todo oportuno tomar como diagnóstico de nuestros trastornos lo que dijera sobre nosotros un pensador español, siendo que nuestra patria, prácticamente desde la época de la Independencia, ya poco y nada tuvo que ver con la Madre Patria1. Sin embargo, pocos intelectuales como Ortega y Gasset han sabido develar de forma tan aguda nuestras patologías. Baste recordar en este sentido aquel artículo de 1929 que le valió el rechazo y la enemistad de prácticamente todo el arco intelectual argentino: “El hombre a la defensiva”.

Ahora bien, solo puede entenderse cabalmente lo que dice Ortega de Argentina a la luz de las conexiones que él efectúa entre la historia y teorías sociopolíticas modernas y aquellas pertenecientes a la Antigüedad y Edad Media. En esta ocasión nos concentraremos en aquello que hace a las reflexiones de Ortega sobre lo tardo-antiguo y medieval en sí2; y, en todo caso, a la relación establecida por él entre eso y la Modernidad en general.

Para empezar, lo que aquí en Argentina es común pensar como causa primordial de nuestros males, a saber, la raíz hispana de nuestra condición americana vista a contraluz de la raíz anglosajona de los americanos del Norte, encuentra en Ortega una de sus fuentes más sugestivas. Su España invertebrada [1922] es un libro excepcional, precisamente por el hecho de brindar una explicación perfilada de la incidencia de la Antigüedad Tardía y Edad Media en nuestro ser latinoamericano moderno3. Y aunque su tesis fue y todavía sigue siendo controvertida, a nuestro juicio puede seguir considerándose un excelente punto de partida para discutir la predicha condición argentina desde sus raíces históricas.

En lo que respecta a la influencia del Medioevo en la Modernidad, en la obra de Ortega se encuentran dos núcleos de ideas fundamentales en torno a la libertad:

1. El primer núcleo se refiere a la valoración orteguiana de la libertad feudal, como aquel sentido de la libertad que se encuentra a la base de la libertad propia del liberalismo; libertad antitética de la libertad entendida democráticamente. Según Ortega, la oposición entre liberalismo y democracia solo puede entenderse bien si se tiene en cuenta la existencia de dos éticas tardo-antiguo y medievales que prolongan su savia hasta el s. XX, y que son no solo diferentes sino también en cierto modo opuestas entre sí: el ethos romano y el ethos germano (para esto, ver principalmente el cap. 6, “La ausencia de los ‘mejores’”, de la 2ª parte de España invertebrada: Ortega y Gasset 1966a, 109-122). El filósofo español pone a España y sus colonias del lado de Roma, y a Inglaterra y Estados Unidos del lado germano. El sentido germánico de la libertad tardo-antigua y medieval habría propiciado, según Ortega, ese liberalismo que los ingleses y estadounidenses supieron más tarde ajustar y perfeccionar. En la vereda de enfrente de esa libertad aparece la libertad de la democracia a secas o directa –democracia potencialmente totalitaria–, remotamente romana y modernamente rousseauniana; esa que fomenta la victoria del ‘pueblo’ por sobre las minorías selectas: un pueblo, ciertamente, susceptible de convertirse en ‘masa’ (ver las Notas del vago estío, cap. 5, “Ideas de los castillos: liberalismo y democracia”: Ortega y Gasset 1963a, 424-426).

2. El segundo núcleo de ideas se refiere a la valoración orteguiana de la sociedad medieval como organismo (ver Notas del vago estío, cap. 9, “Ideas de los castillos: los criados”: Ortega y Gasset 1963a, 436-439). Esta forma de concebir y realizar la vida en común, para Ortega, es la única forma –no ya solo referida al Medioevo sino en absoluto– capaz de crear, en cualquier tipo de comunidad humana imaginable, una sociabilidad vigorosa. En este sentido es, por supuesto, la única y radical forma que posibilita de veras el florecimiento de la libertad liberal en el interior mismo de la sociedad. En el estudio de este segundo núcleo –a nuestro juicio más importante y decisivo que el primero, aunque ciertamente no desconectado de aquel–, aparecen los distintos tipos de sociedad concebibles según Ortega; resultantes todos ellos de las diferentes modulaciones político-sociales que han sido ensayadas ya, o pueden ser todavía ensayadas en el futuro por las naciones occidentales. El rango de posibilidad de esos tipos de sociedad va desde el individualismo radical hasta el socialismo radical, encontrándose en el medio precisamente el término medio virtuoso de una teoría orgánica de la sociedad.

En relación a la articulación entre los dos núcleos de ideas aludidos, es preciso hacer una aclaración de tipo historiográfica: al entender Ortega (1963a: 426) “por feudalismo todo el proceso que va desde la invasión [bárbara a Roma] hasta el siglo XIV”, él está metiendo en la misma bolsa, como si se estuviese hablando de la misma realidad –bien que según aspectos diferentes–, la concepción y práctica del poder (dominium) del feudo (foedum), que en realidad es temprano-medieval (siglos VI a IX) y medieval (siglos X y XI), y aquella otra concepción y práctica del poder propia de las corporaciones (corpora, collegia, universitates), que es de la Edad Media en su apogeo (siglos XII y XIII) y sus inmediatos siglos posteriores (siglos XIV y XV). Precisamente por ello, a nuestro juicio es preciso distinguir en dos núcleos diferenciados, por un lado, el “sentido liberal del feudalismo” (Ortega y Gasset 1963a, 426; cfr. Argüello 2016), y, por otro, el énfasis en la sociabilidad propia del organicismo tardo-medieval. Esta aclaración nos sirve para hacer ver algo fundamental que, incluso aunque en Ortega no quede del todo suficientemente explícito, en nuestra opinión es de suma importancia para observar la evolución medieval de la libertad. Y es lo siguiente: la libertad medieval en sentido pleno o maduro es aquella libertad germana entendida más que de un modo meramente feudal; esa libertad que ha tenido su último caldo de cultivo en las sociedades burguesas tardo-medievales, esto es, en simbiosis con la libertad romana, conforme a la recuperación medieval tardía del Corpus Iuris Civilis. Dicho de otro modo, la teoría de esta libertad tardío-medieval, inherente a la teoría del corporativismo aun sin dejar de ser germánica, debe todavía mucho a Italia y el Derecho Romano. Cuál tradición ético-jurídico-político ha aportado más a la causa corporativista, si el romanismo o el germanismo medievales, sigue siendo todavía hoy motivo de discusión. Ahora bien, si al respecto Otto von Gierke (1995) hubo de jugar un papel preponderante en el hecho de haber rescatado del olvido aquella teoría orgánica en su carácter específicamente germano, forcejeando con el romanismo de puristas como Savigny, es un hecho que Ortega solo cita a este último (cfr. Ortega y Gasset 1964b, 177 y 182; 1965a, 297), evidenciándose de ese modo que desconoce la propuesta del primero.

1. Los dos diferentes modelos éticos tardo-antiguos y medievales según Ortega: germanismo vs. romanismo

Ortega piensa que la encrucijada con que el destino de la historia americana hubo de encontrarse en su momento no se había presentado originalmente en los tiempos modernos, sino que se remontaba a los siglos de la Caída del Imperio Romano y el surgimiento de la Europa feudal. Según él, el destino de España, y de toda Europa, se había dirimido en el pleito entre estas dos alternativas éticas: ser romano o ser germano –esa era, según él, la cuestión4–. Y siendo tal dilema originario de la temprana Europa medieval, habría perdurado hasta nuestros días. En suma, el genio europeo, que había contado con esa bifurcación fatal en su rumbo, no tuvo más remedio que hacerse carne, ya en cultura romana, ya en cultura germana. De este modo, si los españoles o argentinos habrían en vano de ir a buscar influencia de lo germánico en su recóndito ser, por su parte, la ética griega tampoco habría de influenciarlos como tal. Han tenido por fuerza que contentarse con lo romano. Ortega advierte que el sino de esta conformación histórica ha colocado al ser hispanoamericano en una posición adversa, ciertamente solo posible de ser remontada en caso de que comience a reconocerla con lucidez.

En el entramado de postulados y discusiones sobre esta cuestión de las dos éticas rivales aludidas –en España invertebrada y textos afines–, hay un asunto medular que en cierto modo sintetiza toda la problemática en juego. Se trata del dominium. Aunque este término apenas aparezca en el texto de Ortega como vocablo de especial atención, es acerca de las realidades a que dicho concepto apunta de lo que efectivamente Ortega está discutiendo allí. Así, mientras el ethos romano –habiendo triunfado en la España medieval y, a partir de allí, derivado hacia la América Latina– es aquel modo fundamental de comprender y vivir la vida que se caracteriza por el dominio como propiedad, por su parte el ethos germánico –el de los francos, cuya idiosincrasia, tras dominar la Europa medieval, habría pasado siglos después a los yankees de la América del Norte– es aquel que se encuentra determinado por el dominio como autoridad: “este dominio sobre la tierra, fundado precisamente en que no se la labra, es el ‘señorío’”, expresa Ortega (1966a, 114) hablando del dominium en sentido germánico o feudal.

La sustancia del pensamiento de Ortega sobre la existencia de diferentes modelos éticos presentes en la concepción medieval del dominio, y sus derivaciones americanas, podría compendiarse en dos puntos. En primer lugar, Ortega postula que en la España medieval apenas hubo feudalismo y que este hecho, lejos de haber significado algo positivo, constituyó la “primera gran desgracia y la causa de todas las demás” (Ortega y Gasset 1966a, 111; cfr. 117 y 120): es un error, según él, considerar, como se lo hace de sólito, que el feudalismo haya sido nocivo para España. Por supuesto, es preciso al respecto detenerse a observar qué entiende Ortega por “feudalismo” y a qué se debe, según él, la debilidad de su presencia en la península ibérica. El feudalismo, a su juicio, es fruto del ethos germano –tardo-antiguo y temprano-medieval–, contrapuesto al ethos romano; y su ausencia o debilidad de carácter en Iberia se debió al hecho de que “el visigodo era el pueblo más viejo de Germania; había convivido con el Imperio romano en su hora más corrupta; había recibido su influjo directo y envolvente. Por lo mismo, era el más ‘civilizado’, esto es, el más reformado, deformado y anquilosado” (Ortega y Gasset 1966a, 112). A causa de esta carencia de vitalidad germana y contaminación de la Roma ya decadente, Ortega plantea que la España medieval nunca pudo salir de la supremacía de la cultura agrícola romana, en la que todo gira en torno a la gleba y su cultivo. Fue así incapaz de traspasar el umbral hacia una cultura guerrera de tipo germánico, según la cual “hombres enérgicos […] con el vigor de su puño y la amplitud de su ánimo saben imponerse a los demás y, haciéndose seguir de ellos, conquistar territorios, hacerse ‘señores’ de tierras” (Ortega y Gasset 1966a, 113-114).

En suma, la acepción orteguiana de feudalismo no se centra en la relación señor/siervo basada en la propiedad de la tierra, sino en la autoridad sobre súbditos o siervos, detentada por el poder o fuerza de mando y gobierno del señor. Cuando piensa en “feudalismo”, Ortega no tiene en mente el factor agrícola, campesino, asociado a los romanos, sino el de la chevalerie presente en los pueblos germanos. En otros términos, “feudalismo” no hace alusión a la relación jurídica del hombre con la tierra, sino a la relación política de un hombre con otro (cfr. Ortega y Gasset 1966a, 113). El pasaje siguiente da la clave de su argumento:

Esto es lo que interesa al germano: no el derecho de propiedad económica de la tierra, sino el derecho de autoridad. Por eso el germano no es, en rigor, propietario del territorio, sino, más bien, “señor” de él [por ser señor de sus propietarios]. Su espíritu es radicalmente inverso del que reside en el capitalista. Lo que quiere no es cobrar, sino mandar, juzgar y tener leales. (Ortega y Gasset 1966a, 115)

No puede pasarse por alto el hecho de que aquí, en relación con el primer aspecto observado de la libertad medieval –el feudal, proto-liberal–, Ortega se ocupe ya en contrastar la libertad medieval y la libertad capitalista. Es importante destacarlo para no perder de vista, pues, la continuidad entre la libertad feudal medieval y la libertad corporativa tardo-medieval, en su oposición al capitalismo moderno. Además, de este modo se constata la asociación orteguiana entre liberalismo y feudalismo, por un lado, y capitalismo y democracia romana, por otro.

Sin embargo, Ortega no deja todavía de atribuir cierta valía al sudor medieval de talante romano, basado en la tierra, al declarar: “frente al ‘trabajo’ agrícola está el ‘esfuerzo’ guerrero, que son dos estilos de sudor altamente respetables” (Ortega y Gasset 1966a, 114); salvo que considera tal “trabajo” como naturalmente subordinado al “esfuerzo” bélico. Y por eso critica la derivación efectuada por aquellos historiadores de la segunda mitad del s. XIX, como Fustel de Coulanges, del “’señorío’ medieval [a partir] del derecho dominical, [esto es] de los ‘seniores’ romanos” (Ortega y Gasset 1966a, 114, nota). En suma, para Ortega, el señorío medieval, es decir, el poder en sentido feudal, no deriva de los romanos, sino de aquellos germanos que Tácito fuera el primero en describir en su Germania.

En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, Ortega aduce que ese debilitamiento de germanismo sufrido en la España medieval, junto a la impronta inversa de romanismo, dio lugar a la existencia de una nación no solo agraria, sino también “popular”. El provincianismo y atraso de la España campesina –cuyas consecuencias históricas Ortega no deja de otear todavía en sus días– tuvo, según él, como primitiva causa y natural efecto, la ausencia de figuras históricas que sobresalieran sobre el resto. Desde la óptica orteguiana, se percibía algo así como una nivelación democrática que hacía que el prestigio social perteneciera nada más que al pueblo en su conjunto y no a alguno de sus miembros en singular.

Ese carácter “popular” de España –y de la América española, por derivación–, descrito por Ortega en tono de lamentación5, reside según él en el hecho de haber sido gobernada de modo impersonal por un pueblo anónimamente institucionalizado “a la romana”, impidiendo que se configurara una nación al modo feudal: “en España lo ha hecho todo el ‘pueblo’, y lo que no ha hecho el ‘pueblo’, se ha quedado sin hacer” (Ortega y Gasset 1966a, 121). Mientras la nación franca ha sido gobernada de modo personalista y aristocrático por individuos egregios, en España, el apego a la tierra no ha hecho más que adocenar a la gente; el campo ha triunfado sobre la ciudad; la materia ha ahogado el espíritu:

Somos un pueblo “pueblo”, raza agrícola, temperamento rural. Porque es el ruralismo el signo más característico de las sociedades sin minoría eminente. Cuando se atraviesan los Pirineos y se ingresa en España, se tiene siempre la impresión de que se llega a un pueblo de labriegos. La figura, el gesto, el repertorio de ideas y sentimientos, las virtudes y los vicios son típicamente rurales. En Sevilla, ciudad de tres mil años, apenas si se encuentran por la calle más que fisonomías de campesinos. Podréis distinguir entre el campesino rico y el campesino pobre, pero echaréis de menos ese afinamiento de rasgos que la urbanización, mediante aguda labor selectiva, debía haber fijado en sus pobladores. (Ortega y Gasset 1966a, 122)

Como es evidente, el factor o elemento “popular” no es bien visto por Ortega. Lo considera un problema para el gobierno de los “mejores”; o mejor dicho, aduce que su preponderancia es signo de la ausencia de aristocracia. El punto es que, cuando el pueblo es concebido como una “masa” amorfa, como ocurre en este caso, la aristocracia es inevitablemente vista como poseedora de excelencia y virtud: “la ausencia de los ‘mejores’ ha creado en la masa, en el ‘pueblo’, una secular ceguera para distinguir el hombre mejor del hombre peor, de suerte que cuando en nuestra tierra aparecen individuos privilegiados, la ‘masa’ no sabe aprovecharlos, y a menudo los aniquila” (Ortega y Gasset 1966a, 121)6. La predominancia en España del pueblo explicaría que haya resultado tan fácil conseguir allí la unificación de toda la nación; siendo de hecho, según Ortega, la primera de las naciones europeas modernas en haberlo conseguido.

El nudo de cierre del argumento orteguiano sobre la rivalidad ética expuesta es que, si en la nación española ha primado el ethos romano de propietarios rurales –gente sin brío ni calidades personales–, siendo el ethos feudal algo impropio de su cultura medieval, ello no pudo menos que haber sido traspasado a la sociedad y cultura del Nuevo Mundo –mundo que fuera creado precisamente en aquellos años de esplendor de la unificación ibérica–. De ahí que el sello de esta empresa, el Descubrimiento de América –para Ortega, la única gesta verdaderamente grande en la entera historia de su nación (cfr. Ortega y Gasset 1966a, 120)–, no fuera otro que el de lo vulgar o popular: “la colonización española de América fue una obra popular. La colonización inglesa [por el contrario] es ejecutada por minorías selectas y poderosas” (Ortega y Gasset 1966a, 120). No es casual, entonces, que Ortega establezca una relación de filiación entre el liberalismo moderno, de raíz anglosajona, y el feudalismo medieval, teniendo este por término final a aquel (cfr. Ortega y Gasset, 1963a).

¿Desde dónde –qué corriente o autores– ha forjado Ortega el predicho cuadro de oposición ética? De los medievalistas románticos franceses como Boulainvilliers, Montlosier y Augustin Thierry (ver Ortega y Gasset 1963a, 426), y de los viejos liberales franceses –medievalistas también, a su modo–, como Guizot (ver Ortega y Gasset 1964a, 71). La asociación entre feudalismo medieval y romanticismo liberal (o liberalismo romántico) es clara en Ortega: ambas éticas conducen, según él, a la exaltación del genio individual, sea tomado este en su carácter guerrero (en la época medieval), o en su carácter artístico (en la época moderna). A diferencia de Cervantes, que colocara la faena del soldado por encima del oficio del literato, Ortega se ve inducido a igualar la épica de la espada y la épica de la pluma. Para Ortega, una figura clave del genio romántico es Chateaubriand, a propósito del cual expresa que “el romanticismo […] es –no en vano procede de la Revolución– la rebelión del individuo contra los gremios y los Etats. El romanticismo es el liberalismo literario” (Ortega y Gasset 1966c, 389). Tanto como el sujeto feudal –germánico, franco–, el sujeto romántico –no en vano eminentemente francés y alemán– es anti-gremial. El artesanado gremial, con su característico sello de anonimato en la realización de sus producciones, representa, según el parecer de Ortega, un obstáculo para el desarrollo del potencial de creatividad personal, tanto del señor feudal como del artista romántico. El contraste entre las posibilidades que circundan a ambas libertades es neto, en razón de que las éticas en las que se funda uno y otro perfil vital son no solo diferentes sino incluso opuestas7. Y con ello se arriba a este punto argumental clave: el gremialismo tardo-medieval es, para Ortega, en cierto modo una reviviscencia del romanismo, es decir, de la ética agraria, del dominium en su sentido jurídico.

2. La concepción corporativa u orgánica de la sociedad y sus orígenes medievales

A continuación revisaremos la oposición que establece Ortega (1963a, 432-439) entre el ethos orgánico de la sociedad medieval y el ethos racionalista-capitalista de la sociedad moderna.

De este modo, si con el “sentido liberal del feudalismo” se hace hincapié en la libertad liberal, como opuesta a la amenaza totalitaria de lo democrático y popular (aunque también, de refilón, como opuesta a la libertad del capitalismo, enraizada esta en el sentido romano del dominium como propiedad), ahora interesa observar la concepción orteguiana de la sociedad como organismo. Según esta concepción, el “pueblo” no es concebido como una masa amorfa y pasiva, sino, por el contrario, como un agente articulado y activo; por lo mismo, como un sujeto capaz de detentar dominium. En este sentido, aun cuando Ortega no lo formule explícitamente en estos términos, el caso es que, siguiendo la lógica de su pensamiento, el poder en sentido medieval no queda confinado al ámbito de lo feudal, donde –según una tendencia liberal– reina la individualidad (o, al menos, la personalidad), sino que es capaz de trascender hacia el ámbito de lo comunitario, acusando entonces una relevancia no ya meramente individual sino social. Es decir, cuando “dominio” significa no ya “señorío” (foedum), en el que siervos no-libres y súbditos libres trabajan para sus señores libres, sino “sistema corporativo” (universitas, corpus, collegium), todas las partes de ese sistema son no solo libres, sino que también son todos en cierto modo súbditos. Desde el siervo que se encuentra en el fondo del sistema hasta el rey mismo, que se encuentra en su tope: todos han de prestar un servicio; cada uno el suyo. Así funciona el sistema; y si no, no funciona. Pero, cuidado, no son súbditos del sistema mismo –según un imperio abstracto de la ley–, sino del ser personal –plural– que allí tiene lugar, es decir, que allí vive, crece y se perfecciona.

Según Ortega, una sociedad orgánica es una sociedad en la que cada uno cumple una función o rol determinado, lo cual implica, naturalmente, la existencia de gente que manda y gente que obedece. Esto conlleva tanto un plano de igualdad como uno de desigualdad entre los miembros que la componen. En efecto, son todos iguales en la medida en que todos deben, igualmente, cumplir con una tarea que tiene por fin el funcionamiento social; pero al mismo tiempo no lo son, en la medida en que esas tareas no son todas iguales, esto es, del mismo rango:

Una de las pocas cosas verdaderamente claras que dice Platón en su República es que no puede andar bien un pueblo si en él no hace cada cual lo suyo. Porque es evidente que en un pueblo hay, mayores o menores, muchas cosas que es inexcusable hacer. Si no hace cada una aquél a quien le corresponde, será otro, a quien no le corresponde, quien tendrá que salir a hacerla. Y, si esto acontece a menudo, el que subsana las omisiones de los demás, acabará por desdibujar su fisonomía y por deformar su propio quehacer. (Ortega y Gasset 1965b, 385)

La clase dirigente es la famosa “minoría selecta” orteguiana, esto es, la aristocracia: “la acción recíproca entre masa y minoría selecta […] es, a mi juicio, el hecho básico de toda sociedad” (Ortega y Gasset 1966a, 103). Justamente, la sociedad queda en “pueblo”, o se convierte en “masa”, cuando constituye una democracia sin aristocracia, es decir, sin minoría selecta que lo conduzca, mande y organice.

Ciertamente, nuestro quizá excesivo democratismo o conciencia igualitaria no debe hacernos distraer con esa justificación orteguiana de la necesidad de una “minoría selecta”, llevándonos fatalmente a perder de vista qué es lo verdaderamente relevante para Ortega de la teoría orgánica. Y esto es el fin al que está llamado ese mecanismo llamado sociedad. ¿Cuál es ese fin, lo que debe producir? Su propia vitalidad, que en el fondo es personal: “en las grandes épocas de un pueblo lo formidable es siempre la vitalidad del cuerpo social, la cantidad de individuos capaces, el hervor genial de una raza bajo la costra de un Estado imperfecto” (Ortega y Gasset 1969, 185). Lo más importante a subrayar, entonces, es el grado y calidad de vida que presente el cuerpo social. Su salud, su lozanía, su capacidad para no enfermar o, en cualquier caso, su saber expulsar todos aquellos virus y bacterias que amenazan con corromperlo. Y si en sentido moral, “vida” se dice “libertad”, la libertad del cuerpo social es, entonces, el fin de todas sus partes –incluida, por supuesto, la “minoría selecta”, que no es fin en sí misma, sino que se encuentra natural y moralmente subordinada a dicho fin–.

El significado de esta vitalidad se precisa mejor al tomar nota de aquella constante insistencia orteguiana en la necesidad de que el fin de la comunidad política es lograr espontaneidad social. La persecución de este fin pone en su lugar la hipertrofia y obsesiva búsqueda de perfección del Estado; o, directamente, representa su censura. En suma, la sociedad para Ortega es un “sistema de usos” (cfr. Ferreiro Lavedán 2013, 129-146), del cual, cuando está lozano, emerge contractualmente el Estado. La sociedad es lo espontáneo, a saber, las relaciones humanas que todo hombre principalmente requiere para crecer y desarrollarse como tal; por eso, en razón de su espontaneidad y –decisivamente– su organicidad, la sociabilidad es lo naturalmente primero. Luego, como creación suya, aparece un poder público –político y jurídico–, el cual se ve como necesario para mantener y aumentar la sociabilidad.

Pero todavía no hemos examinado la raíz medieval de la concepción orgánica de la sociedad, descubierta por el mismo Ortega (y no ya solo por los medievalistas). Allá vamos. El término que usa Ortega para sintetizar en uno todos los elementos que componen la sociedad medieval es el de “castillo”. En las Notas del vago estío, el castillo no es el edificio de piedra, sino lo que se cuece adentro, a saber, la sociabilidad en sentido medieval (aun lo que pervive de ella en los siglos posteriores hasta el presente mismo)8. Nada más alejado de él que la piedra muerte e inerte: el castillo es un órgano viviente, y alberga en su interior no solo secretos sino auténticas instituciones. La del criado, por ejemplo: “una de las instituciones más bellas y más nobles ideadas en los castillos” (Ortega y Gasset 1963a, 436). El análisis de ese término, le sirve a Ortega para analizar la incomprensión que cunde en la actualidad de la organicidad social de los siglos medios. La mentalidad capitalista no entiende el sentido medieval del servicio, interpretándolo “como trabajo rendido, y la sustentación [ofrecida a cambio], como el pago de ese trabajo, como soldada” (Ortega y Gasset 1963a, 437). No en vano,

en nuestro tiempo, servir un hombre a otro es una operación inferior, en cierta manera denigrante. Se comprende que así sea, porque en nuestro tiempo reina la fábula convenida de que todos somos iguales. Como servir implica supeditación y es una actividad que moralmente se ejerce de abajo arriba, servir equivale a romper el nivel de igualdad degradándose por sumersión bajo él. Pero imaginemos un momento el supuesto contrario: que los hombres son constitutivamente desiguales, que unos valen y son más que otros. Entonces toda aproximación del que vale menos al que vale más será un beneficio para aquél; será, en rigor, una ascensión en la jerarquía. Ahora bien: la forma orgánica y no meramente casual de esa aproximación es el servicio. Servir será, pues, la forma de convivencia en que el inferior participa de las excelencias anejas al superior. He aquí por qué honda razón en la Edad Media el servicio ennoblece en vez de denigrar, y es un medio elevatorio en el sistema de rangos humanos. (Ortega y Gasset 1963a, 437; el subrayado es nuestro)

En la categoría medieval de “criado”, Ortega ve la conjunción de la organicidad social y la institución de la servidumbre (servitus). Ciertamente, dicha combinación no es absolutamente necesaria, ya que la sociedad entendida como organismo también puede considerarse según la relación de dos personas libres, esto es, de un súbdito (subiectus) que sirva libremente a su señor (dominus), sin que ello ocurra en el marco de una servitus. Esta aclaración es importante en la medida en que el fin de la sujeción libre –algo posible, si no desde el punto de vista de la historia medieval, al menos desde el punto de vista de la teoría medieval– no es el beneficio exclusivo del señor, sino del todo comunitario (bonum commune), e incluso del súbdito mismo también (cfr. Thomas de Aquino, S.th., I, q. 96, a.4). Por tanto, si Ortega tiene plena razón en advertir que en la atmósfera del castillo el servicio ennoblece y eleva, ello, en teoría al menos –debemos añadir–, es aplicable incluso al señor, en caso de que este no sea meramente un déspota o un tirano. El rey, príncipe o noble, a su modo, también presta un servicio. No el propio del criado, sino el servicio regio, nobiliario, militar, de caballería, judicial o alguno de naturaleza similar.

Frente al ethos racionalista-capitalista de la sociedad moderna, Ortega se esfuerza por hacernos inteligible el ethos orgánico de la sociedad medieval. En pocas palabras, frente a la exposición del espíritu del capitalismo realizada por Weber (continuador en este punto de Wernert Sombart y Benjamin Franklin), aparece la de la economía medieval, observada a partir de Tomás de Aquino, a la que Ortega prefiere. En efecto, frente a la primacía capitalista de la producción y el ingreso como tipos de acumulación sin medida (“ganar dinero y cada vez más dinero, el ‘summum bonum’ de la ética capitalista”, expresa Weber 2001, 62), “la exquisita doctrina sobre el reparto de la riqueza insinuada en Santo Tomás” (Ortega y Gasset 1963a, 438) coloca por encima de todo al gasto: “la producción se regulaba por el consumo, y no, según acaeció luego, el consumo por la producción, que es, al decir de los entendidos en estas cosas [es decir, Sombart y Weber], el rasgo esencial del capitalismo” (Ortega y Gasset 1963a, 438).

¿Qué tiene que ver esta comparación de rasgos económicos con la teoría orgánica medieval de la sociedad? Todo. Pues en la Edad Media, según ese “recto principio distributivo” (Ortega y Gasset 1963a, 438) concebido por autores como Tomás de Aquino, el gasto o consumo se regulaba en función del “papel social […] al cual iba adscrito un cierto decoro o régimen de vida adecuado” (Ortega y Gasset 1963a, 437). Es decir, la economía se regulaba en función del todo social, que es, ciertamente, más que meramente económico: “no, pues, en beneficio del individuo, sino de la sociedad misma, y esto desde las más altas jerarquías” (Ortega y Gasset 1963a, 438). Si el mecanismo de la sociedad era orgánico, el funcionamiento de su economía no podía menos que ser subsidiariamente orgánico. Es decir, anteponiendo el bien común al bien individual, “se consideraba que la sociedad estaba obligada a proporcionar a cada uno los medios de sostener su figura y función sociales” (Ortega y Gasset 1963a, 437-438; el subrayado es nuestro). En suma,

el recto principio distributivo no era [en el Medioevo], como para nosotros, la cantidad de trabajo que el individuo rinde, sino la dosis de liberalidad y de lujo que su rango le imponía. La riqueza y su medida no se fundaban en un derecho a poseer, no eran una ganancia propiamente, sino, al contrario, se regulaban según la obligación de gastar aneja a cada puesto social. (Ortega y Gasset 1963a, 438)

¿Por qué prefiere él la economía medieval –adecuadamente expuesta por el Aquinate– a la economía capitalista –brillantemente expuesta por Weber–? Porque para Ortega la primera es natural al hombre y verdadera; la segunda, en cambio, algo que violenta su naturaleza, lo descentra y torna superficial. En efecto, ¿cuál es, a juicio del español, ese “orden [económico] natural y correcto”, expresado en el ethos y aun la teoría medievales? Colocar la riqueza material al servicio de deseos y necesidades de orden inmaterial e incluso espiritual. En efecto, toda representación o figura social –la del eclesiástico, la del jurista o letrado, la del caballero, etc.– apunta a un significado moral, imposible de ser reducido a la pura materialidad, por más que, para su desarrollo y despliegue, requiera de una serie de elementos materiales. El fin de la economía medieval es espiritual y limitado; no material e ilimitado, es decir, crematístico, como ocurre en el capitalismo. Por ello, en orden a una sociedad saludable, auténticamente orgánica, Ortega juzgará más razonable el ordo economicus medieval que el moderno:

parece, pues, el mejor orden que se comience por sentir la necesidad o el deseo de una cosa y luego se piense en lograr la cuantía exigida para su adquisición. Pero el hombre moderno comienza por desear la riqueza, esto es: el puro medio adquisitivo. A este fin aumenta indefinidamente la producción, no por necesitar el producto, sino con ánimo de obtener aún más riqueza. De donde resulta que el producto, la mercancía, se ha convertido en medio, y el dinero, la riqueza, en fin último. (Ortega y Gasset 1963a, 438)

En fin, que los siervos de la sociedad medieval –o “criados”, como expresa Ortega (Ortega y Gasset 1963a, 436) evocando a Cervantes–, considerados como una pieza imprescindible más del engranaje social, gozan, después de todo, de mayor libertad que aquellos obreros supuestamente incluidos en el sistema social capitalista, es para Ortega algo indiscutible. Efectivamente, sociológica y políticamente considerada, la mentalidad económica burguesa no solo ha provocado la individualización del bien del criado (e incluso del señor), sino también, junto a ello, su aislamiento o privatización. Y con ello ha provocado también su empobrecimiento: cada uno ahora tiene, desde luego, derecho a sus propios bienes, pero esos bienes son modestos en comparación con el bien común que podía gozar en la Edad Media. De hecho, en la mentalidad burguesa en general ha comenzado a debilitarse la conciencia de que hay un bien común que realizar. En las sociedades capitalistas, nadie le va a quitar a nadie el derecho de gozar de su propio bien, salvo que el valor de ese bien ya no importa: da igual si es un tesoro de gran riqueza o una baratija. En la “gran casa” medieval (das ganze Haus destacada por Otto Brunner) el siervo no era dueño último de su propia fuerza de trabajo, ciertamente (ni siquiera, tal vez, de su propia vida), pero, inserto allí como “criado”, gozaba individualmente de un bien mayor: el del uso común de una riqueza inalcanzable por individualidad alguna; riqueza aun irrealizable por toda la potencia del entero sistema capitalista moderno. Exactamente, la riqueza social del castillo medieval.

Conclusión

De un lado u otro, el franco-germanismo de Ortega es ino­cultable: en el primer caso expuesto, lo es en forma de liberalismo kantiano y de romanticismo (en lo que se refiere a la estimación de la libertad creativa del genio), de lo que Kant fuera precisamente precursor y llegara luego hasta Nietzsche (cfr. Hernández Pacheco 1995, 32-33); en el segundo caso, lo es primigeniamente en forma de socialismo neokantiano (puede recordarse que en su juventud Ortega se mostró fervoroso seguidor de Natorp: ver Ortega y Gasset 1966b, 513-521); lo que, por propia lógica, desembocará luego, más maduramente, en esa suerte de corporativismo u organicismo recién analizado.

Yendo a buscar más profundamente las raíces de ese germanismo suyo, puede notarse que Ortega oscila, vacila –mejor dicho–, entre el individualismo feudal y romántico y el gremialismo tardo-medieval, primitivamente romano, que contribuiría luego al espíritu de cuerpo, propio de la nation francesa y del Volkgseist romántico alemán (cfr. Ortega y Gasset 1964c, 199 y Ortega y Gasset 1965c, 236; Mayos Solsona 2004, 295-296 y 303).

Así, por una parte, del romanticismo, Ortega valora el elemento personal. Por otra parte, Ortega valora siempre el socialismo en el sentido de resguardo natural de una sociabilidad fuerte; nota, esta última, también potenciada por el romanticismo, a pesar de la reticencia o ambigüedad de Ortega en relación a este aspecto del romanticismo. En cualquier caso, sea como fuere su valoración del romanticismo en este punto, según él la única manera posible de que puedan originarse individuos egregios –personas– es contando con una sociedad vigorosa, esto es, genuinamente orgánica.

En suma, siguiendo la lógica orteguiana, a los rasgos del personalismo medieval habría que ir a buscarlos, más que por el lado de un liberalismo romántico del guerrero feudal in solitudine, por el lado de una conjunción de dicho liberalismo con el cooperativismo inherente a la teoría orgánica social. Si esto encontró en ciertas Gemeinschaften medievales, tales como los gremios y guildas de finales de la Edad Media, suelo fértil para plasmarse –y de qué modo lo hizo (cfr. Little y Rosenwein 2003, 185-1899)–, así como, a nivel macro, en las renacidas ciudades y repúblicas (sobre todo las italianas), y por qué todo ello fue insuficientemente valorado por Ortega, es ciertamente materia de otra discusión.

Bibliografía

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1 Es significativo lo recientemente expresado por un colega español residente en Chile, en un trabajo sobre la cuestión de la identidad o diferencia entre España y Latinoamérica: “La teoría de la Hispanidad promueve el desconocimiento que el español tiene de Latinoamérica. […] Esta teoría cuenta con ilustrísimos precedentes en la historia del pensamiento español. Con mayor o menor fortuna y dedicación, Marcelino Menéndez y Pelayo, Eugenio d’Ors, José Ortega y Gasset y Ramiro de Maeztu la han defendido. Pero más allá de estos ilustres precedentes, la teoría –de allí el secreto de su éxito– se origina en una experiencia compartida por todo visitante español en Latinoamérica: el ‘espejismo de la identidad’” (Saralegui 2016, 71). Y más adelante: “aunque el hispanismo juega a desconocerlo, estos dos siglos de autonomía han transformado la esencia política de estos países: de posesiones de la Corona española a repúblicas latinoamericanas independientes […]. A los españoles les gusta imaginar a las naciones de habla castellana como una commonwealth liderada por España” (ibid., 74); eso que a juicio del autor –y nuestro también– resulta realmente un engaño.

2 Respecto de la valoración orteguiana de teorías ético-políticas medievales, ver Argüello (2016) y Alfau de Solalinde (1941).

3 La importancia –y hasta necesidad– de buscar en la Edad Media respuestas que sean capaces de arrojar luz sobre la historia y el pensamiento modernos, ha sido puesta de relieve por más de un medievalista. Así, por ejemplo, aparece en Ullmann (1980, 223), donde se recuerda al respecto el parecer de Maitland: “Many years ago perhaps the greatest English legal historian, Maitland, has poured scorn on what he called ‘aimless medievalism’ by which he meant the effort spent on the study of historically quite irrelevant, if not trivial, matters. Medievalism to be meaningful, to have an aim, should at long last realize that the historical process observable in the Middle Ages has created that very world in which we live, at least in that respect which is of abiding importance and interest, the ordering of public life. The correct explanation of the Middle Ages is to a large extent the explanation of the present”. Es decir, los grandes medievalistas del s. XX, lo han sido precisamente porque no se han contentado ‘arqueológicamente’ con el pasado, sino que han sabido traer la Edad Media hasta nuestros días, justamente para arrojar luz a sus problemas.

4 “Occidente ha sido siempre la articulación de dos grandes grupos de pueblos: los anglo-sajones y germánicos de un lado, los latinos de otro. […] El más famoso helenista alemán de comienzo de siglo decía que Occidente se divide en dos masas humanas, separadas por una frontera consistente en dos tipos de alimentación: de un lado los pueblos que beben vino, usan aceite y comen miel; del otro los pueblos que beben cerveza, toman manteca y comen sauer kraut [chucrut]” (Ortega y Gasset 1965b, 449).

5 Esta concepción fue tempranamente criticada por Menéndez Pidal, quien tenía ciertamente un concepto distinto de “pueblo” y de “democracia”, y específicamente del pueblo y la democracia españoles. Ver Menéndez Pidal 1929, 662-664 y, sobre todo, 692-703 (sobre el elemento popular y democrático castellano): allí, aunque sin ser explícitamente nombrado Ortega, se lo está criticando directamente en su tesis correspondiente de España invertebrada.

6 Seguramente Ortega exagera la disociación entre lo popular y lo aristocrático en lo que atañe al pueblo español en su devenir histórico. En cualquier caso, en este pueblo hispanoamericano que es la Argentina, no creemos que haya habido jamás un imperio del pueblo tal que haya posibilitado un desprecio semejante de la excelencia de los mejores en los términos enunciados por Ortega. A nuestro juicio, nunca los argentinos hemos llegado a constituirnos de verdad en una ‘masa’, guiados sin más de forma caudillesca –por más que algunos peronistas, o sus críticos correspondientes, se empeñen en mostrar lo contrario–.

7 Ciertamente, el significado de “romanticismo” en Ortega, ligado al de “liberalismo” (específicamente al individualismo del genio artístico), constituye una concepción restringida de romanticismo, tal como puede observarse por contraste con la polémica entre el liberalismo ilustrado de Kant y el socialismo romántico de Herder. Para este tema, ver Mayos Solsona (2004, 283-284).

8 No es casual el uso reiterado del término para titular sucesivamente los capítulos del 3º al 9º de esas Notas del vago estío: “Gestos de castillos” (cap. 3) e “Ideas de los castillos”, con sus respectivas variantes (caps. 4 al 9).

9 Tal como se constata por la obra de Little y Rosenwein citada, los dos modelos de libertad y poder medievales –i.e., de dominium–, detectados y expuestos aquí a partir de la obra de Ortega y Gasset, son los dos modelos principalmente discutidos por los medievalistas de la hora presente –entiéndase por ese término los especialistas en Historia y Sociología medievales–, a saber, el modelo feudal y el modelo orgánico o corporativo.

Ilustración de portada: Relieve de un sarcófago. Matrona amamantando a su hijo, observada por su marido. Museo del Louvre. Paris

Edición: Primera. Junio de 2019

Lugar de edición: Buenos Aires, Argentina

ISBN: 978-84-17133-94-8

Código IBIC: JFCX [Historia de las ideas]; HPC [Historia de la filosofía universal]

Diseño gráfico general: Gerardo Miño

Armado y composición: Eduardo Rosende

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