XIV

MUERTE, JUICIO Y VIDA ETERNA

El desarrollo teológico de lo que viene después de la muerte se ha llamado con diversos nombres: postrimerías, novísimos, y el más usual hoy, escatología; todos tienen el mismo significado. Antes de abordar el juicio de Dios, el cielo, el purgatorio y el infierno, nos haremos cargo de lo breve de la vida terrena, de nuestro tener que morir, y de la manera de enfrentar la muerte.

1. Muerte y eternidad

En la parábola de las diez doncellas que acompañaban a la esposa (Mt 25, 1-13), las que se durmieron y llegaron cuando el esposo ya había entrado, ante las puertas cerradas claman: “Señor, Señor, ábrenos”, pero deben oír esta palabra terrible del esposo, puesto que es la última y definitiva: “No os conozco”, seguida de la exhortación de Jesús: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora” (Mt 25, 11-12).

Es ahora, es hoy cuando hay que estar preparados para el bien morir: el después, el mañana, pueden ser demasiado tarde, y tras la muerte no hay segundas oportunidades. La hora de la muerte es incierta; el tiempo de nuestra vida, que es una preparación para entrar en la eternidad de Dios, es un tiempo breve y rápido. Todo lo que importa es haber vivido de modo que encontremos abierta la puerta del banquete del Esposo, del reino de los cielos, de la gloria. Porque la única desgracia irreparable es oír la voz de Cristo que dice: demasiado tarde, no te conozco.

La Escritura nos recuerda una y otra vez que la vida es breve, no importa cuántos años dure. “Los días del hombre son como la hierba: como flor silvestre, así florece, pasa el viento, y ya no está; ni siquiera se sabe dónde estuvo” (Sal 103, 15-16). Y todavía: “Enséñanos a contar bien nuestros días” (Sal 90, 12). Porque tenemos aquí abajo nuestros días contados ante la eternidad.

“Os digo esto, hermanos: que el tiempo es corto (…) Pasa rápido la figura de este mundo” (1 Cor 7, 29. 31). Lo dice hermosamente Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre: “Despierte el alma dormida, / avive el seso y despierte, / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte, / tan callando”. Porque son silenciosos los pasos de la muerte, y para sentirlos venir hay que despertar de la somnolencia de la vida.

Es natural que la expectativa de la muerte produzca ansiedad, cuando no temor. Jesús tembló ante su proximidad; las bravatas no son cristianas. Pues la muerte nos arranca de todo aquello sin lo cual apenas podemos imaginar la vida; nos lanza al abismo de lo desconocido. El recurso más fácil es no pensar en ella. Cuesta mucho, en cambio, hacer en plena vida una experiencia anticipadora de la muerte, como la que hizo san Agustín cuando murió un amigo muy querido (Confs. IV, 4-7). La oración que se hace ante los restos mortales de un ser amado puede ser una forma privilegiada de anticipar la propia muerte.

La conciencia de que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que esperamos la futura” (He 13, 14) nos impide instalarnos en lo blando y cómodo de este mundo, en la morada del éxito y del bienestar terreno, en los oropeles de la mundanidad, en las frágiles seguridades que proporciona el dinero, y menos aún en “la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida” (Lc 21, 34), como si fuéramos a vivir indefinidamente aquí abajo.

Sabemos que toda libertad creada, la del ángel y la del hombre, es puesta a prueba por Dios antes de hacernos entrar en su gloria. Y que el término de esta prueba, la muerte, es la fijación definitiva de nuestro destino eterno. “La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida según el designio divino, y para decidir su último destino” (CEC, 1013).

Habrá concluido el tiempo de merecer y el tiempo de pecar: ya solo quedará el juicio de Dios. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (He 9, 27). Teresa de Ávila agregaba: se muere una sola vez, y se vive una sola vez. Tenemos un solo turno temporal de cara a la eternidad. Hay que trabajar “mientras es de día”, dice Jesús, porque “viene la noche, cuando ya nadie puede trabajar” (Jn 9, 4).

El novelista Julien Green, que había simpatizado con la idea de la reencarnación, y por tanto, con amplias oportunidades futuras de enmienda, narra su hondísima impresión al darse cuenta, en forma súbita, de que para decidir su destino eterno solo contaba con el breve plazo que va entre nacimiento y muerte, y cómo esa especie de revelación cambió el curso de su vida (Journal, I).

Las parábolas del Señor nos muestran que más allá de ese límite no podemos hacer nada: los imaginarios lamentos del rico Epulón (Lc 16, 23-26) y de las vírgenes necias (Mt 25, 11-12) son enteramente vanos, aparte de ser una fantasía de las parábolas para inculcarnos esa verdad, porque ya ni esos lamentos existirán: solo son posibles, y con arrepentimiento, a este lado de la vida.

“Velad, pues, orando todo el tiempo” (Lc 21, 36). La vela y vigilancia que pide Cristo significa hacer hoy, y en todo tiempo, la vida que a la hora de morir querrá uno haber hecho: no otra vida, no otros rumbos, no otras decisiones, sino el género de vida que uno, cerca ya del fin y mirando el pasado en forma retrospectiva, deseará con toda su alma haber hecho. Por eso pedimos a la Virgen: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”. “Cada día muero” (1 Cor 15, 31), porque esa pequeña muerte diaria de la penitencia nos prepara para la gran muerte final.

La muerte es algo natural en nuestra condición actual, porque es “el salario del pecado” (Rom 5, 12). Pero al mismo tiempo, sentimos siempre en ella algo antinatural. Con esas dos caras suyas, la muerte sigue cumpliendo su papel en la historia: es la continua revelación de la majestad de Dios y de la miseria del hombre pecador; y será “el último enemigo en ser destruido” (1 Cor 15, 26) por la venida final de Cristo: un enemigo cuya derrota es nuestro propio triunfo: “¿Dónde está, muerte, tu victoria, dónde tu aguijón?” (1 Cor 15, 55).

La fe cristiana respeta, pues, el carácter hostil y temible de la muerte, pero al mismo tiempo la ve derrotada y como transfigurada por la luz de la resurrección. El sentido cristiano de la vida es positivo por excelencia: nos revela que la vida es bella porque se dirige a la Vida enteramente hermosa; que el tiempo es precioso porque se encamina a la eternidad; que la carne mortal es sagrada porque es la crisálida del cuerpo glorioso.

2. El juicio particular

El objeto pleno de la esperanza cristiana no es solo “irse al cielo”; es la venida del Señor al fin de los tiempos (“venga a nosotros tu reino”), seguido de la resurrección de los muertos y del juicio final. En ese juicio, la luz divina penetrará la historia humana entera, de todas las personas y todas las colectividades. Pero la revelación nos hace saber también de aquel juicio personal, que tiene lugar en cuanto la persona muere, y que llamamos juicio particular.

La parábola del mendigo Lázaro y del rico Epulón, uno salvado y otro condenado (Lc 16, 19-30), implica ese juicio particular, y lo mismo sucede con la parábola de las vírgenes necias y las prudentes (Mt 25, 1-13), y con el destino inmediato del buen ladrón (Lc 23, 43). La sentencia, obviamente, es la misma en ambos juicios, particular y universal, pero en un caso se juzga a la persona y en el otro a la humanidad entera.

El alma inmortal, en cuanto se separa del cuerpo y del universo material, queda sola ante Dios. Es iluminada por una luz que la pone enteramente al descubierto ante sí misma y que le muestra su vida pasada como en un solo plano instantáneo, y hasta el último rincón de su conciencia. Allí ve por primera vez todo lo que fue su existencia terrena, todo lo que es, todo lo que debió ser, y la suerte que le corresponde para siempre. Ya no tiene un mundo en el cual distraerse o estar absorta: solo ella y su Creador.

En la tierra es imposible un instante de verdad como ese, pero es legítimo y conveniente imaginarlo. Suponemos que se experimentará entonces una conmoción inmensa: ¡esto era la vida! Aun el hombre más santo y mejor preparado experimentará un asombro incomparable al contemplar la realidad de la vida humana, y de su propia vida en relación al plan divino sobre ella. El cura de Ars pidió un día al Señor verse a sí mismo tal como Él lo veía, y experimentó tal impresión, que de inmediato le pidió no acordarse más de aquello que había visto; ¡y era un gran santo!

Aquí abajo es tan fácil mirarse a sí mismo en forma condescendiente, ligera y quizá engañosa. Pero en el instante del juicio desaparecerán todos los criterios convencionales con que podemos mirarnos en la tierra: criterios de vanidad, de éxito mundano, de apariencias… Allí desaparecerá el personaje que creíamos ser en el escenario del mundo y ante los demás, allí realidades tenidas por importantes serán reducidas a su mínima expresión, y viceversa: “¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero, si es a costa de su alma?” (Mt 16, 23). Y la peor posibilidad: “Conozco tus obras; tienes nombre de vivo, pero estás muerto” (Apoc 3, 1).

La medida con que seremos medidos será el amor a Dios y al prójimo que hayamos alcanzado en la tierra, ese como destilado divino de todos nuestros trajines humanos. Y de modo expreso sabemos que vamos a ser juzgados con la exacta medida de la misericordia que hayamos tenido con nuestro prójimo, según la parábola del juicio (“a mí me lo hicisteis”, “conmigo dejasteis de hacerlo”: Mt 25, 40. 45), y también: “Con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá” (Mt 7, 2).

Todavía nos ha dado Jesús otra medida de nuestro juicio: seremos juzgados según las capacidades, los dones, las oportunidades, en suma, según los bienes recibidos de Dios, como lo indican la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30) y la parábola de las minas (Lc 19, 11-27). Talentos y minas eran monedas o unidades contables, y el mandato del dueño a sus servidores era “negociad mientras vuelvo” (Lc 19, 13), es decir, había que producir el fruto correspondiente a las potencialidades que dio el Señor a cada uno. Aun nuestro propio sentido de la justicia nos señala que se debe exigir a cada uno el fruto proporcional a sus capacidades; tanto más en el caso de la justicia y de la misericordia divinas.

Pensamos en tantos pobrecitos desheredados de la fortuna, con escaso conocimiento moral y aún religioso. Al corazón de Cristo puede bastarle, para salvarlos, algún acto generoso con el prójimo, algún pequeño gesto de nobleza o de lealtad, para recibirlos con un “Venid, benditos de mi Padre…” (Mt 25, 34). Pero quienes han recibido más, o incluso mucho más, rendirán en el juicio la llamada “cuenta estrecha”. “A quien mucho se le ha dado, mucho se le exigirá” (Lc 12, 48). Se nos pedirá cuenta de toda nuestra dotación: ¿qué hiciste con tus sentidos, con tu cuerpo y tu salud, qué con tu inteligencia, qué con tu capacidad de amar, qué con tu cultura, qué con lo recibido de tu familia, qué con tus bienes materiales y con tus oportunidades…? Y sobre todo: ¿qué hiciste con las gracias que te di?

Tenemos al alcance ciertas formas de juicio anticipado, el primero de los cuales es una buena confesión sacramental: “En este sacramento el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y solo por el camino de la conversión podemos entrar en el reino” (CEC, 1470). Una buena confesión es un juicio con una sola sentencia, la de la absolución y la misericordia, y en cierto modo el penitente ya “tiene vida eterna y no es juzgado” (Jn 5, 24).

Bajo esta luz se entienden los grandes esfuerzos pastorales de la Iglesia para con el moribundo, cuidados que a veces escandalizan al no creyente. Pero nadie sino Dios sabe lo que ocurre con el alma en su trance final: las últimas tentaciones del demonio, los últimos e incansables asaltos de la misericordia divina. Esos momentos son de tal trascendencia, que a veces pueden decidir una eternidad, y todos los medios sobrenaturales que pongan los sacerdotes, los parientes y amigos, para mover a la esperanza y a la contrición, están bien empleados.

Como sería indiscreto referir algún caso real, recurriremos a uno muy hermoso de la novela Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh: está agonizando Lord Marchmain, a quien todos los circunstantes dan como un caso perdido para el sacramento, por la vida que ha llevado, pero su hija Julia se decide a última hora a llamar a un sacerdote. Este, al verle moribundo y en extremo débil, le pide una mínima señal, solo un pestañeo, si quiere recibir la absolución sacramental.

Después de un silencio angustioso, Marchmain hace un último esfuerzo físico, y con la mano derecha se hace él mismo la señal de la cruz, recibiendo de inmediato el sacramento. Es de temer que solo un católico ferviente (como lo era el autor) pueda entender la importancia absoluta de esa absolución, recibida en condiciones tan limítrofes, al mismo tiempo que lo peligroso de confiarse en ella.

3. La segunda venida de Cristo

En el interrogatorio de Jesús ante Caifás, después de proclamarse como el Mesías y el Hijo de Dios, agrega él: “Además os digo: veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Padre y venir sobre las nubes del cielo” (Mt 26, 24). ¿Cuándo ocurrirá esa venida triunfal o “Parusía”, que llamamos segunda venida de Cristo, para distinguirla de la primera, la que ocurrió entre Belén y el Gólgota?

Ocurrirá ella cuando vuelva el Cristo glorioso, al fin de los tiempos, a poner fin a la historia, como juez de vivos y muertos. En su primera venida, se nos presentó él velado bajo la carne mortal, “tomando la condición de esclavo” (Flp 2, 7). En la segunda, vendrá “sobre las nubes del cielo, con gran poder y gloria” (Mt 24, 30). En la primera vino a salvar, en la segunda vendrá a juzgar. “A la voz del arcángel, al son de la trompeta de Dios, el Señor descenderá del cielo, y los muertos resucitarán (…) y seremos arrebatados entre nubes por los aires, y así estaremos siempre con él” (1 Tes 4, 16-17).

Preguntado por sus discípulos acerca del cuándo, Jesús responde: “Acerca de aquel día y hora, nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo (…), solo el Padre” (Mt 13, 32). Por eso mismo nos pide estar siempre atentos y velar, porque “vendrá de improviso” (Mc 13, 36). Pero más allá de la duración de esta espera, el día está siempre a punto, siempre es inminente. “Habrá señales en el sol, en la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes (…), porque las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del hombre venir con gran poder y majestad” (Lc 21, 25-27).

Comenta san Pedro: “El día del Señor llegará como un ladrón, día en que los cielos con gran estrépito pasarán, y los elementos, abrasados, se disolverán, así como la tierra y cuanto en ella se encuentre. Pues si todo de este modo se disolverá, pensad cómo debéis ser vosotros en vuestra conversación santa y en vuestra piedad (…) Pero nosotros, según su promesa, esperamos nuevos cielos y nueva tierra” (2 Pe 3, 10-11. 13).

Comenzará, pues, un estado nuevo de la creación, que supera nuestra pobre imaginación terrena. Esta es la visión de san Juan en el Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva (…) Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que desciende del cielo, de junto a Dios (…) Y oí una voz fuerte que decía: Esta es la morada de Dios con los hombres. Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios-con-ellos será su Dios” (21, 1-3).

Como entre los fieles de Tesalónica había cundido la falsa alarma de la venida casi inmediata del Señor, y algunos se habían dado al ocio y al parloteo (como ha ocurrido otras veces en la historia, entre variados grupos religiosos y sectas “apocalípticas”), san Pablo se ve obligado a poner orden, y a indicar señales y acontecimientos previos a esa venida, y no cumplidos todavía.

“No os turbéis ligeramente ni os alarméis (…) Porque antes ha de venir la apostasía y se ha de manifestar el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo” (2 Tes 2, 2-4). Es el que san Juan llama “anticristo” (1 2, 22), que pueden ser varios “falsos cristos” (Mt 24, 24): el poder antidivino que llegará con toda clase de señales y prodigios falsos, capaces de “engañar, si fuera posible, aún a los mismos elegidos” (Mt 24, 24). Pero no prevalecerá, porque “el Señor Jesús lo exterminará con el soplo de su boca, y lo destruirá con el esplendor de su venida” (2 Tes 2, 8).

Otra señal anterior al fin de los tiempos parece ser la siguiente: “Y este evangelio del reino será predicado en todo el mundo, como testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mt 24, 14). Y aún debe ocurrir previamente la conversión del pueblo judío (Rom 11, 25-26). Pero todas estas señales son sumamente misteriosas, y lo propio de un cristiano es no andar haciendo interpretaciones ni cábalas numéricas, que tienden a lo extravagante cuando no a la superstición, sino vivir siempre en la actitud que el Señor pide: vigilancia y oración.

4. La resurrección y el juicio final

La venida final de Cristo, la resurrección de la carne y el juicio final son tres misterios de fe del todo ligados entre sí. Anunció Jesús: “Llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo del hombre, y los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida, y los que practicaron el mal, para la resurrección del juicio” (Jn 5, 29). Y san Pablo: “El Señor descenderá del cielo, y resucitará en primer lugar a los que murieron en Cristo” (1 Tes 4, 16). Habrá, pues, una resurrección corporal gloriosa para los que se salvan, y otra penosísima para los condenados.

La inmortalidad del alma era ya una creencia común a varios pueblos de la antigüedad, pero la resurrección corporal es algo del todo distinto: es un misterio estrictamente sobrenatural, que significa la plenitud del hombre entero, cuerpo y alma, y ya de un modo incorruptible. Es, además, un misterio inseparable de la propia Resurrección de Cristo: “Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que durmieron” (1 Cor 15, 20). Es nuestra carne propia, frágil, mortal, la que entonces se alzará dotada de perennidad, hermosura, fuerza y gloria.

Este es el misterio cristiano que tal vez ha despertado más oposición en la historia. Fuera del ámbito cristiano parece absurdo: nuestra razón natural solo conoce la caducidad de la materia, y a lo sumo la supervivencia del espíritu. Que este cuerpo nuestro, “el cuerpo de nuestra vileza” (Flp 3, 21), conozca una nueva vida, es imposible de explicar con nuestras categorías empíricas.

Bien lo experimentó san Pablo cuando habló en el areópago de Atenas, sede de la cultura griega. Los atenientes lo escucharon con atención cuando habló del Dios único y de su providencia, pero “cuando oyeron aquello de la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron educadamente: Te oiremos sobre esto en otra ocasión” (Hch 17, 32), lo que por supuesto no ocurrió. Debió parecerles un charlatán oriental. Fuera de la fe plena en Cristo, no cabe fe en la resurrección.

“¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro de Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado (…) por la virtud de la Resurrección de Jesús” (CEC, 997). Sabemos poco y nada de las propiedades del cuerpo glorioso. El término “gloria” aplicado al cuerpo futuro aparece varias veces en el Nuevo Testamento, sobre todo en las Cartas de san Pablo, y sugiere el resplandor de la gloria de Dios y de Cristo resucitado: inmortal, hermoso, fuerte, intenso, resplandeciente.

Además, desaparecerá todo lo que en esta vida fue penoso, y es natural que san Juan piense en las aflicciones de Israel durante la travesía del desierto: “Ya nunca más tendrán hambre ni sed, ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará, y los conducirá a las fuentes de las aguas vivas” (Apoc 7, 16-17). Pero es natural que todo término de comparación terrena sea pobre.

En cierto modo, ya hemos empezado a resucitar por obra de la gracia: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba” (Col 3, 1). Luego está el poder de la Eucaristía: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). Junto con la Encarnación, nada valoriza y engrandece tanto nuestra corporeidad, y en ella la totalidad de la materia cósmica, como la venidera resurrección. En la gloria, la materia se realizará perfectamente: frente a su estado glorioso, la materia presente nos parecerá como un proyecto, como una larva de la materia plena.

A su vez, este misterio pide respeto por el cuerpo como cosa santa: “El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?” (1 Cor 6, 13-15).

El Credo de los apóstoles, después de confesar la Ascensión del Señor a los cielos, dice: “Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”. Tras su segunda venida ocurre el juicio final, que en forma imaginativa Jesús describe así: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en el trono de su gloria. Serán congregadas ante él todas las gentes” (Mt 25, 31), es decir, todos los seres humanos que a lo largo de los siglos existieron en la tierra.

“Entonces dirá el rey a los que estén a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber (…) Entonces dirá también a los que estén en su izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber (…) E irán estos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 34-35. 41-42. 46).

Esta parábola contiene una descripción explícita del juicio final. Aquello que Cristo ha elegido aquí como medida son las obras de misericordia con los necesitados, con quienes él mismo se identifica, proyectando hacia la eternidad la bienaventuranza: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7), elección pedagógica que no invalida las demás bienaventuranzas, todas ellas con la misma recompensa eterna.

Para cada persona, la sentencia de ambos juicios, el particular y el final, es obviamente la misma. Pero en el juicio final la luz divina penetrará la historia humana entera: la vida de las personas y también de las naciones, de las instituciones, de las ideas, de cuantas fuerzas hayan movido la historia. El juez divino las pondrá a plena luz “pública”, diríamos, ante los ojos de todo el género humano, y en todo su entramado, indescifrable para nosotros desde la tierra, con todos los enlaces invisibles del trigo y la cizaña, con el tejido de todas las responsabilidades individuales y colectivas que dieron forma a la historia.

“Entonces comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último” (CEC, 1040). Aún el mal o la desgracia que nos parecían más incomprensibles en la tierra, se nos mostrarán como el armónico fragmento de un bellísimo designio total del Amor misericordioso. Allí lucirá ante nuestros ojos la verificación directa de esas sentencias como “todo es para bien”, o “todo lo que ocurre es adorable”, o “ya verás que todas las cosas estaban bien”, que solo por fe en la Providencia creíamos aquí abajo.

5. El infierno

La misericordia de Dios desea ardientemente “que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 4); “quiere que nadie se pierda, y que todos lleguen a la conversión” (2 Pe 3, 9), que todos puedan entrar “en su descanso” (Hb 4, 10) y participar de su felicidad infinita. Por eso derrama su gracia salvífica sobre todos los hombres a lo largo de su vida entera, y de modo especial en esos asaltos de última hora sobre el moribundo, que solo Él conoce.

Pero Él nos hizo libres, que significa “capaces de hacer elecciones para siempre, sin retorno” (CEC, 1861): capaces de resistir su gracia hasta el último momento. Y a quien así la resiste, y tras el pecado grave se niega a su misericordia, Dios le permite que libremente siga su camino hasta el final, porque coaccionarlo sería atropellar su libertad.

Dejar al pecador libre para consumar su negación más allá de la muerte es, paradójicamente, una obra de su misericordia. Lo horrible e impensable sería forzarlo a contemplar su rostro: sería el infierno elevado a la enésima potencia. Ese es quizá el sentido de la inscripción que Dante puso sobre la puerta del infierno: “Me hizo el Amor primero”.

La imagen del infierno ha sido objeto de uso y abuso, fuera del ámbito de la fe, por cierta literatura moderna. Rimbaud pasó “una temporada en el infierno”; Freud removió “el infierno del inconsciente” (Acheronta movebo); los personajes de Strindberg viven “el infierno del amor”, y para Sartre “el infierno son los otros”, la convivencia con el prójimo. En otro plano, hay versiones folklóricas del infierno, que lo privan de toda seriedad. Y aún entre creyentes pueden darse ideas simplistas, que facilitan la incredulidad de los incrédulos.

La primera de ellas es la idea de una represalia divina, que deforma la propia idea de Dios. Pues el infierno no es en modo alguno el castigo que un Dios vengativo imponga al pecador desde fuera, como una reacción ante las ofensas que de él recibió mientras vivía. Es esta imagen tan impropia la que puede hacer difícil, a personas de buena voluntad, aceptar la idea de un castigo eterno por los pecados de un simple y pobre hombre.

Y ese equívoco se convierte en un completo absurdo si imaginamos al castigado pidiendo perdón, y haciendo propósitos de enmienda, como hacemos durante la vida: el condenado está ya fuera del tiempo, no tiene marcha atrás, no se retracta de nada, no quiere sino el mal que quería a la hora de morir, y que ahora es inmutable. Si hubiera segundas o terceras oportunidades, nuestra vida perdería la seriedad absoluta que le viene de estarnos jugando algo definitivo.

El infierno, entonces, no es ni siquiera algo hecho por Dios, como las autoridades hacen las cárceles o los patíbulos; el infierno es la hechura del pecador mismo que, cruzando el umbral de la muerte, se eterniza en esa su negación de Dios, que es lo esencial del pecado. El pecador obstinado y no arrepentido es el que no quiere ver a Dios, y esa voluntad final suya se inmoviliza tras la muerte, porque está ya fuera del tiempo y de sus mudanzas.

Su infierno es su propio pecado que, al no ser retractado en vida, se convierte en un estado ya inmodificable; es el propio pecado mortal (por algo se llama mortal) en su forma “inmortal”, pura, desnuda, despojada de los velos transitorios de este mundo, y por eso ya perenne. La sabiduría popular ha acuñado un dicho de gran propiedad teológica: “las puertas del infierno se cierran por dentro”; es el pecador quien se las cierra. Luego nada hay en él de un castigo jurídico y exterior al pecado, que Dios impusiera al pecador contra su voluntad.

La existencia del infierno y algo de su naturaleza nos han salido al paso de labios de Jesús, por ejemplo, en la misma parábola del juicio. Pero hay varias otras menciones directas: “Si tu ojo derecho te es ocasión de pecado, arráncatelo y arrójalo de ti, porque más te vale que se pierda uno de tus miembros antes que todo tu cuerpo acabe en el infierno” (Mt 5, 29). “Ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición”, por contraste con “la senda estrecha que lleva a la Vida” (Mt 7, 13-14). “Temed más bien al que puede arrojar el alma y el cuerpo al infierno” (Mt 10, 28).

“El que maldiga a su hermano será reo del fuego del infierno” (Mt 5, 22). Y en las invectivas contra los fariseos: “… y lo hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros” (Mt 23, 15); y “¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo podréis escapar a la condenación del infierno?” (Mt 23, 33). Al final de ciertas parábolas, Jesús designa al infierno con diversas imágenes: horno de fuego, llanto y rechinar de dientes, tinieblas exteriores, gusano que no muere… Así en la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 36-43), de los invitados a las bodas (Mt 22, 1-14), de los talentos (Mt 25, 14-30).

San Pablo habla de quienes “sufrirán el castigo de una condenación eterna, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder” (2 Tes 1, 9). Y el Apocalipsis: Esta es la muerte segunda, el lago de fuego. Todo el que no figuraba escrito en el libro de la vida era arrojado al lago de fuego” (20, 14-15).

¿En qué consiste el infierno? Esencialmente en la ausencia eterna de Dios, en no ver jamás a Dios. Ahora tampoco vemos a Dios, pero somos seres situados en el mundo, que llena nuestra mente. Entonces no habrá mundo en que pensar y estar dispersos, sino solo el alma desnuda, que se capta como hecha enteramente para ver a Dios, y no puede dejar de tender a Él con toda la fuerza de su deseo natural, pero a la vez no puede dejar de oponerle ese movimiento contrario de aversión a Dios, con toda la fuerza del pecado en que murió. Un desgarro eterno, “una eterna destrucción…”.

El que quiere ser solidario con el condenado por compasión hacia él, como hacía Péguy, cae en esa trampa de la imaginación que le hizo ver Bernanos: imaginarse al condenado como uno de nosotros, vivo en este mundo, libre y capaz de arrepentimiento, y padeciendo en contra de su voluntad, como padecemos aquí abajo. Pero nada semejante hay en el infierno: solo aversión a Dios y a todo prójimo, incluso a los demás condenados. ¿Querer compartir su suerte y disputárselo a Dios? “La desgracia, la desgracia inconcebible de esas piedras abrasadas que fueron hombres, es que ya no tienen nada que compartir”.

6. El purgatorio

Al infierno va el que ha pecado mortalmente y muere en su pecado, porque persevera en él sin acogerse a los auxilios de la gracia ni a los llamados de la misericordia divina. En cambio, “los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (CEC, 1030).

Esa purificación, que llamamos purgatorio, no es necesaria porque un Dios ofendido quiera saldar con el alma las cuentas todavía pendientes, sino porque el hombre muerto en gracia conserva aún pecados veniales, residuos del pecado mortal ya perdonado, afectos desordenados, en fin, restos de egoísmo, soberbia, sensualidad, codicia, etc. Y es él mismo quien desea ardientemente purificarse antes de ver a Dios cara a cara. Como puede apreciarse, el purgatorio está lejos de ser un infierno de duración limitada.

Escribe san Pablo: “Si alguien edifica sobre este cimiento (Jesucristo) con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; pues aquel día se manifestará, porque se revelará en el fuego, y ese mismo fuego probará la calidad de la obra de cada cual. Si la obra que uno edificó permanece, recibirá el premio; si la obra de alguien arde, sufrirá el daño; él, sin embargo, se salvará, pero como pasando a través del fuego” (1 Cor 3, 12-14).

Leemos también en el libro segundo de los Macabeos que, tras una batalla con muchos caídos, “Judas macabeo mandó hacer una colecta entre sus hombres (…) y la envió a Jerusalén para que se ofrecieran sacrificios expiatorios en favor de los muertos (…) Obra santa y piadosa es orar por los difuntos. Por eso quiso que se hiciera expiación por ellos, para que fueran absueltos de sus pecados” (2 12, 42-46).

No tiene sentido orar por los santos del cielo ni por los condenados del infierno, pues su suerte está ya sellada; solo tiene sentido orar por esos muertos (nosotros no sabemos cuáles) que llamamos las almas del purgatorio. Esta práctica se realizó desde los primeros tiempos de la Iglesia: ofrecer sufragios por los difuntos, sobre todo el sacrificio eucarístico, pero también oraciones, limosnas y penitencias varias.

La purgación es necesaria porque nada impuro puede comparecer ante el rostro de Dios, nada manchado, nada todavía sucio, por leve que sea. Antes de contemplarlo hay que ser dolorosamente desprendido de toda esa mugrecilla remanente de orgullo, espíritu mundano, apetito de riqueza, lujuria y demás residuos de pecado, que puede estar como adherida a las paredes del alma, por decirlo así, y que no se purificó del todo en este mundo.

Si, hablando en forma imaginaria, Dios ofreciera a un alma así una amnistía y exención de purgatorio, es decir, el paso directo de la muerte al cielo (flaco favor, imposible para Dios), ella no aceptaría jamás de los jamases esa oferta, porque ver a Dios en tales condiciones sería para ella una tortura incomparablemente mayor que el purgatorio. Esa alma, en cambio, se sumiría libremente y con voluntad plena en aquellos limbos ardientes que sabe necesarios, por duros que sean, como lo hacen todas las almas necesitadas de purgación. Sirva esta fantasía imposible para comprender mejor la naturaleza del purgatorio.

En ese estado hay dolor, dolor purificador. El mismo anhelo de Dios, todavía imposible de satisfacer, es dolorosísimo, y más a medida que la atracción del Dios cercano crece y crece. Pero al mismo tiempo que el dolor, quizá muy superior a los más grandes de este mundo, hay un gozo tal, que tampoco puede compararse con los más intensos de la tierra. Y eso, en primer lugar, porque quien está en esa condición se sabe salvado ya, certeza que nadie tiene aquí abajo. Y luego porque siente la proximidad de Dios, y un como pregusto del cielo, cada vez más cercano a medida que se purifica.

Se entiende, pues, que nos convenga sobremanera purificarnos en esta vida, pasar el purgatorio en la tierra, como decimos, por obra del amor y la paciencia con que se llevan los sufrimientos, enfermedades, desolaciones terrenas, las que fueran. Porque aquí, como allá, el dolor purificador se puede aceptar libremente, pero en otras condiciones muy distintas: por obra de la fe y en forma meritoria, mientras que allá no hay fe ni mérito posible. Este es el altísimo “valor agregado” del dolor de amor aquí abajo, dolor que es camino del cielo y que amortigua, y quizá no poco, el dolor purificador después de la muerte.

7. El cielo

En varias oportunidades nos ha salido al paso, como naturaleza propia del hombre, esa aspiración de su corazón que es virtualmente infinita, porque lo es su objeto propio: todo el Bien, toda la Verdad, toda la Belleza, la Felicidad plena. “Como el ciervo anhela la fuente de las aguas (…) Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo…” (Sal 42, 2-3). “Busco, Señor, tu rostro” (Sal 27, 8).

Es un ansia del corazón humano que nada ni nadie en este mundo puede satisfacer. “El mismo Dios, al crear al hombre a su propia imagen, inscribió en su corazón el deseo de verlo. Aunque el hombre a menudo ignore tal deseo, Dios no deja de atraerlo hacia sí, para que viva y encuentre en Él aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso” (Comp., 2). Ver a Dios es el deseo último y más profundo de la naturaleza humana.

El estado de la creatura humana que llamamos cielo es la realización plena y definitiva de esa ansia infinita. Entra en ese estado el que muere en la gracia de Dios y está ya purificado por una vida santa, o el que se terminó de purificar en el purgatorio. Pero el cielo no es un estado uniforme para todos los salvados: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas”, dice Jesús (Jn 14, 2). Allí todos estarán colmados, pero unos lo estarán como lo está de agua un dedal, y otros lo estarán como lo está el lecho de los océanos.

Nadie echará de menos un cielo más alto, es decir, “más Dios”, porque lo tendrá todo, pero es importante considerar que en la tierra cada uno forja la grandeza, la anchura y profundidad de ese corazón que lo contendrá entero, y lo forja mediante una vida santa, es decir, mediante el crecimiento continuo de la fe, la esperanza y la caridad.

En el cielo contemplaremos la esencia divina con visión de intuición, es decir, cara a cara. Esta contemplación de amor se llama visión beatífica, porque otorga la felicidad plena, la vida bienaventurada. “Ahora vemos (a Dios) como por un espejo, confusamente; entonces lo veremos cara a cara” (1 Cor 13, 12). “Seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es” (1 Jn 3, 2).

El conocimiento que tenemos de Dios por la fe es verdadero, pero sumamente “parcial” (1 Cor 13, 12), porque se da en la penumbra del mundo. A partir de este conocimiento nuestro en la tierra, ¿quién podría imaginar, aun de la manera más vaga, lo que será ese conocimiento facial y beatificante del esplendor del rostro divino, de la luz de sus ojos, de la gloria sobreeminente de su belleza
infinita?

El mismo san Pablo lo dice así: “Ni ojo humano vio, ni oído humano oyó, ni pasó por pensamiento de hombre lo que Dios tiene destinado a los que le aman” (1 Cor 2, 9). Y no pasó por nuestro pensamiento, porque la inmensidad de ese gozo es tal, que en nuestra condición mortal no podríamos soportar un anticipo de esa gloria sin morir, según la expresión habitual de la Escritura: “Nadie puede ver a Dios sin morir” (Ex 33, 20).

Solo nos queda ayudarnos con las imágenes de la Escritura, y quizá también con esas imágenes, por naturaleza limitadas, que la mejor poesía puede ofrecernos. Un poema de Francisco de Aldana, del Siglo de Oro español, intenta decirlo así: “Ojos, oídos, pies, manos y boca / hablando, obrando, andando, oyendo y viendo / serán del mar de Dios cubierta roca. / Cual pez dentro del vaso alto, estupendo / del Océano, irá su pensamiento / desde Dios para Dios yendo y viniendo”. Porque seremos como un pececillo que navega por todos los siglos en el océano interminable de la gloria de Dios.

Desde fuera de la fe, desde la “moral laica”, se dice a veces que el creyente hace el bien por el interés del premio celestial (o por el temor del castigo), mientras que sin fe cristiana se hace el bien en forma desinteresada, sin retribución, lo que sería moralmente superior. Pero las cosas serían así solamente si el premio eterno consistiera en algo distinto de Dios mismo: en delicias paradisíacas de la especie (terrenal) que fuera, huríes del paraíso o manjares deliciosos, recompensas heterogéneas con respecto al bien moral que un cristiano hace en la tierra, lo que está lejos de ser así. Pues el cielo es Dios mismo, es Aquel por cuyo amor en la tierra se hace el bien. Luego todo es uno, todo va en la misma línea: amarlo en la tierra cumpliendo su voluntad y amarlo en el cielo eternamente.

El cielo es esencialmente estar con Cristo, contemplarlo y amarlo, como la culminación perfecta de ese trato de fe, esperanza y caridad que comenzó con él en la tierra. Si hay cielo para nosotros, es porque el Dios y hombre verdadero nos vino a rescatar, primero, y luego a introducirnos en el seno de la Trinidad. Pero el sello de ese origen histórico de la bienaventuranza eterna, que es la Encarnación, queda marcado para siempre en el paraíso. Por eso Dante puede vislumbrar en el centro de la Trinidad un “como rostro de hombre”, la faz del Hombre eterno que hemos entrevisto en la tierra, y la luz de cuyos ojos contemplaremos en el cielo por todos los siglos.

Ese estar con Cristo en el cielo fue anunciado por él, sobre todo cuando estaba próxima su muerte, y consolaba a los apóstoles con esa esperanza: “Cuando me vaya y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros” (Jn 14, 3). Y más adelante, en la oración sacerdotal: “Padre, quiero que los que me diste estén también conmigo, donde yo estoy, para que contemplen mi gloria” (Jn 17, 24).

Otro tanto nos viene a decir san Pablo: “El mismo Señor descenderá del cielo (…) y seremos arrebatados entre nubes al encuentro del Señor, y así estaremos para siempre con él” (1 Tes 4, 16-17). Y por fin el Apocalipsis describe la ciudad celestial como centrada en Cristo, el Cordero de Dios: “La ciudad no necesita sol que la ilumine, porque su luminaria es el Cordero” (21, 23); “allí estará el trono de Dios y del Cordero” (22, 3).

El cielo supera todas las categorías y todas las imágenes posibles (1 Cor 2, 9), pero sin imágenes el hombre no puede percibir, por pobremente que sea, la gloria celestial. De esta necesidad participa la propia Escritura, que nos la muestra con múltiples imágenes. Las más frecuentes son las de vida, vida eterna, banquete, ciudad o morada o casa, reino de Dios, luz, paz y paraíso. La más recurrente en el Nuevo Testamento es la de vida y vida eterna, que en realidad es algo más que una imagen, porque el cielo es realmente vida plena, máxima, suprema, sin fin.

En todo caso, las menciones de esta última imagen son tantas, que parece inútil reseñarlas. Consignamos unas pocas: Mt 17, 14; 19, 29; 25, 46; Mc 9, 45; 10, 30; Lc 10, 25; 18, 30; Jn 3, 15-16; 17, 2-3; Hch 13, 46-48; Rom 2,7; 5, 21; Gal 6-8; etc., etc… La más señalada de esas imágenes es la de Jn 6, 54-58, que cifra en la Eucaristía la promesa de la vida eterna. Encontramos todavía la imagen del banquete en Mt 22, 2-10 y Lc 14, 15. Y la conmovedora promesa del paraíso para el buen ladrón en Lc 23, 43.

En el lenguaje visionario del Apocalipsis, san Juan nos ofrece algunas de las descripciones que más pueden excitar nuestra esperanza del cielo. En la ciudad celestial, dice, “no vi templo, pues el Señor Dios omnipotente es su templo” (21, 22). Aunque Dios no habita en templos hechos por mano de hombre (Hch 17, 24), el templo, sin embargo, es un lugar de oración y adoración (Mc 11, 17; Lc 19, 46), y un espacio sustraído del mal en el mundo. Pero ahora el templo es Dios mismo, y lo somos también nosotros, que vivimos en él; y la adoración es la única ocupación humana por toda la eternidad. Ahora se cumple de modo eminente que “en Dios vivimos y nos movemos y somos” (Hch 17, 28).

En el nuevo mundo tampoco hay sol ni luminarias (Apoc 21, 23). La irradiación de la luz divina lo llena todo, y los bienaventurados viven en la luz de Dios, ¡dentro de ella! Toda luz creada no es sino el pálido símbolo del sol que es Dios mismo, “luz más allá de toda luz”: “la Luz interminable que es Dios mismo” (Dante). Pero esa luminosidad divina se concentra toda ella en un foco singular: Cristo. La misma luz que lució escondida en Belén, en Nazaret, en Jerusalén, y que pareció extinguirse en el Gólgota, lo alumbra todo ahora, y adquiere un sentido eminente su palabra anterior: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12).

Y por fin está esa palabra tan consoladora sobre los bienaventurados: “Y Dios mismo enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá más muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque todo lo anterior habrá pasado” (Apoc 21, 4). Que es tanto como decir: nunca más ninguna tristeza, ni miedo, ni dolor de cabeza ni de estómago, ni enfermedad alguna, ni malas noches, ni más aprietos económicos, ni agotamiento; no más penas del corazón ni conflictos familiares ni amores no correspondidos, ni más hambre y sed, ni más ansiedad ni angustia, ni más vejez, ni más tedio de la vida, ni más tribulación de especie alguna.

¿Por qué? Porque Dios misericordioso se inclinará sobre su pobrecita creatura que viene de la tierra, y con mano amorosísima le secará de la cara esas lagrimillas que son las huellas de su peregrinación terrena, de aquel valle de lágrimas que ya quedó atrás. Y dice Él: “Mira, yo hago nuevas todas las cosas” (Apoc 21, 5). Porque allí encontraremos en Él, como suele decirse del cielo, “todo el Bien sin sombra alguna de mal”.

La revelación no nos dice nada sobre las relaciones de los bienaventurados entre sí, pero la Iglesia siempre ha estimado que en el Amor divino se volverán a encontrar todos los amores de la tierra, solo que purificados, enaltecidos, concentrados, y en un grado de intensidad desconocido aquí abajo.

Los lazos de sangre, parentesco, amor o amistad venidos de la tierra adquirirán en el cielo una magnitud jamás imaginada antes. El reencuentro de padres e hijos, de esposos, de amigos, al compartir todos la visión beatífica, estará lleno de un gozo novísimo. ¿Cómo podría un buen amor de la tierra perderse al entrar en el Amor supremo, en el Amor de los amores, que es Cristo Jesús?

Por último, decimos que hay dos gracias que no se pueden merecer, y que son singularmente pura misericordia divina: la gracia de la primera justificación o gracia bautismal, y en el otro extremo de la vida, la gracia de la perseverancia final y de la muerte santa. Por eso es natural suplicar al Señor de la vida y de la muerte que nos dé la gracia del bien morir, y poner por intercesores de esa petición a la Virgen María, nuestra Madre del cielo, y a san José, nuestro padre y señor.

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EL AMOR QUE HIZO EL SOL Y LAS ESTRELLAS.

Fundamentos de doctrina cristiana

José Miguel Ibáñez Langlois

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Abril 2019

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Ibáñez Langlois, José Miguel, 1936-, autor.

El Amor que hizo el sol y las estrellas: fundamentos de doctrina cristiana

/ José Miguel Ibáñez Langlois.

1. Teología dogmática.

2. Iglesia Católica – doctrina.

I. t.

2019 230 + 23 RDA

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“L’ Amor che move il sole e l’altre stelle”

Dante, Paraíso, XXXIII



ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

I. LA REVELACIÓN DIVINA

1. Qué es la revelación

2. De Abraham a Moisés

3. Cristo, cumbre de la revelación

4. Escritura y Tradición

5. La Tradición está viva

6. El Antiguo Testamento

7. El Nuevo Testamento

II. EL ACTO DE FE

1. La fe es sobrenatural

2. La fe es razonable y cierta

3. La fe es libre

4. La vida de fe

III. LA FE Y LA RAZÓN

1. Las dos “alas” del espíritu

2. La armonía de fe y razón

3. El alcance teologal de la razón

4. La razón ante el misterio

IV. EL DIOS ÚNICO

1. Santo, santo, santo

2. El Dios eterno

3. Omnisciente y omnipotente

4. El amor misericordioso

5. El sentido de Dios

V. PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO

1. La revelación del misterio

2. El enunciado del misterio

3. Hijos de Dios Padre

4. La venida del Espíritu Santo

VI. LA CREACIÓN DEL MUNDO

1. Crear de la nada

2. El relato del Génesis

3. El acto creador divino

4. Creación y evolución

5. La Providencia y el mal

6. La Providencia y la cruz

VII. EL HOMBRE

1. Los ángeles

2. A imagen de Dios

3. Cuerpo y alma

4. Varón y mujer

5. El trabajo, vocación divina

6. El pecado original y la libertad

7. Las consecuencias de la caída

8. Un pecado hereditario

VIII. DIOS Y HOMBRE VERDADERO

1. La salvación y el salvador

2. El misterio de la Encarnación

3. Dios y hombre verdadero

4. Vida y semblanza del Señor

5. La cumbre de la humanidad