© María España Suárez, 2015

 

De esta edición:

© Círculo de Tiza (Derecho y Revés, S.L.), 2015, Madrid

www.circulodetiza.es

 

© del prólogo: Antonio Lucas, 2015

© de la fotografía: Cordon Press

Compilador: Eduardo Martínez Rico

 

Todos los artículos seleccionados para esta edición fueron publicados en los diarios El País y El Mundo entre los años 1977 y 2007. Los textos conservan la ortografía y el formato según la fecha y el medio en que se publicaron.

 

Primera edición: marzo de 2015

Diseño gráfico: Miguel Lindo

ISBN: 978-84-120391-0-8

 

 

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por ningún medio, ya sea electrónico, físico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.

 

Prólogo

La reyerta del idioma
o de cómo Umbral aún sigue vivo

Naturalmente, a Francisco Umbral no se le perdona. Es el peaje que impone su libérrimo magisterio. Vino a desguazar el oficio con toda naturalidad, no como quien presume sino como quien propone una beneficiosa revolución con prisa. Se enclavijó en la vida como una literatura: desde la sastrería del nombre hasta la confección de la biografía, levantando a puro pulso una personalidad paralela. De la letra a la palabra. De la palabra a su intemperie. Del idioma a su almena de estilo y claridad. De Umbral se ha dicho tanto, y tan mal dicho tantas veces, que cuando avanzas por dentro de su escritura algo sucede de nuevo de un modo inesperado. Pocos creadores en la España del siglo XX diseñaron mejor la fortaleza. Muy pocos han convertido su desarraigo radical en un esplendor desorbitado. Esa es su cultura: la recalificación de los solares de su existencia para diseñar en ellos a un romántico, a un dandi de la Gran Vía, a un plebeyo, a un cortesano con la visión lírica de la maldad, a un cheli de su propio extrarradio, a un poeta al que se le abren las alas del abrigo mientras va alimentando su leyenda con el alpiste del artículo diario. Qué sé yo.

Umbral echa a rodar con fuerza en la Transición, desde las páginas de El País, y va haciendo de la Transición un relato en streaming, dejando ver a compás una actitud y una cabeza pensante que sabe entender lo que sucede en un país con la mandíbula aún mal encajada. Venía de las noches de radio en La voz de León, de las páginas de El Norte de Castilla, de la mesa con brasero de Delibes, del ventarrón expresionista de Gutiérrez Solana, de los espejos deformantes de Valle-Inclán, de Ramón Gómez de la Serna y su trapecio de mil vuelos, de la tuberculosis de César González-Ruano, que mojaba la pluma en su jaleo de toses con la línea de flotación apoyada en los veladores de la terraza del Teide. Umbral aparece en Madrid con el hambre imperfecta de los hambrientos de gloria, entre esquelas heráldicas y notas de sociedad con las que rompe el rectángulo anestesiante de la página. Tuvo en el poeta José García-Nieto el primer cobijo de su joven despilfarro lírico. Umbral sale disparado de la pensión a las redacciones cuando España le coge el gusto a pecar como prólogo de la nueva España.

Desde las partes blandas del instinto se hace sitio en la ciudad, con el Café Gijón de cofa. Por los ventanales del gran salón de Recoletos ausculta el río de la gente. Estudia a conciencia la ciudad y sabe que no existe lugar que no quepa en un folio: el París de Baudelaire, el Londres de Chesterton, el Nueva York de Capote, el Ampurdán de Pla, el Buenos Aires de Rodolfo Walsh... Umbral toma Madrid, une el lirismo con la mordacidad, inflama el idioma, profundiza con el adjetivo, dispensa una ironía fuerte para denunciar, anunciar, rematar, alumbrar o desafiar y, de paso, da con la fórmula mágica del articulista: entregarse en un espectacular sacrificio, menesteroso pero libre, abalanzándose a la calle desde el voladizo de la Olivetti. Umbral asume el impudor como norma y desde esa voluntad casi grosera establece un acierto de finura. Contar el mundo es contarse a sí mismo como un capitán de 15 años rozado de bastardías y destemples, de apetito y soledades a compás de la extrañeza interior que requiere el dandismo antes de hacerse palpable. Más allá de la jauría del periodismo y de la literatura (que para él son partes de lo mismo), no le interesa nada, ni quiere nada, ni se mete en nada. Es un bibelotista de las palabras y conviene derramar la vida en letra para entender mejor qué es esto de la vida.

Huronea por todos los recovecos del día con ese apasionado sentir de los románticos oficiales. Hace la columna punk y la columna dandi. La columna oficial y la suburbial. Deja dicho que solo se es algo de verdad cuando se apunta al lugar donde nadie mira, provocando así todas las miradas. En el columnismo experimenta por los alrededores de la pobreza y del entusiasmo. En la vida transita por los portales del desamparo y por los salones del éxito, impulsado por una aleación de daños y halagos. Pero al final, si pones los artículos en pie y de seguido, al trasluz se aprecia un sistema de espejos desde donde todo se revela mejor y más del revés (para que se entienda). La micebrina literaria de Umbral es la realidad. En ella están los hallazgos compensatorios de ese frío que siempre hace fuera de casa. Y en la columna condensa una forma larvada de erotismo que es contarse a través de lo que sucede sin renunciar a uno mismo. Hace periodismo amotinado en los asuntos cotidianos, entendiendo la cantidad en una unidad: el folio, huyendo del lenguaje inarticulado de las multitudes. En Umbral una actitud corrige a otra y el país se va contando en sus secuencias también menores. Con la foto de las tetas por fuera de Susana Estrada y los bandos de Tierno Galván levanta la viga maestra de la Transición. Con los Pegamoides dibuja el contorno de la Movida. Ramoncín le regala una panorámica nuclear de Vallecas y el Padre Llanos le afianza una poética del comunismo que nace de la secreta aceptación de los modales burgueses, marca Nicolás Sartorius. Carrillo y la peluca. Suárez, la traición y el tabaco negro. Carmen Díez de Rivera, con ojos limonados de jaguar (hallazgo de Raúl del Pozo). Pitita Ridruejo y los viajes siderales en pos de la Virgen del lugar. El socialismo templado de Felipe. La OTAN. La Constitución y la nueva cotización democrática del gentío (nosotros), el falangismo aún rugiente, el Tejerazo, los desfiles militares, las fiestas del PCE... Y todo esto desde el afán de adecuar al héroe con los usos y proporciones del hombre corriente.

Francisco Umbral escribe por entonces sus artículos bajo el título de «Diario de un snob». Está enladrillando este país con una prosa acorde para la orgía, desde la que hoy se descifra no solo el tinglado nacional sino el rostro cívico de una forma de ser que vemos en nosotros. En su literatura está el gramaje de una obra que se exhibe dando claves, desenredando nudos, consciente (por decirlo a la manera de Juan Villoro) de que todo argumento tiene un límite dictado por la emoción.

Umbral no es viejo ni contemporáneo. Umbral está ahí, vigía, como la esfera del reloj de la Puerta del Sol: ofreciendo la hora exacta de todas las horas, principio de autoridad de un tiempo que no se detiene y redunda en la trampa y en el volapié. Los periódicos también se escriben opinando desde la risa honda y desde el verdadero ejemplo de la desesperación, sin dramatismo. Sucede que Umbral pasea por las páginas de los periódicos como el escualo que asoma la aleta por la superficie del agua, con algo de despiadado, robándole fragmentos a la mañana para levantar lo suyo con la facultad del buen intérprete de la neurosis mundana. Escribe como un clásico al que el romanticismo da patente de moderno con una prosa amotinada en el desafío, entre el whisky y el estimulante. Igual electrificando el artículo con endecasílabos que descargando querellas contra la frigidez de una progresía reducida a individualidades inermes.

Francisco Umbral es la proclama literaria de los periódicos. La conciencia de la mañana que cambia de luz siempre igual, pero nunca del mismo modo. Sabe ver en la peña los escapes trucados, como se notaba el ahogo en las viejas Bultacos de ruido, y voltea el editorial o la portada con el mecanismo de una catarata lingüística de mucha zumba. Le da tiempo al artículo (a veces dos o tres al día) y a armar después novelas, libros de memorias, diccionarios caprichosos, ensayos y poemas. Pero es en el folio y medio donde está la fábrica, el vivero de su genialidad, la autenticidad del hombre poliédrico que, como César, puede decir aquello de que su vida fue el éxito de una sucesión de fracasos. Y así hasta triunfar.

Mantenía con los jóvenes una actitud entre alejada y expectante. Los poetas y los periodistas íbamos en peregrinación a la calle Puebla (Majadahonda) y tras la ofrenda oficial de Ballantine’s y la maldad de media tarde, uno salía de allí con la sensación de que aquel hombre sentado en un sillón de mimbre estilo «Emmanuelle» tenía el leve deseo de que lo hiciéramos bien y el oculto temor de que alguien lo hiciera mejor. Creo que estaba incapacitado para el odio, pero mantenía un alto coeficiente para la desconfianza y una honrada predisposición a no dar más coba que la de algún guiño sutil. Era el ser más literario que he conocido, más aún cuando se dejaba ver sin público y sin máscara. Gastaba un fino olfato para los suspicaces de la demagogia, para los cursis, para los tontos y los taimados. No hacía concesiones a la nostalgia. Prefería, como Baudelaire, la melancolía. De ahí el lema de la otra sección de artículos que estrenó y cerró en El País: «Spleen de Madrid», que alternaba con una serie de conversaciones, «Mis queridos monstruos» (a lo Truman Capote), donde llegaba al fondo de los entrevistados mediante círculos concéntricos, disparatando hasta la confidencia, relatando aquellos encuentros como novelas de quien sabe modular los signos, los mitos y los ritos convirtiendo a cada uno de los personajes en ejemplares de su misma fantasía.

A pesar de que la columna, desde Larra, es un faro de costa de este oficio, algunos aún consideran que en ella se abarata la literatura en favor del periodismo. Umbral niega aquella superchería regalando en cada artículo un nardo y un fusil, con ánimo triunfal, herido y tremendo. «No es posible salir adelante si el escritor no tiene detrás un periódico». Esto se lo escuché decir en el estreno de una película de José Luis Garci que pasamos, hasta casi los títulos de crédito, caminando lento por el hall de un cine comercial de mil salas. Él ya llevaba a cuestas el articulismo como una suerte de Episodios Nacionales al minuto, contribuyendo a hacer más habitables los diarios. Había desembarcado en El Mundo algunos años antes, con trompetería de dios pagano, y ya ocupaba la contra del periódico, que fue la última de sus posiciones. El jaque de su gloria. Allí puso en alto su estilo y su pensamiento (ese que algunos le negaban en pos del estilo). En El Mundo hizo la carrera de madurez. Y estableció el cerco aparentemente fiero de su galaxia misantrópica. Andaba ya algo sordo, pero escuchaba con los ojos aquello que iba sucediendo.

En El Mundo rompió a hervir el mejor Umbral. El bucardo que se sabe casi solo por las cumbres. El de las controversias y las trifulcas. El del análisis certero. El atento a la sociedad amotinada y anónima. El implacable. Descerraja párrafos contra la corrupción socialista, contra la derechona de Aznar, contra la invalidez de ciertos políticos, contra la burocracia, contra el terrorismo, contra el miedo, contra los biempensantes, contra los gregarios, contra el «Vuelva usted mañana» sempiterno, contra la sacarina intelectual de ZP y su repertorio de «bibianas». Y siempre desde la dimensión atroz de una escritura que no descarta la contradicción ni el feliz antídoto de una audaz frivolidad. Qué rentabilísima fue la estela de Francisco Umbral en el articulismo. No concibe el género como un ensayo bonsái, sino como un caudal de ideas con varios afluentes que se concretan después en un último broche que es salva de pólvora buena. Tuvo sus deslices. Tuvo una vanidad con ecos de impureza. Tuvo su largo camino a la derecha, finalmente. Pero eso no arruga el paño que lo configura. Perteneció a una tribu escasamente convencional, sin más amuleto que la metáfora. Gente dispuesta a embarrarse en la zona combativa del columnismo (cada cual desde su orilla): Raúl del Pozo, Manuel Vicent, Cándido, Haro Tecglen, Carmen Rigalt, Vázquez Montalbán, Rosa Montero... Aquel «no» racional y escéptico que mantuvo casi hasta el final se clava, antes que en nadie, en su propia carne (por decirlo a su manera).

Los artículos de Umbral, las negritas de Umbral, la torcida consecuencia de su escritura ante un mundo liso, mantienen indiscutible el pulso. Él es un personaje más de su propia refriega. Moderno de cadera estrecha. Miope como un poeta del pesimismo al que tan solo le queda el refugio de tener razón. En este libro está la clave y la síntesis sociológica de una literatura sin la cual resulta difícil comprender los últimos 40 años de nuestra historia. Pisó con la escritura terrenos que nadie había ocupado antes, demostrando que también era posible hacerlo ahí. Esa es una de las formas más altas de su viva rebeldía, de su ajuste de cuentas, de su legítima defensa. Y eso, naturalmente, a Francisco Umbral no se le perdona.

 

Antonio Lucas

Mazarrón 2015

 

Diario de un snob