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Foca / Investigación / 176

Paula Corroto

El crimen mediático

Por qué nos fascinan las noticias de sucesos

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El 31 de diciembre de 2017 todos los medios abrieron con la detención de José Enrique Abuín, presunto asesino de Diana Quer, la joven de 18 años desaparecida en A Pobra do Caramiñal en el verano de 2016. Durante los siguientes días, los periódicos, webs y, sobre todo, las televisiones dedicaron gran parte de su espacio a este suceso. Poco después se produjo la desaparición del niño Gabriel Cruz en Almería, y de nuevo, durante doce días, no hubo otra noticia.

Este ensayo indaga en el tratamiento mediático de este tipo de crímenes, trazando una línea que va de la desaparición de Marta del Castillo en 2009, pasando por los niños de José Bretón en 2011 y por Diana Quer en 2016, hasta llegar a Gabriel Cruz en 2018. Casi diez años en los que también el periodismo ha sufrido una notable transformación con la crisis económica, los cambios tecnológicos y el uso masivo de las redes sociales y los teléfonos móviles, que permiten una circu­lación de noticias que no era posible en décadas anteriores.

Las consecuencias de la hipermediatización de estos casos ofrecen una radiografía de nuestra sociedad actual: una autoridad cada vez más en entredicho de los medios de comunicación en su lucha por conseguir más visitas en sus páginas webs, una degradación del debate público, partidos conservadores que han endurecido sus políticas penitenciarias mediante el discurso del populismo punitivo y una reactivación de los mecanismos del miedo en las mujeres.

De estos temas trata este libro, que a su vez es un homenaje a las víctimas, las grandes olvidadas de los sucesos.

Paula Corroto (Madrid, 1979) es periodista. Publica reportajes, entrevistas y columnas de opinión en medios como El País, eldiario.es, El Confidencial y las revistas Letras Libres y Jot Down. Participa en charlas y conferencias sobre el periodismo cultural y los nuevos medios, y da clases en el Máster de Edición de Santillana en la Universidad Complutense de Madrid. También formó parte del equipo de Librotea, de El País, y de la sección de Culturas de Público.

 

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RAG

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© Paula Corroto, 2019

© Ediciones Akal, S. A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-16842-47-6

 

 

La investigación

Este libro se escribió entre marzo de 2018 y febrero de 2019. Fueron meses de una profunda lectura de las noticias aparecidas en diversos medios de comunicación con el caso de Marta del Castillo, que comenzó en enero de 2009, hasta llegar a las informaciones surgidas durante el crimen de Gabriel Cruz en marzo de 2018.

Entre los medios consultados se encuentran El País, El Mundo, La Vanguardia, ABC, La Razón, El Confidencial, El Español, eldiario.es, ABC de Sevilla, El Diario de Sevilla, El Correo de Andalucía, Cadena SER, RTVE, Europa Press, EFE, La Sexta, El Día de Córdoba, La Voz de Galicia, El Faro de Vigo, La Opinión de A Coruña, Telecinco, Antena 3, Ideal de Almería, El Periódico de Cataluña y La Voz de Almería.

También hubo un arduo visionado de los programas matinales El programa de Ana Rosa, Espejo Público y La mañana de TVE, además de especiales como Marta del Castillo. Red de mentiras y Diana en la red, e informativos sobre estos casos en YouTube.

La información se complementa con los informes que emitió el Consejo Audiovisual de Andalucía sobre el tratamiento de los crímenes de Marta del Castillo y Gabriel Cruz por parte de las cadenas de televisión generalistas, además de la autonómica y las locales de la comunidad andaluza.

INTRODUCCIÓN

La historia de un país se puede contar a través de sus crímenes. Los asesinatos y todo tipo de acto macabro que acaba con la vida de una persona dan cuenta de cómo es un país, su sistema judicial y su desarrollo democrático. Sólo hay que escaparse a la sala del Museo de Cera de Madrid, como he hecho de vez en cuando, para observar cómo era la España del crimen del expreso de Córdoba, acaecido en 1924 y que acabó con los supuestos culpables en el garrote vil tras un juicio sumarísimo. Era la España de Primo de Rivera.

Cómo se cuentan en los medios de comunicación y cómo es la reacción del lector y el espectador también nos dan mucha información. Según decía Julio Camba, «el periodismo a veces es una rama de las pompas fúnebres». Los sucesos siempre han formado parte de los periódicos y, después, de radios y televisiones. Y a todos nos atraen, porque nuestra naturaleza nos hace estar atentos a lo que nos parece peligroso –y un posible asesino suelto nos lo parece–, y por ese sesgo de negatividad que ya fue estudiado en la Universidad de McGill en Canadá, que determinó que preferimos leer las malas noticias antes que las positivas (aunque después digamos lo contrario).

La cuestión es por qué un determinado crimen provoca un estallido mediático y otros no.

El último día de 2017, todos los medios abrieron con la detención de José Enrique Abuín, llamado El Chicle, presunto asesino de Diana Quer, una joven de 18 años a la que se buscaba desde el verano de 2016. Ese día, y los posteriores, me quedé pegada al televisor y enganchada a las webs de los periódicos para conocer hasta el último detalle de esta detención y de todo lo que rodeaba al crimen. Y los medios no paraban de ofrecerme más y más alimento, aunque yo no lograba saciarme. Ya fuera un mínimo detalle nuevo, ahí estaba yo clicando en la información. Lo que estaba sucediendo formó parte de mis conversaciones aquella semana.

Pasados quince días, pensé en que lo que había ocurrido –la profusión de noticias y el enganche en las redes sociales sobre el tema– no era muy normal. No con esa velocidad y con ese acceso ilimitado a cualquier cosa que ocurriera o no, porque mucha de la información, o no era demasiado relevante, o era repetitiva. Como no soy periodista especializada en sucesos, escribí sobre este asunto un artículo en el que entrevistaba a varios periodistas especializados en el género. Fue publicado en Letras Li­bres bajo el titular «Por qué nos fascinan las noticias de sucesos».

Poco después ocurrió la desaparición del niño Gabriel Cruz en Almería y volvió a reproducirse el mismo efecto mediático, concentrado esta vez en trece días, desde el inicio de la búsqueda del menor hasta la detención de su asesina, Ana Julia Quezada. Hacía unos meses que había leído el libro del historiador Ivan Jablonka Laëtitia o el fin de los hombres, en el que abordaba el tratamiento mediático de la desaparición de una joven francesa en enero de 2011 y cómo el caso acabó afectando política y judicialmente al Estado francés. Y algo estaba ocurriendo igualmente con los sucesos en España, no sólo en los medios sino también en el entorno de la política y la justicia.

Rememoré los casos más impactantes de los últimos diez años, entre los que se encontraban la desaparición de Marta del Castillo, el asesinato de los niños Ruth y José Bretón, los hijos de José Bretón, y, por supuesto, los de Diana Quer y Gabriel Cruz. Me puse en contacto con periodistas que cubrieron estos sucesos. Leí informes sobre la actuación de los medios. Revisé viejos programas de televisión –ahora todo es posible en YouTube–. El fin era trazar una panorámica sobre lo que ha ocurrido en este país en esta década. Entender por qué fueron estos casos y no otros los que nos llamaron la atención, qué papel han desempeñado las tecnologías de la información y, en definitiva, cómo hemos cambiado.

Hay varios factores que determinan por qué Marta, Ruth y José, Diana y Gabriel entraron en nuestras vidas. El más importante es que los padres vieron el potencial de los medios de comunicación. Casi desde el primer momento se pusieron en contacto con los periodistas, montando ruedas de prensa en el portal de sus casas –como hizo Antonio del Castillo, el padre de Marta, en 2009– o incluso subiendo vídeos a las redes sociales, como hicieron Ángel Cruz y Patricia Ramírez ya en 2018. Los padres eran la fuente directa y su testimonio era el que aparecía en los medios incluso antes que el de las Fuerzas de Seguridad del Estado, lo que supuso en no pocas ocasiones que hubiera informaciones un tanto contradictorias. Ya no había una única fuente oficial. Y el caso, además, no dejaba de estar en los papeles.

La edad y el sexo de las víctimas también desempeñan un rol importante. La compasión que sentimos por los niños es inherente a la naturaleza humana por ser los más desprotegidos. Todo crimen en el que hay un menor tiene habitualmente un gran desarrollo mediático. Lo mismo ocurre con las adolescentes y mujeres muy jóvenes. En este caso, en EEUU se acuñó en 2006 el término «síndrome de la mujer blanca desaparecida», que señalaba que siempre que una mujer joven, atractiva, de clase media o alta, procedente de una familia estructurada desaparece o es asesinada, el interés mediático va a ser mucho mayor que si se trata de otro tipo de víctima. Esto recuerda al caso de Anabel Segura, que desapareció en el adinerado barrio madrileño de La Moraleja en 1993, o incluso al de Rocío Wanninkhof, la joven asesinada en Mijas en 1999. Marta del Castillo y Diana Quer cumplían con estas características. Otros casos, incluso de mujeres desaparecidas pero ya de mayor edad, no llegaron nunca a suscitar este interés. Para los expertos, esto se debe a que son crímenes inusuales e impredecibles –esas cosas no suceden en entornos en los que está todo bien– que afectan a personas vulnerables y que incluyen, además, elementos dramáticos en la realización. Y esto nos ha llamado la atención desde la época de los romances que cantaban los juglares.

No obstante, en este caso de las mujeres, el movimiento feminista de los últimos tiempos también ha sido relevante para que adquiera un cariz de mayor importancia. Quizá porque en los crímenes también proyectamos las inquietudes que tenemos en determinado momento. Y también está quien ve en este mayor interés, que hace subir las audiencias, una oportunidad para la política o el negocio. Si bien con Marta del Castillo no se llegó a poner sobre la mesa el tema de la violencia de género, con Diana Quer sí. Incluso un año después, en diciembre de 2018, la desaparición de otra joven, la zamorana Laura Luelmo de 26 años, en El Campillo (Huelva) provocó que el debate discurriera sobre si había sido un crimen de violencia de género y si Luelmo debería ser una víctima reconocida por esta ley. Durante varios días esta discusión llenó páginas de periódicos y estuvo muy presente en la red social Twitter.

Precisamente, las redes sociales han sido un elemento disruptivo en el tratamiento de los sucesos en estos diez años. El caso de Marta del Castillo fue pionero en el uso de las redes por parte de periodistas e investigadores para saber quién era la víctima y los posibles culpables. La adolescente tenía una cuenta en Tuenti y se indagó en ella para extraer fotos e información. Además, no era difícil entrar en su perfil. De repente, ya no hacía falta esperar al artículo del periódico, sino que cualquier usuario podía saber cómo era la vida privada de estas personas. Si bien con los niños no ocurrió, ya que, al ser tan pequeños, no tenían perfiles privados en las redes, con Diana Quer la pérdida de privacidad fue total, reproduciéndose su vida digital en múltiples artículos a partir de datos y fotos extraídos de Facebook o Instagram.

Esto provocó dos efectos. Por un lado, la identificación con la víctima, como ocurrió con Marta del Castillo. La red hablaba de una adolescente normal de Sevilla, que podía ser cualquiera. La hija, la hermana, la prima. Casi diez años después, con Quer además se entró en el terreno puramente especulativo a partir de su vida en las redes, dando lugar a artículos y programas de televisión alejados de la verdad, pero que eran consumidos con voracidad. Y mediante la conversación en las redes, en la que caímos todos los demás, estalló otro fenómeno: la rumorología saltó a los medios. Cierto efecto de la gratuidad de la información (en televisión, en la prensa digital y en las redes sociales). Ya no era fácil distinguir qué era verdad y qué no, porque también había algo que se había debilitado: la autoridad de los medios.

La consecuencia en los medios

Esto último ha sido especialmente tratado por Martin Garri en su libro The revolt of the public, publicado por primera vez en 2014 y ampliado en 2018, con análisis sobre cómo fue posible que Donald Trump llegara a la presidencia de Estados Unidos o que se votara a favor del Brexit en Reino Unido. Según Garri, a medida que aumenta la cantidad de información disponible para el público, la autoridad de cualquier fuente disminuye. Una vez que se pierde el monopolio de la información, también se pierde nuestra confianza. Es lo que otros han definido como «el factor Google» y cómo este ha influido en el consumo de las noticias.

Internet nos da hoy la posibilidad de un acceso a casi todo. Y este tipo de sucesos son el blanco perfecto. En los medios de comunicación hoy día –mucho más que hace diez años con la desaparición de Marta del Castillo– se sabe qué noticias son las más leídas, qué contenidos los más compartidos y hasta cuánto tiempo podemos pasar leyendo una noticia. El share que se controlaba desde hace tiempo en las televisiones, lo tienen ya los periódicos en su versión digital. Estos sucesos provocaron un gran interés que disparaba todos los datos de tráfico –y todavía en 2009 hacía aumentar las ventas de los periódicos en papel–, por lo que también se ganaron su espacio casi continuo.

No obstante, este incremento en el consumo de sucesos no es sólo por Internet en sí mismo, que ya hace más de veinte años de su existencia. Los periodistas que llevan años trabajando en el entorno digital advierten del efecto que en los últimos tiempos han causado los teléfonos móviles en el consumo de las noticias. Cualquiera con un pequeño aparato y en cualquier momento –en su trayecto en el metro, mientras aguarda en la sala de espera de una consulta médica– puede clicar en las noticias a través de lo que ve en su timeline de las redes sociales o le llega a través de WhatsApp. Esto ha provocado que las audiencias de los medios crezcan –los millones de usuarios únicos que hoy tienen las webs no tienen nada que ver con los cientos de miles de compra­dores de periódicos hace unos años– y que entre un lector que de otra forma quizá no hubiera entrado en ese medio. En definitiva, sin los móviles quizá no estaríamos hablando de este fenómeno.

Por otro lado, los medios necesitan esa audiencia en tiempos de precariedad. Su situación ha cambiado mucho con respecto a 2009. Los sucesos entonces no tenían tanta preeminencia e incluso el caso de Marta, aunque fue muy sonado, nunca llegó a tener la fuerza, principalmente los primeros días, que tuvieron ya después Quer y Gabriel Cruz. Pero esta necesidad de querer contar el minuto y resultado de un suceso como si de un partido de fútbol se tratara tiene sus consecuencias. Una de ellas es la que ya intuyó el entonces periodista de Le Monde Daniel Schneidermann en su libro Le cauchemar médiatique, donde resaltó que el rumor, que siempre ha estado presente en mercados y patios de vecinos, había pasado a los medios de comunicación sin ningún filtro. Él lo argumentó a partir de un análisis sobre las elecciones de 2002 en Francia y los discursos que fomentaban la sensación de inseguridad y la alarma social.

Con los casos de Marta y los niños Bretón, aunque sobre todo con Diana y Gabriel, se estableció una carrera donde el rigor quedó en la cuneta. Se informó de situaciones familiares que nada tenían que ver con el caso, e incluso con Gabriel se llegaron a dar las iniciales de una persona que durante dos días la prensa tachó de presunto culpable. En este último caso hubo divergencias entre informadores y la Guardia Civil, y acabaron responsabilizándose los unos a los otros. Pero es que ya todo formaba parte de un juego descontrolado en el que se había perdido cualquier autoridad informativa. Había desaparecido también la famosa teoría de la navaja de Ockham: la explicación más sencilla suele ser la verdadera. Se buscaba una narrativa rocambolesca y el ritmo se marcaba de forma disparatada, como si fuera un totum revolutum, en las webs, las televisiones y redes como Twitter, Facebook o WhatsApp.

La televisión siempre ha tenido unos tiempos y formas diferentes a la prensa escrita. Se apoya en la imagen y en el testimonio más o menos relevante, aunque siempre sustancioso de resultar emotivo. Mucho más con los sucesos. Sin embargo, España no ha sido un país de medios demasiado sensacionalistas en la época democrática. El amarillismo siempre ha estado más ligado a la información deportiva o del corazón. De hecho, todos tenemos grabado el programa que hizo Nieves Herrero cuando aparecieron los cadáveres de las niñas de Alcàsser en 1993 casi como una línea roja deontológica que no se podía volver a cruzar.

Con estos casos hubo roces con esta línea. Los programas matinales y sus informativos recordaron en algunos momentos a películas como El gran carnaval de Billy Wilder o Network de Sidney Lumet, una especie de todo por la audiencia en búsqueda del entretenimiento continuo con altas dosis de insensibilidad. Pero esto no era tan nuevo. Lo llamativo es que los periódicos considerados rigurosos también entraron en la carrera por la audiencia, sobre todo en sus versiones digitales. En la web se podía cocer todo, desde lo que parecía una información contrastada hasta el chascarrillo. La falta de un criterio claro desconcertaba al lector.

La prisión permanente revisable

Esta carrera tuvo sus consecuencias políticas. En los casos analizados es posible determinar cómo la actitud de los políticos ha cambiado en los últimos diez años. Y, por supuesto, el debate político, con la introducción de normas más punitivas.

En 2009, el ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, y el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, se reunieron con los padres de Marta del Castillo para trasladarles su dolor, pero insistieron en que no harían ninguna modificación en el Código Penal ni en la Ley del Menor. Por su parte, Mariano Rajoy, que entonces estaba en la oposición, tardó sólo mes y medio después de la desaparición en reunirse con los padres de la adolescente y trasladarles que sí modificaría el Código Penal y la Ley del Menor. El padre hizo varias peticiones para que fuera aprobada la cadena perpetua en España.

En junio de 2013, el asesinato de los niños Ruth y José Bretón trajo el debate sobre la violencia de género en relación con los niños, y la madre emprendió una batalla para que las madres de niños asesinados por los padres fueran reconocidas como víctimas de violencia de género, lo cual consiguió en 2017. La prisión permanente revisable –ya había dejado de llamarse cadena perpetua, si bien esta no tenía el carácter de revisable– también estaba sobre la mesa, aunque Ruth Ortiz en un principio no se posicionó de forma determinante (sí lo harían, en cambio, otros familiares). Sí aparecía la discusión sobre esta pena en canales conservadores como Intereconomía.

Para marzo de 2015, cuando el PP aprueba en solitario en el Congreso esta nueva pena como parte de la Ley de Seguridad Ciudadana, ya se habían sucedido los casos de Mari Luz Cortés, Marta del Castillo, Asunta Basterra, los niños Bretón y Sandra Palo. Exceptuando el caso de Asunta, en el resto los familiares se habían posicionado de forma muy dura para que entrara en el Código Penal este endurecimiento de las condenas.

A finales de 2017, con la aparición del cadáver de Diana Quer, su padre, Juan Carlos Quer, emprendió una batalla para que no se derogase la prisión permanente revisable, posición que era defendida por el PP. Pocos meses antes, en octubre, el PNV había presentado una proposición de ley en el Congreso para su derogación, apoyada por PSOE, Unidos Podemos y otros partidos como Compromís y Bildu. Ciudadanos basculaba en la abstención. Quer se reunió con Rajoy en varias ocasiones, y el Partido Popular hizo suyo el discurso de Quer, que incluso acabó trasladando al Congreso en marzo de 2018, ya que en aquellas fechas se acababa de producir el crimen de Gabriel Cruz. También los medios de comunicación pusieron sobre la mesa el debate sobre la derogación o no de esta norma.


La exaltación popular y la presión mediática influyeron en el juicio a Dolores Vázquez, con resultados dramáticos para ella y otra mujer. Pero un proceso judicial no puede basarse en conjeturas y especulaciones, en el rumor del mercado. En este sentido, existe una responsabilidad de los medios. Las audiencias siempre van a estar ahí. Somos curiosos por naturaleza y, como escribe el ya citado Jablonka en Laëtitia o el fin de los hombres, «nos encantan las dicotomías que nos tranquilizan, la pureza asesinada, la crueldad absoluta; pero una sociedad que cree en las santas y en los monstruos es una sociedad preocupada que necesita una transferencia de sacralidad para recobrar un poco de confianza en sí misma. Los dirigentes que se esfuerzan por captar el aura de las víctimas lo han entendido a las mil maravillas».

Por eso este escritor da su receta: «comprender el caso, captar lo que está en juego individual y colectivamente, en los campos policial, judicial y mediático»; «abrir el caso, comprender que hay otra cosa que comprender más allá de las apariencias»; «disipar el caso […], en vez de desdeñar el suceso como el símbolo del mal gusto popular, recordemos su potencialidad democrática: emociona a la gente, pero, sobre todo, nos habla de ella».

Recuerdo este caso Wanninkhof ante la oleada de peticiones de penas más duras que aparecen en momentos de especial sensibilidad; cuando hacen furor manifestaciones y pancartas exigiendo «Justicia ya» y se radicalizan ciertos mensajes a través de los medios de comunicación. Porque si algo positivo hubo en todos estos casos mencionados anteriormente es que sus verdaderos culpables sí acabaron en prisión. Con excepción del caso de Marta del Castillo, en el que la sentencia señala que hubo un tercero que participó en el crimen y nunca se supo quién fue –y, aun así, nadie que pueda ser considerado inocente está entre rejas–, todos los que se ha probado que fueron culpables han sido condenados a penas de más de veinte años.

Posiblemente hemos cambiado mucho como sociedad en estos diez años, probablemente están entrando ideas y debates que no estaban hace una década, y el diagnóstico no es demasiado bueno acerca de lo que puede venir. Pero hay un principio irrebatible: el Estado de Derecho puede permitirse a un culpable en la calle, pero no a un inocente en prisión. Y los medios son, en algunos casos, responsables de que esta cuestión se ponga en duda.