© de la obra: Beatriz Esteban, 2019

© de los detalles de capítulos: Inma Moya, 2019

© de las ilustraciones del final: LauIlustra, 2019

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: junio de 2019

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-29-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A Ana Herráez, que vio conmigo los sueños detrás de las rejas.

Podría darte mil razones más.

Jails and prisons are designed to break human beings,

to convert the population into specimens in a zoo—

obedient to our keepers,

but dangerous to each other.

ANGELA DAVIS

PRESAS

mansion

Hugo

Azahara nunca había estado tan preciosa como en el momento en el que le quitaron las esposas.

—Tenéis dos horas —dijo el hombre que la acompañaba, que se alejó de ella como si fuera un animal al que han dejado suelto por primera vez. Se despidió de mí con una inclinación de cabeza y se volvió hacia la puerta de acero.

Azahara se rodeó una muñeca con la mano libre y dirigió una última mirada al funcionario antes de que nos diera la espalda. Sus ojos no se apartaron de él ni siquiera cuando cerró la puerta y el portazo retumbó en nuestros oídos. Ni cuando le perdió de vista y todo lo que quedó fue el sonido de los pestillos al otro lado de la habitación. Ella seguía observándole aunque ya no estuviera, con los ojos fijos en la pared como si fuera capaz de ver a través de ella y mordiéndose el labio con tanta fuerza que estaba a punto de que le sangrase. Todo para no tener que mirarme a mí.

Sí, estaba realmente preciosa.

—Aza, mi amor —dije, incapaz de contener la emoción—. No sabes las ganas que tenía de verte. Estás…, estás preciosa. Te echaba de menos.

Vi cómo sus labios se deslizaron hasta formar una pequeña sonrisa, cómo las pestañas le aletearon cuando alzó la cabeza para mirarme. Se abrazó los codos, encogiéndose más sobre sí misma, como si se sintiera prisionera también en su cuerpo. Llevaba una camisa de tirantes y el pelo recogido en una coleta; la piel de su escote quedaba a la vista. Casi podía contar las venas que recorrían sus brazos y las nebulosas que se formaban en sus clavículas, en el interior de sus muslos, debajo de su ropa.

Una por cada noche.

Una por cada lección que no quería que olvidara.

—No es verdad. —Siguió sonriendo, como si mi comentario le hiciera gracia.

—¿No me crees? ¿Es que no tenéis espejos ahí dentro? —Ella negó con la cabeza—. No importa. Te daré razones para creerme, amor. Tenemos dos horas a solas en esta enorme habitación; dos horas en las que pienso recordarte lo valiosa que eres.

Cuando me acerqué para besarla, su mirada fija en la nada, en nadie. Huyendo. Siempre huyendo.

Mis labios fueron a buscar los suyos, pero ella agachó la cabeza. Me agarró de los antebrazos como si quisiera poner distancia entre ambos. A mis espaldas se extendía la habitación: oscura, amplia, nuestra. Pero los dos nos manteníamos en una esquina.

—¿Has traído lo que te pedí? —Carraspeó mientras ocultaba la mirada bajo el flequillo mal recortado—. Necesitamos ropa. Beth ha crecido mucho y casi nada de lo que cogí le vale ya. Mis compañeras me han dejado algo de ropa ahora que empieza a hacer calor, pero a mí me viene todo un poco pequeño y… —Se estiró la camisa con una mueca, haciendo que al volver se pegara todavía más a sus costados.

—Te queda bien, cariño.

—Lo dices porque es lo que a ti te gusta.

—Me gusta más cuando lo llevas en casa. Y cuando no lo llevas. —Di otro paso hacia delante en busca de su piel. Azahara retrocedió.

Como si el que se acercara a ella fuera un asesino y no su marido. Como si mis brazos fueran más peligrosos que lo que la esperaba dentro. Quizás hubiera olvidado lo que era sentirse amada. Quizás hubiera olvidado cómo la besaba. Cómo la quería. Cómo la tocaba.

Por ahora perdonaría su miedo; había aprendido a esperar. Llevaba casi un año aguardando para poder verla más allá de aquella estúpida cabina, sin cristales ni barrotes que nos separaran. Tenía muchas ganas de tenerla así, libre; los dos en una habitación que nos recordaba demasiado a la que compartíamos en casa. Ahora por fin era mía. Podíamos volver a ser uno. Podíamos volver a ser nosotros.

Sólo tenía que darle un poco más de tiempo y, si algo le sobraba en la cárcel, era precisamente eso.

—Eso es que no has traído nada, ¿verdad?

—Tenía tantas ganas de verte que se me ha olvidado, amor. —Azahara cerró los ojos y respiró hondo, lo que provocó que su pecho se meciera con ella—. La próxima vez. Te lo prometo.

—La próxima vez —repitió, todavía con los ojos cerrados. Su cuerpo se estremeció—. No quiero que haya otro «la próxima vez». No aguanto más, Hugo.

Su voz tembló con aquella última palabra, pero ella fingió no haberlo notado. Sus ojos se volvieron vidriosos, más brillantes, y ni siquiera su rabia pudo impedir que la primera lágrima escapara. La cortó a tiempo, pasándose la mano por la cara con brusquedad.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—¿Cuánto más queda? ¿Cuánto más vas a esperar? —Cogió aire—. Me prometiste que en un mes estaríamos fuera. ¡Un mes! ¡Ha pasado un puto año, joder!

Apreté los puños igual que ella.

—Sabes que los negocios no van demasiado bien, amor, y desde que me despidieron yo…

—No son más que excusas. Si tienes dinero para irte de putas, tienes dinero para sacarnos de aquí. Otra cosa es que quieras.

«Cuenta hasta diez, Hugo —me dije a mí mismo—. Cuenta hasta diez y en el número nueve Azahara cerrará la puta boca».

—¿Piensas que no quiero? ¿Piensas de verdad que me gusta veros aquí dentro?

—No has hecho mucho por sacarnos. —Sus ojos ardían. Adoraba cuando toda ella se volvía fuego, cuando era rabia pura—. Y yo…, yo fui tan tonta que…

—Eh, eh. —Coloqué mis manos en sus mejillas; noté su ardor—. No fuiste ninguna tonta, Aza. Fuiste valiente y protegiste a nuestra familia. Te prometo que yo voy a hacer lo mismo. Estoy en ello. Estoy en ello, te lo juro.

Azahara apartó la cara con un gesto brusco y me dio la espalda; su pecho alzándose con cada respiración acelerada, sus ojos cada vez más vidriosos, su miedo cada vez más grande. Había vivido esto demasiadas veces: no tardaría en empezar a llorar.

—Vamos, Aza…, ven aquí.

Como si de una niña se tratase, negó con la cabeza. Beth, aun siendo un bebé, siempre había sido más obediente que ella; callaba al primer grito.

—No quiero hablar, Hugo.

—Pues no hablemos. Tenemos dos horas, ¿no? —Esbocé una sonrisa—. Podemos hacer más cosas.

Azahara se abrazó los codos.

—No tendría que haber pedido este vis a vis —murmuró.

—¿Por qué?

—Una parte de mí quería verte, quería saber si estabas sufriendo, si estabas bien, si te acordabas de mí, pero… —Se giró hacia mí. Luego cerró los ojos en cuanto comenzó a llorar.

—Aza…

—Vete, por favor. Llama al funcionario.

—No digas tonterías, amor. ¿Ya quieres que me vaya? ¿Ni siquiera vas a preguntarme cómo estoy?

—¿Me lo has preguntado tú? —Quería hacerme daño con mis propias palabras, pero parecía ridícula.

—No necesito preguntártelo para saberlo, ahí está la diferencia. Y sé cómo hacer que te sientas bien.

—Vete, Hugo.

Mentiría si dijera que una parte de mí no se sorprendió de su falso coraje.

—No pienso irme. —Apreté la mandíbula.

—Vete.

—He tardado cuarenta malditos minutos en llegar a Ordana y me han tenido de control en control durante una puñetera hora, todo para poder verte a ti. Encima ni siquiera puedo ver a Beth. ¿Y has oído que me queje? No pienso marcharme ahora, Aza.

—No quiero verte —insistió ella, limpiándose las lágrimas—. No puedo verte, no así. No después de saber que mientras me pudro en la cárcel, tú estás viviendo la vida de soltero ahí fuera. No sé por qué cometí la estupidez de…

—Porque me quieres.

Ella cogió aire.

—Porque me amas —insistí, y di un sutil paso hacia delante—. Porque me echas de menos. Porque necesitas que alguien te quiera como te quiero yo.

Se mordió el labio otra vez.

—No digas eso.

—¿Porque sabes que es verdad?

Sacudió la cabeza.

—Sólo quiero que te vayas. Vete, Hugo, por favor. —Me quedé quieto. Ella tuvo el valor de mirarme directamente; sus ojos todavía ardían. Pude adivinar su movimiento antes incluso de que levantara las manos—. ¡Vete! —gritó, y me empujó.

Di dos pasos hacia atrás y choqué contra la mesa, que chirrió al deslizarse por el suelo. Levanté los brazos en cuanto recuperé el equilibrio, como un autómata. Sabía lo que hacer. Sabía que ni a ella ni a mí nos dolería, que en el fondo Azahara se esperaba esto. Que lo disfrutaba tanto como yo.

Pasión.

Por eso no se sorprendió cuando me acerqué a ella, la cogí de los hombros y la empujé contra la pared. Su cuerpo rebotó contra las baldosas y después se encogió, como si quisiera hacerse un ovillo.

—No vuelvas a levantarme la voz —murmuré.

Azahara gimió y se llevó una mano a la sien, donde la pared le había golpeado con más fuerza. Entre sollozos y sin mirarme, se quedó sentada en el suelo. Esperé de pie, cruzado de brazos, a que se calmara.

Aún nos quedaban ciento seis minutos juntos.

Me acuclillé a su lado y acerqué una mano a su rostro con cuidado. Le pasé un mechón por detrás de la oreja y dejé que mis dedos acariciaran sus mejillas. Tenía la piel tan suave, tan blanca, tan pura, tan… mía. Hacía demasiado tiempo que no la sentía así.

—Vamos, mi amor, no dejes que la cárcel te vuelva una salvaje. Sólo tienes que aguantar un poco más —murmuré, dibujando una pequeña sonrisa ladeada—. Todo acabará antes de lo que imaginas, te lo prometo.

—No tienes ni idea de lo que dices. —En esa ocasión no hubo rabia en su voz, sólo desaliento—. Las horas ahí dentro son días enteros, Hugo. Sé que el tiempo pasa por Beth porque cada vez es más consciente de lo que está pensando y, si no fuera por ella, yo… —Negó con la cabeza—. No puedo más. Te juro que no puedo más.

—No pienses en eso, amor. Ahora estoy contigo. Sólo estamos tú y yo, ¿entiendes? Disfruta de este momento. Sólo nosotros. Olvida la cárcel, olvida a tus compañeras, olvida a Beth. Olvídalo todo. Todo. Estoy contigo.

Apoyó su mejilla en mi mano y dejó que las lágrimas cayeran sobre ella. Llevaba el pelo mal recortado, las ojeras formaban un surco morado bajo sus ojos y los pómulos estaban más marcados que la última vez que la vi.

—Hugo…

Y luego estaban sus labios, agrietados y rotos, que esperaban abiertos ese encuentro con los míos.

Joder, estaba preciosa.

—Olvídalo todo —repetí—. Estoy contigo, Azahara.

Sus manos buscaron mi rostro y los ojos se le llenaron de lágrimas. Acerqué mis labios a los suyos; llevaba esperando ese beso demasiado tiempo.

Entonces las manos de Azahara rodearon mi cuello y sentí sus uñas clavadas en mi garganta.

mansion

Azahara

Podría jurar que, mientras mis manos rodeaban el cuello de Hugo, él sonreía. Jadeaba y apretaba los dientes, arañaba mis muñecas y aferraba con fuerza mis brazos, pero no dejaba de sonreír para sus adentros. Como si estuviera viendo jugar a un niño. Como si le divirtiera que, por una vez, me dejara ganar.

Cuando solté su cuello, me di cuenta de que no le había hecho ni un rasguño. Mis manos no eran tan fuertes. Mi voluntad tampoco.

Casi me pareció oír su voz resonando en mi cabeza: «Sé que volverás a intentarlo y sé que no te atreverás a acabar. No eres lo suficientemente fuerte. Tú no le harías daño ni a una mosca, Azahara.

Tampoco me lo harás a mí.

Antes acabarás muerta».

Pero a los ojos de los funcionarios no fui más que una loca lanzándose al cuello de su amante. Ellos sólo vieron a una presa agrediendo a un civil. Sólo vieron una amenaza, un monstruo, una asesina, alguien de quien deshacerse. No me escucharon cuando grité al separarme de él. No vieron cómo Hugo se reía mientras me sacaban de aquella sala. No repararon en mis moratones ni mis heridas. No querían verlas. No querían escucharme. No buscaban explicaciones ni causas.

Dejé de resistirme en cuanto me sacaron de la habitación y Hugo desapareció de mi vista, aunque no dejé de llorar. Ni siquiera cuando me colocaron de nuevo las esposas, mucho más prietas que antes, ni cuando me empujaron para que me pusiera erguida. Uno de ellos hasta tuvo los huevos de bromear:

—Creo que va a ser tu último vis a vis en mucho tiempo, guapa.

Dejé que me arrastraran con ellos y me almacenaran donde quisieran como si no fuera más que carne.

Y, a pesar de todo, lo primero que sentí al oír las puertas cerrarse fue alivio. Agradecí la seguridad que me daban aquellas paredes de hormigón; en aquellos momentos, la sombra de Hugo me daba mucho más miedo que la soledad.

Al menos hasta que recordé a Beth.

mansion

Hugo me perseguía en sueños.

A veces estábamos en el piso que alquilamos, con las paredes llenas de humedades y las ventanas siempre abiertas, y donde empezamos a vivir con sólo un sofá y una caja de cartón como mesa. Éramos felices de verdad. En los sueños nunca había gritos o discusiones. En ocasiones estábamos en el parque donde me pidió matrimonio, dormidos en la hamaca de su antiguo porche o encarándonos a nuestros padres, con las manos entrelazadas y el desafío en nuestros ojos. Entonces me giraba hacia él, que sonreía.

Y mis manos volvían a rodearle la garganta.

Veía cómo sus ojos se drenaban de vida y cómo mi corazón empezaba a llenarse de calma. Por fin libre. Por fin, por fin, por fin.

Pero esas pesadillas no eran nada; las peores eran aquellas en las que Hugo me quería.

Me regalaba medias sonrisas y se pasaba la mano por el pelo en un intento por domar los mechones más rebeldes. No había rastro de las ojeras ni de las arrugas que le salieron de tanto fruncir el ceño. En mis sueños todavía tocaba la guitarra en la habitación del fondo y me prometía que el próximo concierto se convertiría en la primera cuna de Beth. Me prometía que cada día las deudas serían menores, que el éxito estaba cerca. Y yo le creía y seguía trabajando en el bar de amanecer en amanecer, porque así le ayudaba a cumplir su sueño. Hugo acercaba su rostro al mío hasta que nuestro aliento era sólo uno. Sus manos me acariciaban las caderas, me erizaban la piel, y sentía que con su abrazo me curaba cada herida, cada golpe.

Me despertaba siempre con el pulso acelerado y lágrimas en los ojos.

Todavía no sabía qué parte de mí necesitaba sanar: si la que quería matarle o la que todavía le amaba.

—¡El desayuno!

Abrí los ojos. La luz de las primeras horas se colaba a través del minúsculo ventanuco de la celda. Sentí una oleada de alivio al ver que había amanecido. Las noches siempre eran peores: el tiempo se frenaba, los gritos al otro lado de la puerta se intensificaban. El eco de los pasos de los funcionarios se tornaba más claro, como las súplicas de los demás internos, las discusiones, las patadas, los golpes, las risas, y el tintineo de las esposas y las llaves.

Por la noche, lo único que me permitía escapar era recordar. Pensar en Beth. Pero después de tres días alejada de ella, empezaba a sentir que incluso en mis sueños estaba atrapada.

Y de nuevo llegaba ese cansancio que me recorría todo el cuerpo, que me vaciaba y me dejaba tirada en el suelo durante horas. No puedo más, no puedo más, no puedo más.

Salí de la cama y fui directa hacia la puerta. Tres pasos. Al otro lado, el funcionario dio sólo uno. Abrió la rendija y dejó pasar la bandeja del desayuno. Ni siquiera asomó la mano. Ni siquiera me buscó con la mirada.

—¡Espere! —exclamé con un jadeo. Llevaba tanto tiempo sin hablar con nadie que no reconocía mi propia voz—. Espere, por favor, necesito saber cómo está mi hija. Beth, se llama Beth. Elisabeth Latorre. Módulo 22. ¿Sabe quién es? ¿Sabe cómo está? Por favor…

La rendija se mantuvo abierta, dejando pasar la luz blanca del pasillo. La sombra de aquel hombre se congeló en el sitio y por un momento creí que me había oído. Que me estaba escuchando, que mis palabras le importaban, que dejaban de ser parte del murmullo continuo de aquel módulo.

Empujó la bandeja un poco más hacia dentro y bajó la rendija.

—¡No, no, espere! —Me puse de rodillas y di un golpe a la puerta; el eco del metal resonó por toda la celda—. ¡Por favor! ¡Por favor, sólo quiero saber si está bien!

Seguí aporreando la puerta hasta destrozarme los puños. Seguí gritando aun sabiendo que los únicos que me escuchaban eran los demás presos. Aun sabiendo que era inútil.

«Esme y Gabi la cuidarán», pensé mientras me hacía un ovillo contra la puerta. Recorrí el chabolo con los ojos en busca de algo que me hiciera sentir viva, algo que hiciera que el tiempo pasara más rápido, que las horas dejaran de arrastrarse.

Había cuatro zancadas de distancia hasta la pared contraria y tres hasta el catre al que se atrevían a llamar cama. Si daba un salto con las manos estiradas podía rozar el techo, plagado de los mismos rasguños que recubrían las paredes de la celda. Dos pasos a la derecha estaba el lavabo que hacía a la vez de ducha y de inodoro. Metálico, gris. Como el uniforme de los funcionarios, como las sábanas, como la mugre de las esquinas, como la bandeja donde me servían un pedazo de pan blanco y dos paquetes de mermelada.

Nada más. Cuatrocientos veintisiete cuadrados. Dieciocho losas en el suelo. No había manera de medir el tiempo que llevaba dentro, pero ese era el tercer desayuno y la fruta que había guardado dos noches atrás se estaba poniendo mala. Quería dársela a Beth cuando saliera. Si salía. Quizá me abrieran en unas horas, quizás en unos días, quizás en un mes; no habían tenido la cortesía de recordármelo y yo no tenía el coraje suficiente para preguntar. No sabía cuánto tiempo más aguantaría en ese diminuto y oscuro infierno.

Me arrastré hasta el lavabo y me limpié la cara como si así pudiera deshacerme del miedo. Antes de que pudiera frenarlas, las lágrimas se mezclaron con el agua.

Esme tenía razón cuando me aseguró que nada era peor que la celda de aislamiento. Cuando morías al menos podías sentir algo. Al menos durante esos últimos instantes de vida te sentías humano, con la adrenalina corriendo por tus venas, la sangre deslizándose por tu piel y el corazón latiéndote con más fuerza, como si quisiera hacerse oír. Cuando te mandaban a uno de los módulos más conflictivos, al menos tenías un compañero que te veía. Eras alguien. En cambio, en la celda de aislamiento te transformabas en un número más, en un grito al otro lado de la puerta. En nadie. En nada. Un perro al que sacar a un patio —que ni siquiera merecía llamarse así, puesto que era todavía más pequeño que la celda— una hora al día y sólo hasta que llegara el momento de encerrarlo de nuevo.

Cuando regresara al módulo, le diría a Esme que tanto dolor era soportable si con ello Hugo se alejaba de mí. Aunque fuese mentira.

Lejos de Beth el dolor sólo se intensificaba.

mansion

Leire

No dejaría que la cárcel invadiera mi cabeza.

No dejaría que me paralizara.

No dejaría de bailar.

Antes de que empezara con el ballet, pensaba que eso de «bailando se olvida todo» era una tontería, una frase hecha. Pero una parte de mí siempre quiso creer que era cierto, que sólo hacía falta cerrar los ojos y oír la caricia de las primeras notas de una canción para que el resto del mundo desapareciese. Me apunté a la academia aferrada a la idea de que quizás esa tontería de frase fuera real. Necesitaba una forma de escapar de todo lo que me rodeaba, una forma de volver a encontrarme.

A lo tonto, llevaba ya dos años huyendo de la realidad dos veces por semana y el efecto no hacía más que acentuarse: me perdía en los movimientos de cada coreografía como si formaran parte de un sueño.

Mis manos se movían como si fuera un títere invisible.

Me alzaba en el aire como si estuviera hecha de plumas.

Y por un momento, no existía nada más.

—Leire, no quiero meterte presión, pero tengo que cerrar la academia. Tus compañeras ya se han cambiado.

Mi profesora bajó el volumen de la música e hizo tintinear las llaves con la mano libre. Fue como si alguien me hubiera lanzado un vaso de agua fría a la cara.

Me detuve en seco. Desapareció la música y volvió el cansancio y el sueño. Noté el sudor que recorría mi piel y el palpitar de mi corazón retumbando por todo mi cuerpo.

—Lo siento, Esther —me disculpé a la par que me limpiaba el sudor de la frente—. ¿No me da tiempo a un último ensayo? Sólo uno más, prometido. Porfa. Estaré fuera todo un mes…

—¿Te vas?

—A la cárcel, ¿no te lo dije? —Vi cómo su rostro palidecía. El mío se ruborizó al imaginar lo que pasaba por su cabeza—. ¡Como voluntaria! Voy como voluntaria, Esther.

Su pecho se relajó, pero su mano se mantuvo en el aparato de música.

—Me habías asustado… Conque voluntaria, ¿eh? Vaya, eso es valiente.

Valiente. Valiente, curioso, arriesgado, honrado; eso decían todos. No pensarían lo mismo en unos meses. Tal vez ni siquiera lo pensaban ahora; puede que, en el fondo, fuera una respuesta tan automática como cada «bien» que sigue a un «¿cómo estás?». Mejor llamarte valiente antes que decir lo que pensaban.

Que hay niños en los hospitales que también necesitan voluntarios.

Que esa gente no merece ayuda, que no harían lo mismo por nosotros.

Que te estás poniendo en peligro.

Evité hacer una mueca. Mi profesora siguió con una sonrisa en los labios.

—Entonces, ¿puedo ensayar una última vez? —murmuré.

Ella resopló.

—Vale. Pero sólo una vez, ¿entendido? Que ya deben de estar esperándote en casa.

Me encogí de hombros.

—Que vayan cenando sin mí.

Esther se rio antes de encender el aparato. Ahí estaban las primeras notas de piano dándome la bienvenida de nuevo.

—No tienes remedio, Lei.

mansion

Empecé a oír los gritos de mi madre antes de abrir la puerta. Iban dirigidos a Dani, el blanco más fácil, que había optado por quedarse callado y dejar que mamá soltase todos los nervios que acumulaba. Chico listo.

Coco me recibió nada más abrir la puerta, pegando saltitos a mi alrededor como si hiciera años que no lo viera. Ladró para saludarme.

—¡Sssh, Coco, no! —Me agaché para ponerme a su altura y el yorkshire respondió dándose la vuelta y dejándome su barriguita a la vista. Ya era demasiado tarde para callarle.

—¿Leire? —Mi madre apareció por el pasillo con el rostro acalorado. En cuanto me vio, sus ojos se volvieron de hierro—. A buenas horas…, la cena lleva en la mesa desde las nueve.

Me aparté un mechón de pelo de la cara con un suspiro.

—Me he entretenido un poco en ballet.

Se cruzó de brazos y, con el ceño fruncido, me sostuvo la mirada. Abrió la boca para añadir algo, pero se detuvo en el último instante. Con un suspiro, me dio la espalda. Coco seguía suplicando caricias entre mis tobillos, ajeno a la tensión del ambiente.

—¿No vas a decir nada?

Fue como hablarle a la pared. Me hubiera gustado que me riñera. Que se enfadara de verdad, como antes, dando taconazos en el suelo y manteniendo el ceño fruncido. Que me hablara otra vez.

En lugar de ir hacia la cocina, la seguí por el pasillo.

—Me voy mañana, mamá —murmuré, esperando que aquel recordatorio sirviera para frenarla. Ella fingió no escucharme—. ¿Vas a seguir sin hablarme?

—No lo sé. ¿Tú vas a seguir fingiendo que no ha pasado nada?

Su voz resonó en el pasillo como si no perteneciera a su cuerpo, que se deslizó a través de la puerta del fondo. Al menos había contestado. Con una puñalada traicionera, pero había hablado.

Llevábamos demasiadas semanas de silencio.

—Mamá… —Llegué hasta ella y me detuve antes de apoyar la mano en el umbral.

—Si se entera la pastoral… —musitó. Sacudió la cabeza. Sus ojos permanecían fijos las puntas de sus zapatos—. Es una locura, Leire.

—Eso ya lo sabía.

—No. No, sabes perfectamente a lo que me refiero. No vas a hacer más que meterte en líos. —Suspiró—. Y aquí ya hemos tenido suficiente.

Era su manera de decirme que estaba cansada de que su hija la decepcionara.

—Voy a acabar de hacer la maleta… —No llegué a darle la espalda del todo.

—Cena primero —dijo ella, inmóvil junto al marco de la puerta—. Dani te está esperando.

Su voz sólo sonó cansada. Ni enfadada, ni dura ni decepcionada, sólo cansada. Asentí, a pesar de que no pudiera verme, y me di la vuelta hacia la entrada.

Cerré la puerta de la cocina a mis espaldas y dejé caer la mochila de ballet al suelo. Ni siquiera eso bastó para despegar a Dani de la televisión.

Ahora tocaba fingir la mejor de mis sonrisas, disfrazarme de hija perfecta y hacerle creer a mi hermano que todo iba bien, dentro y fuera de casa. Que el mundo era un lugar seguro y las madres no podían enfadarse para siempre.

—Eh, canijo, ¿no se suponía que me estabas esperando? —inquirí mientras señalaba su plato vacío con el mentón.

Él me miró de soslayo.

—Tienes la sopa en el microondas —fue su respuesta. Arrugó la nariz en cuanto le revolví el pelo, haciendo que el flequillo le cayera sobre los ojos. Bajó el volumen de los dibujos animados y se reincorporó en el asiento, con las piernas cruzadas—. ¿Te vas mañana?

—Ajá.

Me senté en la mesa frente a él, a tiempo de verle poner una mueca triste. Dejé la cuchara en el aire y ladeé la cabeza.

—¿Y esa cara, feo? ¿Estás bien? —pregunté.

Él levantó la barbilla e hinchó el pecho, como si eso le hiciera crecer.

—No quiero que vayas a la cárcel, Lei —confesó mientras se deshinchaba como un globo de helio—. Hay gente peligrosa.

Ladeé la cabeza y le miré con ternura.

—Y fuera también.

mansion

Azahara

No sé cuántos días pasé en la celda de aislamiento. Había contado los amaneceres, pero el número no coincidía con las bandejas sucias que se acumulaban en una esquina de la habitación. Las sábanas que había utilizado para limpiar seguían empapadas y arrugadas en el suelo. Me pasaba las horas escribiendo cartas invisibles en mi cabeza. Cartas a Gabi y a Esmeralda. Cartas a Hugo. Cartas a Dios. Pero sobre todo, cartas a Beth.

Sobrevivo por ti, nos protejo por ti. Todo esto es por ti. Aguantaré por ti.

El sudor hacía que el flequillo se me pegara a la frente y llevaba tanto tiempo sin fumar que sentía que iba a estallarme la cabeza. Me había hecho heridas en los labios de tanto morderlos y las costras de mis nudillos no dejaban de sangrar; había intentado hacerme oír, pero para los funcionarios no era más que una sombra.

Me estremecí en cuanto abrieron la puerta de la celda, como un perro que sabe que van a zurrarle. Esperé con los ojos cerrados la sacudida del funcionario que me obligaría a erguirme. En su lugar, un carraspeo me hizo levantar la cabeza.

Don Pedro me esperaba en el umbral de la puerta, jugando con las llaves en una mano y pasando el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Ver cómo me miraba casi me hizo llorar.

—Don Pedro —murmuré. Mi voz me sonó extraña, ronca—. Es… ¿Toca ya patio? Juraría que…

Él no me dejó hablar:

—Hora de volver al módulo, Azahara.

Me puse de pie con dificultad, tambaleante. Parecía que las paredes de la celda se encogían cada día un poco más.

—¿Es en serio? —Tuve que sujetarme al marco de la puerta para mantenerme erguida. Don Pedro asintió.

—Venga, sal. La niña se muere por verte y no creo que me perdone si llegamos dos minutos tarde.

Casi consiguió arrancarme una sonrisa. Casi.

mansion

Estaba tan mareada que tuve que apoyarme en el hombro de don Pedro para no caer, a pesar de los carraspeos y las miradas asesinas que lanzaron los funcionarios al otro lado de la garita. Llevaba tanto tiempo sin ser capaz de dar más de cuatro pasos hacia delante que ahora los pasillos de la cárcel me parecían laberintos. El blanco de las paredes era más potente y el contraste con los colores de los barrotes y los dibujos de las paredes me aturdía. Era demasiado color, demasiada luz. No lo recordaba tan intenso.

Don Pedro no dijo nada mientras me acompañaba de vuelta al módulo. Saludó a los funcionarios que nos cruzábamos con una inclinación de la cabeza y abrió las puertas del módulo 22 sin mirarme. Ahí dentro hacía todavía más calor.

Echó un vistazo a su reloj de muñeca.

—Justo a la hora del patio. ¿Estás bien, Azahara? —Qué ironía de pregunta. A veces me costaba creer que las palabras de don Pedro fueran sinceras—. ¿Quieres que llame a Patricia para que compres algo en el economato?

—Sólo quiero ver a Beth.

El sol de la tarde llenaba el patio; no había ni una sola esquina con sombra. Los muros de hormigón que nos rodeaban sólo aumentaban la sensación de estar atrapadas en el interior de un horno. Un horno con columpios y toboganes, con un par de motos de plástico desperdigadas y el suelo acolchado con piezas de puzle de gomaespuma. En el centro, tirándose por la curva del tobogán sujeta a la mano de Gabi, Beth reía; su risa fue todo lo que necesité para que se rompieran los muros que yo misma había levantado en la celda. Los que me hacían sentir inhumana, vacía, rota. Los que hacían que pasara las horas deseando sentir algo. Con Beth, cada momento era vida.

Llegó al suelo despacio, con cuidado de no caerse de culo. Gabi se agachó para ayudarla a levantarse, sujetando su vientre con una mano. Entonces Beth me vio y, con la sonrisa intacta, alzó la cabecita y se apartó el pelo que le caía por la frente. Las dos diminutas coletas que llevaba se le deshicieron en cuanto trotó en mi dirección. Sus ojitos se achinaron y su sonrisa se agrandó. Extendió los brazos como si pudiera abrazar al mundo.

—¡Mami!

No supe de dónde saqué las fuerzas para ir hacia ella. Me puse de cuclillas frente al tobogán y dejé que me abrazara, que hundiera su pequeño cuerpo en mi pecho y se agarrara a mí como si quisiera llegar hasta mi corazón. Ella no lloraba, sólo reía. Siempre reía. Cuando no miraba, me aparté las lágrimas para evitar preguntas.

—Hola, mi amor. —Tragué saliva y la apreté más contra mí. Cuando se separó, tenía las mejillas todavía más coloradas—. Te he echado mucho de menos.

Cogí su carita entre mis manos, como si quisiera asegurarme de que mi pequeña seguía siendo la niña que había dejado atrás antes de que me encerraran. La misma piel morena, los mismos rizos castaños y los mismos ojos ámbar que parecían el reflejo de los míos. Esmeralda le había prestado una de sus camisas de tirantes, que ahora arrastraba por el suelo como si fuera un vestido. Iba descalza, como siempre, con las manos y los pies llenos de polvo. Apreté los labios al ver un pequeño moratón en su rodilla.

—¿Y eso, Beth? ¿Te has hecho pupa?

Ella parpadeó y miró hacia abajo. Se metió una mano en la boca mientras señalaba el parque con la otra.

—La niña, que no se está quieta ni un segundo. Igualita que tú, nena.

Giré la cabeza al oír la voz de Esme, que estaba sentada en una esquina del patio con Toni aupado junto a su cadera. Madre e hijo lucían ese moreno que sólo se gana al pasar horas al sol con la ropa pegada a la piel, incapaz de refugiarte. La gitana se puso en pie y dejó al niño en el suelo antes de acercarse a mí, moviendo las caderas con las manos en jarras y una de esas sonrisas que nunca pensé que encontraría en la cárcel.

Fui directa a abrazarla. Hundí la cara en su melena.

—Muchísimas gracias por cuidar de la niña, Esme —murmuré. Sólo cuando se separó para cogerme de los codos me di cuenta del cansancio que arrastraba—. Dime cuánto te debo. Tengo un par de cajas de tabaco en el chabolo, unos zumos o…

Ella le quitó importancia con un movimiento de la mano.

—Venga, amor, no me vengas con tonterías. Tú habrías hecho lo mismo por mi niño. Además, la preñá me ha echado una mano.

Gabi se unió a nosotras y me pasó un brazo por detrás de la espalda. Se encogió de hombros.

—Así cojo práctica.

Sentí un nudo en la garganta al verlas a las dos a mi vera, con Beth abrazándome los talones y el pequeño Toni cantando y riendo a nuestro alrededor. Todo estaba igual que antes, como si el tiempo no hubiera pasado. Los días en el módulo solían ser así: bucles, repeticiones, rutinas. Pero una parte de mí temía que al volver nada fuera igual. Que Gabi hubiera parido, aunque aún le quedaran un par de meses para salir de cuentas, y en enfermería no hubieran sido capaces de llevarla al hospital a tiempo.

Conocía el miedo de ser madre joven, de verse en un cuerpo demasiado pequeño y débil como para dar vida. El día que Gabi llegó, perdida y sola, le prometí que, si nos lo permitían, estaría cogiéndole de la mano en todo momento. Ni siquiera el padre del niño tendría ese honor. Y Gabi tampoco quería dárselo.

También temía volver al módulo y que Esme se hubiera olvidado de mí, que hubiera decidido que a sus cuarenta y pico años ya era suficiente con cuidar a un crío como para encargarse también de mi hija. Pero, sobre todo, temía volver y que Beth hubiera crecido. Pronto cumpliría los tres años y mi mente se debatía entre querer que pasara el tiempo para acabar con la condena y querer detenerlo para mantenerla a mi lado.

—Eso sí, bonita —dijo Esme mientras me daba una palmada en el brazo—, haznos un favor a todas y no vuelvas a hacer la tontería que te llevó a aislamiento, ¿me oyes? ¿Se puede saber qué se te pasó por la cabeza?

Los recuerdos de aquel vis a vis estaban cada vez más difuminados, como si la rabia y el dolor los hubiera deformado.

—Era… Es Hugo. —Dejé caer los hombros, cansada. Gabi me acarició la espalda.

—Eso ya lo sabíamos. Pero las compis ya estaban diciendo que lo habías matado y que te iban a caer por lo menos diez tacos más.

—Por Dios, no.

—Ya, pero lo harías si tuvieras la oportunidad, ¿o no? —espetó Esmeralda. Adoptaba muy bien el papel de madre del grupo, cuando quería. Después de cinco hijos, experiencia le sobraba—. Te recuerdo que fuiste tú quien aceptó ese vis a vis con él.

—Y parecías bastante ilusionada, de hecho —comentó Gabi.

—¿Y bien? —inquirió Esme—. ¿Qué coño pasó ahí dentro para que te llevaran a aislamiento? Nos diste un susto de muerte, nena.

Abrí la boca para contestar, pero no encontré ninguna respuesta sincera. No lo sabía. Mi relación con Hugo se basaba siempre en impulsos, en ver quién podía más, quién aguantaba más. Quién quería más, quién dominaba más.

Quizás aquella tarde quise demostrarle que yo también podía dar más de mí. Quizá llevaba con las manos en el gatillo demasiado tiempo y no me atrevía a apretarlo. Quizá tenía miedo. Quizá creía que era un sueño más.

No lo sabía.

Me encogí de hombros. Esmeralda resopló y puso los ojos en blanco, pero no insistió. En el fondo ella también sabía que allí no había secretos, que los rumores corrían todavía más rápido que en la calle, hasta que llegaba un punto en el que no sabías qué era mentira y qué era verdad. Tampoco importaba. Por eso a veces lo mejor era guardar silencio.

—Has tenido suerte, Azahara. —Gabi, Esme y yo nos giramos a la vez hacia la entrada del patio, desde donde don Pedro nos miraba con los brazos cruzados—. Un parte más y podrías despedirte de la escuela de verano. Esta tarde pasarán la lista para apuntarse.

El rostro de Gabi se iluminó como una vela.

—Dios, por fin.

—¿Escuela de verano? —pregunté.

—Unos voluntarios vienen durante el mes a hacer actividades con nosotros, fuera del módulo —contestó Gabi—. El año pasado hasta hicieron una guerra de agua una tarde. Tú estabas, ¿verdad, Esme? Tuvo que ser una pasada.

Por la mueca que hizo don Pedro, supuse que a los funcionarios no les hizo tanta gracia.

—Tú estabas todavía en preventivos —añadió, mirándome—. Ahora tienes la oportunidad de apuntarte, de modo que ya sabes: ni un solo parte más.

—Vamos, don Pedro, si sabe que Azahara es un trocito de pan. —Esme me pellizcó la mejilla como si fuera una niña pequeña—. Y este verano no pienso dejar que os quedéis chapadas en el chabolo, así que más os vale ser buenas, ¿eh?

—Habló la reina del patio —dijo Gabi, poniendo los ojos en blanco. Esme soltó una carcajada.

«No harías daño ni a una mosca —la voz de Hugo retumbó en mi cabeza, intrusa—. No te atreverías. Eres demasiado buena, Azahara. Demasiado buena. Demasiado frágil. Demasiado débil. Yo me encargaré de todo».

La mano de Beth, que estiraba mi camisa, hizo que volviera a la realidad. Me miraba desde abajo, con el rostro acalorado y el pelo revuelto. Señaló el tobogán.

—Ahora voy, cariño.

Eché una última mirada a don Pedro antes de coger la manita de Beth. A pesar de la culpa y del cansancio, tenía que recordar que luchaba por ella. Que todo lo que hacía era por ella. No podía arriesgarme a volver a la celda de aislamiento. No me permitiría pasar ni un sólo día lejos de mi niña.

La cuenta atrás ya era suficiente castigo.

—Seremos buenas, don Pedro. Prometido.

mansion

Azahara

Día trescientos ochenta y dos en prisión. Beth tiene dos años y once meses. Es cada día más curiosa, como su madre, y cada día más preciosa, como su padre. Ahora le ha dado por preguntar el porqué de las cosas. Por qué me voy cada mañana o por qué cambia el color de los lápices cuando los mezcla en el papel. Pregunta el nombre de todo, también. Ayer aprendió la palabra «torre». Me llevó hasta los dibujos de las paredes del patio y preguntó por todos ellos. Ciervo. Árbol. Oso. Arcoíris. Pero no pregunta ni por su padre ni por sus abuelos. Después de todo, ellos tampoco preguntan por ella. Sólo somos nosotras dos. Siempre seremos nosotras dos.

También aprendió la palabra «concertina». Y todavía no recuerda haber visto nunca un árbol de verdad. Era demasiado pequeña… Para Beth la calle no existe. Y quizás es lo mejor. Quizás así no le duele todo lo que he tenido que quitarle.

También está aprendiendo a vestirse sola, aunque sigue necesitando mi ayuda porque acaba metiéndose las mangas por la cabeza. El otro día probó el melocotón y le encantó. Últimamente me pide más, pero no sé cómo decirle que no puedo dárselo. No depende de mí…

Si fuera por mí, Beth probaría cada día una fruta distinta, pasearía por los parques y se revolcaría por el césped. Se llenaría las manos de pintura y no de polvo. La llevaría con vestidos largos y camisas de Ladybug, su serie favorita. Le compraría cuentos que leerle cada noche para no tener que inventármelos siempre; cada vez me cuesta más buscar finales felices.

Pero esta es toda la vida que puedo darle.

—¡Recuento!

Los golpes hicieron que me sobresaltara y que Beth se removiera en su cuna. Antes de que me diera tiempo a incorporarme, el funcionario ya estaba dentro del chabolo. Echó una mirada a la habitación, apartando la puerta con tanta fuerza que arrastró uno de los juguetes de Beth por el suelo. El ruido hizo que la pequeña comenzara a llorar.

—¿Despierta tan temprano?

No era don Pedro quien llevaba el recuento, sino don Francisco, conocido por ser uno de esos funcionarios con los que era mejor no cruzarse. Me miró con los ojos entrecerrados, cargado de sospecha, como si acabara de descubrirme rompiendo los barrotes de la ventana.

—Estaba escribiendo —expliqué. El manojo de papeles, la mayoría instancias que utilizaba como diario, descansaba con inocencia sobre la mesa.

—Ya. —Don Francisco levantó el portapapeles y tachó nuestro nombre de la lista—. Haz el favor de callar a la cría.

«Si está así es por su culpa», pensé. Pero me contuve. Saqué a Beth de la cuna y la mecí en mis brazos hasta que se calmó. Ella se aferró con fuerza a mi camisa y hundió la carita en mi pecho.

El portazo hizo eco en el chabolo; Beth se estremeció en mis brazos y volvió a llorar. Le di un beso en la frente, sin dejar de mecerla.

—Tranquila, mi amor, ya está…

Aun con la puerta cerrada, la voz de don Francisco y los golpes en las celdas continuas se hicieron oír por encima de mis palabras. El bullicio propio de las primeras horas de la mañana se intensificó.

Las mujeres del módulo de madres teníamos media hora para lavarnos en un diminuto plato de ducha, en la esquina de la habitación, con un ojo en el gel que esperábamos que nadie hubiera robado y otro en el niño que nos miraba desde el suelo. Luego tocaba alimentarlo con la leche del economato —aunque muchas tenían la suerte de que sus niños seguían mamando y podían permitirse el lujo de gastar dinero en otras cosas— que nos traían la tarde anterior y que debía bastar para darle de comer durante veinticuatro horas. No era de extrañar que la mayoría de nosotras aprovechara el desayuno y la comida para llenarse las manos de sobras. Solía rezar para que aquel día la leche no estuviera pasada; si Beth se ponía enferma, no habría ningún pediatra que la viera.

Salí de la ducha y fui directa a por la leche del día anterior. Empezaba la carrera a contrarreloj de todas las mañanas: vestir a la niña primero, con el pelo goteando y encharcando el suelo; darle la leche, animándola a beber, e ignorándola o tratando de hacerla reír cuando me pidiera algo más; llenarla de besos; oír su risa; recoger sus juguetes; vestirme; hacer la cama; cogerla en brazos; salir de la celda; saludar a las internas que cruzaban el pasillo con los bebés en brazos o los bombos al descubierto, y acelerar el paso. Era un milagro si después de media hora llegaba al desayuno. Así diferenciábamos a las recién llegadas de las veteranas: nosotras sabíamos cómo ser más ágiles, cómo llegar a tiempo… Y, en los peores casos, sabíamos cómo hacer que nuestros hijos no notaran nada cuando pasábamos días sin desayunar.

Bajé a la guardería, junto a la entrada. Una de las funcionarias esperaba en el umbral de la puerta y seguía a los niños con la mirada. A través de los barrotes se veía una sala con las paredes verdes y el suelo de colores, repleta de muebles de plástico y un par de juguetes. No les llegaba la luz del sol; los niños crecían bajo el foco azul y frío de las lámparas.

Aquella mañana caí en la cuenta de que Beth parecía la mayor de los niños. Toni todavía gateaba. A Miguel no le habían salido los dientes. Y todo el mundo sabía que Saray sólo tenía unos meses menos que Beth. Sentí un nudo en el estómago con el abrazo de despedida de aquel día.

La puerta se cerró tras ella. Trescientos ochenta y dos días y todavía me dolía verla a través de las rejas.

mansion

Admiraba a la funcionaria que se encargaba de los talleres por su capacidad para seguir dando clase a pesar de las interrupciones, los murmullos y las risas. Desde mi mesa, apreté los puños y me centré en la voz de doña Ángeles, pero no conseguía ignorar el barullo. Eran peores que los mosquitos que te zumbaban en el oído noche tras noche.

—¿Queréis callaros? —espeté, apoyando el brazo en el respaldo de la silla para girarme—. Joder, se supone que si estáis en los talleres es para hacer algo de provecho.

El brote de voces se cortó en seco, pero enseguida le siguieron las miradas asesinas. Noté la mano de Gabi en mi hombro.

—Pasa de ellas, Aza. —Respiró hondo y me dedicó una sonrisa, sin atreverse a mirar atrás—. Llevan meses así. Si no han cambiado hasta ahora, no van a cambiar hoy.

Las chicas rieron y siguieron hablando en el mismo momento en el que me di la vuelta, no sin antes despedirse de mí con un «¡puta!».

—Por cosas más suaves me han puesto partes, joder. —Me crucé de brazos y me dejé resbalar por la silla.

Estábamos en una de las clases más pequeñas del módulo, con el mismo mobiliario que debían usar los alumnos de primaria y ni un mísero ventilador para librarnos del calor. Las ventanas estaban abiertas de par en par, de cara al patio, pero a través de las rejas no corría el aire. Aún me preguntaba cómo Gabi podía soportar un embarazo así. Aunque ella ya lo había repetido muchas veces: todo era más soportable que pasar otro día en el módulo 17. No quería imaginar las desgracias por las que habría pasado para pensar así.

Ahora estaba mucho menos cansada y mucho más hinchada que el día que llegó. Mucho más animada y mucho menos desesperada. El pelo, lacio y oscuro, le caía a ambos lados de la cara y por encima del pecho, como hojas de sauce. Me dio un apretón suave en el brazo antes de volver la cabeza al frente. Entonces empezó a acariciar su vientre, casi inconscientemente, con la mirada fija en la pizarra. Sus dedos parecían bailar sobre la tela, gráciles, suaves.

—Tengáis la edad que tengáis, vuestro cuerpo es mucho más joven que vosotras. —Aquella frase me hizo girar de nuevo hacia la pizarra. La profesora estaba deshaciendo el dibujo de una célula con el borrador, casi a golpes, provocando que el polvo de tiza se levantara como si fuera niebla—. Ya hemos visto que las células también mueren. Las células de nuestro cuerpo, nuestra piel, nuestro pelo y cada uno de nuestros órganos no son la excepción. Se cree que la edad media de las células es de unos siete a diez años, pero están constantemente renovándose.

—¿Eso es que cada diez años tenemos un cuerpo nuevo, profe? —preguntó Vanesa desde su asiento en la primera fila.

—Algo así.

A mi lado, Gabi trazó una sonrisa.

—Si Esme estuviera aquí —murmuró—, sería la primera en quejarse.

—¿Por?

Su sonrisa se transformó en una pequeña carcajada que hizo temblar todo su cuerpo.

—Oh, venga ya. —Puso los ojos en blanco—. ¿No te la imaginas? «Dios de mi vida, si se me va a renovar la piel, ya se me podría quedar como nueva de verdad».

Sacudí la cabeza, incapaz de sonreír. Gabi había clavado la voz potente de Esme, con acento incluido. Casi me la pude imaginar a nuestro lado, con el pelo recogido en un moño, los pantalones arremangados y la barriga al aire, abanicándose con la palma de su mano.

La funcionaria siguió la clase y las pocas internas que atendían se inclinaron sobre los pupitres para anotar las funciones de la célula. Cogí el lápiz, pero mi mente vagaba mucho más lejos.

No podía dejar de darle vueltas a aquella idea.

Dentro de siete años, mi cuerpo ya no será mi cuerpo, mis células serán otras. Será un cuerpo nuevo, una copia, un fantasma de quien soy hoy. La piel que me contiene se renovará. Sólo tengo que esperar siete años. Aunque quizá la cuenta atrás ha empezado mucho antes.

Quiero que el tiempo pase rápido y también quiero detenerlo. Quiero que Beth permanezca a mi lado y quiero reunirme con Hugo, fingir que nada de esto ha pasado. Que no hemos cambiado, que no nos hemos hecho daño, que todo está bien. Quiero volver atrás. Quiero congelar este segundo. Quiero correr al mañana.

Quiero romper los días del calendario para que pasen cinco años, diez meses y catorce días hasta que este cuerpo deje de ser el mismo que utilizaste. Hasta que estas manos dejen de ser las mismas que llenaste de sangre.

Pero estoy cansada de contar. De contar hacia delante los días aquí y hacia atrás los días con Beth. De contar las veces que te he perdonado y las veces que el dolor me ha hecho odiarte. Estoy cansada de esconder estas cartas y no ser capaz de mandártelas por miedo a que sea lo último que escriba.

Estoy cansada de contar, porque no habrá tiempo suficiente para borrar las pesadillas que me regalaste.

Sonó el timbre que avisaba del fin de la clase y las chicas de atrás se levantaron sin esperar a que la profesora acabara. Me quedé mirando el papel, buscando las palabras que aún seguían atravesándome el alma.

—Aza, ¿todo bien? —Gabi me rozó el hombro. Me sobresalté.

Arranqué la última hoja de la libreta y la arrugué en mi mano, como si pudiera deshacer lo escrito. En la cárcel, los secretos se venden y el silencio salva.

—Todo bien —mentí. Como siempre.

mansion

Leire