© de la obra: Alba Quintas Garciandia, 2019

© de los detalles de capítulos: Alejandra Hg, 2019

© de las ilustraciones del final: Inma Moya, 2019

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: junio de 2019

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-30-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Esta va por mí

They are all innocent until proven guilty. But not me.

I am a liar until I am proven honest.

LOUISE O’NEILL:

Asking for It

LA VENGANZA DE ARIADNA

reina

Astrid

No me entero de que hace mucho que ha anochecido hasta que el revoloteo de los murciélagos me saca de la lectura.

Levanto la vista. El cielo está plagado de unas estrellas que se multiplicarán en unos minutos. Los grillos ya han comenzado a cantar. El pueblo está tan silencioso que puedo escucharlos sin problema. No se ve un alma andando por las calles, ni siquiera las dos o tres mujeres sentadas en su habitual banco de piedra tomándose la última bebida del día. Mi casa es de las más apartadas, también por ser una de las que más fincas anexas tiene, pero desde ella puedo ver la hilera de viviendas que sube hasta el punto más alto de la colina, la antigua iglesia. Los pocos vecinos que quedan deben de estar preparándose para acostarse. Es mi momento favorito del día.

Me levanto despacio de la hamaca en la que estaba leyendo, a la luz de la lámpara que alumbra mi porche, y me estiro. La brisa me acaricia la nuca. Empieza a hacer frío, pero la verdad es que no me importa. Ayuda a que me despeje.

El jardín se llena de murciélagos revoloteando en torbellino. Mi tía siempre evitaba salir al jardín de noche porque le daban mucho asco, pero a mí me encanta ver sus siluetas contra la luna.

Debería estar tranquila.

Pero, para variar, soy incapaz de relajarme.

Me giro y miro en la otra dirección, a la inmensa casa gris que se alza a mis espaldas. Bloques de granito, tejado de pizarra, verjas negras: típica casa de la zona de las montañas en la que estamos. Sabinia es un pueblo como otro cualquiera: muy pequeño, muy cerrado, sin casi habitantes fijos porque ya no se entiende su modo de vida.

«No sé qué vas a hacer allí sola durante tanto tiempo, Astrid. Allí no hay nada».

Lo que yo no sé es por qué tardé tanto en venirme.

Sé que la casa parece enorme y desolada para una chica sola. La mayoría de sus habitaciones están cerradas, las persianas bajadas para que entre la menor cantidad posible de insectos de la finca. El piso de arriba no lo piso nunca, me conformo con el bajo y el intermedio. Podría alojar a veinte personas distintas en la casa, pero vine buscando la soledad. Me basta con la compañía de mi gata gris, Fada. Me gusta la soledad. Mi escritura la necesita.

Si pienso así con veintiocho años, no quiero ni imaginarme cómo estaré cuando sea una abuelita. Probablemente retirada en una isla desierta.

He pasado demasiado tiempo peleando contra la persona que realmente soy como para ahora no darle lo que pide.

No me gusta estar tan reflexiva. No me gusta tener que pararme tanto a reflexionar, a respirar, a darle vueltas a todo, a analizar mis sentimientos. Si tuviera la capacidad de concentración necesaria, escribiría ocho horas al día, trabajaría, trabajaría, trabajaría. Hasta que pudiera sacar todo lo que me consumía en la ciudad y quedarme vacía. Pero supongo que no funciona así. Supongo que para liberarte de los miedos primero hay que comprenderlos.

Lo cual es una gran putada.

Por otro lado, aquí seguimos, ¿no es así?

Cojo el libro. Quizá leer a Virginia Woolf no sea lo más adecuado para frenar la introspección, pero necesito a personas a las que admirar, mujeres que me marquen el camino a seguir. Querer a Virginia sólo por sus palabras es fácil, muy fácil. Quiero contar historias como ella y tantas otras han hecho.

Claro que quizá no debería estar aquí fuera mirando las musarañas y podría ponerme a ello.

Pero antes necesito comer algo. Hace bastante que pasó mi hora de la cena y mi estómago empieza a quejarse.

Recojo la hamaca. Probablemente mañana la vuelva a usar, pero no quiero que ningún objeto del jardín delantero sirva de reclamo para que alguien salte la verja y se cuele. Es difícil tener que acordarse de todas estas rutinas derivadas del hecho de que no puedes confiar en nadie. Pero no tengo elección.

Doy una vuelta por todo el terreno que rodea la casa. En la parte delantera hay una parra llena de uvas que nadie toma y un sauce que quizá deberíamos plantearnos podar, porque sus ramas amenazan con colarse un día por las ventanas. A un lado hay una finca bastante grande, presidida por un cabaceiro, de patatas, por supuesto. Me extraña que mi padre no haya llamado preguntando si estaría dispuesta a recogerlas yo.

En la parte de atrás, el césped crece de forma salvaje. Hay un lavadero de piedra antiguo y un pozo que hace mucho que está tapiado y sin agua. Los adoquines desaparecen aquí para dar paso a un sendero pedregoso y lleno de musgo. Me encanta este terreno trasero porque desde él puedo contemplar todo el paisaje de la comarca, sin cosas que me lo tapen, con las montañas a lo lejos. Ya han aparecido las primeras manchas de nieve en las cimas, lo cual me pone algo nerviosa. Les prometí a mis padres que en invierno volvería a casa, pero no sé si voy a poder cumplirlo.

O si voy a querer.

Acabo de dar la vuelta a la casa. No veo a Fada por ningún lado. Sospecho que se habrá ido a dormir antes que yo misma. Por suerte, parece que todo está tan tranquilo como debería, y dejo que mis pensamientos vuelen a otra parte. Primero, cenar. Después, escribir, aunque eso signifique acostarme de madrugada. Tengo que acabar el capítulo en el que estoy o la sensación de que no me esfuerzo lo suficiente podrá conmigo.

Estoy a punto de entrar cuando, por el rabillo del ojo, algo capta mi atención.

Alguien recorre el camino que va desde la puerta de mi casa hasta el pueblo.

Dudo. Este es un camino de gravilla que sólo lleva hasta aquí y más allá se adentra en el bosque. Pero no tiene ningún sentido meterse entre los árboles al anochecer. Nunca he visto a nadie del pueblo haciéndolo.

Y si viene a mi casa…, hay muy pocas probabilidades de que sus intenciones sean buenas. Podría enfrentarme a él, porque estoy harta de encontrarme pintadas y demás destrozos en las rejas, pero sé que estando sola debería buscarme los mínimos problemas posibles.

Dejo de dudar cuando veo que la persona se dobla sobre sí misma y suelta un grito ahogado.

Abro la verja lo más rápido que puedo y corro hacia ella.

No puedo distinguirla bien por la oscuridad, pero se trata de una chica, diría que más joven que yo. Ni la he visto ni creo que sea de aquí: estoy segura de que en esta época del año no hay nadie tan joven en Sabinia.

Está llorando desconsolada, encogida.

—¿Qué ocurre?

No reacciona. Sus sollozos se vuelven más fuertes y su respiración más irregular. Estoy asustada, pero quiero creer que mis ojos no me engañan y que no está herida. Que sé lo que es esto: un ataque de ansiedad.

No responde a nada, así que por pura fuerza le despego los brazos y la obligo a enderezarse. Tiene los músculos en tensión, pero al menos así consigo que abra los ojos, enmarcados por unas gafas de pasta, y que mire hacia mí. El maquillaje corrido y las lágrimas los enmarcan. Una sombra demasiado oscura los recorre.

No sé dónde está esta chica, pero, desde luego, no aquí.

Le cojo las dos manos.

—Apriétamelos —le digo con voz firme —. Todo lo fuerte que puedas.

Por su rostro sería imposible saber si me ha escuchado, pero comienzo a notar la presión en mis dedos. A los pocos segundos me los está machacando. No la suelto. Sé que es importante.

Cuando se detiene, toda su tensión muscular se ha reducido considerablemente. Sigue sollozando, pero mucho más calmada. Y mira hacia el punto en el que nuestras manos se unen. Las ve.

Ya está conmigo.

Dándole el tiempo para que se aparte si le incomodo, la abrazo. Ella duda un momento, pero al final también me rodea con los brazos y esconde la cabeza en mi pecho. Sigue llorando. Dejo que se vacíe, que lo suelte todo.

No tengo ni idea de quién puede ser ni de qué le ha ocurrido.

Su cabello castaño me acaricia la mejilla y yo, sin pararme a pensar, lo beso con dulzura. Quizá me esté tomando demasiadas confianzas. O quizá todo lo contrario, no esté haciendo lo suficiente. Pero ahora soy yo la que debería saber cómo actuar, ¿verdad?

Me aparto suavemente. Ella levanta la cabeza para mirarme.

—¿Puedes respirar mejor?

Asiente.

Le limpio las mejillas llenas de lágrimas con las manos, intentando transmitirle con los ojos toda la calidez de la que soy capaz. Que es mucha. Demasiada, por lo general. Pero ahora puede que sea necesaria.

—¿Cómo te llamas?

Ella suspira antes de responder en voz baja:

—Martina.

Le pega.

—Yo soy Astrid.

Ahora que está frente a mí, puedo verla mejor. Es mucho más bajita que yo y, sin duda, más joven. Tiene un arañazo en una mejilla que, por suerte, parece que ha dejado de sangrar. Lo que me llama la atención es su vestimenta, claramente de fiesta. Esta chica iba a salir. No hay duda.

—¿Eres de por aquí, Martina? —pregunto, aunque sé la respuesta.

Negativa de cabeza.

—¿Vienes a ver a alguien?

Esta negativa me sorprende más. ¿Qué hace una chica tan joven sola en un lugar tan apartado como Sabinia?

—Entonces, ¿qué haces aquí?

Rompe a llorar de nuevo.

No sé qué hacer. No parece que por ahora pueda contarme algo más, pero si no lo hace es imposible que pueda ayudarla. Y lo único que sé es que quiero ayudarla.

Sería estúpido incluso preguntarme el porqué.

Le vuelvo a coger las manos. Están heladas.

—Vamos a mi casa —digo, rezando por que me oiga—. Te hago la cena y puedes quedarte todo el tiempo que necesites para calmarte.

Ella niega con la cabeza, pero me mira.

—Sólo quiero dormir —me responde.

Dormir con la esperanza de que al día siguiente todo sea mejor.

Puedo entender eso.

—Pues dormiremos.

Echamos a andar hacia mi casa. Pese a que Martina solloza de vez en cuando, agarra mi mano. Yo se la aprieto para que entienda que estoy con ella. Que no va a ocurrirle nada malo.

El corte en la mejilla, aunque sutil, me deja algunos interrogantes que por el momento no quiero responder.

Abro la puerta sin soltarle la mano y recorro el pasillo en dirección al piso de arriba con determinación. Es tarde para reparar en que una casa tan grande y antigua, llena de muebles de madera y motivos religiosos, no es el ambiente más tranquilizador del mundo. Yo estoy acostumbrada a ella, pero quizás a Martina le inquiete.

La llevo al dormitorio que está justo al lado de la sala que uso como despacho. Ambas son las habitaciones más luminosas de la casa, y de las pocas que tengo abiertas y habilitadas. Esta apenas tiene un armario antiguo, dos mesillas y una cama de matrimonio con cabecero de madera, pero no necesitamos mucho más.

Dejo que se siente en la cama. Su melena cae a ambos lados del rostro, ocultándoselo. Se ha calmado. O, mejor dicho, el dolor la ha dejado vacía.

No creo que pueda contarme qué le ocurre. No ahora.

Por si acaso, me cercioro:

—¿Quieres pasar aquí la noche?

Me mira. Por una vez hay algo más que tristeza en sus ojos.

—Si no hay problema…

La voz de Martina es suave, cargada de matices, sin fuerzas ahora, pero bonita.

Sé que debería dejar de buscar secretos que no existen en las voces del resto. Pero es uno de los rasgos que más me gusta estudiar de las personas.

Le sonrío y le agarro una mano, el gesto más cercano que me atrevo a tener con ella. Parece que no le incomoda, de lo cual me alegro. Sé que cualquier otra persona pensaría que estoy siendo demasiado confiada, que llevo demasiado tiempo sola, que no sé nada de esta chica. Y quizá tuviera razón. Pero ni siquiera yo aguanto desconfiando de todo y de todos durante mucho tiempo.

—Puedes quedarte. Aquí sólo estoy yo, así que agradezco la compañía —le digo—. Voy a bajar a por algo de cena y una infusión. ¿Quieres tú algo de comer?

Ella duda.

—¿Tienes Orfidal?

Tengo algo bastante más fuerte que el Orfidal, pero por suerte hace mucho que no lo tomo. Y no quiero que ella entre en el oscuro mundo de los ansiolíticos, ni aunque posiblemente le fueran a venir bien. Sé lo adictivos que pueden resultar en malas rachas.

—Sólo una valeriana —miento—. ¿Estarás bien si te dejo aquí sola unos minutos?

Martina asiente y yo me levanto, dejando la puerta abierta a mis espaldas.

La mesa del despacho con mi manuscrito es una llamada que en este instante no puedo atender.

En la cocina me preparo un sándwich con lo primero que pillo mientras caliento agua en una olla. La civilización no ha llegado a nuestra casa de Sabinia: ni vitrocerámica ni microondas, sólo un par de fogones de gas que algún día me van a dar un susto. Pero no he conseguido que mi familia me deje reformar un poco la cocina. Dicen que yo de eso no sé. Lo dicen muy a menudo, la verdad.

Echo las bolsitas de valeriana en sus respectivas tazas, lo preparo todo en una bandeja y vuelvo a subir.

Martina debe de haber pasado por el baño, porque me recibe con la cara limpia de maquillaje y el pelo recogido. Sus ojos no tienen luz. Ha llegado a ese momento de total agotamiento psicológico.

Se sienta en el lado de la cama que está pegado a la pared. Yo, después de dudar un segundo, me siento a su lado.

—¿Puedo hacer algo más?

Ojalá diga que sí.

Pero niega con la cabeza.

Como sigilosamente mientras ella se termina su infusión a sorbitos. Entre nosotras hay un silencio que me obligo a aguantar, por mucho que me incomode, porque sé que todas las preguntas que tengo en la cabeza sólo la incomodarían. Después de beber la valeriana se tumba en la cama.

—¿Quieres que me vaya y te deje dormir?

Su respuesta es apenas un susurro:

—Quiero dormir, pero si no te importa quedarte…

Tengo el estúpido impulso, ese que todavía no me he quitado, de avisarle de que soy lesbiana y de preguntarle si no le importa. Pero es ridículo y lo sé. Ecos de un pasado en el que me sentía culpable de ser quien soy.

—Puedo dormir aquí si lo prefieres —me ofrezco.

Acepta con expresión de alivio.

Bajo las luces al mínimo mientras ella se acomoda. Está tumbada en mi dirección.

Por eso sé cuándo vuelve a empezar a llorar, esta vez en silencio.

reina

Astrid

Despierto con las primeras luces del día. No puedo evitarlo. Mi cuerpo se ha acostumbrado a madrugar: me gusta el silencio del alba. Me gusta el aire fresco del jardín, el cielo con sus tonalidades grises, los primeros atisbos del rocío del invierno, las calles vacías.

Aunque no se puede decir que en mi vida haya habido mucho ruido últimamente.

Y hablando de ruidos…

Miro a mi derecha. Martina está profundamente dormida, hecha un ovillo, enredada con las mantas. A diferencia de ayer, su rostro transmite algo de paz. Sé que se durmió tarde, demasiado. Sé que ha llorado varias veces a lo largo de la noche. Sé que sus primeros sueños fueron agitados. Sé que yo me he despertado varias veces y me he girado para comprobar que estaba bien, que seguía a mi lado.

Hacía mucho tiempo que no dormía con una extraña. En realidad, hacía mucho tiempo que no dormía con más compañía que la de una gata. Lo cual supongo que dice mucho de mi vida.

Sé que no es el momento de pensar en esos términos. Necesito una ducha. Necesito un café. Necesito las horas de paz antes de que Martina despierte, escribir algo si mi concentración me deja, pero, sobre todo, necesito poner mi cabeza en orden. Porque ayer actué por instinto y no tuve tiempo de pensar en lo que estaba haciendo.

La vuelvo a mirar, inquieta.

Sigo creyendo que esta chica necesita ayuda.

Pero necesito saber por qué.

* * *

Hay algo en la escritura…

No sé explicarlo. Nunca he sabido muy bien qué responder a la pregunta de por qué escribes. El «por qué te dio por la escritura» con cara de incredulidad me provoca risas, pero cuando alguien sí desea saber, cuando preguntan de verdad…, me bloqueo. He oído mil y una respuestas de otros escritores a los que admiro; dicen que quieren mejorar el mundo, que quieren expresarse, que quieren enseñar algo o que desean que los quieran por sus historias. Para mí son todas ciertas y, a la vez, ninguna se acerca. Es demasiado personal. Es como si alguien con quien no tienes confianza te preguntara quién eres, queriendo conocer tu auténtica… ¿qué? ¿Alma, naturaleza, esencia? En mi caso, querer saber por qué escribo implica el mismo nivel de intimidad.

Por eso lo he abandonado todo por una novela.

La pregunta no es por qué escribir. La pregunta es cómo seguir adelante sin hacerlo. O si quiero descubrirlo.

Lo único que sé es que, cuando lo hago, el resto del mundo desaparece y de alguna manera… todo encaja. Todo está bien.

La salita que uso como despacho es de las más pequeñas de la casa, pero me gusta porque tiene mucha luz y unas vistas preciosas. Apenas está amueblada con un sofá cama y una mesa, lo que hasta agradezco. Cuantas menos cosas, menos oportunidad de distraerse. Solía ser también el «despacho» de mi padrino, pero, desde que comencé a escribir, lo compartimos.

Si la novela me gusta, puedo escribir durante horas, siempre y cuando tenga silencio.

Y La reina muda me apasiona. Ni los dos meses que llevo aquí con ella ni las horas trabajando en las trescientas páginas que ya tiene mi manuscrito han hecho que esa pasión se apague. Por todo ello quiero creer que es buena.

Coloco mis cuadernos con esquemas de la trama a un lado. Acerco los libros de referencia por si acaso, aunque hace semanas que no los consulto porque ya me conozco de memoria toda la información que usé para documentarme.

Abro el archivo en mi portátil.

Y comienzo a escribir.

* * *

He dejado la puerta abierta, así que, a pesar de haber conseguido concentrarme, veo a Martina salir de la habitación un par de horas más tarde.

—¡Estoy aquí! —le grito, resistiéndome todavía a levantarme—. Buenos días.

Se vuelve para mirarme. Puedo notar cómo toda la vergüenza y la cohibición que no hubo anoche entre nosotras aparece de repente. Ella se acerca despacio y se planta justo en el umbral de la puerta, como si el despacho fuera un lugar sagrado al que no puede entrar.

Bajo la tapa del portátil, rindiéndome. Esta chica necesita toda mi atención.

Si las interacciones sociales normales ya me cuestan, no sé qué posibilidades tengo ahora mismo de que algo salga bien.

—¿Qué tal estás?

Ella tarda bastante en contestar.

—Bien. Al menos conseguí dormir.

—¿Y qué quieres hacer?

Sé que a lo mejor la he fastidiado por cómo altera la expresión. Baja la mirada. Por su cabeza deben de estar pasando un millón de cosas y yo ahora mismo daría lo que fuera por que me contara una mínima parte. Pero no puedo preguntar tanto. Todavía no.

—No me malinterpretes. Por extraño que parezca, no voy a echarte si necesitas quedarte un poco más —intento tranquilizarla—. Pero si vas a quedarte…, necesito saber por qué. En su debido momento. ¿Lo entiendes?

Consigo lo que hasta entonces no había conseguido.

Una sonrisa.

—No soy una psicópata.

—Lo había supuesto —me río—, pero está bien tener la confirmación.

Me levanto, estirándome mientras me acerco a ella. Escribir me agarrota los músculos de la espalda, aunque nunca lo noto mientras lo hago. Es en las horas de después cuando lo paso mal.

—Voy a preparar algo de desayuno para las dos, ¿vale? Si quieres ducharte o lo que sea…, puedes coger lo que te haga falta de mi ropa. Está todo allí.

Señalo frente a nosotras. Mi habitación está justo al fondo del pasillo. Se reconoce por el desorden.

Ella asiente. Parece que va a irse, pero justo antes se gira una última vez hacia mí.

—Muchas gracias, Astrid.

Es sincera.

Por ahora, con eso me llega.

* * *

No sé qué le ha podido ocurrir a esta chica.

Pero, según pasa el día, se va apagando poco a poco.

Uno no sabe lo despacio que pasa el tiempo hasta que tiene que pensar constantemente en cómo rellenarlo. Es una de las grandes desventajas de la vida del escritor, o al menos de la mía. Cuando metes en la ecuación a otra persona que te contesta con monosílabos y que no parece tener ganas de hacer nada, el tema se vuelve crítico.

Y a pesar de todo, sé que no quiere quedarse sola porque me sigue a todas partes. Siempre en silencio y a cierta distancia, pero me sigue. Desayuna y come conmigo. Me pide otro libro cuando ve que me pongo a leer. Incluso me observa hacer mi tanda de ejercicios desde uno de los sillones. Menos mal que he escrito por la mañana, porque hoy me hubiera resultado imposible. Con esos ojos clavados permanentemente en una, es imposible concentrarse.

Cuando anochece, nos sentamos en el salón de la planta baja, una sala enorme, de muebles oscuros y lámparas de araña. Es demasiado señorial para resultar cómoda o útil y se nota que nadie la ha utilizado mucho desde que mi abuelo construyó esta casa. Pero es la única estancia que tiene una televisión decente y mi idea era poner alguna serie en Netflix de fondo y cenar en los sillones. Almorzar en el comedor sin apenas pronunciar palabra ha sido incómodo para las dos y quiero evitar esa atmósfera.

Pero, cuando Martina se sienta en una de las butacas de piel marrón, su expresión ha cambiado. Las sombras de sus ojos han terminado por extenderse, como una mancha a la que nada ni nadie detiene.

Yo quiero pararla.

—¿Estás segura de que no soy una carga para ti?

Esa primera pregunta me descoloca. Estoy sentada en el suelo, arrancando el portátil junto al mueble de la televisión.

—¿Por qué dices eso?

—Porque no lo entiendo —responde ella—. No me conoces de nada.

No sé si el pesimismo ha acabado por invadirla u ocurre algo más. Me levanto y me acomodo en el sillón de al lado con las piernas cruzadas.

—En lo de no conocernos estamos en las mismas —le señalo con voz suave—. Tienes que entender que, para mí, ayudar a alguien como tú no supone ninguna molestia. Lo único es que… no sé cómo hacerlo.

Me mira. Sus ojos son marrones y ahora mismo están muy abiertos detrás de las gafas de pasta. Lleva el pelo castaño claro recogido en un moño muy despeinado. Mi ropa le queda algo grande y en ella parece fuera de lugar.

«No hace falta que tu apariencia también diga que eres lesbiana, Astrid. ¿Por qué vosotras siempre tenéis que gritarlo a los cuatro vientos?».

No sé, mamá. No sabía que tenía que haber razones detrás de mi corte de pelo o de mis camisetas anchas con las mangas cortadas.

—¿Por qué estás aquí sola?

La voz de Martina me saca de mis pensamientos. Por suerte, porque estaba a punto de empezar otra discusión imaginaria con mi madre.

—Esta casa pertenece a mi familia —digo, no muy segura de por dónde empezar. No es como si la historia de mi familia y lo que implica pertenecer a ella se pudiera contar en un minuto—. Vivía con mis padres en Madrid, pero hace dos meses les pedí mudarme aquí para terminar mi novela. Ellos protestaron mucho —Astrid, ¿por qué le estás contando tanto?—, pero al final negociamos que me podía quedar si pagaba yo todos los gastos y si regresaba a casa en Navidad.

Ella asiente en silencio, mirándome fijamente. Parece repasar cada palabra que he dicho.

—¿Eres escritora, entonces?

—Sí. Me temo que es lo más interesante que puedo contarte sobre mí.

—¿Y llevas aquí sola dos meses? ¿Te vienen a ver tus padres?

«Tú sabrás lo que haces, Astrid».

—Ellos tienen la puerta abierta —intento evitar esa nota amarga de mi voz, pero no puedo—, aunque todavía no han querido atravesarla. De modo que sí, casi siempre estoy aquí sola. La única que está conmigo es mi gata, Fada. Es la mancha gris que cruza de vez en cuando el jardín porque ha visto algún pájaro con el que meterse.

Podría explicarle que en parte fue lo que pedí, estar sola, y en parte me duele que para ellos eso fuera fácil de aceptar, que ni siquiera protestaran mucho. A ellos lo que no les gustaba era que abriese la casa o comprender que en el pueblo iban a cotillear más acerca de la familia por mi situación. Que yo me vaya… me figuro que hasta les supondrá un alivio.

Una lesbiana con mala relación con su familia.

Y eso que odio los tópicos.

—No sé si lo que te he contado te ayuda a verlo, pero no, no eres una molestia —me apresuro a añadir—. Hagas lo que hagas, no vas a serlo.

Nos quedamos en silencio unos instantes. Supongo que se pregunta qué tipo de persona soy, si la ayuda que ofrezco es sincera, si puede confiar en alguien.

Pero todos, tarde o temprano, tenemos que confiar en alguien. Quien sea que dé la casualidad que esté ahí.

Por eso, creo, comienza a hablar:

—Una vez pasé por aquí con el coche. Volvía de viaje con mis padres. Nosotros vivimos en la ciudad —suspira—. De una manera o de otra, me quedé con el nombre del pueblo y con que me había gustado. Supongo que por eso, cuando quise huir… ayer…, me acordé. Parecía un buen lugar para…

No puede acabar la frase.

Me arrodillo frente a ella y apoyo la cabeza entre sus rodillas, aun a riesgo de agobiarla, a riesgo de estar tomándome demasiadas confianzas.

—¿Qué ocurrió? —susurro.

Por su mirada, sé que vuelve a estar muy lejos de mí. Pero me contesta:

—Estaba en su fiesta de cumpleaños. La de mi novio.

Se le corta la voz.

Y yo sé que es por la última palabra que ha pronunciado.

De alguna manera, lo sé.

Lo vuelvo a intentar, poniendo una de mis manos sobre las suyas. Porque, como yo debería saber, hace falta mucho valor para reconocer una verdad que desearías que no fuera así.

—¿De quién huyes?

Apenas me responde un hilo de voz, pero mientras Martina siga hablando, será suficiente.

—De él.

—¿Qué te hizo?

Todas las alternativas pasan por mi cabeza. Por desgracia, cuando una chica huye así de su novio, hay bastantes pocas.

—¿Te pegó?

Niega con la cabeza. Comienzan a aparecer lágrimas en sus ojos.

—Él… —Creo que no encontrará fuerzas para seguir, pero sí—: Estábamos en su habitación y… Ni siquiera sé si…

Yo sí lo sé.

—¿Te violó?

13 de noviembre de 2015

20:32

La puerta se acaba abriendo. Él y ella entran en el piso. Ella lo sabe. Él no.

¡Feliz cumpleaños!

Ella sonríe porque su argucia ha salido a la perfección. Ha planificado cada uno de los detalles, hasta las cosas sin importancia. No es de las que se permiten fallos.

Ve los ojos brillantes de Él. Sabe que no se lo esperaba. Una tarde más paseando por la ciudad. Ella le había dicho que tenía ganas de tirarse en el sofá y ver una película, y con eso había bastado para volver a la casa. Los compañeros de piso de Él habían cumplido. Toda la gente estaba allí. La comida. Las bebidas. El ambiente.

Una fiesta perfecta.

Todo el esfuerzo de haber conseguido números de teléfono y de mandar mensajes a personas que casi no conocía ni aguantaba había merecido la pena. Él sonreía. Estaba feliz.

¡Menuda película!

Le gustaba mucho conseguir lo que se proponía.

20:40