Textos

Carlos Salem

Diseño y portada

Giselle Vitali

Fotografía

Irene G. Punto

Maquetación y corrección

Papiroplus Diseño y Producción Gráfica

Número de edición

Segunda edición

Fecha de edición

Diciembre, 2017

Edición

MueveTuLengua

iSBN

978-84-17284-96-1

 

Prólogo

 

 

La mayoría de nuestro pasado se escribe en personas, en nombres que pasaron por nuestra vida dejando un rastro de minas o de flores (a veces dudo de si son lo mismo). Quizás el amor y el odio sean igualmente lo mismo, quizás el recuerdo y el olvido también. ¿En qué se diferencian pasado y futuro si el último se escribe a partir de lo sucedido en lo primero? A lo mejor todo es una misma manera de mirar pero con un horizonte distinto. El tiempo tiembla y tambalea porque sabe que en el fondo solo pone el camino, y que nosotros somos los que ponemos la historia.

Salem dice que «volver es el título de un tango y un verbo con trampa», y tiene razón. Nunca se sabe si el que vuelve es el cobarde o el valiente, el hijo pródigo de una historia sin terminar o la pieza indispensable para que vuelva a funcionar el engranaje. El amor dispara y la vida se improvisa, y esa es la premisa que rige el mundo. Las estaciones y el amor construyendo el camino, como ocurre en este libro. Esta no es más que la historia de dos tarados (porque solo los locos se enamoran hasta la médula) que deciden venir a sacarte de tu rutina de raciocinio y oficina, de trayectoria pactada. Te das cuenta, sin embargo, de que a tu vida le hace falta una pizca de magia y vuelo, de locura y desenfreno, de Cracovia. Pero bueno, eso es lo que ocurre cada vez que uno se sienta a hablar con Carlos, porque es lo que se llama un contador de historias. Siempre he admirado la manera en la que cose y teje, enreda y libera los hilos perdidos de una anécdota y, sin saber cómo, acaba convirtiéndolos en historia.

Salem ronda el rock y el tango, como una canción que te hace bailar incluso cuando todo lo de alrededor se derrumba. Justo como el amor. Justo como todo lo que merece la pena. Por eso también este libro se lee en braille, como un corazón se puede descrifrar en morse, como se puede sobrevivir a la hecatombe de una historia que ya no fluye sino que cruje. Un recuerdo es una telaraña, un buen libro también. Y por eso tienen la capacidad de atraparte hasta querer convertirte en víctima solo por el placer de poder compartir hilo y boca, justo antes del primer mordisco (que además tú imaginas como beso), con tu asesino. Somos todo lo que hemos leído, todas las historias que hemos vivido entre las páginas de un buen libro. Buscas convertirte en el espejo de sus personajes, quieres encontrar el paralelismo con la realidad, y yo solo sé que al terminar estas páginas vas a querer vivir esta historia. Vas a querer ser Daniela y Daniel, Gato, incluso primavera.

Empecé a leer a Salem hace algunos años y no sé cómo lo hace que siempre acaba sorprendiéndome. Cada vez que la vida y un bar nos ha juntado, he acabado escuchándolo y asistiendo a sus historias como si fueran el oráculo de Delfos, ahí donde los griegos se consagraban a las musas. Decía antes que es un contador de historias, pero también es un maestro. Y con este libro no hace más que demostrarlo una vez más, jugando a un ajedrez en el que incluso los detalles que aparentemente son insignificantes luego se convertirán en alfiles desafiantes, como queriendo recordar que una guerra la gana un ejército, y no un solo rey.

Juntando azar y destino, amor a destiempo y tiempo conjugado en un «quizás» que al pronunciarse se confunde con promesa; Salem consigue de nuevo combinar el desastre de dos historias que parecían imposibles en un amor tan real como la herida y tan dulce como un reencuentro. Parece sonreír al otro lado de las páginas, como observándote en su tela de araña mientras tú sólo quieres ser víctima solo por el placer de compartir historia con tu depredador. Ese es el pacto que asumes al empezar esta novela: dejarte atrapar sabiendo que la trampa, como es propio de Salem, es una buena historia. Sabiendo que él siempre gana, quizás porque es el primero que nunca sabe cómo acabarán sus propias historias, «acaso por saber algo que los demás ignoran».

 

Loreto Sesma

Cracovia sin ti

En cuatro meses y medio no cambia nada.

O cambian demasiadas cosas.

En todo caso, cambian las estaciones.

El otoño en Cracovia fue más duro que en Madrid, pero Daniel ha renunciado a las comparaciones.

La ciudad tiene un encanto que se va descubriendo capa por capa, y a él le sobra tiempo para ir pelando esa cebolla que casi no le provoca lágrimas.

Natalie vino de visita un par de veces, con sus ojos puede que verdes y sus ganas de animarlo, pero pronto comprendió que Daniel estaba cambiando con las estaciones, que el otoño se había mudado a su casa polaca y aunque siempre fue recibida con alegría nunca fue despedida con pena, y por eso últimamente no encuentra la ocasión de volver, ocupada como está en el puesto de B & M al que la ha promocionado Daniela.

Digamos que Natalie y Daniel siguen en contacto, hablan por teléfono al menos una vez por semana e intercambian e-mails cada dos o tres días, pero sus comunicaciones ya no se centran en lo que planean hacerse mutuamente cuando se encuentren, sino en los conocidos en común, es decir, en Daniela.

Su cosecha de éxitos ha cubierto de olvido el escándalo de Cuérnez, y según Daniel ha leído en un e-mail hace tres días, «parece haber nacido para mandar y hacerlo con justicia». Y es que ambas muchachas se han hecho amigas en este tiempo, sino íntimas, al menos cercanas.

Es de suponer que también Daniela recibe noticias de Cracovia por medio de Natalie, aunque no hay mucho que contar.

Daniel trabaja dando clases de español y ha descubierto que puede adecuarse a la rutina y encontrar cierto sosiego en ella.

En cuanto a la novela, no ha confesado a nadie la jugarreta de Tulio: el avance de contenido que su ceniciento amigo, que ya andará por mitad del Mediterráneo, por lo menos, envió para solicitar la beca, no formaba parte de ninguno de los libros proyectados por Daniel.

Era el inicio de un libro de Tulio, la historia de un mago que no podía hacer magia si había gente delante, y que buscaba con tanto afán el amor que siempre se lo pasaba de largo.

En lugar de deshacer el error, Daniel aceptó el reto de contar su propia historia, pero vista desde unos ojos ajenos, unos ojos de gato.

Y el resultado hasta el momento entusiasma al supervisor de su beca.

Pero en el campo en el que más ha progresado Daniel ha sido en el de su equilibrio psicológico.

El buen doctor (aún no logra pronunciar su apellido), ha tenido la paciencia de ayudarle a desenredar la madeja de su neurosis, y paulatinamente ha logrado aceptar que la magia no existe, que es un conjunto de mecanismos, trucos y habilidades para cuyo aprendizaje sigue siendo, al menos por el momento, incapaz.

Aunque lo mejor de todo este tiempo muelle en el que el dolor sigue doliendo pero lejos, en Madrid, es que va controlando sus alucinaciones.

Lleva un mes sin creer que enciende los cigarrillos con una llama que brota de su índice y ya no delira creyendo que pasa las mañanas soltando palomas que hace aparecer durante la soledad de la noche.

Y lo más significativo: desde hace dos semanas, cuando piensa en Daniela, no se imagina que los ramos de flores surgen de la nada en sus manos.

De hecho, se ha convertido en un apreciado cliente de la floristería que hay debajo de su casa, ya que compra y envía, tres veces por semana, coloridos ramos a una muchacha polaca y rubia llamada Magdalena, que tiene el don de reír todo el tiempo y de casi todo, algo que alivia a Daniel y le hace creer en su nuevo destino de cigarra regenerada.

Nunca será una hormiga en el mejor sentido de la palabra, pero ahora que ha llegado el invierno, el confort medido de sus días le resulta placentero.

Casi se arrepiente de la jugada que le hizo a Daniela hace meses, cuando descubrió en su ordenador portátil todos esos poemas como heridas secretas que la muchacha no había mostrado a nadie, esos cantos de cigarra melancólica y oculta, y los envió, a nombre de ella, a un importante certamen con el seudónimo de Daniela Morse.

Y se arrepiente porque según ha podido comprobar esta mañana en Internet, Daniela Morse ha sido la ganadora y el jurado elogia «su talento y sensibilidad, la fuerza de sus versos y la capacidad de conectar con los públicos más variados con un lenguaje llano, pero que deja huella en el lector».

La noticia está fechada dos días atrás y los concursos de poesía, aunque sean internacionales e importantes, no acaparan portadas.

Pero Daniela estará maldiciendo el nombre de Daniel por tener que salir a la luz y mostrar ese perfil de cigarra, ahora que es toda una hormiga reina.

Daniel cierra los ojos y la recuerda huyendo hacia el baño, semidesnuda, con un lunar gemelo en cada nalga, o la adorable manera en que pronunciaba la palabra «nunca», o su gesto cuando...

Le pican las manos y abre los ojos con temor, pero no encuentra en ellas un absurdo ramos de claveles mágicos, sino una hormiga.

Como ya no se permite la locura de creer que inventa flores a partir de la nada, Daniel ha llenado la casa de maceteros con toda clase de plantas, que trajeron como inquilinas a una amplia variedad de hormigas.

—La magia no existe, ¿sabes? —informa a la hormiga con algo de pena—. Y tampoco la necesitamos para nada, hermanita, para nada.

¿Qué ha sido esa sombra en la ventana?, ventana de un sexto piso, Daniel parece obligado a vivir en un sexto piso.

Tal vez un pájaro, una paloma nacida de la reproducción natural de las palomas, desde luego, que revoloteó cerca del cristal y al verla de reojo le dio la falsa impresión de ser la silueta imposible de un gato.

El espejismo se repite en la siguiente ventana y Daniel realiza los ejercicios de respiración que le enseñó el doctor para controlar sus alucinaciones sin recurrir a fármacos.

No puede haber un gato en esas ventanas que dan a un parque, sin tejados cercanos desde los que descolgarse ni cornisas que permitan el salto de altura.

Y mucho menos ese gato que ha creído ver.

El timbre comienza a sonar con toques cortos y largos y el corazón se le detiene, pero no es la secuencia, solo algún vendedor malhumorado, un cartero con problemas de úlcera, una secuencia que no es la secuencia y Daniel parece haber olvidado el Morse ahora que su vida es una verdadera sucesión de puntos y rayas:

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No puede ser un mensaje, no debe creer en ninguna clase de magia si quiere curarse, lo mejor es acudir al pensamiento racional, como siempre le dice el doctor, usar los conocimientos del mundo real para descalificar los delirios y Daniel conocía el código morse, por lo que enseguida comprobará que no hay mensaje en el timbre de su puerta, sino un cortocircuito, un niño bromista o el casero para quejarse otra vez de la invasión de hormigas que ha provocado en el edificio con sus maceteros gigantes, un

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que traducido no querrá decir nada y sin embargo quiere decir

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Tú y yo.

Tú y yo y la sombra de un gato en la ventana y Daniel pierde en el camino hacia la puerta toda la cordura conseguida en cuatro meses, pobre cigarra loca con el invierno en ciernes, y el timbre repite

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y cuando la puerta se abre, antes de ver a Daniel, Daniela ve brotar una catarata de ramos de flores, un cardumen volador de palomas, y por lo menos cincuenta conejos blancos que saltan a su alrededor mientras ellos se abrazan y sin dejar de abrazarse entran en la casa porque las palomas, mágicas o no, tienen en todas partes del mundo la misma mala costumbre, y si no respetan ni siquiera las estatuas dedicadas a grandes hombres y mujeres, menos respetarán a una pareja de imbéciles enamorados que no piensan soltarse, aunque corran el riesgo de morir ahogados en un mar de ramos de flores que no dejan de brotar de la nada.

Gato el gato, entre tanto, sale a inspeccionar el vecindario, porque de camino hacia aquí ha podido ver que las gatitas polacas son iguales a las de todo el planeta, pero sonríen más.

Acaso porque saben algo que las demás ignoran.

 

 

 

 

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©Carlos Salem

muevetulengua.com

 

 

 

 

 

 

Para Nahuel y África.

 

Y para M. Piernas Largas, el animal más bello del mundo,

porque me recordó que a veces puedo hacer magia sin trucos.