GINKGO BILOBA

© del texto y las ilustraciones: Adalucía
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BABIDI–BÚ libros S.L, 2019
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Primera edición: Noviembre, 2019

ISBN: 978841744830

 

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Para mis padres, Lope y Lucía,

y para todos los que vivieron conmigo

en la casona de Mendiburo. Con mucho amor...

¡Este libro es para ustedes!

 

 

 

 

 

Hace tiempo un recuerdo ronda por mi pensamiento, hace tiempo —y no sé cómo explicarlo— la casona de Mendiburo anda dándole brincos a mi corazón…

 

MAÑANAS

 

 

 

 

 

 

En la mañana azul, al despertar, sentía
el canto de las olas como una melodía,
y luego el soplo denso, perfumado del mar,
y lo que él me dijera aun en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar…

Abraham Valdelomar

 

Soy

Soy María Fernanda de los Altos Muñoz, para servirles. Pueden decirme Marifer, así me llaman los que de veras me quieren. Nací en el Puerto de Santa María de los Altos, no muy lejos de la capital, por eso me llamo María Fernanda de los Altos y todavía huelo a mar. Cuentan que nací la madrugada de un viernes frío a finales de otoño, cuando la luna aún no se decidía a retirarse; ese día, por algún motivo, el sol tampoco salió. También dicen que al verme tan flaquita y feíta, la luna se olvidó de su menguante y se escondió. Sin luna y sin sol, por una semana y más, los amaneceres que siguieron fueron los más oscuros de la historia de esta nación. Para colmo, por esos días, una espesa neblina cubrió cerros y tejados y el cielo se mantuvo vestido de luto, para nada se aclaró. Los astrólogos no encontraron explicación científica alguna: «Es solo una coincidencia que esto pasara la mañana en que nació María Fernanda», decía mi abuelo. Felizmente, mi fealdad a mi madre no le importó y me quiso igual.

Para recompensar el designio de la naturaleza, la Divina Providencia se esmeró en proveerme de un maremoto por dentro, una sensibilidad de artista y muchas ganas de vivir. Después, poquito a poco, la naturaleza misma se encargó de embellecerme a su manera: me dio un pelo como el de los camellos, manchado de sol y tierra, una piel tostada natural que iba muy bien con el manchón de luz clara que tenía en mi cabeza, y mis ojos eran como dos grandes almendras sin pelar.

No éramos ni ricos ni pobres. Mi único recuerdo del puerto era el de cómo rechinaban las tablas de madera en el ir y venir de mi madre en la vieja casa de playa. También recuerdo el salpicón de ola que azotaba las ventanas cada amanecer, y los aires de mar que acumulaban la arena en ordenados montículos, los cuales quedaban abandonados en la terraza hasta que yo los pisoteaba después del desayuno.

¿Mi padre? ¡No sé a qué mundo raro escapó! Nunca lo conocí.

Nos dejó cuando mi madre quedó embarazada de los mellizos. Yo tenía tan solo dos años y medio, así que no recuerdo nada de él. He visto fotos de un apuesto caballero de piel morena, pelo lacio, bien engominado y peinado hacia atrás, de facciones finas, nariz alargada y bigotes oscuros; no me luce como alguien capaz de abandonar a su familia. Mi abuelo Alejandro dice que es un irresponsable, que no pudo afrontar una pequeña oleada en su tumultuoso mar de problemas y decidió irse para siempre, pero esto tampoco lo creo. Yo pienso que algún día regresará y por eso lo espero.

—Ven, por favor, papito… —pido yo cada noche, hablándole por gusto a una diminuta fotografía que ni recuerdos me trae.

Por ahora, lo único que sé es que mis abuelitos y mi tía Rebeca nos acogieron a mi madre y a mí, con abundante cariño y sin hacer muchas preguntas. Cambiaron mi apellido en el Registro Civil: quitaron el de mi padre y me dejaron el nombre del puerto, porque recordaron de esa tradición de llamar a la gente según el lugar de nacimiento; así olvidaron para siempre al desertor. Mi madre, que en paz y cariño descanse, duró poco. Se le complicó el parto y solo me quedó Daniel: el mellizo que no se murió.

No duramos mucho en el vejestorio junto al mar ya que, por una buena jugada del destino, mi abuelo materno, don Alejandro Muñoz Gordillo, heredó una gran fortuna destinada a los dos hermanos Muñoz. Así fue como mi abuelito, que era contador, dejó de contar y se dedicó de lleno a la lectura. Mi tía Rebeca, que cosía para ayudar un poquito, dejó de coser por obligación, pero siguió con el oficio por placer y para mantener las manos y la mente ocupada, y «no tentar al demonio», como decía ella. Mi abuelita, Tomasita Palacios de Muñoz, dejó de llorar, por un tiempo al menos. Se secó sus lágrimas y se interesó nuevamente por su familia, endulzando nuestras mañanas con sus famosas mermeladas que ella misma confeccionaba con frutas frescas y mucha azúcar. Fue entonces cuando nos mudamos todos a Mendiburo, un barrio «bueno» de la capital donde, en una casona señorial, transcurrieron los años más felices de mi vida.

 

 

Mendiburo

Vivíamos todos allí, mis abuelitos, mi tía Rebeca y su esposo, mi tío Samuel, mi hermanito Daniel, un mayordomo llamado Teófilo, mi nana Peta, una lora, el tucán Luis Pepe y los peces de la poza del jardín.

Mendiburo era el nombre del barrio donde se encontraba la casona; yo no sé lo que significa ese nombre, pero creo que debe pertenecer a algún señor ilustre o famoso, o alguien por el estilo, un general, como tantos que hay, o tal vez un héroe, yo qué sé… El vecindario de Mendiburo era alegre, con el típico bullicio de barrio de ciudad capital. Por las mañanas desfilaban: panaderos, fruteras, lecheros, afiladores de cuchillos, vende trastes y con algún entierro, una que otra plañidera. Se escuchaban también las campanas de la catedral, que no estaban lejos; si estabas atento, hasta podías oír los gritos y peleas del mercado central, que sí estaba más alejado. Si caminabas por la calle tempranito en la mañana, también podías ver un sinnúmero de empleadas domésticas, baldeando patios o barriendo hojas muertas; cuchicheando entre escobazos, comentando las telenovelas y contándose el último chisme de ayer. Las risas de los colegiales se perdían en el chillido de las bocinas de los carros, para luego aparecer, campantes, entre los estridentes sonidos de los frenos de los grandes autobuses y el traqueteo de los motores de los camiones. Una mezcla humeante de ruidos, olores y colores. Mendiburo era un barrio alegre, bordeado de cerros y cercano al puerto, que despertaba los sentidos e invitaba con su encanto a cualquier artista a crear…

Mi abuelo, don Alejandro Muñoz —que desayunaba con el periódico, almorzaba con la radio y cenaba con el televisor— estaba enterado de todo. Él, tal vez podría darles los datos completos de la historia y memoria de Mendiburo. Desde que heredó su fortuna, tiene más tiempo libre para enterarse en pleno de los sucesos nacionales e internacionales. Yo más bien me dedico a dibujar y a soñar… En los jardines de Mendiburo se abrió para mí un mundo mágico, un mundo maravilloso de fantasía tan bien disfrazado de realidad, que es aún para mí difícil distinguir lo que es mentira de lo que es verdad. Los invito a seguirme, y a perderse en esos jardines que guardo secretamente en la sinceridad de mi corazón...

 

Como brisa de playa

Las mañanas se alargaban como brisa de playa en un dolido amanecer. Era invierno. La casona reflejaba orgullosa su brillo matinal de plata fina. Hacía frío. La humedad supuraba sobre las hendiduras de sus muros y paredes ya seniles. Era como si el mar me persiguiera... la sal y la arena dejando sus huellas por dondequiera para que no me atreviera a olvidarlo. Una leve llovizna descansaba en mi cabeza mientras cruzaba el patio central que me llevaba al huerto del abuelo. Hoy jugaría en el jardín todo el día: era sábado.

 

Mi nana Peta

 

La habitación de mi nana Peta daba al patio central. Vi la luz encendida de su cuarto y toqué a su puerta.

—Soy yo, nana Peta, yo, Marifer…

—Tan temprano, niña, ¿y ya despierta? —Reniega con un bostezo mi nana al abrir la puerta; su larga cola de caballo a medio trenzar.

—Ya lo sé, solo vi tu luz… iba para el jardín.

— ¡Ni los pajaritos andan despiertos todavía, niña!

—Tú sí, nana. ¿Adónde vas?

—Voy a misa. Después en mi escapadita traigo la leche pa’l desayuno.

—¿Tan temprano?

—Es que fíjese, niña, que mi Diosito lo escucha mejor a uno cuando todos están durmiendo, así llevo yo más ventaja, pues.

—Y tu Diosito, ¿no estará durmiendo también? —le pregunto, creyéndome muy sabia, sin ni siquiera haber cumplido todavía los seis años.

—Mi Diosito no se duerme así nada más, niña, yo le hablo todo el tiempo, así me aseguro que no le entre el cansancio, pues. ¡Pero mire cómo viene tan destapada, niña, se me va a enfermar! ¿Y su bata? ¿Dónde la dejó? —me regaña mi nana algo alterada.

—No sé —le respondo, alzando los hombros.

—Ay, qué niñita esta que no aprende… —masculla, mientras me abriga con su colchita de lana multicolor, tejida a crochet, y me sienta en su cama recién tendida—. Espérese aquí un ratito, nada más, hasta que salga el sol…

Y me acurruco sobre sus sábanas de algodón, que están limpias y tiesas porque se le pasó el almidón; se sienten como esparadrapos gigantes envolviendo su humilde colchón. Mi nana luego se me acerca con una pequeña botella de agua de violetas.

—Pa’ que huela rica, mi niña —dice, mientras me la rocía en el pelo, y se seca lo que le chorrea de las manos en el borde de la sábana.

—Gracias, nanita, ¡te quiero mucho, mucho…! —le digo, abrazándola muy fuerte, y no la suelto.

—Y yo a usted, mi niña Marifer —responde zafándose—. Pero, déjeme irme ya que se me hace tarde; le prometo que después consigo un ratito pa’ que juguemos en el jardín.

Así era mi nana Peta. Mi nana rezaba mucho y, cuando no rezaba, hablaba ella sola, conmigo, y con todo aquel que se le pusiera enfrente. Su nombre de verdad era Ruperta o Rigoberta, o algo así, pero como yo de bebé no podía pronunciarlo, le decía Peta, y con ese apodo se quedó. Ella era una india delgada pero fortachona, nacida en la selva amazónica, y no sé cómo fue a parar a la capital. Lo único que le quedaba de su ancestro forestal era su carácter fuerte y su trenza negra y gruesa que le acariciaba la espalda y le llegaba hasta la cintura. De chiquita contrajo la viruela y su cara quedó por siempre marcada con hoyuelos como de piña madura, pero a mí nada de eso me importaba. Tampoco me importaba su diente de amalgama plateado, que para muchos era repugnante, pero para ella era su orgullo porque lo creía de plata puro. No le alcanzó el dinero para hacérselo de oro y por ahora se conformaba con ese, que la sacó de apuros para no verse desdentada. Lo mostraba con cada sonrisa y, como eran muchas, por la calle le decían: «Rupis, la de la boca plateada». Secretamente mi nana ahorraba su dinero para cambiarse el diente por uno mejor de oro puro.

Mi nana Peta era mi nana buena, el angelito que me cuidaba… Creo que ella, a falta de amor, llenaba su vida con palabras. Su marido era un borrachín y no era bueno para nada, nunca estaba en su casa, y cuando llegaba, la destrozaba entre borracheras y enojos. Hasta que un día, mi nana le dijo: «Ya no te aguanto más». Y desapareció del mapa metiéndose de sirvienta, y así ya no tuvo que soportar más abusos y berrinches del borracho empedernido.

Su hijo, el joven Javier, ya tenía diecinueve años en ese tiempo, se le había ido de las manos, porque había salido igual que el padre de vago, y para nada se ocupaba de su mamá. Solo la buscaba cuando necesitaba dinero y después desaparecía por meses, pero mi nana Peta no perdía la fe en él.

—Ya verá, mi niña, que un día le va a entrar con ganas al trabajo. Así lo crie yo, como Dios manda, ya verá, niña…

Y luego mi nanita me decía adiós con su genial despedida…

—Me voy y te dejo como triste conejo: ¿a quién daré consejo?

—¡Al ratón sin pellejo! —contestaba yo riéndome, tapándome mi cara de niña engreída con su colchita de lana multicolor que olía a puro monte, a ella.

 

Mi tío Samuel Arzuleta

Mi tío Samuel está casado con mi tía Rebeca. Él es mi tío político, como se dice, pero también es mi padrino de bautizo. Yo lo llamo padrino o tío Samuel indistintamente, pero no siempre se llamó Samuel. Su madre era judía y le puso por nombre Saoul, pero como su padre era un cristiano llamado José Manuel Arzuleta, la colonia judía nunca vio con buenos ojos el casamiento. La mamá de Saoul terminó olvidándose de su religión y se acogió a la de su marido. Años más tarde, cuando la madre judía murió, Saoul empezó a firmar con el nombre de Samuel Arzuleta, el cual consideraba un poco más discreto, pero lo escogió bastante similar para que el cambio pasase desapercibido, y de su apellido, por supuesto, ni se ocupó.

Con el nombre menos llamativo de Samuel lo conoció mi tía Rebeca cuando tenía ella tan solo diecisiete años. Cuando yo nací, mi tía Rebeca ya estaba casada con Samuel Arzuleta. A los tres días de nacer, me bautizaron esos tíos, convirtiéndose para siempre en mis divinos protectores. El cuento de mi padrino es que, siendo yo muy tiernita y aún en el hospital, volví mi carita para ver al bajito pero buen mozo tío; él me guiñó el ojo y desde entonces somos inseparables, como dos estrellas gemelas en un infinito eterno. Y aunque de sangre se trate, él no es nada mío, su amor incondicional fue como un torrente mágico que arrasó con mis miedos. Yo siempre fui la hija que él no tuvo, y él fue mi guía, el trozo del alma valiente que siempre anhelé tener.

 

Las hermanas

Mi tía Rebeca y mi mamá eran primas hermanas, pero se criaron como verdaderas hermanas. El papá de mi tía Rebeca murió cuando ella era todavía una niña. Su mamá, mi tía abuela Concepción, quedó viuda con dos hijas: Rebequita de diez años y su hermana mayor, la tía Lucrecia, que ya era una señorita como de unos dieciséis años. Cuentan que, por esa época, unas lluvias torrenciales azotaron el norte del país, donde ellas vivían, llevándose consigo todos los sembrados, las cosechas, los ranchos pequeños y la mitad de las ilusiones de la población. El hambre y la desolación reinaron en la zona. Era impresionante el olor nauseabundo por la pestilencia del maíz podrido y de los ratones ahogados. Los primeros indicios se dieron después de tres días de lluvia, cuando la ropa en los cordeles no se secaba. Mi tía Concepción, en su angustia, metió los cordeles dentro de la casa, estaba tan ofuscada por la cantidad insoportable de agua que no se le ocurrió nada mejor.

—Traigan todas las toallas que encuentren, niñas, así no se nos dañan los pocos muebles que tenemos y podemos dormirnos más secas —ordenó calmadamente mi tía.

Después de cuatro días, cuando ya se habían acostumbrado a la humedad y a las goteras, apareció por toda la casa una sombra verde que crecía desmesuradamente por las paredes.

—¡Ay, Dios, es moho! —observó mi tía Concepción espantada. Del moho creció una hiedra y después hasta salieron unas florecitas pequeñitas, blancas.

Las muchachas estaban felices con el nuevo empapelado que decoraba ahora todas las paredes del humilde hogar, pero el susto vino después cuando a mi tía Rebeca le dio asma y una neumonía fulminante que, si no fuera por los antibióticos inyectados que proporcionaba la Cruz Roja, casi se muere.

—Llévesela a otro lado, señora —le aconsejó la enfermera a mi tía abuela—. Si la deja en esa casa floreada se le va a enfermar otra vez y puede que de la recaída no salga entera para contarlo.

Y así fue cómo a mi tía Rebeca la enviaron al Puerto de Santa María de los Altos, donde vivían mis abuelos. Tomasita Palacios de Muñoz, la que ya conocen como mi querida abuelita famosa por sus mermeladas, era la hermana de mi tía Concepción y su único familiar vivo.

—Envíela sin pena, que aquí la cuidaremos Alejandro y yo —le dijo mi abuelita a su hermana.

Así fue cómo mi tía Rebeca fue a parar a casa de mis abuelos. Rebeca era unos dos años mayor que mi mamá, pero se hicieron íntimas amigas en un instante, y se quisieron como si de verdad fueran hermanas.

 

El jardín encantado

El jardín era enorme. Tempranito por la mañana y sin importarnos siquiera el lloriqueo de las nubes, salíamos mi abuelo y yo al pequeño huerto. Me gustaba el olor a mar lejano que despedía la tierra antes de que la mañana despertara por completo. El huerto no era gran cosa, creo haber visto en alguna ocasión una que otra lechuga y tal vez algunos rábanos; pero de lo que sí recuerdo, es de recoger fresas deliciosamente sucias, pero dulces y tan sabrosas, como que estaban repletas de sol suspirando amanecer. Yo buscaba como quien rastrea un tesoro perdido cada uno de los diminutos frutos.

—¡Saben a purita tierra, abuelito! —le digo entusiasmada con mi hallazgo mientras lamo una fresa pequeñita.

—¡Ni las pruebes todavía! —exclama con inquietud mi abuelo al ver que tenía ya una fresa entre mis labios.

—¿Ni una?

—¡Ni una, ni dos! ¡Hay que lavarlas, vas a enfermarte! Mira, esas están muy verdes, deben quedarse en la tierra un tiempo más. La naturaleza es muy sabia, María Fernanda, nos enseña paciencia. Todo a su tiempo, hay que esperar… Tú, por ejemplo, algún día serás mi lindo bastoncito, pero por ahora debes esperar hasta que me vuelva viejito…

Yo lo abrazaba y me reía, y él también se reía. Entonces nos paseábamos por el huerto, yo saltando por los raquíticos sembrados, él inspeccionando orgulloso el crecimiento de sus rábanos. Luego recitábamos su ocurrente estrofa:

«Y salíamos juntitos,

de la mano agarraditos,

él, como un enamorado jovencito

y yo, indiferente, como vieja…».

Mi abuelo era tan sabio como la naturaleza misma. Felizmente, sus consejos han quedado tallados, como en un mármol liso, en los rincones de mi memoria. Además, él era la única persona que me llamaba siempre por mi verdadero nombre: mi abuelo no concebía los apodos.

—Tu nombre es precioso, María Fernanda, yo te llamaré siempre así. Me parece que lo escogimos porque Fernanda quiere decir amante de la vida… ¿o de las aventuras? Bueno, no recuerdo exactamente… pero ¡ese es tu nombre!

Y la verdad era que, de vez en cuando, estaba bien escuchar mi nombre enterito como me lo escogieron mis padres y mis abuelos al nacer.

Atrás del huerto había una cabaña polvorienta, donde jugaba a los vaqueros con mi hermano Daniel, pero uno tenía que pasar primero por las jaulas gigantescas de la lora y el tucán. Estas eran dos cuartos transparentes de alambre, por donde se enredaba un follaje torcido y denso, para que no extrañaran esos pajarracos su pasado selvático. Al fondo de la cabaña, y bordeando toda la parte trasera del jardín, se alzaban derechitos unos árboles de bambú y luego, más al centro, había un enorme árbol de albaricoque, que una vez al año cuando daba fruto, bañaba con su sombra de almíbar naranja un gran pedazo del monumental jardín. Además, existía un manzano, que se llenaba de unas manzanitas verdes ridículas, pero muy sabrosas, y también había un diminuto limonero, donde descansaban los pájaros viajeros cuando sus alitas les pedían sosiego.

Existía un caminito de piedra para ir de la cabaña a la poza encantada, pero había que pasar primero por debajo de un gigantesco árbol de mora. Me encantaba ensuciarme las sandalias con ese lodo festejado de morado y fucsia; probaba una que otra mora, para no perder la costumbre del sabor embriagante de una mora acabadita de caer. Al rato, ya empachada de sabores y olores que penetraban tiernos en mi alma de niña, corría hacia la poza; me quitaba las sandalias sucias y pegajosas del festín morado y, metiendo los pies en el agua verdosa y resbaladiza de algas, dejaba que los pequeños peces revolotearan por mis tobillos. Eran las más ricas cosquillas sentir a tan inocentes criaturitas estrellándose contra mis pies, tan desentendidas de la suerte que les tocaría correr. Uno que otro pez saltaba fuera del agua, cayendo sobre mis piernas o aplanándose en las lajas que rodeaban la rústica poza: dependían totalmente de mi caridad. Yo debía recogerlos y tirarlos nuevamente a la vida. Cuántos de esos infelices peces quedarían olvidados, pudriéndose tristemente bajo el sol matutino…

Ahora me horrorizo al pensar en las maldades que quedaron secretamente guardadas en ese jardín y sobre todo en esa poza. Si estaba encantada o no, me es difícil saberlo… La pura verdad es que siempre le tuve un profundo respeto. Mi tío Samuel decía que un derrocado monarca de los sapos, proveniente de la Laguna de las Cascabeles, vivía allí y que salía por la madrugada a llorar sus penas; se sentía inútil y muy solo porque alguien más gobernaba en su lugar. Por eso el agua de la poza nunca se secaba, y es que se llenaba, cada mañana, con sus lagrimones amargos. También por eso nunca debería tomar de esa agua, o me volvería tan fea y arrugada como el tal sapo; nadie me reconocería y tal vez hasta tendría que vivir en la poza, sirviéndole de criada al deprimido rey. ¿Creen ustedes todo esto? Yo tampoco lo creía, entonces mi padrino me cambiaba la historia.

—Está repleta de agua encantada, Marifer, porque cada amanecer se escurre entre los bambúes una dulce señora que se sienta al pie de la poza a llorar sin consuelo —me contaba esto en su tono más serio.

Sí, puedo asegurarles que escuché muchas veces un gemido, no sé si del rey sapo o de la dulce señora. Me asustaba tanto que me olvidaba hasta de mis sandalias y salía corriendo a refugiarme en los brazos de mi tía Rebeca, dejando desolados a muchísimos pescaditos. Llevo todavía en mi conciencia el pesar de haberle fallado a esas minúsculas criaturitas que esperaban mi salvación. Nunca más he matado nada a no ser que haya sido una hormiga brava o una araña supervenenosa. Tampoco tomé nunca el agua de la poza, porque, aunque sabía que las historias de mi tío Samuel eran casi todas inventadas, siempre dudé lo de la señora. Pensaba que esa poza llena de lágrimas me contagiaría su tristeza, y que todos los amaneceres yo también lloraría mis penas y convertiría mi cuarto en una gran piscina olímpica. Así pensaba yo.

—Tía Rebeca, ¿tú sabes quién es la señora de la poza? —le pregunto esta mañana.

—Y ahora, ¿qué cuento te ha metido en tu cabecita tu padrino? No sé de dónde inventa esas historias Samuel —responde alterada, pero luego se calma tratando de no darle mucha importancia al asunto.

—Pero… ¿quién puede ser? —insisto después de contarle la historia de las lágrimas.

—Puede que sea alguna madre que llora por sus hijos —por fin contesta mi tía Rebeca, al verse acorralada y por decir algo que por lo menos tuviese sentido, sin alterar más mi imaginación, que ya volaba.

—Como mi mamá, ¿verdad, tía? Háblame de mi mamá…

 

 

¿Con quién soñaste,
padrino?

—¿Con quién soñaste, padrino? Con Aguamarina, ¿verdad? —le pregunto yo todas las mañanas en cuanto lo veo salir de su dormitorio.

—No, anoche soñé con Berenice y Calisteña. Aguamarina todavía no ha regresado de su viaje exótico por el Oriente, está visitando la China, la India y el Japón.

—De veras, padrino, ¿con quién soñaste esta vez? —insisto, porque sus sueños tan singulares me transportan a mundos fantásticos donde soplan vientos misteriosos de ilusión y de aventura.

—Vamos al jardín y te cuento.

Cada mañana lo mismo: yo le contaba mis pesadillas y mi padrino me contaba sus sueños. Me tomaba mi mano pequeñita y me llevaba a la terraza que daba al comedor, luego nos sentábamos en los escalones de piedra mirando juntos hacia el inmenso árbol de mora, mientras yo escuchaba sus increíbles relatos recostada sobre su regazo.

Las ocurrencias de mi tío Samuel se pasaban de geniales: Berenice era el hada buena que siempre estaba en conflicto con Calisteña que era el hada mala, juntas se embarcaban en aventuras formidables donde ambas competían, enfrentándose a innumerables y aterradoras pruebas. Y claro, la más poderosa e ingeniosa finalmente triunfaba, pero el sueño, por lo general, quedaba inconcluso, porque mi padrino me lo contaba en capítulos que continuaban de mañana en mañana como una telenovela.