Portada: Las aventuras de Ulises. Giovanni Nucci
Portadilla: Las aventuras de Ulises. Giovanni Nucci

 

Edición en formato digital: septiembre de 2019

 

Título original: Le avventure di Ulisse

© Giovanni Nucci, 2004, 2019

Esta traducción se publica de acuerdo con Anna Spadolini Agency (Milán)

Colección dirigida por Félix García Moriyón

© De la traducción, Isabel González-Gallarza Granizo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17996-10-9

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

LAS AVENTURAS DE ULISES

 

Había mil naves griegas

Ulises y Penélope

El rapto de Helena

Palámedes desenmascara a Ulises

La marcha hacia la guerra

 

Un simple caballo enorme

Agamenón y los ciervos de Artemisa

Las murallas de Troya

El robo del Paladión

El caballo

 

No fue difícil engañar al cíclope

La isla de los comedores de loto5

Zeus y el rayo de los cíclopes

Polifemo

Nadie

La isla de Eolo

 

Una maga horrible y malvada

Euríloco y los cerdos de Circe

Ulises y Circe

En el Hades

Las sirenas. Escila y Caribdis

La isla del sol

 

Del amor y sus penas

Zeus y el destino de los hombres

Calipso

Nausícaa

Atenea

Penélope

 

Nunca había dejado de esperar

Penélope

La nodriza Euriclea

La prueba del arco

El perro Argos

La cama de olivo

Había mil naves griegas

Ulises y Penélope

Había mil naves griegas surcando el mar Egeo, rumbo a Troya, para rescatar a Helena. Estaba a punto de empezar la batalla más grande de todos los tiempos.

Al mando de estas mil naves había cincuenta capitanes, cincuenta reyes. En una de esas naves, pongamos la número trescientos noventa y tres, había un capitán. Da igual qué número fuera este capitán, lo importante es que su nombre era Ulises, el rey de Ítaca.

Ulises estaba en la proa de la nave contemplando el mar color vino y pensando que a él no le apetecía nada ir a Troya. A diferencia de muchos de los otros cuarenta y nueve príncipes griegos, él no tenía ganas de combatir en esa guerra.

Ulises también pensaba que, en realidad, todo había sido por su culpa.

Pero quizá sea mejor empezar desde el principio, aunque no resulte fácil determinar cuál es el principio.

Efectivamente, que todos los príncipes juraran que protegerían a Helena había sido idea de Ulises. Él estaba acostumbrado a solucionar problemas bastante difíciles, y había solucionado también ese.

Como a menudo ocurre, también esta vez los dioses tenían algo que ver en todo aquello.

Y cuando es así, las cosas se vuelven más complicadas. ¿Por qué? Pues porque con los dioses nunca se sabe cuál es el principio.

 

 

Zeus se enamoró de Némesis. Zeus era el señor de los dioses, el más poderoso. Némesis, en cambio, era la diosa de la justicia y de la venganza. Zeus se enamoró de Némesis y ella escapó para que no la atrapara. Para huir se transformó en una oca y se marchó volando. La pobre Némesis hacía lo que podía.

En cuanto a Zeus, estaba decidido a perseguirla por todo el universo. Y eso fue lo que hizo. Para conseguir alcanzarla se transformó en todos los animales del mundo, uno por uno adoptó la forma de todos. Se convirtió en cebra, serpiente, león y faisán; se transformó en rinoceronte, leopardo y buitre; en todos los peces y en todos los pájaros. Pero Némesis seguía huyendo, no había forma de atraparla. Así continuaron durante muchísimo tiempo: Némesis huía y Zeus la perseguía. Era una de las cosas que más le gustaban a Zeus: perseguir a las jóvenes, a las diosas o a las ninfas. Esta vez la persecución duró hasta que Zeus se transformó en un cisne blanco. Entonces Némesis dejó de huir.

Por fin Zeus y Némesis se amaron.

Némesis puso un huevo de plata. De ese huevo nació Helena. Era tan bella que al verla uno se quedaba sin respiración.

Quizá el principio de esta historia fuera exactamente este, cuando Zeus se enamoró de Némesis y juntos tuvieron a Helena, que era la mujer más bella que había existido jamás.

 

 

Ulises y Helena se conocieron cuando esta era todavía joven y Tíndaro le buscaba marido. Tíndaro era el padre adoptivo de Helena, y era también el rey de Esparta. Decidió que había llegado el momento de buscarle marido a su hija, y el asunto lo tenía bastante preocupado.

Helena sería la reina de Esparta, y por lo tanto su marido sería el rey. Y esto ya era motivo suficiente para estar preocupado. Porque en los tiempos de Tíndaro —y, a fin de cuentas, también en los de ahora—, no era nada fácil encontrar un buen rey.

Para empezar hacía falta un príncipe. Por eso a Tíndaro se le ocurrió que mandasen llamar a todos los príncipes casaderos que hubiera en Grecia.

Pero Helena solo podría casarse con uno de ellos.

¿Y cómo se tomarían todos los demás no haber sido los elegidos? Esto era lo que tanto preocupaba a Tíndaro. Helena era tan bella y tan fascinante que quizá intentaran raptarla. Lo cual no sería muy agradable, ni para Helena, ni para su futuro marido. Además, cuando era niña, a Helena ya la habían raptado una vez. Estaba claro que era una persona propensa a que la raptasen. Aquella vez habían ido a rescatarla Cástor y Pólux, sus hermanos gemelos. Aunque esa es otra historia. Pero aunque fuera otra historia, Tíndaro estaba cada vez más preocupado.

Llegaron entonces los príncipes griegos: eran muchísimos y todos tenían nombres muy difíciles, pero de poco serviría que os los dijera todos.

Ulises, esto sí hace falta decirlo, era el más inteligente de todos los príncipes que llegaron al palacio del rey de Esparta. Y de hecho enseguida se dio cuenta de que la situación era bastante complicada. Comprendió que Helena era bellísima, pero le esperaba un destino lleno de dificultades. Comprendió que Tíndaro no sabía cómo salir de ese atolladero, y comprendió también que Helena les causaría a todos un montón de problemas.

Para empezar, Ulises, al contrario que todos los demás príncipes griegos, no se enamoró de Helena, sino de su prima Penélope. Me refiero a la prima de Helena. Bueno, el caso es que Ulises no se enamoró de Helena.

Nadie sabe por qué uno se enamora de una persona y no de otra. Y nadie, a menos que sea tonto de verdad, intenta entender por qué ocurre esto. Pues detrás de todas estas cosas está Eros, y Eros es el dios más poderoso. Más poderoso incluso que Zeus. Y a los dioses nunca hay que tratar de explicarlos. Pero esa es otra historia.

 

 

Y en la historia que nos ocupa, a Ulises se le ocurrió una idea muy buena.

Estaba reflexionando sobre la manera de conquistar a Penélope, que dicho sea de paso no era tan bella como Helena, pero tenía una carita de lista que al bueno de Ulises le había hecho perder la cabeza. Bueno, el caso es que pensó que para conquistar a Penélope podía pedirle ayuda a Tíndaro que, al fin y al cabo, aparte de ser el tío de Penélope, era también el rey. A menudo, en estas situaciones, eso suele ser de gran ayuda.

—¡Tíndaro! —le dijo Ulises—. En buen lío te has metido. No me gustaría a mí encontrarme en la situación de dar como esposa a una hija tan bella como Helena.

—¿Verdad que es un problema? —Tíndaro sacudía la cabeza de un lado a otro, absorto como estaba en sus preocupaciones.

Ambos permanecieron un momento en silencio.

—Pero esa que está jugando a la pelota con Helena… —preguntó por fin Ulises—, ¿sabrías por casualidad quién es?

Ulises le dijo a Tíndaro que si lo ayudaba a casarse con Penélope le indicaría la manera de salir del aprieto en el que se encontraba. Tíndaro, como ya habrá quedado claro, no deseaba otra cosa.

 

 

Fue entonces cuando a Ulises se le ocurrió la idea del pacto. Y fue precisamente eso lo que desencadenó la mayor batalla de todos los tiempos.

Ulises aconsejó a Tíndaro que obligara a todos a hacer un juramento: una vez que Helena se hubiera casado, si alguien la raptaba, los demás príncipes deberían ayudar a su marido a traerla de vuelta a casa.

A Tíndaro le pareció una idea en verdad buena. De esta manera, ninguno de los príncipes raptaría nunca a Helena. Pero —y aquí Ulises, como de costumbre, había estado genial— si a algún extranjero, por ejemplo, a un troyano, se le ocurriera la idea de raptar a Helena, todos tendrían que acudir en auxilio del futuro rey de Esparta.

Los príncipes, que habrían hecho cualquier cosa para poder casarse con Helena, dieron su palabra.

 

 

Tíndaro, que no tenía ya ningún motivo de preocupación, quiso que fuese Helena la que decidiera con quién quería casarse.

—Pónsela alrededor de la cabeza al príncipe con el que te quieras casar —le dijo, dándole una corona.

Helena vio a Menelao, que era guapo, joven y fuerte, y se enamoró. Y quiso casarse con él.

Tampoco en este caso podemos estar preguntándonos por qué Helena se tuvo que enamorar precisamente de Menelao. Ni podemos estar pensando que quizá, si se hubiera enamorado de uno un poco más listo, las cosas habrían sido diferentes. Pero sobre todo no podemos preguntárnoslo porque se trata de Helena, y da la casualidad de que Helena se enamoró varias veces en su vida, y cada una de esas veces se armó un lío tremendo.

Así funcionan las cosas: Eros hace que nos enamoremos, y luego todo lo demás ya es problema nuestro, tenemos que resolverlo nosotros mismos. Y no se puede hacer nada para que las cosas sean de otra manera.

Dado que Ulises había resuelto el problema de los príncipes y del rapto, Tíndaro mantuvo su promesa y le presentó a Penélope.

Penélope y Ulises se enamoraron enseguida y se amaron toda la vida. Y desde el momento mismo en que se conocieron, supieron que sería así.

Ulises decidió que Penélope sería la mujer con la que pasaría toda la vida, el alma de su hogar, la madre de su hijo.

«Por ella», pensó Ulises en cuanto la miró a los ojos, «volveré. Pase lo que pase, volveré. Y ella sabrá esperarme».

 

 

Ulises y Penélope se casaron y decidieron ir a vivir juntos a Ítaca. Y hacia allá partieron, surcando el mar color vino.

El rapto de Helena

Sentado en lo alto de un acantilado, en Ítaca, Ulises contemplaba el mar, preguntándose por qué los poetas dicen siempre que tiene el color del vino. A él, al menos ese día, le parecía más que nada azul.

Ulises se sentía muy feliz. Penélope había dado a luz a un niño, al que habían llamado Telémaco, y Ulises estaba orgullosísimo. Había subido a lo alto de aquel acantilado para estar a solas y pensar en su hijo, en su tierra y en su esposa, Penélope.

Y para dar gracias a los dioses.

En realidad ya no se acordaba de cuando, unos años antes, había ido a Esparta a conocer a Helena.

Aquella vez, Helena no le había gustado mucho. Es cierto: era bellísima, sin lugar a dudas la mujer más bella del mundo. Pero a Ulises le había gustado más Penélope. No era tan bella como Helena, pero tenía una carita de lista que le había hecho perder la cabeza. Y esto me parece que ya lo hemos comentado.

Era más que probable que Ulises ya no pensara en el pacto que le había sugerido a Tíndaro. A él toda esa historia ya se le había olvidado. Sobre todo se le había olvidado la intuición que había tenido de que esa mujer les iba a causar un montón de problemas.

Por otra parte, ¿por qué habría tenido que pensar ahora en todo eso?

Ahora era feliz, y tenía varios motivos para serlo: Ítaca, Penélope y también el pequeño Telémaco.

Sencillamente no le preocupaba nada más.

Al menos hasta que vio aparecer una nave en el horizonte; al menos hasta que adivinó que esa nave venía de Esparta. En ese momento lo recordó todo y comprendió lo que se avecinaba.

 

 

Entonces bajó a la ciudad y entró corriendo en palacio. Corriendo llegó a su habitación y allí, en la cama de olivo, yacía Penélope descansando con Telémaco en brazos.

 

 

Penélope se dio cuenta enseguida de que había algún problema.

—¿Qué ocurre?

—¡Tú no sabes nada! Tú no has visto nada. Lo único que sabes es que hace tres semanas que me he vuelto loco. Y me paso el día en los campos, con un buey y un asno, empujando un arado al revés.

A Penélope le bastó mirar a Ulises a los ojos para entender que no debía decir nada, que no debía hacer ninguna pregunta y que tenía que obedecerlo. Y así todo saldría bien.

Ulises la besó, besó también a Telémaco y se marchó corriendo.

Y se fue de verdad a los campos, se colocó en la cabeza un gorro muy feo en forma de cono, se revolcó por el suelo, se hizo jirones el manto y la túnica y enganchó al arado un buey y un asno.

Siempre se le había dado muy bien hacerse pasar por loco. Después rezó a Hermes, dios de las tretas y los engaños, poeta y simulador, para que su ardid funcionara. Y esperó.

Ya solo quedaba esperar.

 

 

Pero ¿qué había ocurrido?

—¿De verdad quieres entrar en guerra con Troya? —le había preguntado Agamenón a Menelao.

—Sí —había contestado este—, vamos a recuperar a Helena.

—Entonces —había dicho Agamenón, que era un gran general—, tenemos que apañárnoslas para que Aquiles nos acompañe. Si queremos ganar esta guerra, Aquiles tiene que combatir con nosotros. Y si queremos sacar a Aquiles de su escondrijo, necesitamos a Ulises.

El hecho es que Tetis, la madre de Aquiles, sabía que su hijo moriría muy joven. Por eso lo había ocultado, pues no quería que fuese a la guerra.

Solo Ulises, el más inteligente de los capitanes griegos, podría convencer a Aquiles. Y eso Agamenón lo sabía. Por ello, antes de nada, había que llamar a Ulises.

Agamenón y Menelao se dirigieron pues a Ítaca.

 

 

Pero ¿qué había ocurrido antes incluso de eso?

Cuando Tíndaro había hecho venir a Esparta a todos los príncipes para encontrarle marido a Helena, esta había elegido a Menelao. Y se habían convertido en los reyes de Esparta.

Un día llegó a Esparta un príncipe troyano, que además de príncipe también era pastor. Se llamaba Paris, o Alejandro, según fuera una cosa u otra. Pero esta es otra historia, y bastante complicada, así que por ahora será mejor que la olvidemos.

Sea como fuere, Paris (o Alejandro) llegó a Esparta. Menelao y Helena lo recibieron con todos los honores que se reservan a un invitado, sin importarles si era príncipe o pastor. Prepararon un banquete e hicieron una fiesta. Comieron y bebieron vino, mucho vino. Paris era bastante simpático y Helena era bellísima; en cuanto a Menelao, estaba muy contento de mostrarle a aquel troyano lo acogedora que era su casa, lo buen rey que era él y, sobre todo, lo increíblemente bella que era Helena. Tan, tan bella que uno se quedaba sin respiración. Después se fueron a dormir, cada uno a su habitación.

Pues bien, a la mañana siguiente, Menelao se despertó y no encontró ni a Paris ni a Helena. Tardó un poco en comprender lo que había ocurrido, pero cuando por fin lo hizo se puso como una fiera.

Paris había raptado a Helena.

Y poco importaba que en medio de todo eso estuvieran los dioses, una manzana de oro y el título de diosa más bella del Olimpo. Todo eso a Menelao le traía sin cuidado. Helena era su esposa, la reina de Esparta, y él, el rey, tenía que ir a recuperarla.

Menelao recordó el juramento que habían hecho los demás: todos los príncipes griegos debían ahora acudir en su auxilio. Mandó llamar a su hermano Agamenón, el mejor general de todos los ejércitos de Grecia.

Estaba decidido. Habría guerra.

Y partirían todos juntos a atacar Troya, surcando el mar color vino.

Palámedes desenmascara a Ulises

Si los ojos no lo engañaban, a Agamenón aquel tipo le pareció de lo más raro, con ese gorro tan feo en la cabeza, empujando un buey y un asno enganchados a un arado.

—Si los ojos no me engañan —dijo—, ese está loco de atar.

—Y tanto —contestó Menelao—, está loco: ha enganchado juntos un buey y un asno.

 

 

Agamenón y Menelao acababan de llegar a Ítaca. Y con ellos estaba también Palámedes, un tipo bastante listo. Cuando desembarcaron, se dirigieron al palacio de Ulises.

Pero mientras tanto todavía seguían con la mirada a aquel loco que iba de un lado a otro por los campos. Al verlo más de cerca, y de nuevo si los ojos no lo engañaban, a Agamenón le pareció que el loco estaba echando sal en los surcos del arado.

—Si los ojos no me engañan —dijo Agamenón—, ese está loco de atar.