George Reston

El Olimpo de los narcos

La increíble vida de los "semidioses" de las drogas

Colección Conjuras

L.D. Books

Edición Digital


El Olimpo de los narcos

©George Reston, 2015

L.D. Books

D.R. ©Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2016 Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A, Lote 1621 Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección C. P. 09310, México, D. F.

Tel. 5581 3202

www.lectorum.com.mx

ventas@lectorum.com.mx

Primera edición: febrero de 2016

ISBN edición impresa: 9781539803577

Colección Conjuras

D.R. ©Portada e interiores: Mariel Mambretti

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.

Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor.


Índice

Introducción

Capítulo 1. Rafael, El Narco de Narcos

Capítulo 2. Lucas. Heroína, Marca Registrada

Capítulo 3. La Larga Sombra del Patrón

Capítulo 4. Luciano, el Modernizador

Capítulo 5. Joaquín, El Chapo. Atrápame si Puedes

Epílogo

Apéndice fotográfico

Bibliografía


Introducción

"¿El narcotráfico le daba dinero fácil?

No, nada es fácil. Todo cuesta trabajo”

Rafael Caro Quintero, narcotraficante mexicano, ante la prensa

Es difícil imaginar una profesión de mayor riesgo pero, al mismo tiempo, también cuesta muchísimo ignorar que se trata del oficio más rentable en estos tiempos de capitalismo salvaje, de competencia feroz entre contendientes dispuestos a instalar su producto de modo global a fuerza de balas y de sangre y principalmente, atentos a una demanda creciente y sostenida que no se detiene, que se multiplica, que ignora fronteras y límites legales, y que amenaza con destruir las perspectivas de las generaciones más jóvenes.

La historia del narcotráfico es un relieve que en la historia aparece marcado por las contradicciones y los dobles discursos, y con aristas no siempre sujetas al rigor necesario para comprender un fenómeno tan candente.

A contramano de los lugares comunes y los prejuicios instalados por los estereotipos hollywoodenses, la historia del narcotráfico y las de algunos de sus principales protagonistas no pueden detenerse exclusivamente en registrar biografías de delincuentes de origen latino. Como un elemento más de la eficaz propaganda cultural inoculada desde Estados Unidos, en muchas ocasiones se soslaya que éste es el principal consumidor de narcóticos del mundo, con cifras que alcanzan para monopolizar sólo en cocaína un tercio de la producción mundial, según confirma la Organización Mundial de la Salud (OMS). O, lo que es lo mismo, si la demanda de drogas de Estados Unidos no existiera, el negocio no sería redituable y los narcotraficantes no serían personajes poderosos y multimillonarios. Pero conjeturar esos términos se acerca más a la utopía que a la realidad.

En ese sentido, la emergencia de personajes que se ocupan de los primeros eslabones en la cadena del narcotráfico, casi siempre en países de América del Sur, Centroamérica o el sudeste asiático, es apenas un comienzo. Pero sería imposible comprender la lógica del tráfico de drogas sin contemplar el anónimo trabajo de distribución dentro de las fronteras de Estados Unidos.

Ya en diciembre de 1997, el exdirector de la DEA, Thomas A. Constantine, admitió ante la prensa mexicana una verdad incómoda: sin grupos de distribución locales, los cárteles no podrían operar en Estados Unidos. El propio Constantine añadió que el aporte de los norteamericanos al tráfico es “a través de una red de administradores de alto nivel, transportistas, contadores, expertos en comunicaciones y personal de almacenamiento”.

Extrañamente, la crónica policial evita tanto registrar apellidos de narcotraficantes norteamericanos como historiarlos (es decir, demonizarlos); al menos, con el mismo énfasis que pone en sus pares latinos. Es como si se pretendiera hacer creer a todo el mundo que el comercio de narcóticos depende exclusivamente de la ambición y el desprecio por la vida de los latinos en general, y de algunos asiáticos en particular.

Del mismo modo, la propaganda imperante se ocupa con mucho interés de eludir ciertos eventos del pasado que vinculan a organismos de inteligencia oficiales, como la CÍA (o su antecesora en el tiempo, la oss), con haber impulsado operaciones económicas ligadas al narcotráfico, eventualmente para extraer de ellas beneficios diversos: financiamiento para operaciones secretas; acuerdos espurios con mafiosos, concediendo el desarrollo ilegal de operaciones a cambio de favores estratégicos; y hasta complicidad directa en la comercialización y distribución de drogas en las barriadas afroamericanas o marginales.

Cinco historias cruzadas

En las cinco historias que integran este trabajo de investigación, surgen sustanciosos elementos en común. Ellos permiten configurar un modelo de narcotraficante.

Por ejemplo, su origen humilde, en algunos casos ligado a lo marginal y lo desclasado; son seres ajenos a la educación formal y vinculados a ambientes familiares marcados por la explotación y el trabajo forzado. Y de esos contextos sociales difíciles surgen los cinco protagonistas de este libro.

Otra singularidad compartida es que sus historias tienen una misma esencia de superación humana a través del trabajo ilegal, de ascenso en la escala social y de períodos significativos en la cúspide del poder total. Del mismo modo, en todos los casos se dibuja una parábola descendente que culmina de modos diversos: algunos enfrentados a las balas policiales (Pablo Escobar), otros perseguidos y condenados por el mismo Estado que en el pasado los toleró y los benefició (Frank Lucas, Lucky Luciano), y algunos otros prófugos de la justicia, respirando en las sombras y con cierta cuota de poder todavía, pero conscientes de que, en cualquier momento, un final trágico los sorprenderá a la vuelta de la esquina (Rafael Caro Quintero y el Chapo Guzmán).

También resulta significativo que en todos los casos se dibujen perfiles de emprendedores que llegan al negocio de las drogas para romper los moldes y cambiarlo todo. De algún modo, se trata de empresarios transgresores en su rubro, que marcan un quiebre de época a partir de elementos novedosos en la producción, el comercio o la distribución (siempre atados a los vaivenes de un capitalismo globalizado que aprende rápido a extraer la mayor ganancia al menor coste posible), que barren con la competencia a partir de configurar ellos mismos la idea de modernidad.

Se trata de hombres adelantados a su tiempo, pero esa virtud no les impide caer una y otra vez en las tentaciones de la exhibición grotesca (y de ese modo transformarse en personajes públicos y llamar la atención de las autoridades) o caer, como víctimas ingenuas, en las turbias redes de la traición (en casi todos los casos, de aliados grises y de bajo perfil, que estudian sus movimientos e intentan desplazarlos de sus posiciones de poder en momentos de debilidad).

Habituados a vivir en las sombras, son propensos a dejarse seducir por los flashes de las marquesinas luminosas, y hasta ponen en riesgo sus negocios por esa droga más adictiva y peligrosa que algunos llaman simplemente fama.

Condenados a la clandestinidad y a las maniobras espurias como tácticas cotidianas, tienen el anhelo de ser reconocidos como lo que sueñan ser: hombre de negocios, capaces de sostener con el lavado de sus ingresos a los bancos más poderosos del mundo desarrollado, de poner en marcha economía estancadas por el subdesarrollo y el endeudamiento, y hasta de conceder a ciertos gestos ocasionales de asistencia social hacia las comunidades que ellos dejaron atrás en su ascenso vertiginoso.

Trepadores que llegaron a la cima a punta de pistola, eliminando competidores a balazo limpio y sembrando el miedo entre sus ocasionales aliados, padecen como una herida mortal la erosión de su poder y el surgimiento de nuevos actores en el mapa del negocio que, hasta ayer nomás, ellos monopolizaban con gesto adusto y mano firme. Hábiles negociadores en la mesa chica de sus pares y en los rincones más oscuros con agentes corruptos del gobierno de turno, no logran nunca anticipar el cambio de etapa y el pase de un Estado pasivo y corrupto a ese mismo Estado que, en determinado momento y necesitado de aplicar golpes tácticos para disfrazar su matriz cínica y acumuladora, los caracteriza como prescindibles.

Capaces de acumular fortunas inimaginables, de erogar millonarias sumas para satisfacer caprichos absurdos como una suerte de revanchismo social, no logran en ningún momento ponerle un freno a su ambición ni saben retirarse a tiempo, y esa tendencia a desear siempre un poco más los vuelve vulnerables, los transforma en blancos ideales para la propaganda de esos Estados que los persiguen encarnizadamente, como símbolos de una maldad tan diabólica como caricaturesca.

Fascinados por transformarse en íconos populares en el imaginario social a través de corridos, mitos y leyendas que trascienden generaciones, no toleran el gris aburrimiento de un ocaso sin épica y, mucho menos que eso (la peor condena posible para hombres destinados a marcar sus nombres en los libros de la historia universal), el olvido. Sueñan cada noche con ser respetados como héroes populares, como forajidos y bandidos justos y vengadores, pero se despiertan encasillados en la delincuencia y en el delirio asesino de un negocio que no permite construcciones ideales, que impone un escenario de extremos y que los deja, casi siempre, del lado más oscuro.

Historia universal de la infamia

Escobar, Lucas, Luciano, Caro Quintero, Guzmán son apellidos que forman parte de la iconografía universal de la infamia. Supieron enriquecerse y acumular poder en base a traficar con la adicción y la muerte de millones de desesperados en el mundo, débiles adictos a mezclas químicas capaces de aniquilar segmentos sociales enteros y hasta de poner en cuestión el futuro de las jóvenes generaciones en los países desarrollados y subdesarrollados. Para alcanzar sus objetivos, defendieron sus intereses de un modo impiadoso y cruel, sin resquemores morales ni prejuicios de conciencia, ignorando que el destino en algún momento podía cobrarles alguna cuenta impaga.

Pero también es cierto que se trata de emergentes sociales que están allí para satisfacer a una demanda hoy fuera de control: sin ellos en las calles, otros nombres serían los que asumirían el mismo camino, el de organizar y proporcionar la oferta. En este caso, la hipocresía y el doble discurso de las sucesivas administraciones que gobiernan en Estados Unidos desde hace décadas, siempre dispuestas a poner el foco represivo en los eslabones más frágiles de la cadena (el cultivo y la producción, por ejemplo) y a mostrarse condescendientes (cuando no cómplices directamente) de la distribución fronteras adentro; esa hipocresía es un elemento que no puede soslayarse si lo que se propone es rascar la cáscara superficial de ese peligroso virus llamado “narcotráfico”. Detrás de toneladas de propaganda oficial, detrás de miles de anuncios demagógicos y de las políticas coercitivas que siempre miran hacia abajo, con tanques y fusiles que señalan al latino como responsable, se oculta una lógica perversa: la de un sistema económico y social llamado “capitalismo”, que se sustenta de modo indiscriminado en la búsqueda de ganancia constante e indetenible, que premia a aquellos que se imponen en la libre competencia y asciende a quienes encuentran el producto indicado para el mercado necesitado, y que saluda con respeto y admiración aun a aquellos que construyen su camino hacia el éxito apoyando cada pie en un entramado ilegal y criminal.

En ese sentido, conviene no olvidar que, detrás de algunos nombre resonantes, detrás de biografías marcadas por la crueldad y el coraje en dosis similares, se agazapa un sistema que sigue exigiendo una oferta que trabaje a la altura de la demanda más extraordinaria y destructiva de la historia: un consumismo extremo que puede llevar a la Humanidad a un callejón sin salida.


Capítulo 1

Rafael, El Narco de Narcos

"Se oyó la voz de R-Uno, / un domingo a la mañana /

cuando le dijo a su gente, / vamos a pizcar manzana, /

ahí les dejo su anticipo... / y nos vemos en Chihuahua. /

En la prensa publicaron, / por fuente de una embajada: /

En un rancho del desierto / allá en Búfalo Chihuahua /

había diez mil toneladas. / de la famosa manzana...”

“R-Uno”, narcocorrido de Los Tigres del Norte,dedicado a Rafael Caro Quintero

Libre de madrugada

Es noche cerrada cuando, a la distancia, desde un moderno auto con el motor encendido, le hacen luces. Es la señal convenida. El reo sale por la puerta principal del reclusorio preventivo de Guadalajara, parte del Complejo Penitenciario de alta seguridad de Puente Grande. Apenas restan un par de minutos para las dos de la mañana de ese recién nacido viernes 3 de noviembre de 2013. Entonces, un veterano de 61 años, canoso y algo excedido de peso, avanza sin apurar el paso, rumbo al vehículo que delata su presencia con el pestañeo de las luces en la penumbra. En cuestión de segundos, el auto y sus ocupantes se pierden para siempre en el laberinto de calles de Guadalajara.

Apenas diez minutos más tarde, otro coche, pero en este caso repleto de policías, sale del mismo lugar con una misión imposible: capturar al recién liberado. Por supuesto, no hubo caso: desde esa madrugada y tras un papeleo que demoró 35 minutos, Rafael Caro Quintero, después de 28 años de reclusión y de zafar de una condena que establecía cuarenta años de prisión por el secuestro, tortura y asesinato de un agente de la Administración Federal Antidroga (DEA, por sus siglas en inglés), volvía a recuperar su condición de prófugo de la justicia mexicana.

Habría de ser sólo un caso más en el que dinero, recursos judiciales y voluntades de jueces conformasen una sospechosa y muy imbricada danza.

Sí, pero no, pero tal vez...

En pocos minutos, la noticia resonó en los despachos de la embajada de Estados Unidos, en el Distrito Federal, como una puñalada por la espalda.

¿Cómo era posible aquella liberación repentina, doce años antes del plazo estimado por la justicia en su condena?

Ciertas argucias jurídicas les habían permitido a los abogados de Caro Quintero trabajar durante seis meses en un amparo sustentado en discrepancias leguleyas, para conseguir la libertad de su cliente. Según el Tribunal de Jalisco, la presencia y actividades del agente antidrogas Enrique Kiki Camarena la víctima de Caro Quintero en territorio mexicano representaban una violación a la soberanía nacional, ya que aquél no contaba con un permiso formal como personal diplomático del gobierno de Estados Unidos. Los jueces estimaron que había existido un “error procesal” en la causa. Por razones de fuero, no le correspondía a un tribunal federal juzgar la conducta de Caro Quintero, sino a la jurisdicción local. El fallo procesal tuvo como consecuencia directa la invalidez de la sentencia de junio de 2009 y la firma que concedía una tan rápida como sorpresiva orden de liberación para el prisionero; todo, detrás de un complejo procedimiento legal manejado bajo un sugestivo silencio mediático.

La reacción desde Washington fue la de emitir de inmediato un pedido de explicaciones al gobierno de Enrique Peña Nieto y, al mismo tiempo, exigirle a la Corte Federal mexicana la revisión del expediente hasta encontrar la justificación legal necesaria para formular una nueva orden de arresto contra el narcotraficante, pero ahora con un objetivo específico y en tiempo récord: la extradición.

Ante los medios, el vocero del Departamento de Estado, Peter Carr, se encargó de expresar su “profunda decepción” por la decisión de la justicia mexicana y, al mismo tiempo, anunció que volverían a posicionar a Caro Quintero en el primer lugar del ránking de fugitivos internacionales más buscados, lo que significaba habilitar una recompensa de 5 millones de dólares a quien proporcionara algún dato fehaciente sobre el paradero del veterano narcotraficante. También habrían de desatar una campaña callejera con pegatina de carteles de “Buscado” en ciudades fronterizas como El Paso, Texas o San Diego.

Así, un confiado Vijay Rathi, vocero de la DEA en el área de Los Ángeles, afirmó:

“La cacería es real, y no sólo se está desarrollando en México y Estados Unidos, sino a nivel mundial, y se está cooperando no sólo con el gobierno de México, sino con otros gobierno del mundo. Nunca vamos a dejar de buscarlo, lo vamos a atrapar”.

Por su parte, la gestión de Peña Nieto a pocas semanas de cumplir su primer año en Los Pinos sintió el impacto. Sorprendido por la liberación de Caro Quintero, el gobierno del Partido de la Revolución Institucional (PRI) no pudo más que repetir una y otra vez que ignoraba el paradero del prófugo, y que colaboraría con todos los recursos necesarios para dar con el rastro de un delincuente que, dicho sea de paso, había tenido entre rejas apenas horas antes de destinar millonarios recursos del Estado a su búsqueda. Para peor, la salida en libertad del capo narco sucedía apenas dos días después de otra sugestiva decisión de la justicia local: exonerar por el delito de enriquecimiento ilícito a Raúl Salinas de Gortari, hermano del ex presidente Carlos Salinas de Gortari, y señalado por la revista Forbes como el símbolo máximo de la corrupción estatal en la historia de América Latina.

Para quienes habían apostado por el regreso del PRI, en el gobierno después de doce años de gestión conservadora con el Partido Acción Nacional (PAN), la salida en libertad de semejantes personajes no podía menos que despertar suspicacias.

Un poco ranchero, un poco cacique

“Los campesinos son pura gente noble, como lo soy yo y mis compañeros... Somos pura gente que ayudamos a México, o sea que hacemos escuelas, que ponemos clínicas, que metemos luz en los ranchos y agua potable. Lo que no hace el gobierno lo hacemos nosotros. No lo hacemos con ningún fin de obtener algo de eso, ni porque nos tome en cuenta todo el mundo. Nada más porque nos sentimos bien nosotros mismos”.

Rafael Caro Quintero, entrevistado por la prensa

La estampa de Rafael Caro Quintero marcó un estereotipo para el mundillo del narco: un norteño joven con pinta de ranchero, mujeriego, seductor empedernido y tan presumido que parecía capaz de llevarse al mundo por delante; vestido siempre con camisas de seda a medio cerrar, que dejaban al descubierto las costosas cadenas de oro que colgaban de su cuello; con pantalones vaqueros de cinturones gruesos y brillantes; con un temperamento desenfrenado y un estilo de vida juerguista y descontracturado. No importaba, en todo caso, que Caro Quintero no fuera el narcotraficante más poderoso del momento, en los años ochenta, o que ocupara el tercer puesto en la jerarquía del pujante Cartel de Guadalajara (que se encargaba de introducir el 38% de la heroína que se consumía en Estados Unidos por entonces), por detrás de sus socios Ernesto Fonseca Carrillo (Don Neto) y Miguel Ángel Félix Gallardo (El Jefe de Jefes), y apenas por encima de otros míticos miembros como Manuel Salcido Uzeta (El Cochiloco) o Juan José Esparragoza Moreno (El Azul).

Pero su estampa lograba lo imposible: opacar a todos, monopolizar las miradas, llamar la atención; una singularidad que con los años se transformó en un peligroso obstáculo para ese negocio que le permitió hacerse dueño de 38 propiedades repartidas entre Jalisco, Sinaloa, Zacatecas y Sonora (incluida una decena de ranchos y cientos de miles de peones marihuaneros a su cargo), una fortuna estimada en 600 millones de dólares y una participación accionaria en más de 300 empresas legales, entre las que sobresalían agencias de autos, discotecas y hasta la cadena hotelera Holiday Inn.

En busca de alguna síntesis, el ensayista Carlos Monsiváis anotó: “A Caro en México se le recibe con desmesura: he aquí uno de los seres más peligrosos concebibles”. En todo caso, se trataba del primer narcotraficante moderno, del paradigma del bandido rural que se había hecho símbolo de la industrialización del tráfico a escala internacional, el personaje que transformó el venturoso negocio de las drogas en un monstruo de globales implicancias e indetenibles ganancias.

Era el inicio de una industria cada vez más complejizada, que contemplaba recolectores regionales y zonales, centros de acopio y procesamiento, laboratorios químicos con técnicos especializados, empresas dedicadas al transporte, una multitud de pequeños revendedores y distribuidores mayoristas que también eran pagadores a término para uniformados y políticos de turno; una gigantesca cadena que terminaba con el último eslabón, el de los financistas encargados del sofisticado proceso de “lavado” de ganancias y su posterior reinversión en emprendimientos “limpios”.

Pero lejos del gris burocrático de esa industria en crecimiento, la estampa de narcos como Caro Quintero estimulaba la imaginación y sumaba más ingredientes básicos para una receta que no excluía la dosis perfecta de chismes y leyendas para construir el mito: que había expresado su disposición a pagar la deuda externa mexicana (en ese momento, estimada en 80, 000 millones de dólares) a cambio de impunidad; que organizaba las fiestas más descontroladas e interminables de la región; que había mandado a componer centenares de “narcocorridos” para inmortalizar sus hazañas y persistir en el imaginario popular de los mexicanos. Deseaba, según se sostenía, terminar convirtiéndose él mismo en el típico estereotipo folclórico norteño, que según la definición del sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo era:

“Un poco rancheros, un poco caciques, un poco bandidos populares, casi Robin Hood, organizados a partir de redes familiares”.

Caro Quintero hizo de la ostentación un culto, hasta acostumbrar a la opinión pública al extremo de la desmesura y lo grotesco, como bien definió el escritor Juan Villoro al señalar que narcos como Caro:

“... almuerzan el hígado de un delator, coleccionan jirafas de oro y usan pistolas de marfil”.