La Santa Muerte

El culto de los que oran y los que matan

Heber Casal Sáenz

Edición Digital

Colección CONJURAS

L.D. Books


La Santa Muerte

© Heber Casal Sáenz, 2016

LD Books

D.R. ©Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2016

Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A Lote 1621

Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C. P. 09310, Ciudad de México

Tel. 5581 3202

www.lectorum.com.mx

ventas@lectorum.com.mx

Primera edición: septiembre de 2016

ISBN edición impresa: 9781976068805

Colección CONJURAS

D.R. ©Portada e interiores: Mariel Mambretti

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.

Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor.


Índice

Introducción

Capítulo 1 La muerte, esa realidad cotidiana

Capítulo 2 Mala vida y buena muerte

Capítulo 3 Así en la vida como en el arte

Capítulo 4 Un santo a la medida de su pueblo

Capítulo 5 Dones, especulaciones y dinero

Capítulo 6 Atributos, prescripciones y rituales

Capítulo 7 Denostada, condenada, creciente

Conclusiones

Apéndice

Apéndice fotográfico

Bibliografía


Introducción

Su imagen es tenebrosa: un esqueleto cubierto por una túnica, con una guadaña en una mano y un reloj de arena (alguien, inexorable, te espera mientras pasa el tiempo) o una bola que simboliza al mundo, en la otra. Es la típica alegoría de la muerte; y es también la imagen de la Santa Muerte, a la que se venera como a cualquier otro santo, y como a cualquiera se le piden favores: ayuda económica, auxilio en el amor, protección o restitución de la salud. Aunque a ella, a diferencia de los típicos santos católicos, también se le solicita que haga el mal.

Protectora de los malvivientes, ladrones y narcotraficantes, la Santa Muerte, empero, es una de las “deidades” hoy más veneradas en muchos lugares de Latinoamérica, como en México. Colombia es otro punto de gran veneración, y se dice que el propio Pablo Escobar Gaviria era un devoto de ella, y que le hacía ofrendas millonarias cada año. Además, se asegura, “el Patrón” exigía a sus hombres que le rezarán una oración antes de emprender una misión peligrosa.

Se sabe que en América en general, y en México en particular, el culto a la Santa Muerte comenzó en la época prehispánica y que, en sus comienzos, era simplemente conocida como el dios de la muerte, o el dios descarnado, como en tantas otras latitudes del mundo. Las ceremonias que las distintas comunidades autóctonas celebraban en su día incluían mayoritariamente sacrificios de animales, e incluso de seres humanos.

Claro que, con la llegada de los españoles, y como con otras tantas formas rituales y sistemas de creencias en tierras mexicanas, se dio un sincretismo que amalgamó lo antiguo y local con lo nuevo y extranjero.

La segunda etapa evolutiva del culto comenzó por 1795, época en que los pobladores nativos del centro de México adoraban ya a un esqueleto al que llamaban "La Muerte”. Los ritos de veneración a la "deidad”, en aquellos tiempos, se realizaban secretamente.

Nada tienen que ver los exvotos u ofrendas a un santo "común” con los de éste tan peculiar. En la actualidad, se cree que lo que más valora la "santa” (como dijimos, siniestra y bondadosa al mismo tiempo) son los cigarros y el whisky; eso, además del dinero, claro.

Otra de las características que la hace diferente de otros santos es cierta libertad formal. El devoto que tenga en su casa una pequeña estatuilla que la represente podrá elegir el color de túnica que prefiera. Porque cada color está vinculado con lo que se le pida: amarillo si lo que se solicita es dinero; azul si se pide por la salud; blanco si se ruega la lealtad de alguna persona; negro para dañar a alguien o para ocasionar un mal.

Los estudios que se han hecho en los últimos años respecto de la cantidad de fieles que congrega la Santa Muerte han demostrado que el número de éstos en México aumentó considerablemente. Y las respuestas que se han obtenido de quienes la veneran es que la Santísima (como también se le llama) cumple casi siempre los pedidos de quien le ruega.

En América del Sur, en tanto, la imagen a la que se venera es San La Muerte, una variación sudamericana de la "deidad” del norte. Sus seguidores se extienden por Argentina, Paraguay y el sur de Brasil.

Pero la Santa Muerte en México, a diferencia de su pariente sudamericano, ha llegado a tener implicancias de tipo político y también económico.

Por ejemplo, durante su mandato, el presidente Carlos Salinas de Gortari reformó la Ley de Asociaciones Religiosas para otorgarles a los devotos de la “deidad” la libertad para poder practicar el culto de modo abierto, sin tener que hacerlo secretamente. La decisión del presidente apuntaba a mejorar las relaciones del Estado con los sectores más desamparados de la sociedad mexicana.

Y si en términos políticos Salinas de Gortari se valió de la Santa Muerte para optimizar su imagen, en términos económicos se sabe que la crisis económica que se desató en el país en 1994 (como producto de que el Tesoro mexicano no pudo cancelar los intereses de la deuda externa, lo que depreció el valor de la moneda), y empobreció a parte del pueblo, hizo crecer la cantidad de seguidores de la “deidad”.

En 2009, Carlos Garma, redactor del periódico El Universal, de México, aportó una valiosa observación sobre la Santa Muerte y su condición de mujer.

Escribió:

“[,..] la Santa Muerte es una figura femenina y esto es en sí una innovación, porque la muerte no tenía una representación de género. México es un país donde la adoración mariana es muy notable y la Santa Muerte es vestida cuidadosamente con un ropaje que recuerda a las vírgenes de los altares o incluso a la ornamentación funeraria de las monjas coronadas difuntas que corresponden a la época colonial”.

Nuevamente, he aquí el sincretismo. Pero continuemos:

“Las imágenes de la Santa Muerte reciben el trato que se les otorga a las imágenes de los santos patrones y vírgenes en el catolicismo popular. Se les trata como si fueran personas reales que dan favores a cambio de la fe del creyente, dentro de los cuales destacan los milagros”.

Garma concluye apuntando que, a diferencia de los devotos de la peculiar “deidad”, la Iglesia Católica se empeña en señalar que la muerte no es una persona, una entidad susceptible de dar dones, sino simplemente una etapa de la vida de los hombres.

Sin tomar partido sobre potestades y dones, en las próximas páginas trataremos de reflejar algo de este fenómeno latinoamericano en general y mexicano por excelencia, que, insistimos, a la vez cala hondo en profundas tradiciones universales y en necesidades populares que, tarde o temprano, salen poderosamente a la luz.


Capítulo 1

La muerte, esa realidad cotidiana

"¿Acaso en verdad se vive en la tierra? / No para siempre en la tierra. / Tan sólo un poco aquí. / Aunque sea jade se quiebra. / Aunque sea oro se hiende. / Y el plumaje del quetzal se desgarra...”

Poema azteca

 

Se sabe que los antiguos pobladores de México, hace unos tres mil años, representaban a la vida y a la muerte como figuras humanas que, partidas a la mitad, completaban un solo cuerpo. El resultado era la imagen de la dualidad que convive con los seres humanos: vida y muerte, sol y luna, lo terreno y lo celeste, adentro y afuera.

De entre todos aquellos pueblos originarios, fueron los mexicas (a quienes la historiografía tradicional denominaría "aztecas”) quienes sometieron a varios otros pueblos que habitaban el antiguo territorio de México. Ellos, en suma, se transformarían en los grandes antepasados de la sociedad mexicana actual. Serían, además, el último pueblo de Mesoamérica que dispondría no sólo de ritos, creencias y ceremonias religiosas sumamente orgánicas y peculiares, sino también de un avanzado estudio de la astronomía, revolucionario para su época; eso, además de una sólida organización política. O sea que los aztecas eran doctos tanto en lo religioso como en el ámbito que podríamos llamar científico.

Yendo a lo nuestro y en el terreno religioso, los mexicas, como otros pueblos expansivos y conquistadores del mundo, combinaron las antiguas creencias de otros pueblos (los de las comunidades locales que sometían) con su propia concepción del universo, de la vida y de muerte.

Entre los dioses más venerados por este pueblo, que fue pródigo en imágenes y desarrolló como pocos el arte de la escultura, estaban Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, quienes eran el Señor y la Señora del Mictlan, el territorio de los muertos. A este lugar iban quienes fallecían por causas naturales, sin distinción de rango social ni de riqueza, cualesquiera fuera el cúmulo de prestigio o patrimonio que hubiesen acumulado durante la vida. Los guerreros que morían en batalla, así como las mujeres que fallecían durante el parto, por ejemplo, no iban a Mictlan sino al Ilhuicatl Tonatiuh, que era el Camino del Sol, o la Casa del Sol.

Un camino inevitable

Para llegar al Mictlan, el muerto debía atravesar nueve regiones cargadas de acechanzas y de obstáculos naturales, como desiertos, ríos caudalosos, cocodrilos gigantescos, montañas que se juntan y chocan entre sí, y vientos tan helados que cortan como navajas

Los mexicas creían que sólo quienes fuesen capaces de cruzar las nueve regiones y llegar ante la presencia del Señor y la Señora de la Muerte podían lograr que su alma descansase en paz.

Para los mexicas, la muerte tenía mayor poder que la vida, porque se extendía justicieramente y por igual para toda la humanidad. Por ello, tanto Mictlantecuhtli como su esposa Mictecacihuatl eran invocados por quienes aspiraban a poseer el poder de la muerte. El templo de ambas deidades se hallaba en el centro ceremonial de la antigua ciudad de México.

Alfredo López Austin es un prestigioso historiador mexicano especializado en la historia precolombina de su país. En 1960 publicó, para el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, El camino de los muertos, en el espacio Estudios de Cultura Náhuatl. Allí, el catedrático mexicano tomó un trabajo que había realizado, hacia el 1500 (Códice Florentino), el misionero franciscano español fray Bernardino de Sahagún. En él, el religioso describe, con lujo de detalles, el tránsito que los muertos debían recorrer en el Mictlan para obtener la paz eterna del alma.

López Austin comienza poniendo en contexto el trabajo del misionero franciscano:

“Parece que en México Tenochtitlán se encontraron y confundieron diversos pensamientos religiosos: el de los primeros peregrinantes de probable origen náhuatl; el de los grupos sedentarios anteriores, a partir de los toltecas y teotihuacanos, y el de los propios aztecas o mexicas. El sincretismo muestra, dada la manera en que se integró, que el foco central de la cultura náhuatl era un orden cósmico que se proyectaba e influía en la vida de los hombres. El orden, en armonía con el movimiento, estaba representado en la divinidad, y el hombre venía a ser un espectador que, a pesar de formar parte del mundo, no podía comprender su magnitud”.

Más adelante, López Austin entra decididamente en materia y realiza algunas aclaraciones, respecto de la secuencia descripta por fray Bernardino de Sahagún:

“La afirmación de los tres rumbos o caminos de los muertos que vamos a estudiar, no establecía diversidad de creencias, sino la distribución en el más allá que la propia muerte determinaba. La divinidad elegía a aquellos que habían de dirigir sus pasos hacia una determinada región, enviándoles una forma especial de terminar su existencia”.

Como ya se ha señalado, el trabajo del fraile destinado a describir las nueve regiones que los muertos debían cruzar hasta llegar ante la presencia del Señor y la Señora de la Muerte, se refiere sólo a quienes morían de muerte natural. Pero ya vemos que la Muerte poseía, aun en su forma bidimensional, una entidad de peso dentro del panteón de las deidades telúricas. Valdrá la pena entonces profundizar un poco más en esas concepciones. Y de paso, y aun con la finalidad de demostrar la atracción de nuestros pueblos por la muerte y sus deidades, gozar de la oscura belleza de estas míticas elaboraciones.

Una accidentada travesía

Según fray Bernardino de Sahagún, el tiempo que empleaban los muertos para atravesar las nueve regiones era de cuatro años, durante los cuales los familiares vivos los acompañaban con oraciones y ceremonias religiosas celebradas en su honor.

La primera región a transitar era Itzcuintlán, "el lugar en el que habita el perro”. Dicha región era propiedad de los perros consagrados del dios del ocaso, de los espíritus, Xólotl, quien era también dios del fuego y de la mala suerte. Se lo representaba como a un esqueleto con cabeza de perro, y en la región se juzgaba la relación de los muertos con los perros domésticos.

Al llegar a Itzuaintlán, el muerto se encontraba frente al río Apanohuacalhuia, que debía atravesar con la ayuda de un perro. Pero, si en vida el difunto había maltratado a algún perro, ninguno lo ayudaba ahora en su travesía, y el muerto pasaba a integrar el grupo de almas ululantes que recorrían las orillas porque no habían sido dignos de ayuda.

La siguiente etapa era la de Tepeme Monamictlán, "la región en la que se juntan las montañas”. En ese lugar había dos enormes montañas que se chocaban y se separaban de manera continua. El muerto, entonces, debía calcular el momento preciso para sortear el valle en el momento en que las montañas se separaban.

Aquella región es la residencia de Tapeyóllotl, dios de las montañas y patronos de los jaguares, representado precisamente en forma de jaguar. Tapeyóllotl era también el dios de los terremotos y las alteraciones sísmicas.

Una vez que el muerto había logrado cruzar con suerte el ancho río Apanohuacalhuia y atravesar el valle que se extiende entre las dos montañas que chocan entre sí, arribaba a Itztépetl, “lugar de la montaña de obsidiana”. En el lugar se encuentra con un cerro gigantesco cubierto por filosas placas de vidrio volcánico (obsidiana), listas para desgarrar el cuerpo de los cadáveres que debían cruzarlo. Es el reino de Itztlacoliuhqui, señor de los cuchillos de obsidiana y dios del castigo, y además dios de las oscuridades y de la temperatura; y en particular, el responsable de las grandes nevadas.

Si el muerto fue capaz de cruzar el cerro de obsidiana sin haber sido desgarrado por las láminas de vidrio, llega a Cehue lóyan, “la región de la gran nieve”. Como su nombre lo indica, es un territorio congelado en el que sobresalen ocho elevaciones formadas por piedras de bordes cortantes sobre las que nieva permanentemente. El muerto debe cruzar la región evitando congelarse o ser desgarrado por el filo de algunas de las piedras que conforman las elevaciones cubiertas de nieve.

Cehuelóyan es el reino de Mictlecayotl, dios del helado viento norte, uno de los cuatro dioses menores del magnífico señor del viento, Ehécatl. Otros tres dioses menores representan al viento del sur, del este y del oeste.

La quinta región del Mictlan es, acaso, la que está más vinculada con la buena o mala fortuna del difunto. Se la denomina Pancuetlacalóyan, “el territorio en el que las personas vuelan como banderas” y es un extenso páramo en el que no existe la gravedad, y está surcada por vientos huracanados que hacen flamear el cuerpo del muerto de un lado para otro sin que pueda hacer nada para controlar la situación. Si la fortuna lo acompaña, alguna ráfaga lo sacará de la región; de lo contrario, volará de un lado a otro por años y años.

También allí reina Mictlecayotl, el dios del viento norte.

A la siguiente región que deberá cruzar el difunto se la conoce como Temiminalóyan, “el lugar en donde impactan las saetas”. En dicho territorio, el difunto debe caminar por un sendero estrecho, flanqueado por un conjunto de manos invisibles que, desde las dos orillas del camino, le lanzan afiladas saetas, procurando provocarle heridas que lo vayan desangrando. Si esto ocurre, si aciertan, el difunto quedará tendido en el sendero, incapaz de cruzar la región.

Si, en cambio, el muerto ha sido lo suficientemente hábil como para esquivar las saetas, penetrará en "la región en donde te comen el corazón”, Teyollocualóyan.

En ese lugar, donde también reina Tapeyóllotl, dios de las montañas y patrono de jaguares, viven decenas de felinos salvajes que asaltarán al caminante, tratando de abrirle el pecho y devorarle el corazón. Lo que habrá de lograr un jaguar en el último tramo del sendero.

La octava región es Apanohuayán, que significa "el territorio en donde se tiene que cruzar por el agua”. En efecto, es la zona en la que desemboca el gran río Apanhuiayo, con su enorme masa de agua negra en la que vive la gigante lagartija verde conocida como Xochitónal. Ésta intentará devorar al difunto que surca las brunas aguas del río.

Si el muerto logra evitar ser tragado por la lagartija gigante deberá, aún, evitar caer en alguno de los nueve profundos ríos que cruzan el valle que conduce hacia la última región del Mictlán.

Los nueve ríos, empero, no habrán de quedar atrás cuando el difunto penetre en Chiconahualoyán, "el territorio de las nueve aguas”. Los ríos, afluentes del Apanohuacalhuia, representan los nueve estados de conciencia por los que deberá atravesar el muerto, en una región cubierta por una espesa niebla que hace que muchos difuntos pierdan el rumbo y acaben ahogados en alguno de los nueve ríos.

Por fin, quienes logren atravesar esta última región llegarán ante la presencia de Mictlantecuhtli y de Mictecacíhuatl, el Señor y la Señora de la Muerte, quienes lo acogerán en su seno para que el alma del difunto pueda dormir en paz su sueño eterno.

En tierras mayas

Al igual que los mexicas, también los mayas le rendían culto a la muerte y celebraban sacrificios en su honor. El inframundo maya (el mundo de la muerte) se denominaba Xibalbá, y se llegaba hasta él descendiendo por una pendiente muy inclinada que conducía a una suerte de laberinto de ríos subterráneos, caminos y barrancos.

Estaba integrado por doce dioses de la muerte, siendo gobernado por los gemelos HunCamé (Uno Muerte) y VucubCamé (Siete Muerte), siempre enfrentados al resto de los “Señores del Xibalbá”, como los mayas nombraban a los dioses del inframundo, todo lo cual está descripto en el Popol Vuh, una obra escrita en 1550 por un indígena que recogió buena parte de la tradición oral de los mayas.

Entre 1701 y 1703, fray Francisco Ximénez, un sacerdote dominico español, tradujo el Popol Vuh, que habría de ser considerado, de allí en adelante, el gran libro sagrado de los mayas y el referente de su modo de ver el mundo.

En un trabajo para una publicación de la Universidad Nacional Autónoma de México, el historiador Roberto Escatín Arroyo recuerda el modo en que el Popul Vuh se refiere al Xibalbá.

Escribe el académico:

“Se trata de un texto iniciático en el que se relata el descenso al inframundo de dos gemelos: Hunahpú y Ixbalan qué. El relato tiene un sentido dramático al mencionar que los dioses de la muerte se molestan por el ruido causado por el juego de pelota de su padre Hun Hunahpú y su tío Vacub Hunahpú. El primero es muerto por los dioses y convertido en un árbol mágico del que colgaban jícaras semejantes a las calaveras. Al bajar al inframundo la doncella Ixquic por inspiración de Huracán es fascinada por Hun Hunapú en su forma arbórea y recibe en su mano la saliva de éste, quedando preñada de los gemelos”.

Para los mayas, el inframundo era todo un universo organizado. En él existían estructuras políticas, como el Concejo de los Señores del Xibalbá, y construcciones similares a las de la superficie terrestre, como la cancha de pelota, diversos edificios sagrados, jardines, casas para los habitantes del mundo bajo.

Llegar hasta el inframundo no era, precisamente, una tarea sencilla: los visitantes debían atravesar múltiples obstáculos, retos y trampas para poder arribar. Pese a ello, la riqueza del paisaje (aunque a veces tenebrosa) da cuenta de un mundo entero bajo la tierra.

En su trabajo, Escatín Arroyo reproduce parte de la descripción del descenso de los gemelos que se hace en el Popol Vuh: