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Siglo XXI / Serie Filosofía y pensamiento

José Luis Moreno Pestaña

Retorno a Atenas

La democracia como principio antioligárquico

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¿Qué podemos aprender de la democracia griega? Esa fue la cuestión crucial que se hicieron lectores radicales como Foucault, Castoriadis o Rancière en la década de los setenta. En un contexto de crisis, la vieja democracia ateniense se ofrecía como un marco privilegiado para pensar las posibilidades de la democracia, precisamente allí donde nació nuestra experiencia de la misma.

En la revisión y lectura que el pensamiento francés elabora del legado político de la antigua Atenas, Moreno Pestaña contempla la participación democrática como el único remedio contra la degeneración de los expertos en tecnócratas, de los dirigentes en elites, de la ciudadanía en sostén pasivo del secuestro de la esfera pública.

Solo desde el retorno a Atenas podremos hablar del final del siglo XX y de nuestro presente en el XXI.

«Este valiente ensayo ilumina desde el legado de la Atenas clásica las condiciones materiales de la participación en política y las articulaciones epistémicas más consonantes con la democracia. Nos ayuda a identificar los prejuicios elitistas de la política representativa y a preguntarnos qué tememos de la socialización de la actividad política.»

NURIA SÁNCHEZ MADRID

«Moreno Pestaña demuestra de la manera más estimulante que cada generación debe dialogar a su modo con Atenas; la erudición y rigor de este libro, trufado de fecundas intuiciones, orientan hoy nuestra mirada hacia una urgente revisión de las relaciones entre mercado, Estado y democracia.»

SANTIAGO ALBA RICO

«A través de una historia, erudita y ponderada, de la recepción de la democracia griega en la filosofía política contemporánea, José Luis Moreno Pestaña propone una vigorosa reflexión sobre las tareas de los proyectos emancipadores en nuestros días.»

CÉSAR RENDUELES

José Luis Moreno Pestaña es profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Granada. Sus investigaciones se han centrado en la filosofía contemporánea, en los conceptos de cuerpo, enfermedad y poder, y en el área de la filosofía política. Entre sus publicaciones cabe destacar La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico español tras la Guerra Civil (2013) y La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios (2016).

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Antonio Huelva Guerrero

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© José Luis Moreno Pestaña, 2019

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1978-5

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

La segunda edición de Retorno a Atenas me permite recuperar tres cuestiones que afloraron mientras lo presentaba, lo debatía o conversaba sobre él en los meses transcurridos desde su publicación. La primera cuestión responde a la organización del libro. La segunda cuestión destaca las aportaciones de los autores con los que dialogo. La tercera cuestión versa sobre la lección que extraigo.

LOS PRINCIPIOS DE CONSTRUCCIÓN DE UN LIBRO

Empiezo por la primera tarea. En este libro, se señala desde el principio, dialogan tres tiempos. El tiempo en el que se escribe, en este segundo decenio del siglo XXI, durante una crisis de legitimidad de la democracia representativa. El tiempo de los autores que se estudian, las décadas de los setenta y los ochenta del siglo pasado, un momento en el que imperceptiblemente se pasa de las mayores esperanzas revolucionarias al realismo más conservador. Y luego el tiempo lejano de la democracia antigua, de la democracia ateniense.

La cuestión de los tiempos, el haberla enunciado, impulsa a pensar que este es un libro sobre el movimiento del 15M o sobre la crisis de legitimidad pero que aborda el problema meditando sobre Atenas y la filosofía francesa. Me importa aclararlo. Se escribió desde la experiencia del 15M, desde el espacio de preguntas que me planteó y que básicamente fueron las que siguen: en qué consisten las asambleas políticas, cuáles son los principios que las organizan, cómo protegerse de las tendencias desigualitarias que albergan. Esas preguntas condicionan mi lectura del material con el que construyo el análisis. Si lo hubiera escrito desde otras experiencias, seguramente las preguntas no hubieran sido idénticas. En cualquier caso, Atenas fue una democracia de asambleas y las preguntas que me impuse se encuentran reclamadas por el material que trabajo.

Además, el libro finaliza con una coda sobre el 15M. La escribí tras una invitación de la editorial, una vez que el libro se encontraba acabado. El objetivo era intentar pensar un acontecimiento presente con las herramientas de la obra. Ese acontecimiento planteó un problema que aún persiste: cabe resistirse a creer que el modelo de democracia representativa, con sus partidos compitiendo por los recursos políticos y sus líderes rivalizando por el artificio carismático, sea la única modalidad de democracia posible. Al menos necesita una seria enmienda, si no queremos ver avanzar a críticos de esta democracia que quieren llevarse por delante la esperanza democrática. Preguntarse por la democracia ateniense tiene como objetivo adquirir herramientas con las que mejorar la nuestra.

¿Por qué esta alusión a los tres tiempos? De mi dedicación a la historia del pensamiento aprendí al menos dos lecciones que resultan obvias pero que luego, cuando se intenta precisarlas, no lo son tanto. Una es la de que leer exige restituir un contexto complejo. Otra, la de que sin algo de claridad sobre ese contexto no comprendemos bien en qué nos encontramos concernidos o alejados de las ideas con las que dialogamos. La claridad nunca es absoluta pero si renunciamos a ese esfuerzo, acabamos percibiendo en el pensamiento ajeno mucho de nuestras propias proyecciones. Habrá a quien todo esto le parezcan complicaciones innecesarias para la filosofía política. Es posible. En ese caso, lo mejor sería presentar las propias ideas sin escudarse en nombres prestigiosos de la tradición intelectual. Pero si queremos reforzar nuestras tesis con su compañía, si queremos aprender algo de lo que nos enseñan, debemos intentar dialogar con un tiempo que fue el suyo y no es el nuestro: y advertirlo a las personas que nos lean o compongan nuestro auditorio. Sobre qué y cómo leer intento ofrecer un resumen de mi perspectiva en la introducción del libro, aunque reflexiones sobre el particular se encuentran en todos los capítulos, y muy señaladamente en el dedicado a la lectura que Foucault hizo de Edipo.

Si no es un libro sobre el 15M, tampoco es una investigación especializada sobre la democracia ateniense. He necesitado aprender de las aportaciones de los especialistas –hasta donde he sido capaz– mientras lo escribía. No pretendo ofrecer un estado de la cuestión sobre alguna herramienta política surgida en la democracia ateniense –por ejemplo, el sorteo–. Esto último me importa subrayarlo. La lectura de la democracia ateniense persigue ayudarnos a pensar la actualidad posible de componentes de su democracia. Entre ellos el sorteo, pero también la rotación de cargos y, unidos a ellos, mecanismos de igualación social. En su tiempo, tales mecanismos se materializaron con medidas de disolución de los poderes consuetudinarios –objetivo estratégico de la división de las tribus por Clístenes– o como incentivo de la participación de la población trabajadora –caso de los salarios públicos–. Hoy necesitamos seguir pensando con esas claves pero para una realidad distinta. Sin guardar la lección de conjunto que ofrecen tales componentes me temo que extraer uno –el sorteo o la participación en asambleas ciudadanas– aísla un elemento, dotándole de un aura democrática que solo tuvo por su equilibrio complejo con otros cimientos de la emancipación política.

Foucault, Castoriadis y Rancière, protagonistas de la obra, participaron de un tejido intelectual común en el que se impuso un específico retorno a Atenas. Cada uno de ellos nos propone lecturas diferentes de la experiencia clásica. Para comprender las razones de esas lecturas, se necesita reconstruir el espacio político e intelectual en que se escoge un problema, e intentar despejar qué significado tienen las opciones con las que se le trata. En lo que toca al espacio político e intelectual intento, en los tres primeros capítulos, proponer claves acerca del cambio entre la primera y la segunda mitad de la década de los setenta en Francia. Y en el capítulo tercero reconstruyo el debate sobre la autogestión y sobre cómo esta parecía exigir una nueva racionalidad política. Allí explico cómo debían pensarse los derechos económicos más allá del liberalismo o de los regímenes del socialismo real. Coloco a dos de mis autores, Foucault y Castoriadis, pensando en ese entorno y me intento explicar por qué la reflexión democracia económica se encabalga con la reflexión sobre la primera democracia.

LAS APORTACIONES DE LOS PROTAGONISTAS

Eso por la contextualización. Queda la cuestión del significado de las diferentes opciones. Los tres comparten un espacio común de reflexión sobre la democracia pero también optan por poner de relieve uno u otro de los indicios que nos ha dejado la tradición. He intentado plantear preguntas pertinentes a Foucault, Castoriadis y Rancière, basadas en conocimientos que tenían a su disposición y que utilizaron o no. Del balance que realizo se desprenden evaluaciones, a veces incisivas. Mas pese a sus sesgos, y a veces gracias a ellos, los tres autores nos ayudan mucho.

Foucault perfila las asambleas políticas democráticas, formalmente iguales, como espacios atravesados por relaciones de poder. Representa la continuación de un programa, que me parece que tiene su origen en Max Weber. Este consideraba que una democracia radical funcionaba como un gobierno de notables; notables que la dominaban por el tiempo que tenían, por las redes que creaban, por el carisma que concentraban. Discuto mucho, y a veces con dureza, a Foucault pero considero que abraza un excelente programa de investigación. Fructífero para comprender la democracia en Atenas, y para que nosotros saquemos lecciones pertinentes de su experiencia. Y con esas lecciones volvamos nuestra mirada a la realidad cotidiana de las instituciones y partidos políticos o de los movimientos sociales. Las asambleas solo son igualitarias cuando se las corrige con decisión. De lo contrario, es la lección foucaultiana, acaban generando una dinámica de desigualdad, aún más insidiosa de reconocer pues organiza espacios políticos aparentemente igualitarios. El conflicto entre la igualdad formal y el prestigio, insistentemente subrayado por Foucault, constituye una aportación básica para una filosofía y una sociología de la experiencia democrática.

Castoriadis insiste menos en la realidad de la desigualdad y más en los procedimientos que se desplegaron para corregirla. Procedente del socialismo autogestionario, Castoriadis descubre en Atenas una racionalidad política democrática. Racionalidad que corrige la desigualdad asamblearia por medio de salarios –medios de motivación para participar– y por medio del sorteo y la rotación en los cargos públicos –procedimientos de distribución de competencias políticas y de eliminación de facciones–. Lector profundo de los clásicos –señaladamente de Aristóteles–, revisor meticuloso de la literatura sobre el tema, Castoriadis ofrece una filosofía de la democracia ateniense que, si le quitamos su mitificación del Siglo de Pericles, sobresale por su esfuerzo y precisión. En ella se oye latir el programa socialista, mas libre de cualquier adherencia autoritaria. Precisamente porque es un socialismo que propone como seña de identidad una apuesta insobornable por la democracia política.

Rancière, por su parte, ahonda en dos principios de la experiencia democrática. Uno es cómo la democracia ateniense altera las distribuciones establecidas respecto del tiempo. Otro en cómo destruye las fronteras que organizan los espacios sociales. Rancière nos propone así una disección de la sensibilidad política democrática. En cuanto al tiempo, su lectura muestra que se puede ser competente políticamente dedicándose a otros quehaceres profesionales, esto es, que puede formarse una ciudadanía políticamente capaz sin necesidad de especialistas políticos. En cuanto a los lugares, la democracia impulsa a los profanos hacia espacios en el centro de la vida política. Y para eso no es necesario congregarse en una facción o cortejar a un jefe. Basta con que se utilice el sorteo de manera masiva e inteligente –por supuesto combinándolo con la rendición de cuentas–. En ese proceso se fortalecen las capacidades democráticas, sobre todo porque se aprende a modelarlas. Rancière es un crítico profundo de la deslegitimación tecnocrática de la democracia, aquella que pretende saber cómo clasificar a quienes deben consagrarse a mandar, quedándose el resto aprisionados en su papel de seguidores. Seguidores a los que se puede consultar más o menos y cuya opinión se tiene en cuenta con seriedad o displicencia. La política, en cualquier caso, y aunque se articule –poco o mucho– con lo que piensa la ciudadanía, consiste en algo que desarrollan especialistas.

LA TESIS DEL PRINCIPIO ANTIOLIGÁRQUICO EN DEMOCRACIA

Entro ahora en mi aportación específica. La experiencia política moderna –lo explica Bernard Manin– se apoya en un principio de distinción –de los elegidos respecto de los electores– y este tiene una afinidad electiva con la elección. Permítaseme convocar algo que describo en el capítulo IV, dándole una inflexión nueva. La elección, nuestro mecanismo democrático de selección de cargos públicos, era sospechosa para los antiguos de incorporar una tensión aristocrática. Los elegidos deben sobresalir respecto de sus electores, los dirigentes de los dirigidos. Los argumentos pueden ser de distinta índole. Pueden sobresalir por su mayor preparación, ya que la política es una región circunscrita por la división técnica del trabajo. Pueden sobresalir porque dominan bien el significado de los paquetes ideológicos y saben qué hay que ser y cómo hay que actuar para ser un liberal, un socialista, un patriota o un anarquista (colóquese la etiqueta del mercado político que cada uno desee).

Bernard Manin distingue cuatro componentes aristocráticos de la elección, a los que añadiré cómo desentona el sorteo respecto de cada uno de los cuatro. En primer lugar, quien elige prefiere, aunque sea por capricho. Por el contrario, al sortear no preferimos a nadie de entre aquellos que se encuentran disponibles –aunque sí decidimos entre quiénes realizar el sorteo–. Quizá sortear nos protege de una elección que debería fundarse en la razón, pero sospechamos que lo está en el capricho, el prejuicio o un interés tan mezquino como racionalizado.

En segundo lugar, un candidato debe sobresalir respecto de los competidores y consagrar a este trabajo bastante de sus energías. Tal vez eso le impulse a ser mejor –en algún sentido por delimitar– o simplemente le embarque en una pugna entre los que se disputan el espacio de atención. Foucault da un ejemplo en su análisis de Ión. En el sorteo, sin embargo, tal dinámica se muestra baladí. A lo mejor se refuerza la mediocridad o, por el contrario, se impide el gasto absurdo de energías políticas consistente en el despedazamiento entre las elites.

En tercer lugar, el elector necesita comparar, aunque se encuentre limitado por la información que tiene disponible y puede procesar con criterio. De ese modo, debe jerarquizar preferencias electorales a partir de una información defectuosa. Si recurre al sorteo se guía por otra idea de la democracia. La decisión de sortear no consiste en materializar con el voto una opinión sobre candidaturas en conflicto. Consiste en llevar al proscenio político a personas que no se han elegido a sí mismas y es precisamente eso lo que las hace preferibles. Queremos que con su mirada se componga una representación plural de la experiencia cotidiana.

En cuarto lugar, las elecciones suelen favorecer a los candidatos con mayores recursos económicos o que persiguen contactar y complacer con aquellos que los tienen. Acudiendo al sorteo, se intenta evitar a esos candidatos y a sus patrocinadores: razones no faltan para hacerlo.

Quien vive la elección como la única alternativa posible puede habitar en dos planos del fetichismo político[1]. Dos planos que a menudo marchan de la mano pero no siempre. El primer mundo de fetiches se le presenta de la siguiente guisa: es como si el elector ordenase racionalmente un mercado competitivo distinguiendo a los que merezcan sobresalir –por sus competencias, por su ideología, por su carisma, por todo a la vez o, sencillamente, porque sí–. El elector se vivirá como libre y racional aunque no sea capaz de argumentar bien qué es lo que debe sobresalir en el candidato, cómo decidir entre quienes sobresalen por ello y qué mecanismos empujan a unos a sobresalir más y a otros menos. El elector considera que solo existe esa manera de proceder en democracia.

El segundo mundo de fetiches ofusca aún más. Quienes han sido distinguidos sueñan con que la actividad política se encuentra indisolublemente ligada a sus personas y comienzan a ordenar sus acciones con vistas a reforzar constantemente su poder, evitando ansiosamente que se debata, cuando no les conviene, sobre qué es lo que debe sobresalir y si otros sobresalen; en fin, intentan que solo funcionen los mecanismos de distinción política que actúan en su beneficio. Llamaré al primero fetichismo del mercado político y al segundo fetichismo del capital político.

No hay nada intrínsecamente fetichista en el uso democrático de la competición electoral. Puede utilizarse sin convertirla en el exclusivo salvoconducto de la democracia. Podrían planificarse las elecciones para evitar la concentración de capital político y sin que den lugar a oligopolios políticos que convierten la idea de la libertad del elector, basada en una información veraz y que le permiten distinguir entre alternativas reales, en una broma. En suma, puede actuarse en un mercado político que no se encuentre fuertemente distorsionado por desigualdades de información y de acción política. Y que no se conciba a sí mismo como la esencia de la democracia, que sabe compaginarse con otros procedimientos. Así fue en la democracia antigua, así podría volver a ser dentro nuestras coordenadas políticas.

Para evitar caer en el fetichismo político existen dos movimientos reflexivos. El primero impone recordar que funcionó una forma de democracia que restringió la elección y que distó de ser inestable, violenta o de generar una cultura política deleznable. El segundo consiste en preguntarnos: más allá de lo que fue y de lo que es, ¿cómo creemos que debería funcionar una democracia? Para decirlo al modo de Marx, imaginémonos, para variar, una asociación de seres humanos libres que piensan en cómo organizarse. Imaginar ayuda a captar la novedad que podría existir, a pensar en cómo organizarse para evitar ser ineficaz, aunque sin entregar la democracia a los manejos de una elite en conflicto por el poder.

En esa democracia, en la mejor democracia imaginable, habrá elecciones y necesitaremos diferenciar nuestras preferencias e identificar a quienes mejor parecen expresarlas –porque son más competentes, más próximos a nuestra ideología o tienen un carisma fundado en razones (en suma, no elegimos a alguien porque sí)–. Al hacerlo, discerniremos mejor si recurrimos a un principio de corrección política de la elección. Precisamente por la existencia de una tendencia en la elección a ubicarnos en competiciones espurias. Y por la existencia de otra tendencia en los elegidos a cultivar el fetichismo del capital político, esto es: a fortalecer su propia posición y a emplear sus energías políticas para inutilizar a los adversarios, buscando un espacio de competición en el que siempre resulten vencedores.

En este libro identifico un principio antioligárquico, que se modula en otros tres principios dependientes de él. Funciona como un test de detección de la oligarquía en tres dimensiones de una comunidad política.

El primer plano es el que llamo la tangente de Edipo/Creonte. Identifico a ambos –siguiendo a Foucault y a Castoriadis– como dirigentes democráticos, auténticos contrafuertes de su ciudad en situaciones de excepción: el primero en el enfrentamiento con la Esfinge, el segundo en la pacificación de Tebas tras la guerra civil. Ambos dirigentes personifican una eficacia que tiende a esterilizarse, produciendo cada vez más costos externos –aquellos derivados de excluir a aquellos implicados en sus decisiones–. Tales costos externos resultan de dinámicas inevitables, en la corte de Tebas y en cualquier corte: también en la red de influencias que dependen de un dirigente que solo persigue arrumbar a sus adversarios, esto es, en procesos que Sófocles situó en una Tebas mítica, pero que no nos cuesta detectar en nuestra realidad política. El mal de Edipo y Creonte nace en una tendencia a la autorreferencia, a la pérdida de sentido de la realidad, a la concentración en las conspiraciones y su gestión inacabable. Eso sí, las conspiraciones nunca acaban, ya que son consustanciales a la concentración de los debates políticos en espacios restringidos donde muy pocos batallan por recursos políticos: los espacios en los que Sófocles hizo desenvolverse a sus dos héroes.

Los costos de transacción, por su parte, derivan de la práctica democrática, de los múltiples errores del amateurismo, de la fragilidad de las instituciones democráticas por el coste que debe pagarse para aprender a gobernar. Se trata de costos reales y quien no quiera abocarse a la ineficiencia debe contemplarlos. Pero cualquier costo transactivo, esa es la elección ateniense, es preferible a los costos de dirigentes fieramente encerrados en sus conflictos autofágicos.

Debe subrayarse el equilibrio entre el costo social y el costo transactivo, entre el intento por evitar tanto el encierro elitista como la participación desquiciada por la incompetencia. Una democracia cerrada a la eficacia, incapaz de encauzar y concluir debates, se asemeja bastante a las cuitas de dirigentes desconectados de la ciudadanía. Paradójicamente tanto el democratismo como el caudillismo se entregan al cultivo ensimismado de su jardín político.

En segundo plano presento un principio antioligárquico especificado epistemológicamente. La democracia ateniense reconoció principios aristocráticos, de selección de los más capaces, y luego los sometió a control. Les pone una condición: que los saberes por los que se sobresale, sean costosísimos de adquirir en la práctica. El análisis del debate entre Protágoras y Sócrates delimita cuatro posibilidades, resultado del cruce entre el tipo de conocimiento que se requiere en la política –conocimiento especializado o no– y la manera de adquirirlo. Cuando se trata de un conocimiento especializado que necesita distribuirse en una situación de excepción, que requiere enormes esfuerzos, es difícil pensar cómo podríamos distribuir tales conocimientos. La democracia se reduce a una elección entre quienes ya tienen tales competencias. Si se tiene claro qué merito raro necesitamos para que se nos gobierne, el óptimo consiste en aclararlo y en evaluar quién lo posee mejor –por supuesto, controlando su ejercicio.

Ahora bien, si se trata de conocimientos prácticos distribuidos de manera no académica, nada justifica la existencia de credenciales políticas que otorguen preponderancia alguna sobre los profanos. Incluso es posible pensar que la participación democrática debe servir para adquirir ciertos conocimientos especializados, si es que estos pasan el siguiente test: pueden ser distribuidos al conjunto de la población sin que recurramos a una enseñanza académica exclusiva.

¿Qué sucedería si incorporásemos este principio epistemológico en las instituciones, los partidos y los movimientos sociales? ¿Eliminaríamos la especialización? No, obligaríamos a que se justificase y a que se eliminasen barreras para la adquisición de experiencia política. Es verdad que en nuestra sociedad la mitología tecnocrática se encuentra muy asentada. Lo importante de esta segunda modulación del principio antioligárquico es que combate la tecnocracia en su terreno: le obliga a aclarar qué tipo de saber reclama y a especificar cómo puede adquirirse. Y a preguntarse, si existen soluciones para adquirir ese saber menos peligrosas que la tecnocrática.

En fin, en tercer lugar nos encontramos con dos modelos de socialización política. Aquí se enredan dos cuestiones: cómo motivar y cómo garantizar que se haga generando la mejor disposición moral posible. En el primer modelo de socialización política se trata de encontrar el buen maestro, el gran reclutador, aquel que proponga la buena doctrina y seleccione a los candidatos adecuados, aquel que evite que pasen por grandes políticos quienes predominan por su dinero o por su cultura. El ejemplo, al cual dedico un análisis, es El Banquete de Platón. Pero ¿quién descartará a los Alcibíades? ¿Quién encauzará a aquellos que son bellos e inteligentes pero pésimos políticos, y sin embargo encandilan a los maestros? El Banquete sigue definiendo bastante del imaginario moderno en cuanto a la socialización política.

La democracia ateniense, consciente de que alrededor de los mejores maestros florecen los peores arribistas, apostó por otra forma de socialización política. Consiste en que la gente aprenda que puede tener tiempo para ocuparse de lo público, que puede acceder, sin necesidad de conectarse con una clique, a espacios en los que nunca imaginó desenvolverse, y en los que cultivar la emergencia de cualidades que nunca soñó poseer.

Por tanto, tangente de Edipo/Creonte, epistemología política del especialista, motivación no faccional: esos tres principios modulan uno de conjunto al que he llamado principio antioligárquico y que combate oligarquías fundadas en la eficacia cuando son ineficaces, que se amparan en el conocimiento cuando no lo tienen, que se presumen como descubridores de vocaciones cuando son incapaces de evitar que se les generen alrededor espacios cortesanos.

En este libro intento materializar un programa de estudio que quiere ir más allá: ¿puede aplicarse este principio democrático en el campo de la economía? ¿Sirven estos principios de disolución del fetichismo político en el campo de la organización económica? ¿Y en el del capital cultural, allí donde destaca más vincularse a la exhibición del nombre propio? Sobre todo lo cual hablaré en otra obra.

José Luis Moreno Pestaña, Granada, 27 de febrero de 2020

[1] Sobre la diferencia entre el fetichismo del mercado y el fetichismo del capital en Marx, véase G. A. Cohen, La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa, Madrid, Siglo XXI de España, 2015, pp. 127-147. Me inspiro en ella trasladándola al espacio político.