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Akal / Básica de Bolsillo / 350

Serie Utopías

Director de la serie: Ramón Cotarelo

Charles Renouvier

UCRONÍA

LA UTOPÍA EN LA HISTORIA

Esbozo histórico apócrifo del desarrollo de la civilización europea, no tal como ha sido, sino tal como habría podido ser

Estudio preliminar y edición de: José Carlos Ferrera Cuesta

Traducción de: Pilar Ruiz-Va Palacios

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Una decisión del emperador Marco Aurelio fue el germen de la crisis y caída del Imperio romano: el nombramiento como sucesor de su hijo Cómodo. ¿Pero qué hubiera sucedido si el gobierno hubiera recaído en manos del general Avidio Casio? ¿Y si, además, se hubiera prohibido el cristianismo? Este es el punto de partida utópico de la obra de Renouvier, Ucronía, que narra la escisión entre la zona oriental del Imperio, donde predominaban la religión cristiana y una cultura de servidumbre, y la parte occidental regida por un espíritu republicano que defendía la libertad de pensamiento, la pequeña propiedad y el trabajo, donde florecieron las artes y las ciencias y se impidió la expansión del cristianismo, que dio lugar a que la historia de Occidente se desarrollara por cauces distintos a los que conocemos. De eso, precisamente, trata este género llamado ucronía y acuñado por Renouvier: imaginar desarrollos alternativos de la historia y crear historias paralelas.

 

Diseño de portada

Sergio Ramírez

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Título original

Uchronie. L’Utopie dans l’histoire

© Ediciones Akal, S. A., 2019

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4830-5

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Charles Renouvier retratado por Henri Bouchet-Doumenq (1889)

Introducción a la obra Ucronía de Charles Renouvier

La palabra «ucronía» (creada a partir del griego ou chronos, el no tiempo) significa la descripción de algo situado en un momento temporal impreciso. Por tanto, guarda relación con las formulaciones de la utopía (el no lugar), tanto con las positivas, recogidas en dicho término, como con las negativas o distópicas. En ese sentido, a partir del siglo XVIII, con la generalización de la idea de progreso y ante la amplitud de los descubrimientos geográficos, las utopías dejaron de situarse en islas remotas y pasaron a desarrollarse en un futuro remoto, es decir, todavía no existente y, por tanto, ucrónico. No obstante, junto a ese significado, ha existido otra variante de la ucronía, que en inglés se formula con los términos alternate history, definida por la posibilidad de una historia paralela a partir del principio del contrafactual; es decir, lo que se plantea es qué hubiera pasado si determinado acontecimiento (una guerra, un asesinato político…) hubiese transcurrido de forma diferente. En definitiva, las obras ucrónicas acuden al pasado, modificando algún acontecimiento, y con ello trastocan el ulterior proceso histórico tal y como es conocido.

Ese fue el significado incorporado por Renouvier, pues, si bien habían existido antecedentes, él fue el primero en acuñar el término en el título de la obra recogida en esta edición. Giulia Sissa ha destacado su uso en autores críticos con la democracia clásica. Así Aristófanes planteó, en La asamblea de las mujeres, qué pasaría si las mujeres gobernasen las polis y, en su obra Los pájaros, las consecuencias de que la humanidad viviese en una fiesta permanente. En Roma, Tácito planteó el contrafactual de que Tiberio no hubiese sido sucedido por Calígula sino por el más juicioso Germánico. Joanot Martorell presentó en su novela de 1490, Tirant lo Blanc, la hipótesis de una victoria de los cristianos sobre los turcos y la supervivencia del Imperio bizantino. En The Adventures of Robert Chevalier, escrita por Alain René le Sage en 1732, eran los nativos americanos quienes descubrían Europa antes de los viajes de Colón. Gibbon, en su Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, aventuraba qué hubiera pasado si Carlos Martel no hubiese derrotado a los musulmanes en Poitiers, un tema que ha obsesionado a políticos posteriores como el conservador británico Disraeli o el novelista francés Jacques Boireau en sus Crónicas sarracenas. Asimismo, Delisle de Sales contaba en 1791 en Ma république lo ocurrido en una Francia donde la revolución había fracasado. Lorenzo Pignotti en Storia della Toscana, de 1814, recogía la vida de un Lorenzo de Médici que no moría en 1492, preservaba Italia de las invasiones extranjeras y evitaba el triunfo de la Reforma. Louis Geoffroy en Napoléon et la conquête du monde, escrita en 1836, tenía como protagonista a un Napoleón Bonaparte victorioso, que establecía un imperio mundial garante del orden y del cristianismo[1].

En el caso de Renouvier, el punto de divergencia se situaba en el Imperio romano en el siglo II d.C., bajo el gobierno de Marco Aurelio, quien habría prohibido el cristianismo y legado el poder a Casio y no a Cómodo, como ocurrió en la realidad. A partir de aquí el autor construía una historia de Europa alternativa. En ella se sucedían una serie de acontecimientos en los que se consumaba una escisión entre la zona oriental, sometida a la religión cristiana y a una cultura de servidumbre, y la occidental, regida por un espíritu republicano garante de la libertad de pensamiento, de la pequeña propiedad y del trabajo.

Desde esta obra pionera, la ucronía ha mostrado una sobrada relevancia en diferentes campos. En primer lugar, en el literario, donde se ha multiplicado su impacto en novelas, en la narrativa breve o en el cómic. Tal impulso ha sido visible a lo largo de la centuria pasada, cobrando especial importancia después de la Segunda Guerra Mundial, inicialmente en el mundo anglosajón y en la propia Francia, aunque poco a poco se ha extendido a otros países. Esa eclosión sería una muestra, recogiendo los planteamientos de Lubomír Doležel, del enfrentamiento entre la narración clásica, basada en la sucesión de acontecimientos, y un mundo ficcional inmerso en las coordenadas de un mundo narrativo definido por una tipología de mundos posibles. En una línea similar, Frederic Jameson ha reivindicado el replanteamiento de la temporalidad desde la ciencia ficción y su colección de mundos paralelos y verosímiles alejados del determinismo impuesto por la modernidad[2].

Al margen de la literatura, la filosofía y la ciencia comenzaron a experimentar su momento ucrónico a finales del siglo XIX, cuando la visión lineal del tiempo se vio retada. Esta, aparecida en la centuria anterior, había entendido el tiempo como una línea (también se recurrió con frecuencia a la metáfora de la flecha) unidireccional que encadenaba el pasado, el presente y el futuro, aproximándose siempre a una realidad mejor. Su importancia residió en que sirvió de base a la visión de progreso de la Ilustración y de los pensamientos liberales y socialistas del siglo XIX. Sustituyó al tiempo tradicional cíclico y estático, ligado a la religión, que establecía un intermedio entre una edad dorada del pasado y un apocalipsis que, a lo sumo, se podía profetizar. Sin embargo, en el último tercio del siglo XIX surgieron otras concepciones que incluían un tiempo psicológico, termodinámico o cosmológico. El primero se basaba en la idea de duración que, según el filósofo francés Henri Bergson, suponía que la percepción temporal dependía de la persona y del momento; la termodinámica introdujo, a partir del concepto de entropía, la noción de agotamiento energético que condenaba todo proceso temporal a la decadencia y la muerte; y finalmente, el cosmológico partía de la referencia al tiempo de larga duración del universo que tradicionalmente conducía a una visión cíclica, de repetición actualizada mediante rituales y que todavía goza de importancia en la política y la vida social, aunque menos en la ciencia. Asimismo, la teoría de la relatividad de Einstein convirtió el tiempo en algo dependiente de la velocidad de cada cuerpo y de la fuerza gravitacional, abriendo la puerta a los viajes hacia el pasado y el futuro. Por último, la física cuántica legitimó la existencia de la teoría de los universos múltiples por la que todo lo que podía ocurrir acontecía en algún lugar[3].

Gradualmente, la ciencia cuestionó el determinismo, según el cual los procesos de transformación de la naturaleza seguían un único camino posible. En su lugar, quedó incorporada una nueva narrativa a la historia natural, donde se privilegiaba el papel del caos y del azar, estudiado por Jay Gould, y que ha culminado en las formulaciones de la teoría de cuerdas con su apertura a una multiplicidad de universos paralelos. Por su parte, con la introducción de la posmodernidad a finales del siglo XX, el tiempo adquirió una densidad mayor, pues el flujo lineal coexistió con lo recurrente, lo cíclico o lo instantáneo como formas de comprensión de la temporalidad[4].

La disciplina de la Historia tampoco ha quedado al margen de tales planteamientos. No han escaseado las obras de historiadores o personajes públicos, quienes desde visiones lineales, cíclicas o providenciales del tiempo histórico han jugado a trastocar el pasado, a veces con un afán meramente lúdico, aunque en la mayoría de los casos como un medio para expresar ansiedades y temores ante situaciones del presente. A su vez, historiadores como Niall Ferguson han encontrado utilidad metodológica en los contrafactuales por su capacidad de ayudar a la comprensión de la causalidad histórica, pues el hecho de que el cambio de un factor implique una mutación decisiva del proceso histórico supone demostrar la relevancia de lo elidido. Además, lo contrafactual desvela la posibilidad de la agencia o el protagonismo de los hombres frente a las estructuras económicas o sociales en que viven y cuestiona las formulaciones deterministas de la historia: es decir, que las cosas pasaron de una forma, pero pudieron haber ocurrido de otra. En la misma línea, recientemente David Armitage y Jo Guldi, al reivindicar el papel de las humanidades y de la historia en las sociedades contemporáneas, les han asignado la misión de acudir al pasado y recuperar todas las prácticas y experiencias sociales y medioambientales liberadoras que hubieran quedado arrinconadas por las dinámicas de poder, a fin de armar un arsenal capaz de sustentar propuestas de futuro esperanzadoras en un mundo roto por la desigualdad social y los problemas ecológicos[5].

Con esto la ucronía ha entroncado con la política. En su obra Renouvier la consideró una alternativa frente al determinismo y al fatalismo, al tiempo que abogaba por una Francia y una Europa moderna y laica. Recientemente Gomel ha contrapuesto igualmente la contingencia ucrónica al caos de la posmodernidad. Vivimos tiempos en que la deriva problemática de nuestro mundo parece legitimada en casos por la existencia de un pensamiento único, que reafirma la existencia de una sola alternativa racional; simultáneamente, la posmodernidad diluye las certezas en un mar de identidades particulares. Sin embargo, al tiempo ha renacido la necesidad de lo utópico y con ella la búsqueda y recuperación de otras posibilidades más justas en el futuro y el pasado[6].

El autor y su evolución intelectual

Charles Renouvier nació en Montpellier en 1815 en el seno de una familia acomodada que reflejaba las fracturas de la sociedad francesa decimonónica. Su madre estaba vinculada a la antigua nobleza de toga, que había controlado la administración estatal desde fines de la Edad Media, y combinaba ese origen con un arraigado catolicismo. Por el contrario, su padre Jean Antoine, diputado y abogado con propiedades rústicas en la zona, sobresalió por sus posiciones liberales y anticlericales. En esa misma línea, su hermano mayor Jules fue notable arqueólogo y erudito, comprometido con el republicanismo, siendo diputado tras la Revolución de 1848. Ambos simpatizaron con el socialista utópico Saint-Simon, un autor que logró un gran predicamento entre las clases medias y obreras francesas hasta mediados de siglo. Iniciador de la disciplina sociológica, consideró que los problemas políticos contemporáneos tenían un carácter social derivado del paso de una sociedad feudal a otra industrial. Su programa reformista aspiró a alcanzar una sociedad gobernada por industriales y científicos, empeñados en la planificación económica, en la superación de los conflictos bélicos entre países y en la fundación de una nueva moral más igualitaria.

Posiblemente, el deseo paterno de alejarlo de la conservadora vida de provincias explicase el traslado de Charles a París en 1829 para estudiar en el Collège Rollin, donde pronto se involucró también en los círculos sansimonianos de la capital. En 1834 entró en la École Polytechnique, institución pública centrada en los estudios de ingeniería, donde recibió las enseñanzas de Comte. En la época, el paso por aquella institución abría el acceso a la administración; sin embargo, la fortuna familiar le permitió rechazar primero una plaza en la Armada y más tarde otra de profesor universitario, dedicándose al estudio de la filosofía. En 1839 presentó un ensayo sobre Descartes en la Academia de Ciencias Morales y Políticas por el que recibió una mención, el cual se convertiría en su primer libro, Manuel de philosophie moderne (1842). Entre 1843 y 1847 colaboró en la Encyclopédie nouvelle, fundada por los sansimonianos Pierre Leroux y Jean Reynaud. Transcurrían los años previos a la Revolución de 1848, en los que Renouvier vivió en un clima marcado por la bohemia romántica, siendo una muestra de ella su matrimonio con una mujer de origen humilde, rechazada por ese motivo en su entorno familiar. Eran también los años de apogeo del socialismo utópico francés, como quedó demostrado por la publicación a lo largo de la década de las obras De l’humanité de Pierre Leroux (1840), el Voyage en Icarie de Étienne Cabet (1842), L’Organisation du travail de Louis Blanc (1839) y la Mémoire sur la proprieté de Pierre-Joseph Proudhon (1840). Renouvier no fue ajeno a ese movimiento. Siempre se sintió atraído por el antiautoritarismo de Fourier, así como por el moralismo, el individualismo y el federalismo de Proudhon, aunque el rechazo de los medios violentos y de la supresión de la propiedad privada lo alejó de Bakunin y de Marx. No obstante, quien más influencia intelectual ejerció sobre él fue su amigo Jules Lequier, católico heterodoxo, defensor de la libertad frente a todo tipo de determinismo metafísico[7].

La vida de Renouvier osciló entre el compromiso público y el retiro intelectual. Muestra de esto último y de su interés por la Antigüedad, que se verá reflejado en Uchronie y en todo su pensamiento, fue su Manuel de philosophie ancienne (1844) en el que hizo una encendida defensa de la libertad de pensamiento. Sin embargo, tampoco permaneció indiferente a los acontecimientos del momento. Su relación con Jean Reynaud le abrió las puertas de la política en 1848. De su mano ingresó en la Alta Comisión de Estudios Científicos y Literarios donde redactó el Manuel républicain de l’homme et du citoyen, una especie de catecismo político, es decir, un manual destinado a los escolares sobre cómo llegar a ser un buen republicano, del que se redactaron 15.000 ejemplares. Pese a ello, su radicalismo, pues proponía como meta la llegada a una sociedad futura guiada por un socialismo cristiano y democrático, despertó el rechazo del sector más conservador del Parlamento y precipitó su salida de la Comisión.

Es bien sabido que los revolucionarios franceses de 1848 fueron derrotados primero por la represión llevada a cabo en París, en julio de ese año, por el general Cavaignac y, más tarde, en diciembre, con las elecciones por sufragio universal que dieron la presidencia a Luis Napoleón. El fin de la experiencia republicana tras el golpe de 1851 del propio Luis Napoleón (el futuro Napoleón III), que desembocaría en el II Imperio y el enfriamiento de los sueños revolucionarios, transformó el pensamiento de Renouvier. En ese mismo año escribía Gouvernement direct, donde, en sintonía con muchos revolucionarios desencantados por el sufragio universal que había dado el poder a las opciones conservadoras, rechazaba el régimen parlamentario representativo en favor de formas de participación directa. Pronto abandonó esos radicalismos y pasó a valorar la educación como fundamento del progreso político; también como el mejor antídoto contra el cesarismo, por el que un militar de prestigio asumía el poder aclamado por la población con la promesa de regenerar el país, y que en Francia representaba Luis Napoleón en ese momento. Asimismo, se distanció de la religión como engranaje de la república ideal, quizá por la locura de su amigo e inspirador el católico Lequier, dando prioridad a la voluntad sobre lo absoluto y sobrenatural.

Por las mismas fechas acusaba al cristianismo de haber arruinado la Antigüedad en La Feuille du peuple, aunque también censuraba la demagogia revolucionaria, así como los discursos sustentados en una fe ciega en el progreso. Frente a ellos defendía otra historia basada en la libertad y en una razón contingente, pues el progreso podía ser derrotado por el mal. Ese rechazo del cristianismo y la afirmación de la libertad explican el sentido de Uchronie, publicada inicialmente en 1857. Renouvier encontró el fundamento de ese giro en la filosofía neokantiana. Dicha corriente adquirió predicamento en la Alemania de la época con la llamada Escuela de Maburgo; de ahí se extendió a otros países europeos, como Francia o la España de la Restauración, donde destacaron los trabajos de José del Perojo y Manuel de la Revilla. Entre sus supuestos destacó su oposición al hegelianismo y la defensa de un enfoque ético de la política que primaba la importancia del derecho y de la educación.

Con la vuelta a Kant, Renouvier asumió la superioridad del imperativo categórico, al menos como ideal, frente a la ética del utilitarismo, fundamentada en el interés propio; igualmente, partió de un hombre racional, aunque rechazó la división kantiana de noúmeno y fenómeno, prefiriendo el último. Esto significaba alejarse de una aproximación materialista o idealista de la realidad en favor de la fenomenología, es decir, del reino de la experiencia cotidiana; un mundo caracterizado por la contingencia en el que se negaba la fe ciega en el progreso y el evolucionismo de Spencer, quien había convertido el Estado liberal en la culminación del proceso evolutivo de las sociedades humanas.

Tras la derrota de Francia en la guerra contra Prusia en 1870, el derrumbe del II Imperio y la proclamación de la III República, Renouvier se implicó nuevamente en la política, pero de una forma indirecta. Apoyó en todo momento ese régimen, especialmente en sus primeros años por la moderación observada en políticos como Gambetta, aunque criticase algunas de sus derivas; sin embargo, nunca tuvo la pretensión de participar en la vida política sino de influir en ella mediante su labor periodística. Una actitud de distanciamiento que venía prefigurada de alguna manera desde 1863, cuando, gracias a la pequeña fortuna recibida tras el fallecimiento de su padre, se trasladó de París a la pequeña población de Pontet, cercana a Avignon. Allí publicó, con el también neokantiano François Pillon, La Critique philosophique, politique, scientifique et littéraire, desde 1872 hasta 1889, aunque con unas tiradas exiguas, no superiores a los mil ejemplares. La revista incluía artículos de política y filosofía con el objetivo de guiar a la nueva clase dirigente de la república, a la que se consideraba poco formada en kantismo.

Desde 1880 el pensamiento de Renouvier conoció transformaciones, pues observó una menor hostilidad hacia el cristianismo. El conocimiento no debía centrarse en las cosas, dado que eso conducía al ateísmo, sino en la persona. Eso explicó su ataque al positivismo que en esos años extendía su influencia por el mundo intelectual francés de la mano del evolucionismo y de la sociología. Por ejemplo, según Durkheim, el individuo estaba limitado por los códigos de la sociedad, con lo que la libertad no era un rasgo personal y atemporal sino el resultado de un proceso evolutivo y social. Frente a esos postulados, Renouvier mantuvo la creencia kantiana de una voluntad racional capaz de someter al saber y a la realidad externa y se sintió cómodo con el personalismo, una especie de religiosidad liberal por la cual la redención de la caída del paraíso sólo podía ser proporcionada por la libertad y la moralidad.

La concepción política de Renouvier

William Logue encuadró a Renouvier dentro del liberalismo radical de la III República por su vocación de conjugar liberalismo y democracia[8]. En ese sentido, aconsejó a los republicanos ocupar una posición reformista y centrista entre los reaccionarios y los revolucionarios utópicos, entre los cuales incluyó a republicanos intransigentes, reacios a toda componenda con el pasado, socialistas y anarquistas. Se distanció de la tradición centralista jacobina y defendió un régimen político descentralizado. Mantuvo una visión elitista de la política, que debía estar en manos de una aristocracia del talento y no de las masas. Igualmente, propuso una república distinta a la planteada en la Revolución de 1848; es decir, dispuesta a garantizar los derechos y las libertades, pero sin cuestionar la propiedad privada, elemento básico en el disfrute de una autonomía individual. No obstante, no fue ajeno a los problemas derivados de la desigual distribución de la riqueza y de las dificultades de acceder a ella para los desfavorecidos. De esta forma, abordó uno de los asuntos claves de la política europea del siglo XIX, como fue la cuestión social, traída al primer plano por el crecimiento de las desigualdades con el proceso industrializador. Se mostró optimista con la capacidad del liberalismo a la hora de superar la división de clases y construir una sociedad nacional basada en la solidaridad, lo que significaba que esa sociedad tenía obligaciones hacia los individuos. El liberalismo francés fue en general estatista, pues nunca renunció a la intervención de aquella institución en la vida social. De acuerdo con esto, Renouvier respaldó la imposición fiscal progresiva y las medidas de fomento del crédito. No obstante, la solución real había de tener más bien carácter moral, pues descansaba en el deber de asistencia que tenían los acomodados y en la capacidad de los desposeídos para organizarse. De esta manera, el asociacionismo se convertía en la clave y en el intermediario de las relaciones entre los individuos y el Estado. Renouvier elogió las sociedades mutualistas, encargadas de asistir a sus miembros en situaciones de desgracia y de proporcionar capital para sus actividades; también aceptó la labor reivindicativa de los sindicatos, aunque en todo momento condenó las prácticas violentas y subversivas. En definitiva, apuntó a lo que él mismo denominó un «socialismo liberal», capaz de acercar a las masas obreras a la república, alejándolas de los sueños utópicos de igualdad económica. Conectó así con el llamado «liberalismo social» de fin de siglo, que tuvo como exponentes señalados Le solidarisme de Léon Bourgeois en Francia, el New liberalism en Gran Bretaña, y las propuestas de Giolitti y Canalejas en Italia y España respectivamente.

El carácter moral del problema otorgó un enorme significado a la educación que, una vez más, sólo el Estado podía asegurar a todos los habitantes. Ya hemos visto su intención de formar ciudadanos republicanos en 1848. En 1872 escribía en Critique philosophique, un artículo titulado «La decadencia de Francia», bajo el impacto de la aparatosa derrota sufrida en la guerra contra Prusia y en pleno debate sobre la decadencia nacional. El mayor peligro al que se enfrentaba el país residía en la corrupción de costumbres, visible en la decadencia literaria, en el escepticismo, en el desprecio a la ley, al poder y a la alta cultura, así como en la falta de coraje cívico con la consiguiente desaparición del sentido del deber y de la disciplina. En 1879 escribió el Petit traité de morale à l’usage des écoles primaires laïques. Su propuesta iba más allá de la mera instrucción, pues debía atender a la mejora personal de los individuos, alejándolos de todo autoritarismo con el fin de fomentar su capacidad reflexiva y la comprensión de la estrecha relación existente entre derechos y deberes. La educación no se circunscribía al ámbito de la escuela primaria, sino que abarcaba la superior, que también debía ser gratuita a fin de crear una elite gobernante imbuida de un espíritu democrático. Por tanto, se debía promover la separación Iglesia-Estado, crear una educación nacional y eliminar el control eclesiástico en ese ámbito, pues toda educación liberal chocaba con la intolerancia religiosa y con la moral católica que se inculcaba a los niños[9].

Pese a su filiación republicana, siempre fue crítico y pesimista ante lo que consideró una evolución insatisfactoria del régimen político de la III República y una derrota filosófica por el triunfo de las ideas evolucionistas y de la sociología entre los gobernantes republicanos, su aburguesamiento y falta de ideales. Desde el punto de vista político, lamentó que la república no hubiera acometido la educación moral del pueblo con lo que el papel de la Iglesia en ese campo no se había visto mermado. Esa falta de ideales había impedido acabar con el cesarismo y el nacionalismo militarista heredados del II Imperio. Su desánimo se vio acrecentado al compartir el pesimismo finisecular, común entre la intelectualidad del momento. Renouvier reconoció la presencia del mal en el mundo, aunque, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, le restó carácter existencial por no estar enraizado en el ser, sino en el propio hombre y en su libertad. Aunque el hombre podía hacer tanto el bien como el mal, este último, patente en la guerra y el fanatismo, era una constante en la historia, como se esforzó en demostrar en su obra Philosophie analytique de l´historie, compuesta entre 1896 y 1898. En ella volvió a estudiar las civilizaciones y las religiones del pasado, estableciendo un balance negativo del proceso histórico en Europa, aunque sin negar las mejoras.

Pese a sus críticas, permaneció fiel a la III República hasta su muerte en 1903 y acentuó su compromiso a medida que el régimen conocía tensiones internas crecientes. De esta manera, durante la grave crisis provocada por el caso Dreyfuss se alineó con el bloque de izquierdas frente a los sectores monárquicos y clericales. Así quedó demostrado con la publicación de un artículo en L’Aurore, el mismo periódico que había recogido el famoso «J’accuse» donde Zola denunciara el antisemitismo y las posiciones reaccionarias del Ejército. En su texto Renouvier insistió como solución en la separación entre Iglesia y Estado y abogó por una república como poder espiritual.

Esos gestos le ganaron el reconocimiento de un régimen acosado que buscaba apoyos intelectuales y promovió su ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas; también se le concedió la Legión de Honor, aunque rechazó el galardón. Sin duda, eran unas medidas escasas y tardías que podrían confirmar el escaso peso de Renouvier en la política de su tiempo. Con todo, esa no fue la percepción de algunos de sus contemporáneos. El sacerdote integrista Lambert Laberthonnière le consideró padre espiritual de la república e inspirador de su laicismo. El positivista Fouillée lamentó su influjo y la expansión del neokantismo en la Universidad, al menos hasta la década de 1880. Finalmente, el monárquico Maurras le atacó en 1902 por su magisterio anticlerical y le acusó de controlar en la sombra la enseñanza de la III República.

El significado utópico de Ucronía y la república ideal

Ucronía apareció inicialmente en 1857 en forma de tres artículos publicados en la Revue philosophique et religieuse con el título Uchronie, tableau historique apocryphe des révolutions de l’Empire romain et de la formation d´une fédération européenne[10]. En 1876 se editó la obra completa, en la que se recurría a la típica fórmula de un narrador que había descubierto un manuscrito perdido, donde se relataba el pasado alternativo. Su contenido se dividía en tableaux o cuadros, acompañados de un prólogo no firmado, pero cuya autoría correspondía al propio Renouvier; así como de un primer apéndice, realizado en Holanda en 1658 por el hijo del descubridor del texto, en el que se lamentaba de que los sueños de libertad no se hubiesen cumplido. A tal efecto, repasaba la historia tal y como había sido realmente, centrándose en las persecuciones religiosas. Venía después otro apéndice, escrito por el nieto en 1709 con un añadido de 1715, que reiteraba los lamentos por el incumplimiento de las bondades recogidas en Uchronie, si bien apuntaba a que en un futuro inmediato sí pudieran ocurrir. Finalmente, el libro acababa con un posfacio de Renouvier con elogios a la utilidad del libro pese a los problemas de coherencia histórica que pudiera tener.

El título de la versión definitiva mostraba diferencias llamativas con el anterior y sugería la evolución experimentada por el autor: Uchronie (l’utopie dans l’histoire): esquisse historique apocryphe du développement de la civilisation européenne tel qu’il n’a pas été, tel qu’il aurait pu être[11] implicaba, en primer lugar, una visión más amplia, pues pretendía incluir un repaso amplio de la historia de la civilización, restando protagonismo a los acontecimientos de la época romana. En segundo lugar, aparecía el término «utopía». Según Turlot, quien cita una frase recogida en el prólogo de la obra, no lo sería realmente a menos que se entendiera como «una utopía de los tiempos pasados»[12]. Sin duda, podemos encontrar la dimensión utópica en el esquema de una historia alternativa que altera el pasado y crea un futuro localizado también antes del presente, coherente con la agenda de una república ideal manejada por Renouvier. Junto con esto, la dimensión temporal se enriquecía y se volvía más compleja al incorporar el tiempo del propio narrador, situado en el futuro del lector, caracterizado por avances tecnológicos y políticos propios del pensamiento utópico decimonónico. Por último, el deseo de mostrar una realidad paralela se apoyaba en una cronología alternativa que Renouvier extraía de las olimpiadas griegas; es decir, el año 1 del calendario cristiano equivalía al 777 a.C.

El punto de partida de la obra se trasladaba al Imperio romano, estableciendo una contraposición entre Occidente y Oriente. El primero, tradicionalmente caracterizado por el pre­dominio de la cultura grecolatina, respetaba la igualdad civil y se fundamentaba económicamente en la pequeña propiedad agrícola, que, por otra parte, predominaba en el campo francés del siglo XIX. Renouvier recurría aquí a la imagen ideal de las polis griegas y de la República romana, recogida por el republicanismo de la Edad Moderna. Este movimiento, especialmente importante en la Revolución inglesa del siglo XVII y en la norteamericana de la centuria siguiente, albergaba como proyecto una sociedad de ciudadanos implicados activamente en la política, independientes económicamente gracias a la pequeña propiedad y dotados de una moral austera basada en el trabajo. Frente a él surgía un Oriente dominado históricamente por la tiranía de los grandes imperios que habrían generado una población acostumbrada a la servidumbre y a la intolerancia.

Sin duda, en esta visión dicotómica entre un mundo libre y otro esclavizado, Renouvier se vio marcado por el orientalismo predominante en el mundo cultural y académico del siglo XIX. Según Edward Said, fue una construcción cultural que sirvió para destacar la superioridad europea en el proceso civilizador y justificar el colonialismo iniciado en la centuria, pues los territorios orientales no se consideraban preparados para una vida independiente, pudiendo esperar sólo ventajas de la dominación exterior[13].

Sin embargo, y este fue un temor común en los orientalistas del siglo XIX, Oriente era peligroso por su capacidad de seducir y cambiar a Occidente. Así se reflejaba en Ucronía, pues Roma no había podido evitar verse contaminada tras consumar la conquista entre los siglos I y II d.C., como demostraban el crecimiento de la esclavitud, las desigualdades económicas, los espectáculos sangrientos, el militarismo de los pretorianos y el cristianismo con su intolerancia. No debemos olvidar tampoco el carácter político de una obra llena de alusiones a la situación contemporánea, concretamente al II Imperio de Napoleón III, al que los republicanos habían acusado de conservadurismo y aventurerismo militar; es decir, rasgos semejantes a los encontrados en la Roma decadente.

En su rechazo al determinismo histórico, Renouvier sostuvo siempre la importancia de la voluntad y el papel de las grandes individualidades. Según su relato, la decadencia fue detenida por la dinastía Antonina, que ocupó el poder entre el año 96 y el 192 d.C. En ese periodo se producía el punto de ruptura de la historia, cuando el emperador Marco Aurelio decidía no entregar la sucesión a Cómodo y se la cedía a Casio, jefe del Ejército de Oriente (que, en la realidad, protagonizó una rebelión sin éxito contra él, siendo asesinado por un centurión), al tiempo que le exhortaba a prohibir el cristianismo. El momento escogido no fue casual, porque en la historiografía del siglo XIX sobre la Antigüedad, muy influida por la Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano de Gibbon, el periodo Antonino se había hecho coincidir con el apogeo del Imperio, mientras que en el reinado de Cómodo se había localizado el principio de la crisis romana[14].

Los tiempos posteriores eran convulsos. El cristianismo se imponía en Oriente forzando la separación del resto del Imperio. Las consecuencias eran desastrosas para esa zona, pues la intolerancia y el caos se extendían en su seno sin que se pudiese resistir la invasión de los pueblos bárbaros y luego de los musulmanes; tampoco se evitaba la desmembración territorial con el desarrollo del feudalismo, la decadencia de las ciudades y el fortalecimiento del clero. Curiosamente, Renouvier alteró el relato histórico invirtiendo lo ocurrido en Oriente, donde la economía comercial de la Antigüedad había pervivido, por el feudalismo occidental. Seguramente, eso no debió preocuparle demasiado, pues en la misma obra (p. 220) se definió a sí mismo como un historiador filósofo, más preocupado en exponer ideas que en contar hechos. Frente a ese cuadro desolador, en Occidente se mantenía la unidad y se restauraban los rasgos perdidos de libertad y homogeneidad económica. Si bien ni los conflictos sociales ni las luchas políticas o las tentaciones militaristas desaparecían completamente, se conseguía resistir los ataques bárbaros e incluso una cruzada promovida desde Oriente en alianza con los germanos; una nueva inversión que obviaba la dirección real de las cruzadas medievales. La victoria occidental fortalecía el comercio y acrecentaba la influencia benefactora occidental. En Germania se producía un cambio religioso en el cristianismo, semejante a la Reforma protestante, con lo que su desarrollo se precipitaba. En general, en Occidente la llegada de la civilización se anticipaba en varios siglos gracias a la evolución adoptada, como evidenciaba el que en el siglo VIII las ciencias experimentales conocían un rápido desarrollo, los viajes marítimos fomentaban el comercio en todo el Globo y la imprenta extendía la alfabetización a todas las clases.

Como decíamos anteriormente, la obra presentó un componente utópico en dos sentidos. Por un lado, los avances adelantados en el tiempo mostraban una sociedad mucho más justa y feliz; por otra parte, el narrador, situado en el futuro, describía un mundo con un elevado nivel tecnológico, incluidas máquinas voladoras y otras capaces de mover grandes pesos. A eso se unía un desarrollo político por la construcción de una federación de territorios. No obstante, también sabemos que Renouvier, reacio a un optimismo ciego, siempre planteó la presencia del mal en el mundo. En ese sentido, la utopía no estaba exenta de riesgos a causa de las tensiones bélicas originadas por conflictos sociales que erosionaban las posiciones federales. Sin embargo, esa situación le permitía retomar la apelación a la utopía, recordando la necesidad de poner fin a las guerras. El buen gobierno haría ver la inutilidad de las disputas bélicas en el comercio por la imposibilidad de monopolizarlo, en la religión por la tolerancia y en los conflictos sociales y externos por el establecimiento de gobiernos regidos por la ley y la virtud (pp. 324 y ss.). En ese momento se formaría una federación desde abajo, alcanzada preferentemente por el trabajo de las asociaciones voluntarias de trabajadores, lográndose una armonía definitiva expresada en términos casi religiosos.

Pero no es a la abnegación, al sacrificio –vanas palabras que esconden frecuentemente las postraciones y los desfallecimientos del alma, o sus ilusiones, o inclusive el egoísmo y la egolatría– a lo que se deberá el triunfo del Bien, sino a la Justicia y a la Razón. Y no es una teoría ostentosa y vacua de lo Infinito que encierra la verdad para uso de las generaciones futuras: es la doctrina de la Armonía o de las relaciones perfectas realizadas en un orden finito. Y no es una gracia venida del cielo, el don de uno solo ni el mérito de uno solo lo que nos aporta la salvación terrestre; es la cadena de oro de los hombres de recta razón y de corazón grande que, de una época a otra, han sido los conductores espirituales, los verdaderos redentores de sus hermanos (p. 328).

El sueño de una unión federal de Europa no fue exclusivo de Renouvier, sino que contó con numerosos precedentes en el siglo XIX nacidos de la pluma de autores republicanos y socialistas. Nuestro autor fue uno de ellos, como quedó demostrado en un texto publicado en 1872 en Critique philosophique, llamado «De la necesidad de constituir en Europa un sentimiento europeo», en el que proponía una federación occidental[15]. El título del artículo expresaba la visión geográfica dual recogida en Ucronía; asimismo, reflejaba la ansiedad por la situación internacional posterior a la Guerra franco-prusiana. No es sorprendente, por tanto, que Renouvier abordase la relación entre las culturas noreuropea y latina. La reflexión sobre la relación entre ambas fue común en el último tercio del siglo XIX y principios del XX cuando en el escenario internacional potencias como Alemania o Gran Bretaña aumentaban su hegemonía. Muchos pensadores franceses, al igual que los regeneracionistas españoles, se preguntaron sobre la razón de la decadencia de sus países frente a la emergencia de los vecinos[16].

En ese debate Renouvier apostó por una federación que conjugase el espíritu germánico y el latino. Reconocía la superioridad del primero en el ámbito literario, moral y en la libertad individual conseguida tras la Reforma protestante, que, como hemos visto, fue bien valorada en Ucronía. Sin embargo, los latinos sobresalían desde el punto de vista filosófico, pues ni el determinismo hegeliano ni la predestinación protestante había calado en ellos. Como resultado de esto, podían ofrecer libertad política y democracia e incluso una puerta a la utopía. El espíritu latino miraba al ideal y tenía una tendencia a la de­sobediencia y a la revuelta, como demostraban los carbonarios italianos, los pronunciamientos españoles o las barricadas de los franceses que, si bien podían degenerar en violencia, también posibilitaban la libertad.

Boletín de la Institución Libre de Enseñanza,La España ModernaRevista Contemporánea[17]Uchronie[18]

A lo largo de la centuria hubo en el país una conciencia de crisis nacional, cuyos orígenes se atribuyeron a la dinastía de los Austrias o Habsburgo del siglo XVI. Según esta idea, aquellos monarcas habían impuesto el despotismo, evidenciado en la derrota de los comuneros castellanos y en el triunfo de la Inquisición, y dedicado todos los recursos a una sucesión de guerras improductivas, guiadas por intereses dinásticos, que habían consumido los recursos del país. De ahí que no fuera difícil vislumbrar una evolución diferente si algunos acontecimientos hubieran ocurrido de forma distinta.

Para terminar, citaremos algunos ejemplos tomados de la literatura y de discursos políticos. Labanyi ha sostenido que el liberalismo español se empeñó en trazar una genealogía sobre el carácter pionero de la libertad española respecto a sus coetáneos europeos, y la encontró en al-Ándalus. Así quedó reflejado en numerosos dramas románticos que presentaron una España andalusí moderna, abierta, con integración racial y tolerancia religiosa. Fue el caso de Los amantes de Teruel de Hartzenbusch, donde se recreaba una sociedad árabe medieval burguesa y rica, con unas relaciones entre sexos presididas por el amor romántico –es decir, similar al modelo liberal del siglo XIX– que no habría podido pervivir por las destrucciones de la Reconquista. Por su parte, en Aben Humeya Martínez de la Rosa lamentaba que la integración de los moriscos españoles hubiera sido desbaratada por la Inquisición de Felipe II y por sus hermanos intolerantes del norte de África[19].

En 1853 el progresista Olózaga señalaba en un discurso, pronunciado en la Academia de la Historia, que el desarrollo del país se había truncado porque la unidad de los pueblos no había contrarrestado el proceso de unificación del poder. Con el típico enunciado ucrónico se preguntaba qué hubiese sucedido si los pueblos se hubieran unido como lo hicieron las coronas; si se hubiera hecho un Congreso español, compuesto de las Cortes de cada Estado, y si los comuneros castellanos y los agermanados de Valencia se hubieran apoyado mutuamente en sus luchas contra Carlos V. En el mismo sentido, Nilo María Fabra escribía en 1883 Cuatro siglos de buen gobierno, donde cambiaba la historia nacional, porque Carlos V no sucedía a los Reyes Católicos ni la Corona española caía en manos de la dinastía Habsburgo. En su lugar, lo hacía Miguel I, otro nieto de Isabel y de Fernando e hijo de Isabel y de Manuel de Portugal, quien establecía un reino guiado por intereses nacionales y no por el ansia de guerras europeas. Todos los esfuerzos se orientaban a conseguir un gran desarrollo económico y comercial, instituciones representativas con Cortes elegidas por elecciones libres y un clima general de libertad. España se unía a Portugal, sueño del iberismo presente en el republicanismo decimonónico español, y, acorde con el desarrollo del colonialismo de la época en que fue escrito, los dominios de la monarquía y su papel civilizador se extendían por el norte de África. Unas ideas compartidas, a su vez, por Joaquín Costa, quien tras el Desastre de 1898 afirmó que si no se hubieran producido el descubrimiento de Colón y el matrimonio de Juana la Loca con Felipe de Borgoña, que despertaron las tentaciones de un imperio universal «superiores a la capacidad de la raza», no se hubiera producido la lenta e inexorable decadencia española durante cuatro siglos[20].

[1] Sissa, 2007. Para ejemplos de obras ucrónicas, véanse Alkon, 1987; y Henriet, 2004.

[2] Doležel, 1999; Jameson, 2009. La importancia actual de la ucronía queda demostrada en la existencia de infinidad de páginas web que recogen todo tipo de publicaciones relacionadas con la materia. http://www.uchronia.net/ y https://latabernadeguardia.tumblr.com/post/113957989487/ucronias-y-distopias-en-los-comics [consultados en julio de 2017] serían ejemplos de páginas dedicadas a la literatura y al cómic, respectivamente.

[3] Para los distintos tipos de tiempo, véase Flood y Lockwood, 1994.

[4] Jay Gould, 1992; el tiempo posmoderno, en Gomel, 2010.

[5] Fergusson, 1998; Armitage y Guldi, 2016.

[6] Gomel, 2010.

[7] Jules Lequier (1814-1862) no dejó ninguna obra escrita, conociéndose su pensamiento sólo a través de los comentarios de Renouvier.

[8] Logue, 1983, p. 52.

[9] Las referencias de Critique philosophique se han tomado de Turlot, 2003, pp. 152-156.

[10] Ucronía, cuadro histórico apócrifo de las revoluciones del Imperio romano y de la formación de una federación europea.

[11] Ucronía (la utopía en la historia): esbozo histórico apócrifo del desarrollo de la civilización europea, no tal como ha sido, sino tal como habría podido ser.

[12] Turlot, 2003, p. 10.

[13] Said, 1978.

[14] Gibbon, 1819, pp. 107 ss. La famosa película norteamericana La caída del Imperio romano, dirigida en 1964 por Anthony Mann, mantuvo el mismo relato, aunque el cristianismo salía mucho mejor parado.

[15] Turlot, 2003, pp. 33-42.

[16] Sintomático de esos planteamientos fue la obra de Edmon Demolins ¿En qué consiste la superioridad de los anglosajones?, publicada en 1897, con traducción al español y prólogo de Canalejas en 1904.

[17] La España Moderna, febrero de 1889, p. 97.

[18] La opinión de Unamuno, en La Lucha de Clases, 2 de diciembre de 1894. Araquistáin, 2011.

[19] Labanyi, 2004.

[20] Olózaga, 1853, p. 5. El texto de Fabra apareció en dos entregas en la Ilustración Española y Americana, 30 de noviembre y 8 de diciembre de 1883. Costa, «Mensaje y Programa de la Cámara Agrícola del Alto Aragón», 13 de noviembre de 1898 (publicado en El Liberal, 14 de noviembre de 1898).