El ingenuo salvaje

David Storey

 

 

Traducción del inglés a cargo de

Consuelo Rubio Alcover

 

 

019

 

 

Storey, David. Nació en Wakefield, Yorkshire. De familia obrera, su padre trabajó en una mina de carbón, pero él estudió en la Slade School of Fine Art de Londres, donde se mantuvo por sí mismo jugando en un equipo de rugby a trece. A pesar de que comenzó su carrera literaria como dramaturgo, la fama le llegó con su primera novela, «El ingenuo salvaje» (1960), que se alzó con el Macmillan Fiction Award. También ha sido galardonado con el Premio Booker (1976), el Premio John Llewellyn Rhys y el Premio Somerset Maugham. Storey falleció en 2017 en Londres.

 

 

 

Título original: This Sporting Life

 

Edición en ebook: octubre de 2019

 

Copyright © 1960 by The Estate of David Storey

Copyright de la traducción © Consuelo Rubio Alcover, 2019

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2019

Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid

 

www.impedimenta.es

 

Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel

Maquetación: Daniel Matías y Luis Villén

Corrección: Ane Zulaika y Sara Terrero

Composición digital: leerendigital.com

 

ISBN: 978-84-17553-46-3

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

 

 

 

 

Una de las más brillantes novelas deportivas de todos los tiempos. La historia de un antihéroe obrero del rugby en un pueblo minero inglés en los sesenta, que experimenta en sus propias carnes los sinsabores de la fama mientras ambiciona infructuosamente el amor de su casera. Un clásico de la novela británica de posguerra.

 

 

 

 

 

«Una novela extremadamente madura, técnica y emocionalmente.»

The Sunday Times

 

«La mejor novela deportiva que he leído en mi vida.»

Caryl Phillips

 

El ingenuo salvaje

 

 

CubiertaArthur Machin es hijo de un simple minero y no espera salir de la ciudad industrial inglesa en la que nació, un agujero de frustración y aburrimiento, pero su vida cambia cuando el equipo local de rugby lo ficha para la Liga Nacional. De la noche a la mañana, todo el mundo conoce su nombre y se codea con los hombres más poderosos de la zona. Sin embargo, Arthur no tarda en darse cuenta de que la popularidad no implica necesariamente la felicidad. Mientras va incomodando cada vez más a las clases altas, que no suelen admitir a nadie de origen humilde en sus selectos círculos, Machin trata de hallar cariño en la señora Hammond, su casera, y demostrarse a sí mismo que es algo más que una marioneta de la sociedad, incapaz de hacer nada salvo regodearse en su propia fama.

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Índice

 

 

Portada

El ingenuo salvaje

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Segunda parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Sobre este libro

Sobre David Storey

Créditos

Primera parte

1

Estaba esperando a que el balón me pasara entre las piernas, con la cabeza apoyada en el trasero de Mellor.

Él se movía con demasiada lentitud. De hecho, yo ya me había empezado a apartar cuando el cuero me llegó disparado a las manos y, antes de que pudiera pasárselo a alguien, un hombro se me plantó en la mandíbula. Apreté los dientes con furia, en plan tenaza, y esa misma fuerza me aturdió tanto que perdí el conocimiento.

Lo primero que veo es la vaga expresión de disculpa en el rostro de Mellor, junto al de Dai —el entrenador—, que está inclinado, echándome agua en la cara con una esponja.

—Sal del campo un rato —me dice—. Te has hecho un buen tajo en la boca.

Me levanto y noto sus manos en mis axilas, sujetándome como un par de nudos bien apretados. Me despacho a gusto con Mellor; mientras tanto, los demás jugadores lo observan todo despreocupados, aliviados por el interludio. Me marcho junto a Dai, que me planta un inhalador de amoniaco bajo la nariz.

Me quedo sentado en el banco hasta que él termina de dar instrucciones en el campo y, cuando deja de chillar, me presiona la boca con los dedos y me vuelve los labios del revés.

—Joder, tío —me dice—. Te has roto los dientes de delante.

—Pues perfecto, ¿no? —le digo siseando—. Así puedes culparme a mí.

Él observa atentamente los daños. Sus ojos se mueven en círculos y esquivan la punta de mi nariz.

—Tú limítate a no culpar a Mellor —me dice—. ¿Te duele? Me da la impresión de que vas a necesitar una prótesis.

Los reservas se reúnen en torno a él y observan la escena por encima de sus hombros.

—¿Qué aspecto tengo?

Los ojos de Dai se elevan hasta los míos durante un segundo; tratan de comprobar hasta qué punto estoy nervioso.

—Pareces un viejo. Tendrás que abstenerte de chicas por una semana.

—No siento nada —le digo. Sus pulgares sueltan la solapa de mi labio superior, que vuelve rápidamente a su sitio—. Dentro de un minuto quiero entrar otra vez.

En realidad, no hay ninguna necesidad de que regrese al partido. Llevamos una ventaja de doce puntos sobre un equipo agotado, y quedan menos de diez minutos del tiempo reglamentario. La afición ya ha aceptado la decisión y está en pie, curioseando, entreteniéndose con incidentes como el que yo acabo de protagonizar. Tal vez por esa razón vuelvo al campo, para demostrar lo mucho que me importa el partido. Ya está oscureciendo y la típica neblina va subiendo desde el valle para encontrarse con el techo de nubes bajas. Una de esas ovaciones descreídas tan propias de nuestra hinchada se alza desde el terreno de juego y se convierte en rugido conforme atraviesa las gradas. Justo entonces salgo trotando a la cancha, entre las tinieblas. Le hago señas al árbitro con el brazo.

Aún me queda tiempo para un asalto más. Ya se me ha pasado el efecto de la Benzedrina. Corro por el medio del campo, balanceando acompasadamente la pelota entre las dos manos como si fuera un retrasado, alguien incapaz de engañar a nadie, ni siquiera a un crío pequeño. Sucumbo al placaje, pero después juego el balón y me mantengo alejado del peligro hasta que el pitido del árbitro marca el final del partido. Salimos del terreno en tropel, solos o por parejas. La afición se ha dividido en dos mitades, formando una especie de telón negro, y empieza a marcharse con cuentagotas por las dos salidas principales, que están situadas en los dos extremos del campo. Los pisos superiores de los autocares que esperan en la calle, formando una hilera, refulgen por encima del terraplén. En realidad, este debería ser el mejor momento de la semana para mí: el instante en que, cada sábado, el partido llega a su fin; las luces parpadean a la luz del crepúsculo, el aire está limpio y lo único que tengo por delante es un día sin trabajo, además del ocio del conquistador. Pero hoy, en cambio, lo que tengo delante es la asquerosa espalda de Mellor, y empiezo a acumular justo en ese punto todas mis ansias de venganza. Él agacha la cabeza cuando entramos en el túnel, y tampoco mira a nadie cuando, impasible, se abre paso entre una piña de funcionarios curiosos. Eso se le da bien: al mirarlo, la gente siempre tiene la impresión de que no siente absolutamente nada. Lo cual explica la serenidad de su cara de imbécil.

Su actitud no cambia ni un ápice en el baño, cuando nos sentamos formando una piña y dejamos que el chorro de agua caliente nos azote la piel desgarrada. Una pequeña filtración de sangre y barro oscurece la superficie. A veces se rompe y caracolea en torno a los cuerpos de los hombres despatarrados. Las cabezas sobresalen por encima del agua, como animales que protestan dentro de una charca; yo renuncio a seguir pensando.

Detrás de nosotros vienen los reservas, acompañados por el encargado de mantenimiento del campo, un tipo con joroba. Procuran ordenar un poco las camisetas y los pantalones, pero no los tocan más que con las puntas de los dedos; tratan de rehuir el sudor manchado de barro. Sus siluetas, deformadas por los impermeables, transmiten resentimiento. Se mueven despacio. Por encima del estruendo que generan los pasos de la afición al abandonar el campo, todavía se oye el eco de las viguetas metálicas del graderío. El aire de la habitación —la lámpara amarilla se columpia con la corriente de aire— está espeso, impregnado del olor a sudor, a barro residual, a linimento, a grasa y a cuero, y circula formando espirales de vapor que dificultan la visibilidad entre las paredes opuestas.

George Wade está de pie en mitad de la neblina. Casi lo derribo cuando salgo trepando de la bañera y me dirijo tambaleante hacia la mesa de masajes. Es más, no lo reconozco hasta que siento la pezuña de su perro bajo mi pie desnudo y oigo un gemido. Él se acerca y me estudia mientras Dai me restriega grasa por el muslo y empieza a arrearme golpes.

—¿Cómo te encuentras, Art? —me dice, al tiempo que se apoya en su bastón y se inclina sobre el paisaje de mi anatomía. Pone mucho cuidado en concentrar la mirada en mi boca.

Sonrío y hago una mueca ilustrativa, todo a la vez. Tengo justo delante su cara de hombre mayor, de jubilado. Él se ríe; todo esto le hace bastante gracia.

—A partir de ahora no podrás ser tan bocazas —me dice—. Al menos durante unos días, tendrás que cerrar el pico. —Entonces se da cuenta de lo mucho que me divierte el asunto—. Te arreglaré una cita con el dentista el lunes…, pero no, no puede ser, ¿o sí? El lunes es festivo, 26 de diciembre. Veré lo que puedo hacer.

Se queda observándome muy atento un rato, absorbiendo esta nueva imagen mía, sin dientes. Me parece que le gusta, porque me pregunta, como si yo fuera una persona razonable:

—¿Vas a venir a lo de Weaver esta noche? Él dijo que vendrías, creo recordar.

He estado pensando mucho sobre el asunto. Una fiesta de Nochebuena que, además, me otorgaría la oportunidad de conocer a Slomer en persona. No dejo de darle vueltas, pero aún no me he decidido.

—En cuanto a mis dientes… —le digo—. ¿Podrías conseguir que me los arreglen esta noche? Si no, no podré conseguir cita con ningún dentista en toda una semana.

Wade se mordisquea los labios y entrecierra los ojos, como queriendo dar a entender que está sumido en una profunda reflexión.

—¿No hay ningún dentista en la peña de los aficionados? —pregunto, para animarlo un poco.

Él niega con la cabeza.

—No lo sé, Arthur, de verdad; no tengo ni idea. Pero puedo preguntar. —Se queda mirándome, trata de asegurarse de que va a valer la pena.

—¿Podría averiguarlo ahora mismo, señor?

Finalmente se da la vuelta. Camina hasta la puerta, tratando de sortear las pilas de ropa sucia y arrastrando al perro tras de sí. El animal se las ve y se las desea cuando intenta pasar una de las patas traseras por encima de los montones.

—Lo intentaré, chavalote. Lo intentaré. Déjalo de mi cuenta —asegura, y su vozarrón se dispersa por la neblina amarilla.

—Quiero que sea esta noche —grito yo. Él inyecta un chorro de aire fresco en la habitación al salir.

Me bajo del banco y me siento justo debajo de mi ropa. Se oyen unos cuantos alaridos provenientes del baño: el comportamiento de alguien por debajo de la línea de flotación parece estar generando conflicto. Un par de tipos se encaraman rápidamente al borde de la bañera y salen de ella disparados. Luego se quedan un rato mirando el agua, rascándose la piel.

—Los mariposones son unos guarros, tío —murmura Dai para el cuello de su camisa mientras se une al grupo que inspecciona el baño, y luego se ríe. Yo estoy de un humor de perros, daría cualquier cosa para que este día terminara de una vez.

Frank hace crujir el banco. Está sentado a mi lado e, inconscientemente, aprieta su corpachón contra mi brazo. Veo comprensión en su mirada; sé que su lento cerebro de minero percibe cómo me siento. Entonces se encoge de hombros con esa típica actitud suya, reticente y reconcentrada a la vez: eso es lo máximo que alguien así puede acercarse a la verdadera empatía. Yo le sonrío; siempre le sonrío, pues tiene esa humildad que adquieren los profesionales después de toda una vida trabajando como mulas. Es precisamente esa falta de arrogancia lo que más me gusta de Frank. No me importa que sea el capitán, y su edad tampoco me provoca envidia. De todas formas, pronto dejará de jugar para siempre.

—¿Vas a lo de Weaver esta noche, Art? —Se da una palmada en sus gigantescos muslos y los hace temblar—. Maurice acaba de contarme lo del fiestón… —Ladea la cabeza para señalar al chaval, su recia silueta, casi contorsionada a base de músculos precoces. Maurice nos sonríe al tiempo que señala la pelea que se está produciendo en el baño.

—Sí, creo que voy a ir. Pero, dime, ¿qué pinta tengo?

Frank se levanta para secarse el cuerpo; ahora es su barriga la que cuelga y se balancea como un saco.

—Maurice se está comportando como un cerdo otra vez, Art —dice, y se queda observándolo con expresión austera mientras el chaval se parte de la risa—. Yo curro de noche esta semana, ¿te lo había dicho? Y además aún me queda llenar el calcetín del chiquillo.

Me mira de soslayo y me pregunta con interés sincero:

—¿Cómo está tu querida señora Hammond?

Lo de la señora Hammond y yo es una broma para todo el equipo, pero, si quien lo saca a relucir es Frank, a veces se convierte en un reproche. Yo tanteo con la mano por debajo del banco y saco una bolsa de la compra.

—Aquí tengo algunas cosillas para sus críos. Un par de muñecas para la niña y un tren para el enano.

—¿Qué edad tienen?

—Lynda, unos cinco. Y el pequeño, poco más de dos. Pero no te creas, a la muy cabrona no le hace ninguna gracia. No quiere que me entrometa en su vida.

Saco una muñeca negra del envoltorio y la sacudo para que abra y cierre los ojos, como si parpadease varias veces para él. Frank se ríe.

—Dicen que Slomer va a ir esta noche.

Vuelve los ojos hacia mí, como con pereza.

—No seré yo quien pierda el culo por acercarse a él.

Me río y él me mira los dientes.

—De todos modos —me dice mientras se agacha con cierto esfuerzo para estirarse las medias—, yo no me creo que vayas a ir solo por lo de Slomer. ¿Qué tía se te ha puesto a tiro esta vez?

Frank es una de esas personas que no oyen, o no escuchan, lo que tú les dices, sino que van ametrallándote con preguntas esporádicas para tenerte ocupado todo el tiempo. Normalmente, para cuando logras establecer contacto con él, ya se ha resuelto hace tiempo el tema que ibais a discutir. Él se levanta con las medias puestas, se da una palmadita en la barriga con gesto reflexivo y se coloca delante de la chimenea que hay al otro lado de la habitación, donde arde un fuego de carbón de coque. Me tira la toalla bruscamente y me dice:

—Frótame la espalda, Art.

Durante el masaje, él no para de divagar, y hay momentos en que pierdo un trozo de su monólogo.

—Si yo estuviera en tu lugar, lo dejaría estar de una vez —me dice cuando le cuelgo la toalla del hombro. Ahora es él quien me frota la espalda a mí—. Ya estás seco. ¿Oyes lo que te digo? —Yo asiento con la cabeza y de pronto pierdo todo el interés: un dolor punzante me perfora la mandíbula superior por varios lados—. Yo iría a que me mirasen la boca. Es más importante.

Cuando la puerta se abre, una tromba de aire frío sacude la habitación. Primero entra el perro, y luego aparece George Wade.

—¿Os falta mucho, Arthur? ¿Cuándo estaréis listos? —vocea entre el vapor.

—¿Tienes a alguien?

—¡Cierra la puerta, George! —resuena un grito desde el baño—. ¡Eso es, buen chico!

—Un dentista en prácticas, un estudiante o algo por el estilo. El señor Weaver se ocupará de todo si nos damos prisa.

—Qué gran forma de celebrar la Navidad —comenta Frank—. ¿Queréis que vaya yo también?

Wade dice algo así como:

—No hace falta, Frank. El señor Weaver dice que lo llevará él en su coche.

—Caramba, menudo golpe de suerte —sentencia Frank. Se pone a toser entre el vapor. Su cuerpo inflamado reposa sobre la mesa de masajes mientras mira cómo me visto.

Tras agarrar la bolsa de la compra, grito «¡Feliz Navidad!» desde la puerta y sigo a Wade a través de la fría humedad del túnel que se extiende bajo las gradas. Él habla durante todo el camino:

—Por supuesto, si como dice Dai tienen que ponerte una prótesis, correrá a cargo del club. Se lo comentaré a Weaver. ¿Cómo te encuentras? De los dientes, quiero decir.

Yo le respondo con un gruñido mientras subimos por las escaleras de madera que llevan al salón de té y al bar. Nada más cruzar el umbral, tal y como esperaba, nos topamos con el viejo Johnson, que está apostado junto a la puerta. Me agarra del brazo en cuanto entro.

—¿Cómo estás, Arthur? ¿Te encuentras bien? —Se le entrecierran los ojos de tanta preocupación; la verdad es que está hecho polvo. Intento quitármelo de encima sin hacerle daño—. Creo que Weaver te ha conseguido cita con un dentista —me dice.

—Déjalo en paz, Johnson —le responde Wade—. Tenemos prisa.

Aunque, en realidad, eso no es cierto. Yo ya he adivinado, nada más ver la espalda de Weaver, cubierta con su abrigo de Crombie, que desviarnos para ir al dentista a esta hora del día va a suponer una auténtica tortura. Wade se pone a dar saltitos, balanceándose entre una pierna y la otra, para tratar de llamar la atención de Weaver. El perro se mantiene erguido, tranquilo. Johnson lo observa todo desde la puerta. Al final, Wade se cansa del bailecito y apoya la mano durante un segundo en la tela afelpada que cubre el hombro de Weaver. El empresario empieza a girarse, afectando su asombro habitual ante los sucesos cotidianos de la vida, y me echa una rápida ojeada antes de estudiar el gesto cohibido de Wade con una mezcla de regocijo y severidad.

—Dime, George.

—Arthur está preparado para marcharse, señor Weaver —di-ce Wade, y, al cabo de un momento, añade—: Quiero decir, cuando usted quiera.

—¿Ah, sí? Pues dame solo un minuto, George. ¿Cómo lo lle-vas, Art? —Y vuelve a su conversación justo a tiempo de perderse mi respuesta.

—Negocios —me susurra Wade mientras muestra un pulgar estirado hacia arriba al grupo de Weaver, y, consciente de que su presencia ya no es necesaria, añade—: Estaré en el bar, por si surge algo más. No tiene sentido que me quede aquí pegado a sus faldones. —Y se marcha con el perro a unirse a la junta.

Johnson ve entonces la ocasión de hacer un segundo intento, pero, justo cuando su mente se acaba de tropezar con esa idea, Weaver vuelve hacia mí su cara de niño y me pregunta, con tono irritado:

—¿Ya estás listo, Arthur?

Al decirle que sí, suelto un siseo más que evidente. Eso lo ablanda un poco.

—Echémosle un vistazo —dice, imitando mi ceceo de manera inconsciente. Yo le enseño la escena del crimen y el ambiente se relaja un poco. Él se aparta a un lado como quien no quiere la cosa, para que sus colegas puedan echarle un vistazo disimulado al panorama—. Te has llevado un buen sopapo, hijo. No sé cómo van a arreglarte ese destrozo.

Weaver es un tipo peculiar, y no solo por las expresiones que usa al hablar, que según creo reflejan el ambiente en el que se crio, el de la democracia industrial. Hay gente que nunca se termina de acostumbrar. Wade, por ejemplo, nunca lo llama «Charles», sino «señor Weaver». Al ver el rubor que cubre los abotargados envoltorios de sus ojos, me doy cuenta de que Weaver ha estado hablando de mí.

—¿Te importa esperar un poco? —me dice—. Maurice todavía no ha salido. Quiero tener una pequeña charla con él antes de irnos… ¿Le quedaba mucho cuando has salido tú?

—¿Cuánto más vamos a esperar?

—Bueno, habrá que esperar hasta que salga —repone él—. Tómate algo mientras. —Entonces, de pronto, se acuerda de algo y se mira las uñas—. No, mejor no, por si acaso ese chaval tiene que ponerte anestesia. Voy a mandar a alguien para que le meta prisa a Morry. Por cierto, hoy se ha marcado un partidazo, ¿no te parece?

—Todo le venía rodado.

—Pero siempre pasa igual, hijo. —Lo embarga un acceso de emoción, pero enseguida se tranquiliza y dice—: Tú también has jugado bien, Arthur, hasta el accidente. ¿Por qué has vuelto al campo, para hacerte el héroe?

—Creía que era lo mejor. Estaba muy alterado.

—¿Le has pegado?

—¿A quién?

—Al pedazo de armario que te ha golpeado.

—Ha sido culpa de Mellor, que ha jugado el balón demasiado lento.

—Sí, sí, ha debido de ser eso. No te preocupes. Nos pasa a todos, incluso a los mejores. Aunque no es que sea el mejor regalo de Navidad, claro. —Levanta la mitad de su cuerpo para saludar con la mano a Maurice, que acaba de entrar precipitadamente por la puerta—. ¡Por aquí, Morry!

—¿Cómo estás, Art? —me pregunta Maurice mientras juguetea con su gigantesco sobretodo. La parte que cubre los hombros se ha desmoronado por ambos lados, por la sencilla razón de que Maurice no se encuentra debajo—. Mellor —di-ce—, ¿alguna vez has visto a un mariposón de ese calibre jugar un balón? —Mira a Weaver—. No sé por qué tenéis a gente así en nómina.

—O sea, que tú crees que ha sido culpa de Mellor —dice Weaver sin demasiado interés; sin embargo, observa de hito en hito a Maurice.

—Ay —exclama Maurice, y hace una mueca antes de abandonar el tema—. Pero no dejes de venir esta noche por eso, Art —me dice—. Aunque, joder, ahora que lo pienso, ¿tú no te ibas a ir al dentista? Dai me ha dicho que ya te habías marchado.

—Nos estábamos yendo ya —le responde Weaver—. ¿Quieres venirte en el coche? No sé cuánto tiempo estaremos allí, pero podríamos ir a la fiesta justo después, cuando acabe lo de los dientes de Arthur.

—Por mí bien. No quisiera perderme a Arthur sentado en la silla del dentista. Igual podemos llevarnos una cámara y todo.

—Ya puestos, creo que George Wade también debería venir —decide Weaver en ese mismo instante—. No va a querer, pero da lo mismo; así puede ver las molestias que nos tomamos por el bienestar del equipo.

A través de la ventana trasera del graderío, veo el Bentley de Weaver aparcado en el callejón de abajo. De repente, Frank aparece justo al lado. Ha salido por la puerta de los jugadores, con la cabeza gacha y la garganta envuelta en una bufanda blanca bien remetida en el abrigo. Se trata de una gabardina del Ejército reciclada, teñida de otro color. La luz de la farola le arranca destellos el pelo ralo de su cráneo.

—Puede que tenga que dejaros en el dentista y marcharme, si nos dice que la cosa va a durar mucho —dice Weaver cuando regresa con Wade a rastras—. A ti no te importa, ¿verdad, Arthur? Esta noche vienen Slomer y unos cuantos invitados más, por eso quiero llegar a casa con tiempo. ¿Ya estamos? —Todos salimos a la calle en tropel—. ¿Te importa si metemos al perro en el maletero, George? —pregunta Weaver, y se reclina en la ventanilla del Bentley después de desbloquear las puertas.

—No pasa nada —dice Wade con escasa firmeza.

—Está abierto. Puedes meterlo tú mismo. —Luego añade, con parsimonia—: ¿Y qué hay de tu perro, Arthur?

—¿A qué te refieres?

Señala al viejo Johnson, que se encuentra junto a la puerta de los jugadores, con su gorra plana y excesivamente grande tapándole la cara.

—No tiene gracia —le espeto a Weaver. Wade y Maurice ignoran mi tono, hacen como si no hubieran oído nada.

Weaver asoma la cabeza de golpe y dice desde dentro:

—¿Quieres que se venga?

Yo no quiero, pero aun así llamo a Johnson y él viene hacia mí con paso atropellado, dispuesto a mostrarme su gratitud.

—Entra —le digo—. Justo estábamos yéndonos.

—¿Dónde te vas a sentar tú, Arthur? —pregunta. De un tirón, lo meto en el asiento trasero.

—Espero que su perro no se ponga a sorber la birra, señor Wade —dice Maurice desde el asiento de delante.

—Para eso necesitaría una boca con abrebotellas incorporado —responde Weaver, pero nadie se ríe. El coche empieza a deslizarse por el pavimento y pasa junto al autobús del equipo visitante. Los tres jugadores que hay dentro tienen las miradas perdidas en el vacío; no nos ven.

Contemplamos las luces de la ciudad, desperdigadas debajo de nosotros. No tardamos en descender y ponernos a su nivel. La arista de terreno que hay al otro lado del valle, en Sandwood, donde se encuentra la casa de Weaver, permanece aún escondida en algún punto del fondo, más allá de los edificios de piedra. Llegamos al Bull Ring y tomamos una calle de un solo sentido. Allí, el coche se detiene junto a una casa victoriana de ladrillo.

—Qué suerte —dice Weaver—. Él también ha llegado ya. —Se inclina sobre el volante para señalar la ventana de arriba, que está iluminada—. ¿Vais a entrar todos u os esperáis en el coche?

—Yo quiero entrar —responde Maurice—. ¿Y usted, señor Wade?

—Por mí no hace falta que os preocupéis. —En el trayecto desde Primstone se ha encendido un puro—. Os esperaré aquí, con el perro.

—Yo tampoco puedo hacer demasiado —dice Weaver; su frialdad habitual se ha acentuado mientras conducía—. Esperaré aquí con George. Si me necesitáis, avisadme. Supongo que el señor Johnson irá con vosotros.

Salimos los tres del coche. La puerta principal de la casa está abierta. En la madera labrada, hay un cartel pintado: «Centro de Odontología Infantil». Johnson aprieta su mano contra mi espalda mientras subimos las escaleras. Al parecer, el dentista nos ha oído llegar; está esperándonos en el primer rellano.

—¿Cuál de ustedes es? —pregunta, y con una simple mirada le otorga la preferencia a Maurice.

Lo cierto es que, con su voluminoso abrigo, Maurice tiene pinta de inválido. Pero solo se trata de una impresión pasajera.

—No soy yo, amigo —objeta él—. Es este de aquí, Arthur.

El dentista nos acompaña hasta su gabinete.

—Siéntese en la silla —me indica—. Tengo un abono de socio. Por eso me han localizado. Aunque todavía no he visto ni un solo partido esta temporada. —Lo dice como si eso, de alguna forma, lo volviera indigno de prestarnos ayuda—. ¿Dónde está el señor Weaver?

—En el coche. No tiene bien las rodillas, no las controla. ¿Verdad, Arthur?

Asiento con la cabeza. Estoy recostado en el respaldo de la silla, con los ojos fijos en el plafón de cristal esmerilado que cubre la bombilla del gabinete. El éter me revuelve el estómago después del olor a humedad de los vestuarios y de la mullida calidez del coche.

—Vuelvo en un minuto —dice el dentista, y se marcha trotando escaleras abajo.

—A saber qué le pasa a este —comenta Maurice—. Al final tendré que ser yo quien te quite esos molares, Art. —Se pone a toquetear el instrumental, hace vibrar los alambres del torno y justo acaba de sacar el fórceps del cajón cuando los poderosos pasos del dentista vuelven a resonar en las escaleras.

—Ya viene —dice Johnson, apremiante, desde su rincón.

—¿Cuánta pasta crees que le habrá costado a Weaver? —pre-gunta Maurice.

—Cinco libras.

—Cinco por lo menos. Recuerda quién cumple años hoy.

El dentista llega jadeando ligeramente; echa un vistazo al fórceps que Maurice tiene en la mano.

—¿Se las apañan ustedes solos o qué? —dice—. ¿O tal vez necesitan que los asesore?

—No me vendría mal la opinión de un profesional, la verdad —oigo decir a Maurice por detrás de mi cabeza.

—Pues aquí la tiene, ya que me la pide: no se entrometa en mi trabajo. —Suena más que enfadado, y, como Maurice no responde, supongo que debe de ir en serio. Empiezo a girar la cabeza, pero, cuando estoy a medio camino, él ya me la ha agarrado. Abro mucho la boca y cierro los ojos. Él respira rápido y me echa encima un aliento caliente, muy poco profesional. Suelta un bufido irritado.

—Qué desastre —dice—. ¿Le duele?

—No mucho. —Al fondo oigo los ruiditos de preocupación que emite Johnson al ver el chorrito de sangre que sale despedido de mis encías.

—Ya está. Deberían comportarse durante unos cuantos días, sin darle demasiados problemas —me explica—. Pero luego tendrá que ir a su dentista habitual. Como bien sabe, esto es una clínica infantil.

—¿Qué me tienen que hacer?

—Sacárselos, desde luego. Seis. Tal vez podrían salvarle uno con un poco de empeño. En cualquier caso, deberían aguantar bien hasta el miércoles. Para entonces las clínicas dentales ya habrán abierto.

—¿Es que Weaver no te ha pagado suficiente? —le pregunto.

Noto cómo retrocede y abro los ojos.

—¿Qué quiere decir? —De repente le ha salido el acento de Yorkshire, fuerte y espontáneo. Maurice se acerca a nosotros.

—Si no te ha pagado los honorarios que sueles cobrar, nosotros podemos pagarte el resto. Ya se lo pediremos luego a él. ¿Cuánto cuesta?

—No es eso —dice el dentista. Todavía no se ha puesto, si es que tenía la intención de hacerlo, su bata blanca. Tiene el aspecto de un empleado del banco cazado en falta, con un descuadre de tres peniques—. Se trata de la prótesis. Doy por sentado que va a querer sustituir las piezas de arriba, ¿no es así?

—Sí, querrá —dice Maurice.

—En ese caso, sería un poco violento presentarse ante un dentista completamente nuevo con seis extracciones recientes, pidiéndole una dentadura postiza. Y yo no puedo ponerle la prótesis.

—¿Por qué no? —se asombra Maurice, que prefiere enfrentarse con él antes que dejar correr el asunto—. ¿Te estás burlando de nosotros? Hay niños que también llevan dentaduras postizas. Yo conozco a uno.

—¿De verdad? —El dentista mueve la cabeza de arriba abajo.

—Puedes llegar a un acuerdo con algún colega. Tú haces la extracción y él se ocupa de la prótesis.

—No tengo problema con echarlos de la consulta, incluso aunque no le haya dado el calmante —contesta por fin—. No me han hecho ningún favor al venir aquí, se lo aseguro.

Yo estoy sudando y tengo ganas de vomitar. Johnson se ha acercado para examinarme la cara.

—Esto no me hace ni puta gracia —les digo—. Zanjemos el tema, joder, me da igual el precio.

—Mírelo —dice Maurice —, tiene mucho dolor.

—Serán cinco guineas —me informa el dentista. Dudo si decirle que es un mariposón usurero y que apesta. Trato de imaginarme las represalias que eso me podría acarrear—. ¿Quiere o no? —me pregunta.

Yo contesto que sí y Maurice se ofrece a pagar por el momento. El dentista se queda mirándolo mientras saca los billetes, y acto seguido se los mete en un bolsillo interior.

—No es tan lucrativo como podrían pensar, lo de trabajar para el Ayuntamiento —dice mientras se pone una bata blanca—. No encontrarán a nadie más que atienda a estas horas. Y, ojo, tendrá que ser con anestesia. ¿Ha comido hace poco?

—Nada desde la cena.

—¿Y arreglará lo de la dentadura postiza con un colega? —añade Maurice.

—Sí —contesta él—. A ver, ¿les importaría esperar en la habitación de al lado? Pueden dejar la puerta abierta si desean mirar. Pero no los quiero aquí.

Al cabo de un minuto, ya me está poniendo la mascarilla. Empiezo a sentir pánico y llamo a Maurice a gritos. El Sistema de Salud Pública, el tufo a whisky. Dejadme salir de aquí. La cara de Johnson, demacrada y extraña. Y ahí está de nuevo: la cara de Johnson, esta vez a punto de vomitar.