ESTRATEGIA

 

 

 

 

Estrategia

El estudio clásico sobre la estrategia militar

 

Título original: Strategy

© The Executors of Lady Liddell Hart, 1941, 1954

© Del prólogo: Fernando Calvo González-Regueral

© 2019, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, -1. 28003 Madrid

 

Traducido por Roberto Romero

 

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

Mapas: Ricardo Sánchez

 

ISBN: 978-84-17241-56-8

Depósito Legal: M-29404-2019

 

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

 

 

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Para Ivor Maxse,
instructor de tropas para la guerra

 

Toda guerra se basa en el engaño. Por lo tanto, cuando estemos capacitados para atacar, debemos aparentar incapacidad; cuando estemos usando nuestras tropas, hemos de parecer inactivos; cuando estemos cerca, haremos creer al enemigo que nos encontramos lejos; cuando estemos lejos, haremos que piense que estamos cerca. Ofrezcamos señuelos para atraer al enemigo. Simulemos desorden y sorprendámoslo.

 

 

Porque nunca se ha sabido de país alguno beneficiado por una guerra prolongada.

 

 

Solo aquel que esté profundamente familiarizado con los males de la guerra será capaz de identificar en toda su magnitud el modo más ventajoso de encauzarla.

 

 

La suprema excelencia consiste en quebrar la resistencia del enemigo sin entrar en combate. Así pues, la mejor de las estrategias es desbaratar los planes del enemigo; la segunda mejor es evitar el reagrupamiento de las tropas enemigas; la tercera, fallidas las dos anteriores, es atacar al ejército enemigo en el campo de batalla; la peor de las estrategias es la de sitiar ciudades amuralladas.

 

 

En toda lucha se puede utilizar el método directo para lanzarse a la batalla, pero será necesario recurrir a métodos indirectos para asegurarse la victoria.

 

 

Aparezcamos en sitios que el enemigo deberá apresurarse a defender, marchemos raudos a lugares inesperados. «Llegad como el viento y partid como el relámpago».

 

 

Maniobrando, podemos resultar absolutamente invencibles si se atacan los puntos débiles del enemigo; por contra, emprendamos la retirada y evitemos la persecución si sus movimientos son más rápidos.

 

 

Cualquiera puede ver las tácticas que empleamos para lograr la conquista, pero lo que ninguno puede ver es la estrategia que urdió la victoria. Las tácticas militares son comparables al agua, ya que el agua en su natural discurrir rehúye los lugares altos y se apresura hacia las tierras bajas. Del mismo modo, en la guerra, la manera de evitar los puntos fuertes es atacar los débiles. El agua dibuja su curso de acuerdo con las características del suelo sobre el que fluye; el soldado urde su victoria en relación con el enemigo al que se enfrenta.

 

 

Así, quien escoge tomar en su ruta un desvío largo y tortuoso, después de haber apartado con engaños al enemigo de su camino y aun habiendo emprendido la marcha después que él, con el fin de alcanzar la meta antes que este, demuestra conocimiento en el arte del desconcierto.

 

 

Se hará con la conquista aquel que haya aprendido la habilidad de sembrar el desconcierto. En él se basa el arte de saber maniobrar.

 

 

Saber abstenerse de salir al encuentro de un enemigo que marcha con sus estandartes perfectamente ordenados, saber abstenerse de atacar a un ejército compacto y disciplinado: este es el arte de estudiar la situación.

 

 

Siempre que rodeemos a un ejército, dejémosle libre una salida.
No presionemos demasiado a un enemigo desesperado.

 

 

La rapidez es la esencia de la guerra; aproveche los momentos en los que el enemigo está desprevenido, realice el avance por rutas insospechadas y ataque los puntos desprotegidos.

Sun Tzu, El arte de la guerra, 500 a. C.

 

 

La más rotunda y acertada de las victorias es la siguiente: provocar que el enemigo abandone su propósito sin detrimento de nuestra iniciativa.

Belisario

 

 

Por vías indirectas alcanzarás tu objetivo.

Shakespeare, Hamlet, Acto II, escena i.

 

 

El arte de la guerra se basa en desplegar una defensa coherente y cauta en extremo, seguida de un ataque rápido y audaz.

Napoleón

 

 

Toda acción militar está impregnada de fuerzas inteligentes y sus efectos.

Clausewitz

 

 

Un líder militar inteligente alcanzará el éxito en muchas ocasiones, al escoger posiciones defensivas de naturaleza tan ofensiva, desde el punto de vista estratégico, que el enemigo se verá obligado a atacarlas.

Moltke

 

 

Gallardos tipos, estos soldados; siempre se lanzan contra la zona más tupida del seto.

Almirante de Robeck, mientras observaba el desembarco

de Gallipoli, 25 de abril de 1915

 

Prólogo a la edición española:
En busca de la estrategia

Alcanzada su mayoría de edad, el siglo xxi va mostrando con nitidez el perfil de los retos estratégicos de un nuevo orden mundial, con sus oportunidades y amenazas: el cuestionamiento de la hegemonía estadounidense, un acelerado despertar de China, Europa desnortada, el resurgir de la gran Rusia, los mosaicos iberoamericano, africano, indio y, especialmente, islámico. Todo ello dentro del marco de una economía global con un pronto horizonte de nueve mil millones de bocas que alimentar; de una revolucionaria plataforma de comunicación que crece amorfa y exponencialmente, y de unos recursos naturales siempre escasos, por más que la tecnología pueda operar en favor de su sostenimiento.

De su predecesor, el siglo xx, han emergido ya unos contornos históricos netamente definidos, ora en sus pasajes más violentos, ora en sus áreas de más luminosos progresos. Dos guerras mundiales de un poder destructivo jamás visto anteriormente, conflictos coloniales, enfrentamientos civiles, revoluciones y terrorismo, más una guerra gélida cuyo siniestro legado, aunque disminuido, sigue intacto: los silos del armamento nuclear. Su última década, aún preñada de incógnitas, parecía presagiar empero un futuro en armonía: economía del bienestar, derechos civiles, espectaculares adelantos científicos y la caída de muros de ignominia.

Pero si este ya es pasado, aquel otro es un presente que va devorando al futuro (o viceversa). El siglo xx pertenece definitivamente a la Historia; el xxi al arte de la Estrategia, justo las dos disciplinas sobre las que versa esta obra que hoy tenemos el honor de presentar y la editorial Arzalia el acierto de reeditar en español, esta vez en una cuidada traducción y con sus inolvidables planos rediseñados; con una clara vocación, y esto es lo más importante, de ofrecerla a los lectores actuales con la idea de que sea estudiada en clave contemporánea, porque los clásicos —y Estrategia es sin duda uno de los más importantes clásicos del tratadismo militar— tienen la virtud de ser siempre actuales. Solo a nosotros compete dilucidar el mensaje que estas obras nos lanzan desde la posteridad, no meramente para nuestro regalo teórico, sino para revivir la vigencia de su legado.

 

 

De formación afrancesada y modales de dandy, la figura de sir Basil Liddell Hart sigue siendo fascinante[1]. Porque, a diferencia de otros teóricos militares, que únicamente supieron ver en su entorno flechas sobre planos, campañas y batallas, Liddell Hart amaba la historia general y el ajedrez, se extasiaba con los adelantos de la aeronáutica y cultivaba la pasión por el ferrocarril heredada de su linaje, escribía crónicas de tenis, arte e incluso moda femenina, y sabía, en fin, entretener su ocio con el placer de la amistad. Fue, por encima de todo, un hijo de su tiempo, bien que aventajado, pudiendo resumirse su trayectoria vital en tres etapas: la brusca sacudida de la Gran Guerra; una madurez intelectual no exenta de polémica en el periodo de entreguerras, y ese largo declive en que una persona de su formación se va alejando del foro para destilar toda una acumulada sabiduría.

Como millones de europeos, el joven Basil pasó sin solución de continuidad de un mundo anclado en el romanticismo decimonónico al horror de las trincheras, siendo gaseado en la batalla del Somme. Las secuelas físicas de esta experiencia lo apartarían del servicio en el ejército toda vez vuelto a un hogar que celebraba una victoria que sabía a derrota; las psicológicas, más hondas, le llevarían a escribir su primera gran obra: The Real War, una crítica feroz a fuer de razonada a la dirección de la contienda realizada por los políticos y altos mandos militares británicos[2]. Más: toda la obra ulterior de Hart, aun bebiendo en la que él consideraba única maestra de las ciencias sociales, la Historia, vendría escrita en clave de futuro, en la inteligencia de contribuir a evitar conflictos reducidos a la fuerza bruta y devolver la guerra a sus más sutiles campos: los de la maniobra.

No es de extrañar, por tanto, que su siguiente gran éxito fuera el germen de este que hoy prologamos, intitulado en una primera versión como The Strategy of Indirect Approach (La estrategia de la aproximación indirecta), donde el autor introducía al menos tres conceptos clave sobre la conducción de las conflagraciones, algo así como el famoso aforismo de Clausewitz: «La guerra es la continuación de la política por otros medios», una máxima que anunciaba y a la vez condesaba toda una filosofía sobre el homo bellicus[3]. Los primeros lectores que aprovecharon las enseñanzas contenidas en este importante libro fueron, paradójicamente, los antiguos —y futuros— enemigos de su patria: así, el general Guderian, padre de la primavera panzer, que se consideró siempre discípulo del inglés, o el mítico Rommel, quien señaló que, si la obra hubiera sido comprendida por las fuerzas armadas británicas, se habrían ahorrado las amargas derrotas que sufrieron en la primera fase de la Segunda Guerra Mundial. Por su parte, para el estadounidense general Patton esta obra era, sencillamente, su libro de cabecera, mientras que los artífices del estado de Israel acuñaron para su autor el seudónimo que tanto le agradaba: «el capitán que enseñó a generales». El presidente Kennedy confesó acudir a él durante la crisis de los misiles de Cuba tratando de comprender cómo obtener, si no una victoria, sí al menos una resolución que pasara por embridar las fuerzas de un enfrentamiento que podía degenerar en el holocausto nuclear.

 

 

El primer concepto de los tres que soportan el constructo intelectual de Strategy no es novedoso, si bien queda aquí al fin claramente definido, cerrando un antiguo debate: si la táctica es eminentemente militar, la estrategia se presenta como noción más escurridiza, al entremezclar los factores castrenses con los políticos, diplomáticos, económicos y aun socioculturales, por lo que sir Basil opta por dividir el término en dos: la estrategia propiamente dicha como conducción de las operaciones combinadas en guerra; la alta o gran estrategia como dirección de una política global orientada a conseguir ciertos fines previa a una posible guerra. Esta define misiones, traza líneas de actuación, es política de estado en acción y trata —o debe tratar— de evitar el conflicto; aquella, toda vez llegados a la confrontación, tiene por finalidad lograr la consecución de una paz provechosa, entendida como un statu quo superior al que fue quebrado con el comienzo de las hostilidades, lo que implica unos términos justos para el vencido so pena de sembrar el germen de nuevas disputas.

El segundo, este sí totalmente original de Liddell Hart, versa sobre la idea de la «aproximación indirecta». Empleando multitud de ejemplos históricos como hipótesis de trabajo, desde la marcha de Aníbal sobre Roma a la Blitzkrieg, desde el plan Anaconda que dio la victoria a los estados del Norte en la guerra civil americana a la estrategia de la contención nuclear, el tratadista se atreve a formular una tesis que podría resumirse así: a diferencia de las ciencias, en el campo de las relaciones internacionales la distancia más corta entre dos puntos no siempre es la línea recta; antes al contrario, el enfoque elusivo nos enseña que las paces más provechosas, los mejores resultados en una conflagración, se obtienen por métodos sorpresivos, inesperados, heterodoxos, que desequilibran a un contrincante preparado para recibir el golpe por la trayectoria más esperada, directa o convencional.

Por último, el tercer concepto se trata más bien de una enumeración de principios básicos sobre los que desarrollar una estrategia de aproximación indirecta, algo así como los postulados del primer clásico de la historia militar, Sun Tzu. Con su finísima prosa, el maestro inglés alcanza en estos puntos la cima de su obra, y uno pareciera estar leyendo más que a un historiador militar a un filósofo que clama por la paz o, si la violencia es inevitable, al menos por una teoría de la contención de la fuerza: «Es esencial dirigir la guerra con la idea fija de la Paz que se desea conseguir en mente»; «El mejor general es el que logra victorias antes siquiera de plantear batalla»; «La estrategia mejor es la que consigue los fines al menor coste posible»; «Cuanto mayor esfuerzo se derroche en una contienda, más se incrementa el riesgo de convertirla en total»; «Nunca se debe arrinconar a un adversario sin dejarle ninguna salida»; «Cuanto más se colija la voluntad de imponer una paz solo beneficiosa para un bando, mayor la resistencia del contrario»…

 

 

Todo lo demás se encuentra condensado en estas páginas, por lo que solo nos resta, antes de invitar al lector a sumergirse en su lectura, volver al inicio de este prólogo: ¿seremos capaces los seres humanos de comprender que en un estadio de progreso tan avanzado como el actual, donde toda creación —también, todo poder destructivo— tiene su asiento, de que la cooperación parece ser el mejor enfoque indirecto para alcanzar una paz universal y perpetua? La pregunta, hoy, parece más pertinente que nunca, habida cuenta de que dicha utopía está más cerca de ser lograda que en cualquier otro periodo histórico… o no. Es nuestro deber colectivo, en cualquier caso, ensayar respuestas guiadas por tan noble propósito.

 

Fernando Calvo González-Regueral

Agosto de 2019


[1] Basil Henry Hart (1895-1970) nació en París por ser su padre pastor metodista de la comunidad británica en Francia. El autor alteraría el orden de sus apellidos para reivindicar sus raíces escocesas, de ahí que sea conocido como Basil H. Liddell Hart. El título de Caballero del Imperio, sir, le sería otorgado en 1966.

[2] The Real War. A True Story of the World War, 1914-1918, Faber, 1930 (lamentablemente inédita en español).

[3] Conviene hacer un repaso a la historia de esta obra: su primera versión, casi un borrador fechado en 1929, llevaba por título The Decisive Wars of History. A Study in Strategy (Bell & Sons). La edición de 1941 el de The Strategy of Indirect Approach (Faber), reimpresa un año después como The Way to Win Wars. Solo en la posguerra iría perdiendo peso hasta desaparecer el subtítulo de Indirect Approach para convertirse en Strategy (versión definitiva de 1967, Faber). La primera versión española data de 1946 y es de Gil Editor, Barcelona: La estrategia de la aproximación indirecta. Este título se mantuvo en las dos ediciones argentinas (Círculo Militar, 1960; Editorial Rioplatense, 1974). Cuando en 1989 el Ministerio de Defensa decidió relanzarla también lo mantuvo. Esta nueva edición de Arzalia, por tanto, es la primera que aparece en castellano con solo el nombre de Estrategia, acertada decisión por equipararla a sus homólogas inglesas pero, sobre todo, por ser más fiel al espíritu con que fue escrita: concebir un estudio general sobre esta disciplina, por más que el hilo conductor de sus páginas sea el del enfoque elusivo.

 

Prólogo a la segunda edición revisada

La última edición de este libro se publicó en 1954, justo después de la explosión de la primera bomba de hidrógeno: una bomba termonuclear resultante del encadenamiento de reacciones de fisión y fusión nucleares. Aun siendo la primera bomba de hidrógeno, tuvo una fuerza explosiva mil veces mayor que la de la primera bomba atómica de 1945.

Pero en el prólogo a aquella edición, el cual reimprimimos aquí, me aventuré a predecir que el desarrollo de esa nueva arma no cambiaría radicalmente los principios ni la práctica de la estrategia militar, y que tampoco nos liberaría de nuestra dependencia en las denominadas «armas convencionales», si bien era probable que incentivara el desarrollo de métodos menos convencionales a la hora de su aplicación.

A pesar de la proliferación de las armas nucleares y de los conflictos no nucleares desde 1954, la experiencia no ha hecho sino confirmar de manera tajante el rumbo que por entonces predije. En concreto, dicha experiencia ha corroborado muy especialmente el pronóstico de que el desarrollo de armas nucleares tendería a anular su efecto disuasorio, fomentando, por tanto, un mayor uso de la estrategia tipo guerrilla. Por esa razón se ha incluido un nuevo capítulo, consagrado a los factores y problemas básicos de la guerra de guerrillas. Los problemas que entraña esta táctica militar vienen de antiguo, y sin embargo existe un manifiesto desconocimiento acerca de ellos, sobre todo en los países donde todo aquello que puede ser denominado «guerra de guerrillas» se ha convertido en una nueva moda o manía militar.

 

Prólogo

La bomba de hidrógeno no es la garantía final y definitiva de seguridad con la que tanto sueñan las naciones occidentales. No es, en absoluto, la panacea para los peligros que las acucian. Si bien ha incrementado su capacidad ofensiva, también ha agudizado la tensión y agravado su sensación de inseguridad.

La bomba atómica de 1945 fue considerada por los estadistas occidentales entonces en el poder como una forma sencilla y simple de asegurarse una victoria rápida y total, y, con ella, la paz mundial. En palabras de Winston Churchill: «Poner fin a la guerra, restablecer la paz mundial y dar consuelo a sus torturadas naciones mediante una aplastante demostración de poder a costa de unas cuantas explosiones, se antojaba, después de tantas penas y peligros, una liberación milagrosa». Pero el estado de ansiedad de las naciones del mundo libre en la actualidad es una manifestación de que las mentes de aquellos estrategas fallaron a la hora de analizar el verdadero problema: el hecho de conseguir la paz mediante una victoria semejante.

No miraron más allá del objetivo estratégico inmediato de «ganar la guerra» y se contentaron con asumir que la victoria militar aseguraría la paz: una asunción contraria a la experiencia general de la historia. El resultado es la lección, la última de muchas, de que la estrategia militar pura debe guiarse por esa visión mucho más amplia y a largo plazo que proporciona el plano elevado de la «gran estrategia».

En las circunstancias de la Segunda Guerra Mundial, la persecución del triunfo estaba predestinada a un final trágico y fútil. El derrocamiento total del poder de resistencia de Alemania no podía sino despejar el camino para el domino de la Rusia soviética sobre el continente euroasiático y para una vasta expansión del poder comunista en todas direcciones. Del mismo modo, era también natural que a la imponente demostración de poder bélico que supuso el empleo de armas atómicas al final de la guerra le siguiera el desarrollo de armas similares por parte de Rusia.

Ninguna paz hasta entonces había traído consigo tan poca seguridad y, tras ocho años de vértigo, la producción de armas termonucleares ha intensificado la sensación de inseguridad de las naciones «victoriosas». Pero este no ha sido el único efecto.

La bomba H, incluso en su fase de explosiones experimentales, ha sido el elemento que más ha hecho por dejar patente que la «guerra total» como método y la «victoria» como última meta en la guerra son conceptos desfasados.

Esto es algo que han venido a reconocer los principales responsables de los bombardeos estratégicos. El mariscal de la Real Fuerza Aérea británica (RAF), sir John Slessor, ha declarado recientemente que «la guerra total, tal y como la hemos conocido en los últimos cuarenta años, es cosa del pasado… Hoy por hoy, y en los tiempos que corren, una guerra mundial sería un suicidio general y supondría el fin de la civilización tal y como la conocemos». El mariscal de la RAF lord Tedder ya había recalcado la misma idea con anterioridad, aludiendo a ella como «una afirmación fría y precisa de las posibilidades reales», y afirmando lo siguiente: «Un enfrentamiento en el que se recurriese a la bomba atómica no sería un duelo, sino más bien un suicidio mutuo».

A lo que añadiría, no tan lógicamente: «Es una perspectiva que difícilmente puede motivar la agresión». Y digo no tan lógicamente, porque un atacante de sangre fría bien podría contar con la natural renuencia de su oponente a cometer tal suicidio ofreciendo una respuesta inmediata a una amenaza que no sea claramente fatal.

¿De verdad podría un Gobierno responsable, llegado a ese punto, decidir usar la bomba H en respuesta a un ataque indirecto, o a cualquier agresión de índole local y limitada? ¿De verdad podría un Gobierno responsable tomar la iniciativa y llevar a cabo lo que los mismísimos altos mandos de la fuerza aérea nos han advertido que sería un «suicidio»? Así, se da por supuesto que la bomba H no se emplearía contra una amenaza que no fuera tan certera e inmediatamente fatal como ella misma.

Esa confianza que han depositado los estadistas en esta arma como elemento disuasorio frente a posibles agresiones se diría que es puramente ilusoria. La amenaza de emplearla es probable que pueda tomarse menos en serio en el Kremlin que en los países limítrofes del Telón de Acero, cuya población se halla peligrosamente cerca de Rusia y de sus fuerzas capaces de efectuar bombardeos estratégicos. La amenaza atómica, de recurrir a ella como medida de protección, podría tener como única repercusión el debilitamiento de sus capacidades de resistencia. Es más, sus secuelas ya han sido muy dañinas.

La bomba H es más un inconveniente que una ayuda para las políticas de «contención». En la medida en que reduce la probabilidad de una guerra total, incrementa las posibilidades del estallido de «guerras limitadas» por medio de agresiones locales indirectas y generalizadas. El agresor puede servirse de un amplio espectro de técnicas que, aunque de distinta índole, están todas pensadas para amenazar a la vez que sumen al enemigo en la indecisión sobre si debe o no contraatacar recurriendo a la bomba H o a la bomba atómica.

Así pues, hoy por hoy, dependemos cada vez más de las «armas convencionales» para «contener» la amenaza. Esta conclusión no quiere decir, empero, que debamos dar un paso atrás y volver a los métodos convencionales. Al contrario, debería ser un incentivo para desarrollar otros nuevos.

Hemos entrado en una nueva era de la estrategia militar que poco o nada tiene que ver con la que empleaban los defensores del poder atómico aéreo: los «revolucionarios» de la era anterior. La estrategia que ahora despliegan nuestros oponentes se inspira en el doble concepto de evadir y neutralizar un poder aéreo superior. Por irónico que resulte, cuanto más hemos desarrollado el efecto «masivo» de las bombas, más hemos contribuido al progreso de una nueva estrategia del tipo guerra de guerrillas.

Nuestra propia estrategia debería basarse en un profundo y claro conocimiento de dicho concepto, y nuestra política militar necesita reorientarse. Hay margen para desarrollar de forma efectiva una estrategia con la que contrarrestarla. Llegados a este punto, convendría señalar, entre paréntesis, que arrasar ciudades con bombas H supondría la destrucción de nuestros potenciales activos «quintacolumnistas».

La extendida creencia de que el poder atómico ha anulado nuestra estrategia carece de fundamento e induce a equívoco. Al llevar la destrucción hasta extremos «suicidas», el poder atómico estimula y acelera la reversión a los métodos indirectos, que son la esencia de la estrategia al conferir a los conflictos la posibilidad de aplicar una inteligencia que los eleven por encima de la mera aplicación de la fuerza bruta. Ya en la Segunda Guerra Mundial se apreciaron indicios de esa restitución de la «aproximación indirecta», conflicto en el que la estrategia jugó un papel mucho más importante que en la Primera Guerra Mundial, si bien faltó la gran estrategia. Ahora, la presencia de un elemento disuasorio como las bombas atómicas contra acciones directas en esa línea tiende a fomentar una sutileza estratégica mucho más marcada entre los agresores. Así pues, resulta extremadamente importante que esta tendencia sea correspondida, de nuestra parte, por una concepción similar del poder estratégico. La historia de la estrategia es, fundamentalmente, una crónica de la aplicación y de la evolución de la aproximación indirecta.

Mi estudio original sobre «la estrategia de la aproximación indirecta» se publicó en 1929 bajo el título Las guerras decisivas de la historia. El libro que el lector tiene ahora entre las manos es el resultado de veinticinco años más de investigación y reflexión sobre el tema, junto con un análisis de las lecciones en estrategia y gran estrategia que proporcionó la Segunda Guerra Mundial.

Cuando, en el transcurso del estudio de una larga serie de campañas militares, me percaté de la superioridad de la aproximación indirecta sobre la directa, lo único que buscaba era arrojar luz sobre la estrategia. Pero, tras profundizar en el tema, empecé a darme cuenta de que la aproximación indirecta tenía una aplicación mucho más amplia, que era una ley válida en todos los ámbitos de la vida: una verdad de la filosofía. Su puesta en práctica se consideraba clave para tratar con éxito cualquier problema en el que predomine el factor humano y donde las diferencias entre bandos opuestos tengan como verdadera razón no tanto un enfrentamiento de voluntades como un conflicto de intereses subyacente. En todos esos casos, la proposición de nuevas ideas mediante un ataque directo provoca una tenaz resistencia, intensificando así la dificultad de producir un cambio de parecer. La conversión se consigue mucho más fácil y rápidamente a través de la infiltración disimulada de una idea diferente o con un argumento que quiebre el flanco de la negación instintiva. La aproximación indirecta es tan fundamental en el campo de la política como en el del sexo. En el comercio, sugerir que hay una ganga que hay que aprovechar es mucho más efectivo que cualquier invitación directa a comprar. Y en cualquier ámbito es bien sabido que la mejor forma de conseguir que un superior acepte una nueva idea ¡es convencerle de que la idea es suya! Como en la guerra, el objetivo es debilitar la resistencia antes de intentar superarla; y la mejor forma de lograrlo es hacer que el oponente baje la guardia.

Esta teoría de la aproximación indirecta está íntimamente relacionada con el ejercicio de la influencia de una mente sobre otra, que es el factor más determinante en la historia de la humanidad. No obstante, resulta complicado conciliar esta idea con esa otra lección que nos enseña que las conclusiones verdaderas solo pueden alcanzarse, o abordarse, mediante premisas verdaderas, independientemente de adónde puedan llevarnos o cuáles puedan ser sus efectos sobre los distintos intereses.

La historia ha demostrado el papel trascendental que han desem­peñado los «profetas» en el progreso de la humanidad, lo que a su vez evidencia el valor práctico primordial que tiene la expresión sin reservas de la verdad tal y como uno la concibe. Así y todo, queda claro también que la aceptación y propagación de su visión ha dependido siempre de otra clase de hombres: «líderes» que fueran estrategas filosóficos, capaces de establecer un compromiso entre la verdad y una adecuada receptividad de ella por parte de los seres humanos. Su efecto ha dependido muy a menudo tanto de sus propias limitaciones a la hora de percibir la verdad como de su capacidad práctica a la hora de proclamarla.

A los profetas hay que apedrearlos; esa es su suerte y el estigma que han de sobrellevar para su realización personal. Pero el apedreamiento de un líder es posible que solo demuestre que ha fracasado en sus funciones por falta de sabiduría o por haber confundido sus funciones con las de un profeta. Solo el tiempo puede establecer si el efecto de su sacrificio redime ese aparente fracaso como líder que, sin embargo, le honra como hombre. Como mínimo, soslayará la falta más común entre los líderes, que no es otra que la de sacrificar la verdad por conveniencia y en detrimento de la causa. Puesto que aquel que acostumbra a ocultar la verdad en aras del tacto alumbra una deformidad del seno de su pensamiento.

¿Existe una manera práctica de combinar el progreso para alcanzar la verdad con el progreso para alcanzar su aceptación? Una posible solución a este problema es aquella a la que apunta el estudio de los principios estratégicos y que no es otra que la importancia de mantener un objetivo de manera constante y, a la vez, perseguir dicho objetivo adaptándose a las circunstancias. La resistencia a la verdad es inevitable, sobre todo si esta adquiere la forma de una nueva idea, pero el grado de intensidad de esa oposición puede mitigarse si, además de en la meta, se piensa también en el método de aproximación. Hay que evitar el ataque frontal a una posición bien afianzada y, en su lugar, tratar de doblegarla abordándola por los flancos, aprovechando el más expuesto a la penetración de la verdad. Pero en el caso de optar por este tipo de aproximación indirecta, hay que cuidarse mucho de no separarse de la verdad, puesto que no hay nada peor para su progreso real que caer en la falsedad.

El significado de estas reflexiones tal vez pueda entenderse con mayor claridad si lo ilustramos con nuestra propia experiencia. Si echamos la vista atrás hacia aquellas etapas en las que lograron aceptación diversas ideas nuevas, veremos que el proceso fue más sencillo cuando estas se presentaron no como algo radicalmente nuevo, sino como el renacimiento en términos modernos de un principio o práctica de larga tradición que habían sido olvidados. Para ello no hizo falta recurrir al engaño, sino preocuparse por rastrear y restablecer la conexión, puesto que «no hay nada nuevo bajo el sol». Un ejemplo notable de ello es la forma en la que la minimizó la oposición a la mecanización al demostrar que el vehículo blindado móvil —ese tanque veloz— era, en esencia, el heredero del caballero con armadura y, por consiguiente, el medio más natural de revivir el decisivo papel que la caballería había jugado en el pasado.

 

B. H. Liddell Hart

 

PRIMERA PARTE



La estrategia desde el
siglo v a. C. al siglo xx d. C.