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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack bianca, n.º 181 - diciembre 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-768-3

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Pasión en la Habana

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

 

Una cenicienta para el jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

 

Inocente belleza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Conciliación temporal

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MIENTRAS contemplaba las relucientes aguas turquesas bañadas por el sol, Kitty Quested contuvo el aliento.

Resultaba extraño imaginar que aquellas aguas podrían terminar enredándose algún día entre los guijarros de la playa que había cerca de su hogar, en Inglaterra. En realidad, incluso en aquellos momentos, casi cuatro semanas después de llegar a Cuba, todo seguía resultándole algo extraño. No solo el mar o la playa, que acogía las aguas saladas en una increíble cimitarra de arenas plateadas, sino el hecho de que, por el momento, aquel lugar fuera su casa.

Se levantó la larga melena de rizos cobrizos para refrescarse el cuello y sintió que se le hacía un nudo en la garganta al recordar el pequeño pueblo costero del sur de Inglaterra donde había vivido toda su vida hasta hacía un mes.

Nacimiento.

Matrimonio.

Y la muerte de su esposo Jimmy, el que había sido su amor desde la infancia.

Se apartó un poco el ala del sombrero para ver mejor y parpadeó al recibir la luz del sol en los ojos. Una ligera brisa le apartó el cabello y le refrescó las mejillas, recordándole al mismo tiempo todo lo que había dejado atrás.

Sus padres, a su hermana Lizzie y a Bill, el novio de esta, y un alquiler de dos meses de una casita de un dormitorio con vistas al mar. Y su trabajo en la pequeña empresa de Bill, en la que por fin habían conseguido destilar su primer producto, el ron Blackstrap.

De repente, sintió una dolorosa nostalgia.

Cuando Miguel Mendoza, director de operaciones de ron Dos Ríos, la llamó hacía tres meses para hablar de la posibilidad de que ella creara dos nuevos sabores para el doscientos aniversario de la marca, jamás se habría imaginado que ello supondría que tendría que mudarse al otro lado del Atlántico, a seis mil kilómetros de distancia de su hogar.

Si se hubiera parado a pensarlo, se habría negado. Se había sentido halagada por la sugerencia, pero, al contrario de Lizzie, ella era cautelosa por naturaleza por la suerte que le había tocado en la vida. Aceptar el trabajo de Dos Ríos no solo le haría ganar mucho dinero, sino que supondría un salto cualitativo en su profesión. Tras la muerte de Jimmy, Kitty había echado el freno a su vida y necesitaba un cambio para poder dejar su pena atrás y empezar de nuevo a vivir. Por eso, cinco minutos después de colgar, había vuelto a llamar para confirmar que aceptaba.

No se lamentaba de su decisión. Su nueva casa era muy bonita y estaba a un corto paseo de la playa. Todo el mundo era muy simpático, y tras trabajar tres años en la minúscula y abarrotada sala de destilación de Bill, hacerlo en el magnífico laboratorio de Dos Ríos era un sueño hecho realidad. Aquel era, en muchos sentidos, el nuevo comienzo que había imaginado. Había hecho nuevos amigos y se estaba construyendo una trayectoria profesional. Sin embargo, una parte de su vida permanecía intacta.

Se le hizo un nudo en la garganta.

E intacta iba a seguir estando.

Levantó los brazos y se recogió de nuevo el cabello, que le caía por los hombros y la espalda. En el aeropuerto, le había prometido a su hermana que se «soltaría el pelo». Era una antigua broma entre ellas, porque normalmente Kitty lo llevaba recogido. Sin embargo, allí en Cuba había empezado a dejárselo suelto. No obstante, su cabello era una cosa, pero el corazón otra muy distinta…

Jimmy había sido su primer amor y no se imaginaba sentir nada semejante a lo que había sentido por él por otro hombre. Tampoco quería. El amor, el verdadero amor, era una ligereza y un peso a la vez, un regalo y una carga, algo que ya no poseía para poder darlo o recibirlo nunca más. Por supuesto, en realidad nadie la creía. Sus amigos y familiares estaban convencidos de que solo era una fase, pero ella sabía que aquella parte de su vida había terminado para siempre y ni el sol ni la salsa iban a cambiar ese hecho.

Miró hacia el agua y sintió que el pulso se le aceleraba al ver un pequeño animal flotando en las serenas y cristalinas aguas. ¡Era una starfish! ¿Cómo se decía eso en español? No era el tipo de palabras que le habían estado enseñando en las clases que había dado en Inglaterra, las clases que habían dejado de parecer un pasatiempo para convertirse en una señal del destino cuando Dos Ríos le ofreció aquel contrato de cuatro meses.

Star significaba estrella y fish era pescado, pero no parecía tener mucho sentido. Ojalá Lizzie estuviera a allí para ayudarla. Ella había estudiado francés y español en la universidad y tenía una facilidad natural para los idiomas mientras que la dislexia de Kitty había supuesto que hasta aprender inglés fuera un desafío para ella.

Sacó el teléfono para buscar el significado de la palabra y, justo en aquel instante, el aparato comenzó a vibrar.

Kitty sonrió. Hablando del rey de Roma… ¡Era Lizzie!

–¿Te pitaban los oídos?

–No, pero tengo los pies empapados. ¿Te vale con eso?

Al oír la voz de su hermana y sus carcajadas, Kitty sonrió.

–¿Por qué tienes los pies empapados?

–No son solo los pies. Estoy empapada por todas partes. Por favor, no me digas que echas de menos la lluvia.

–No iba a hacerlo –protestó Kitty, aunque, en realidad, sí que la echaba de menos.

–Estabas pensándolo.

Kitty soltó una carcajada.

–Debe de haber sido un buen chaparrón si te has empapado desde tu casa al coche.

–El coche no arrancaba, así que tuve que ir andando a la estación. Perdí el tren y el siguiente venía con retraso. Como la sala de espera estaba cerrada por reforma, el resto de los pobres esclavos y yo tuvimos que esperar de pie en el andén y empaparnos.

–Pensaba que te ibas a comprar un coche nuevo.

–Lo haremos cuando sea necesario –dijo Lizzie–. Así que deja de preocuparte por mí y dime por qué deberían estar pitándome los oídos.

Kitty sintió que la presión en el pecho se le aliviaba. Lizzie y Bill, básicamente, la habían estado ayudando, no solo emocional sino también económicamente, desde hacía cuatro años. Cuando Jimmy entró en la residencia, ella se mudó a la casa de Lizzie. Después de la muerte de Jimmy, Bill le pidió que lo ayudara con su última aventura empresarial, una pequeña destilería de ron.

Había sido un acto de amor y de amabilidad. En realidad, no se habían podido permitir el sueldo de Kitty y ella no tenía experiencia alguna más que un grado en Química. Jamás podría pagarles lo que habían hecho por ella, pero, después de que todos los sacrificios de Lizzie, lo menos que Kitty podía hacer era convencer a su hermana de que todo había merecido la pena y que su nueva vida era fabulosa.

–Quería saber cómo se dice starfish en español –dijo–. Y pensé que tú lo sabrías.

–Claro que sí. Se dice «estrella de mar», pero, ¿por qué necesitas saberlo? –dudó Lizzie–. Por favor, dime que no vas a añadir estrellas de mar al ron. De verdad que no te lo recomiendo.

Kitty arrugó el rostro.

–¡Qué asco! ¡Por supuesto que no voy a poner estrellas de mar en el ron! Es que no hago más que verlas en el agua.

–Estás viendo una ahora, ¿verdad? ¿No deberías estar en el trabajo? ¿O es que me he vuelto a equivocar con la diferencia horaria?

Kitty sonrió.

–No estoy en el despacho, pero estoy trabajando. Estoy investigando.

Lizzie dijo una palabra muy grosera.

–Bueno, solo espero que te hayas puesto protección solar. Ya sabes lo fácilmente que te quemas.

Kitty se miró la blusa de manga larga y la maxi falda que llevaba puestas y suspiró.

Ahora el sol no quema tanto, pero llevo puesta tanta ropa y protección solar que seguramente voy a regresar más blanca de lo que me vine.

–¿Quién sabe? Tal vez decidas no regresar. Si ese guapísimo jefe tuyo decide por fin visitar su ciudad natal y vuestras miradas se cruzan a través de una vacía sala de juntas…

Al notar el tono jocoso en la voz de su hermana, Kitty sacudió la cabeza. A pesar de todo su pragmatismo, Lizzie creía firmemente en el amor a primera vista, pero tenía razón para ello. Había conocido a Bill en un karaoke en Kioto durante el año sabático que se tomó.

Kitty, por su parte, no había tenido ni siquiera que salir de su casa para conocer a Jimmy. Él vivía en la casa de al lado y se habían conocido incluso antes de que empezaran a andar, cuando la madre de él había invitado a la de Kitty a que fuera a tomar un té cuando los dos eran aún muy pequeños.

–Trabajo en los laboratorios, Lizzie. Ni siquiera sé dónde está la sala de juntas. Y, aunque efectivamente haya nacido en La Habana, no creo que mi «guapísimo jefe» sepa ni siquiera quién soy yo o que le importe.

Tras terminar la llamada y prometerle a su hermana que la llamaría más tarde, Kitty regresó hacia los árboles que bordeaban la arena. Siempre hacía más fresco allí que en ninguna otra parte.

No se dio prisa, y no solo porque las agujas de los pinos resultaran algo resbaladizas. Así era como la gente de Cuba hacía las cosas. Incluso en el trabajo, todo el mundo se marcaba su ritmo. Después de una semana de realizar su típico horario de nueve a cinco, como en Inglaterra, Kitty se había rendido ante el modo cubano. Al principio, le había resultado extraño y, además, tal y como el señor Mendoza le había dicho la primera vez que hablaron por teléfono, ella era su propia jefa.

Sin embargo, mientras avanzaba por un sendero alineado por arbustos y tamarindos, las mejillas se le caldearon. ¿Cómo podía decir algo así?

Como todo lo que había en aquella salvaje península, aquellos árboles, la playa e incluso hasta la estrella de mar, formaban parte de la finca El Pinar Zayas, una propiedad que pertenecía al jefazo, tal y como se referían a él todos sus empleados.

César Zayas y Diago.

Pronunciando aquel nombre, deslizando sobre la lengua las exóticas sílabas que lo componían, sintió que el estómago se le tensaba por los nervios, como si solo el hecho de pensar el nombre tuviera el poder de conjurar la presencia de Zayas y hacer que apareciera en aquella zona tan despoblada.

Imposible.

Lizzie podría imaginarse que iba a encontrarse con el dueño de Dos Ríos, pero, hasta aquel momento, Kitty ni siquiera había hablado con él por teléfono. Él le había enviado algunos correos electrónicos y una carta de bienvenida, pero ella estaba segura de que él ni siquiera los había visto. De alguna manera, no se imaginaba al distante y esquivo Zayas sentado en su lujoso despacho mordiendo el bolígrafo para tratar de encontrar las palabras exactas con las que brindar por su éxito. Seguramente, la firma que ella se había pasado tanto tiempo observando había sido perfeccionada a lo largo de los años por uno de sus asistentes personales.

En realidad, no le preocupaba su falta de interés. De hecho, le hacía sentirse aliviada.

Kitty se había mudado desde una pequeña ciudad de la tranquila costa inglesa hasta el vibrante Caribe, pero seguía siendo una muchacha provinciana y el hecho de conocer a su legendario y sin duda formidable jefe era una experiencia de la que prefería no disfrutar.

Él debía de sentir lo mismo sobre el hecho de conocerla a ella porque había realizado dos visitas a las oficinas centrales desde que Kitty había llegado y, en ambas ocasiones, se había marchado antes de que ella se diera cuenta de que su jefe había estado en el país.

En realidad, no había esperado conocerle. Tenía una hermosa casa de estilo colonial y las instalaciones de la destilería original en la finca, que era el cuartel general de Dos Ríos, pero sus negocios lo llevaban por todo el mundo. Según los compañeros de trabajo de Kitty, iba a La Habana muy de tarde en tarde y raramente se quedaba allí más de dos días.

Por supuesto, ella sentía una cierta curiosidad hacia él. ¿Quién no? Se había hecho cargo de una modesta destilería familiar y la había convertido en una marca de fama mundial. Y, al contrario de otros muchos empresarios, lo había hecho negándose a entrar en el juego con los medios de comunicación.

Pasó por debajo de la rama de un árbol, preguntándose por qué a pesar de su increíble éxito empresarial, César Zayas llevaba una vida tan reservada. Aparte de su ron, era famoso por la determinación con la que guardaba su intimidad, casi como si fuera un perro pit-bull.

Podría ser que fuera un hombre modesto. Eso era ciertamente lo que implicaba su biografía en el sitio web de Dos Ríos. Era breve hasta el punto de resultar minimalista. No había comentarios personales ni citas inspiradoras, tan solo un par de líneas, escondidas en un párrafo de carácter general sobre la historia de la empresa.

Incluso la foto que acompañaba al párrafo parecía escogida para no revelar nada del hombre que presidía la empresa. Estaba de pie, en el centro de un grupo de hombres que posaban en una galería con copas de ron en la mano. El color del líquido era idéntico al del enorme sol naranja que se ponía a sus espaldas. Era una fotografía informal, que capturaba perfectamente la camaradería que había entre ellos. Iban vestidos de manera casual, con las mangas enrolladas y los cuellos de las camisas abiertos. Los brazos descansaban en los hombros de quien estuviera al lado. Unos reían y otros sujetaban entre los dedos el otro producto más famoso de la isla: el cigarro cubano.

Todos miraban hacia la cámara. Todos excepto uno.

Al recordar la fotografía, Kitty sintió que se le secaba la boca. El presidente de Dos Ríos miraba hacia un lado, de manera que su rostro quedaba ligeramente desenfocado. Tan solo era posible adivinar los impecables pómulos y la esculpida mandíbula bajo la oscura sombra de la barba y un revuelto cabello negro.

No había manera de identificar quién era quién, pero no importaba. A pesar de estar desenfocados, sus rasgos y las limpias líneas de su carísima camisa reflejaban un inconfundible aire de privilegio, de tener el mundo a sus pies. Para él, la vida sería siempre fácil y rápida, demasiado rápida para que pudiera captarla el objetivo de una cámara. Solo su sonrisa, una sonrisa que Kitty nunca había visto pero que se podía imaginar sin dificultad, sería lenta… lenta y lánguida como un largo y fresco daiquiri.

Kitty tragó saliva. Casi podía sentir el sabor del ron y el punto ácido de la lima en la lengua. Ella no bebía daiquiris. Era un cóctel y ella no se había sentido nunca lo suficientemente cómoda o segura de sí misma para pedir uno. Ni siquiera allí en Cuba.

Todo el mundo era muy atractivo y moreno y parecían felices. Los hombres tenían miradas entornadas y se movían como panteras y las mujeres hacían que incluso algo tan sencillo como cruzar la calle o comprar fruta en el mercado pareciera un paso de mambo.

No se había atrevido aún a conocer La Habana nocturna, pero la había visitado tres veces durante el día y aún podía sentir las vibraciones de la ciudad en el pecho, hipnóticas y peligrosas, como si fueran un enjambre de abejas. Se había sentido cautivada no solo por la gente, sino por los eslóganes revolucionarios que, ya algo ajados, prometían desde las paredes Revolución para siempre y también por los relucientes coches, modelos de los años cincuenta, que alineaban las calles y las teñían de todos los colores.

Por todas partes había recordatorios del pasado, desde los balcones de estilo colonial hasta las imponentes escaleras. Era una ciudad viva, emocionante y ella había sentido la tentación de absorber la calidez de la ciudad en la sangre y explorar el laberinto de callejuelas que salían de las principales plazas, pero su sentido de la orientación era terrible.

Y hablando de eso…

Había llegado a una bifurcación del sendero. Se detuvo y miró dudando en ambas direcciones. No servía de nada utilizar el teléfono porque la cobertura solo era buena al lado del mar. Además, resultaba imposible ver por encima de los árboles que daban nombre a la finca. Si se equivocaba, tardaría una eternidad.

Sintió que el corazón comenzaba a latirle con fuerza.

Su casa estaba al borde de la finca. Normalmente, era la casa de una de las mujeres del servicio doméstico, pero ella se había marchado para cuidar de su madre enferma, por lo que estaba vacía. Andreas, el jefe de seguridad de Dos Ríos, le había dicho que tenía permiso para recorrer la finca, pero ella se había ceñido a la playa y al bosque alrededor de la casa. Nunca se había alejado demasiado.

Por suerte, solo le llevó unos diez minutos orientarse y reconocer por fin dónde se encontraba. Gracias a Dios. Desde aquel lugar, su casa estaba tan solo a diez minutos.

Respiró aliviada y se quitó el sombrero para abanicarse el rostro. Entonces, se quedó inmóvil. Medio escondidos por la vegetación, había un grupo de los caballos salvajes que vivían libres en la finca. El corazón se le detuvo en seco. Por conversaciones con Melenne, que iba tres veces por semana a limpiarle la casa, los caballos no eran peligrosos. Simplemente, no estaban domados. Vivían en libertad en los bosques y eso se les notaba en el hermoso pelaje y tonificados músculos.

Eran tan hermosos… Se acercó a ellos lentamente, extendiendo la mano hacia el más cercano. Contuvo el aliento cuando el animal pareció evaluarla con la mirada y entonces el pulso se le aceleró al sentir el suave y aterciopelado hocico del animal contra sus dedos.

Respiraba cuidadosamente y mantenía la mano extendida… cuando, de repente, se escuchó un fuerte ruido a sus espaldas y, como si fueran uno, los caballos se dieron la vuelta y desaparecieron entre los árboles.

Kitty se dio la vuelta hacia el ruido y levantó la mano para cubrirse los ojos del sol. El ruido se había convertido en un rugido y se vio un brillo de metal. Ella contuvo el aliento cuando, de repente, una moto apareció delante de ella. Le dio la impresión de que los ojos oscuros del piloto se entornaban al verla. De repente, todo pareció ir a cámara lenta. La moto derrapó para alejarse de ella y cayó de costado, deslizándose por la tierra hasta que se detuvo por fin.

Durante un instante, el tiempo pareció detenerse.

¿Se habría hecho daño? ¿Estaría…?

Ni siquiera quería pensar en aquella palabra. No se podía creer lo que había ocurrido. Entonces, con una mezcla de pánico y de miedo, echó a correr hacia la moto.

El piloto ya se había puesto de rodillas y estaba tratando de ponerse de pie. Al verla, lanzó una serie de maldiciones en español, o, al menos, ella asumió por el tono de su voz que estaba maldiciendo. Las clases de español de Kitty se habían centrado más en conjugar verbos que en aprender tacos. Se arrepintió de no haber estado en un lugar más visible. Si el motorista la hubiera visto antes, el accidente no habría ocurrido.

A pesar de todo lo ocurrido, el motorista parecía tranquilo. Apretaba la mano contra el chasis de la moto como si fuera uno de los caballos salvajes que él había espantado. El gesto hacía que los músculos le tensaran la tela de la elegante camisa blanca que llevaba puesta. Tenía un aspecto tan vivo y real… A ella le dolía haber podido ser la causa de que hubiera resultado herido y haber sido la causa del accidente. Sin embargo, si este no hubiera ocurrido, jamás lo habría conocido.

La respiración se le aceleró al darse cuenta de lo que estaba pensando. Hacía mucho tiempo que un miembro del sexo opuesto no había aparecido en su radar, pero aquel hombre resonaba.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó.

Él levantó la mirada. Durante un instante, a Kitty se le olvidó respirar al ver que unos ojos verdes oscuros, del mismo color que los pinos que los rodeaban, la miraban con confusión. Entonces, ella se dio cuenta de que el motorista tal vez no la había entendido dado que se lo había preguntado en inglés.

Ella parpadeó.

–Lo siento, quería decir… ¿se hecho daño?

El motorista negó con la cabeza lentamente sin dejar de mirarla. A Kitty le pareció que la confusión de su mirada se transformaba en irritación.

¿Cómo…? Quiero decir, ¿puede…? ¿Ay, cómo se dice? –preguntó con frustración. Estaba demasiado nerviosa como para poder pensar en su propio idioma, y mucho menos en español.

–Supongo que eso depende de lo que esté tratando de decir.

Kitty sintió un nudo en el estómago. El motorista le había hablado en inglés. Un inglés fluido y prácticamente sin acento. De repente, el nerviosismo se transformó en ira.

–¿Cómo ha podido ser tan inconsciente? Podría haber resultado herido, o peor aún… –le dijo en tono acusador.

–No lo creo. No iba rápido. Además… –comentó mientras se levantaba con gesto casual la pernera del pantalón para mostrarle la cicatriz que tenía en el tobillo–. Me he visto en peores circunstancias.

Ella lo observó en silencio. Se sentía demasiado aturdida como para responder y asombrada por la facilidad con la que él cambiaba de idioma y la despreocupación que mostraba por su propia seguridad. Mientras él levantaba la moto y la sujetaba sobre el suelo, Kitty sintió que la ira se apoderaba de ella.

–¿Y usted?

Aún no se había vuelto a mirarla. Cuando lo vio, una fuerte vibración, como una descarga eléctrica, se extendió entre ellos. Las miradas de ambos se prendieron. La de él era tan verde e intensa que ella se sintió turbada.

–¿Se encuentra bien?

Ella lo miró. Las palabras del motorista parecían más una formalidad que una expresión de preocupación, pero Kitty casi no se fijó en lo que decía. Estaba demasiado distraída por su rostro. Era muy hermoso. Nariz recta y la mandíbula delineada en oro, con la piel clara y brillante como si fuera una llama recién encendida…

¿Como una llama recién encendida?

Se echó a temblar. Por suerte, solo había pensado aquellas palabras y no las había dicho en voz alta. ¿En qué estaba pensando?

Sin poder evitarlo, estaba pensando en cómo aquella boca se le apretaría contra la suya…

Frunció el ceño, atónita por la inesperada reacción que había tenido ante un desconocido. Un desconocido que ni siquiera se había molestado en darse la vuelta para mirarla.

El corazón comenzó a latirle rápidamente. De repente, sintió el impulso de darse la vuelta y echar a correr entre los árboles. Sin embargo, algo dentro de ella la empujaba a desear saber lo que ocurriría si se quedara.

–Estoy bien. Aunque me sorprende que se moleste en preguntar.

Ella habló rápidamente. Las palabras parecían estar escapándosele entre los labios. Ella no era por naturaleza una persona a la que le gustaran los enfrentamientos, un rasgo de carácter que se había reforzado con los meses que había pasado sentada en salas de espera de hospital y tratando con médicos y especialistas.

Sin embargo, había algo en aquel hombre… algo en sus modales… que le hacía soltar chispas como si fuera una cerilla contra la leña seca.

Él echó la cabeza hacia atrás y separó los labios ligeramente, como si estuviera preguntándose en voz baja qué era lo que había oído.

–¿Qué se supone que significa eso?

Hablaba suavemente, pero tenía una dureza en la voz que a Kitty le ponía el vello de punta. Al recordar cómo se habían espantado los caballos salvajes cuando él se acercó, se avivó su irritación.

–Significa que ha estado a punto de atropellarme.

–Sí, porque usted se colocó delante de mí. Solo me caí de la moto porque tuve que girar bruscamente para no chocarme contra usted.

Kitty se sonrojó y dudó. Era cierto. Ella se había apartado del sendero… Lo miró de nuevo y apretó los dientes. Ni siquiera llevaba casco. ¿Cómo podía ser tan arrogante?

De repente, su cuerpo se echó a temblar. Recordó a Jimmy, sentado en el sofá en pijama, con el rostro gris por el agotamiento. El corazón comenzó a latirle de ira. Jimmy había vivido muy cuidadosamente y, sin embargo, aquel hombre tan arrogante y descuidado, corría estúpidos riesgos, tentaba al destino y desafiaba su propia mortalidad.

–Bueno, no habría tenido que girar bruscamente si no hubiera ido tan rápido –le espetó ella. Entonces, le señaló la pierna que le había mostrado–. Algo que, evidentemente, tiene por costumbre hacer.

–Como he dicho, no iba rápido. Es una moto nueva. La he recogido hoy mismo, así que todavía estoy haciéndome a ella. Supongo que usted nunca ha tenido una moto.

No. Kitty nunca había tenido una moto. Eran ruidosas y peligrosas. Lo ocurrido aquel día era prueba evidente de ello. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse lo que sería montar en una con él. Se lo imaginaba perfectamente, sabía lo que sentiría al inclinarse contra aquella ancha espalda, cómo notaría los músculos tensándose contra ella mientras el piloto cambiaba de marchas o tomaba un giro.

Las manos le temblaban y, de repente, le costó respirar. Miró la moto y trató desesperadamente de aferrarse a su indignación

–No –dijo mientras se colocaba las manos sobre las caderas y fruncía el ceño–, pero eso no importa. No cambia el hecho de que debería tener más cuidado por dónde va. No estamos en una pista de carreras.

De repente, a Kitty se le ocurrió pensar cómo había entrado él en la finca. Las puertas tenían un código de seguridad. Tal vez había querido enseñarle su estúpida moto a una de las empleadas o tal vez había ido a recoger a alguien.

–Y debería llevar casco –añadió.

–Sí, debería –dijo él suavemente, mientras la observaba con los ojos verdes.

Hubo algo en aquella respuesta que hizo que Kitty contuviera la respiración. La situación, una mujer solitaria en un camino aislado con un desconocido, debería hacerle sentir una cierta intranquilidad, pero no era así o, al menos, no era él quien la asustaba. La única amenaza provenía de su propia imaginación.

El pánico volvió a apoderarse de ella.

El cuerpo se le había tensado de una manera que no comprendía y el cabello, sudado y pesado bajo el sol, parecía estar aplastándole el cráneo de tal manera que le resultaba imposible pensar.

Se cruzó de brazos y se obligó a mirarlo. De repente, se echó a temblar, pero en aquella ocasión no de ira. Había algo tan íntimo, tan intenso en su mirada…

–Mire –dijo aclarándose la garganta–, no tengo tiempo para esto. Tengo que irme a mi casa –añadió mientras echaba a andar por el camino. Entonces se volvió–. Supongo que puedo ayudarlo a mover su moto.

–No será necesario.

El motorista la observaba con tranquilidad y aquella actitud, su seguridad, la atraía de tal manera que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Necesitaba escapar de la tensión que palpitaba entre ellos. Dio un paso atrás.

–Está bien. Como quiera –replicó frunciendo los labios deliberadamente con un gesto de desaprobación que quería sentir, pero que no le era posible–. Me da la sensación de que eso es lo que se le da mejor.

–¿Cómo ha dicho?

Kitty sintió una enorme satisfacción por haber conseguido por fin alterarle.

–Ya me ha oído…

No pudo seguir hablando. Las palabras se le murieron en la garganta como si fuera una actriz que hubiera olvidado su papel al ver la evidente mancha roja que se iba abriendo paso por la manga de su camisa, como si fuera una amapola abriéndose bajo el sol.

Sangre.