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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 401 - enero 2020

 

© 2008 Spencer Books Limited

Inesperada proposición

Título original: The Giannakis Bride

 

© 2008 India Grey

Música para dos corazones

Título original: Mistress: Hired for the Billionaire’s Pleasure

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones sonproducto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquierparecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios(comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas porHarlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-887-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Inesperada proposición

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Música para dos corazones

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

APENAS eran las siete menos cuarto de la mañana y el sol de mayo empezaba a teñir el cielo de Atenas de un tono melocotón pálido y translúcido. Sin embargo, para Dimitrios Giannakis era un día que ya cargaba con demasiadas horas y le resultaba en extremo conocido. La mañana del día anterior no necesitó escuchar el informe del equipo médico. La expresión de sus rostros le había dicho lo que necesitaba saber.

Sentado en su despacho, Dimitrios contemplaba el teléfono de su escritorio con un desprecio infinito. Aquélla no era la llamada que deseaba hacer. De hecho, habría hecho cualquier cosa por evitarla, pero lo terrible era que se había quedado sin opciones. Su única esperanza, o mejor dicho, la única esperanza de Poppy, era Brianna Connelly. Y en lo referente a su hija, Dimitrios no permitía que nada, y mucho menos su orgullo herido, se interpusiera entre la pequeña y lo que tan desesperadamente necesitaba.

Claro que no tenía muchas esperanzas en lograr que Brianna accediera a su petición. Hacía cuatro años ella dejó muy claro cuáles eran sus prioridades: el mundo artificial y vacío de la moda y las pasarelas internacionales, que sólo se inclinaba ante la juventud y la belleza. Pero Dimitrios tenía que pedírselo. Incluso estaba dispuesto a suplicar si era necesario.

Consultó de nuevo el reloj; eran casi las siete de la mañana, lo que significaba que serían casi las nueve de la noche del día anterior en la costa occidental de Canadá.

Con la mandíbula apretada, descolgó el auricular y marcó el número del ático de Brianna, donde sus fuentes le habían dicho que podía localizarla en aquel momento. El tiempo era fundamental, porque al día siguiente Brianna podía estar trabajando en algún rincón inaccesible del desierto del Sahara, las montañas heladas de Islandia, o las llanuras desérticas del continente australiano. Después de todo, era una modelo muy demandada en todo el mundo, y ella era demasiado ambiciosa para rechazar un trabajo con el que afianzar su posición de supermodelo.

El teléfono sonó tres veces y el contestador saltó, pidiéndole que dejara un mensaje.

–Soy Dimitrios Giannakis, Brianna. Necesito hablar contigo cuanto antes…

–¿Dimitrios? –la voz ligeramente enronquecida e inquietantemente erótica interceptó el mensaje, y le acarició la oreja como un beso.

Dimitrios se fortaleció mentalmente contra el impacto sensorial y dijo en tono seco:

–Bien, estás ahí.

–Evidentemente –repuso ella en tono seco–. ¿Qué puedo hacer por ti?

Durante años Dimitrios se había enorgullecido de su propia fuerza y su capacidad para conquistar el mundo, y la idea de suplicar a nadie, sobre todo a una mujer a la que despreciaba, le resultaba casi insoportable, pero el destino se estaba cebando con su punto más débil, su hija, y no tuvo más remedio que tragarse el amargo sabor a hiel en la boca y acudir a la única persona que probablemente podía ayudarla. Enfurecer a Brianna Connelly a los pocos segundos de ponerse en contacto con ella no era la mejor forma de conseguirlo.

–¿Cómo estás, Brianna? –preguntó suavizando el tono de voz.

¿Cómo estás, preciosa?

Mucho mejor de lo que jamás habría imaginado…

Dimitrios cerró la puerta a unos recuerdos que en aquel momento estaban totalmente fuera de lugar y que en cualquier otro momento no tenían ningún sentido y esperó la respuesta femenina.

–Teniendo en cuenta que apenas hemos hablado en años, no creo que te preocupe mucho mi salud –repuso ella con sorna–. Aunque tampoco creo que tengamos nada en común desde la muerte de mi hermana. ¿Por qué no te dejas de rodeos y me dices qué es lo que quieres? Mañana tengo un vuelo a primera hora y necesito dormir.

Tenía que haberse dado cuenta de que era una egoísta. Algunas cosas no cambiaban nunca.

Pero otras sí, pensó Dimitrios levantando la fotografía enmarcada de su hija, una fotografía tomada seis meses antes, cuando la enfermedad todavía no había hecho mella en el rostro infantil. Con una mueca de asco, Dimitrios hizo lo que tenía que hacer.

–Muy bien. Tengo que pedirte un favor, y es un favor muy importante.

 

 

Cuatro años antes Brianna había jurado no volver a poner los pies en Grecia, y a excepción del funeral de su hermana Cecily, había mantenido la promesa. Sin embargo, a las cuarenta y ocho horas de la última llamada de Dimitrios, no sólo estaba en Grecia si no delante de la casa de Dimitrios Giannakis, donde acababa de dejarla un conductor uniformado que había ido a esperarla al Aeropuerto Internacional Eleftherios Venizelos en Spata. Cambiar sus planes no le costó mucho. Ya tenía las maletas preparadas para un mes de descanso en las islas Bermudas, y la ropa que llevaba, ropa informal de verano en su mayoría, le serviría también en Atenas.

–Soy muy capaz de ir sola desde el aeropuerto al hotel –le había dicho ella cuando le comunicó su hora de llegada.

Sin embargo Dimitrios se había negado en redondo.

–Alguien irá a recibirte y te llevará a mi casa, donde estarás alojada durante tu estancia aquí –dijo él–. Es lo mínimo que puedo hacer. Después de todo, estoy en deuda contigo.

¿Su casa? Más bien mansión, pensó ella, contemplando el magnífico edificio desde el exterior, sin haberlo visto por dentro. Ubicado en lo alto de un acantilado sobre el mar Egeo y rodeado de amplios y cuidados jardines, la mansión era enorme. Palaciega, incluso, y eso que Brianna estaba acostumbrada al lujo. Pero, ¿qué había esperado? Sabía que Dimitrios no hacía las cosas a medias.

De no estar tan tensa que apenas podía respirar, probablemente se habría reído. Aunque nunca lo había reconocido, la idea de volver a verlo, y mucho más de vivir bajo su techo, la aterraba. Dimitrios le había destrozado el corazón, y ella había tardado casi cuatro años en recuperarse. Ahora no quería dejarse pisotear una segunda vez.

–Podías haberte negado –dijo su representante y amigo, Carter Maguire, cuando Brianna le explicó el motivo por el que tenía que cancelar todos sus trabajos en el futuro inmediato.

A Dimitrios, sí. ¿Pero cómo podía darle la espalda a una niña de tres años gravemente enferma?

La mansión de Dimitrios estaba a unos kilómetros al sur de Rafina. El chófer, un hombre taciturno que no había dicho ni una sola palabra durante los treinta minutos de trayecto desde el aeropuerto, dejó sus maletas junto a la puerta, llamó al timbre y, sin esperar a que abrieran, se metió de nuevo en el lujoso Mercedes último modelo y se alejó.

Brianna oyó pasos en el interior de la casa y se preparó mentalmente. Había llegado el momento de la verdad. Si era capaz de capear la primera reunión con Dimitrios, lo peor habría pasado.

Pero el hombre que abrió la puerta no era Dimitrios, sino un hombre unos veinte años mayor que él, calvo y con una sonrisa de oreja a oreja.

Kalispera, señorita Connelly, kai kherete –la saludó en griego invitándola a pasar–. Bienvenida, la estábamos esperando, y nos alegramos mucho de que ya esté aquí.

¿Nos alegramos? Brianna recorrió con ojos nerviosos el amplio vestíbulo de mármol esperando ver aparecer a Dimitrios en cualquier momento, pero lo único que vio fueron varios jarrones con flores y una amplia escalinata que daba acceso al piso superior.

–Yo soy Alexio –le dijo el hombre entrando su equipaje–. Mi esposa Erika y yo nos ocupamos del servicio. Ella le está esperando en el patio con un refresco, y después la llevará a su habitación. Entretanto, yo me ocuparé de sus maletas.

–Gracias –dijo Brianna–. Es muy amable.

Parakalo –respondió el hombre bajando la cabeza–. La cena se servirá a las nueve, cuando vuelva Dimitrios.

–¿No está aquí?

La sonrisa del hombre se apagó.

–Está en la clínica con la pequeña –explicó él llevándola hasta el fondo del vestíbulo y haciéndola pasar a un patio interior–. Suele quedarse con ella hasta que se duerme. Seguramente estará aquí dentro de una hora.

En el patio, decorado con plantas en macetas, una fuente de pared y cómodos sillones de mimbre, había una mujer esperando, aunque no fue tan amable como Alexio. Todo lo contrario, se mostró fría y distante con ella.

–Siéntese unos minutos y descanse después del viaje –dijo la mujer indicándole una jarra de té helado y un cuenco de fruta sobre la mesa.

Las palabras sonaron más a orden que a invitación, pensó Brianna, pero ya que Dimitrios no estaba allí, prefirió aprovechar su ausencia para arreglarse y sentirse más segura antes de enfrentarse a él.

–Muchas gracias, pero llevo sentada las últimas veinticuatro horas y preferiría darme un baño.

La mujer miró a Alexio y dijo algo en griego. Él respondió también en griego y después miró a Brianna, tratando de relajar la tensión que flotaba en el ambiente.

–A mi esposa le preocupa que todavía tiene que deshacer el equipaje y preparar la ropa que desea ponerse para cenar.

–Por favor, no es necesario –le aseguró Brianna–. Estoy acostumbrada a viajar y me las puedo arreglar perfectamente sola.

–A Dimitrios no le gustará –respondió Erika casi con desprecio–. Nos ha dado instrucciones para que le tratemos como si fuera una reina.

–Me aseguraré de que sepa que así lo han hecho. Ahora, si no les importa, quisiera ir a mi habitación.

–Por aquí.

La habitación que le habían asignado eclipsaba con creces la mejor suite del mejor hotel de Atenas. Amplia y luminosa, contaba con una zona de estar y una terraza desde donde se tenía una impresionante vista del mar y de los jardines de la casa. También tenía un espacioso vestidor y un cuarto de baño en mármol.

–Si se nos ha pasado algo por alto, no dude en decírnoslo –dijo Erika.

Además de los arreglos florales en distintos puntos de la habitación, había una bandeja con una jarra de agua con hielo y una copa de cristal.

–No lo creo –dijo ella–. Sólo…

–¿Sí?

–Ha mencionado cambio de ropa para la cena. ¿Qué clase de ropa debo elegir?

–Cualquier cosa decente –respondió la mujer con altivez–. Algo que encaje con lo que se espera en esta casa de cualquier invitado.

Aquella respuesta tan grosera y descortés la dejó sin habla y Brianna no pudo hacer más que quedarse mirando a la criada sin saber qué responder. Alexio, tan sorprendido como ella, se llevó a su esposa hasta la puerta y la obligó a salir del dormitorio. Después se volvió a mirar a Brianna.

–Erika no habla muy bien su idioma –dijo a modo de disculpa–. Lo que quiere decir es que la cena es más… formal que la comida o el desayuno. Un vestido será suficiente, pero cuando la señora Giannakis vivía… –el hombre se movió inquieto–. Su esposo no siempre estaba de acuerdo con su elección.

–Lo entiendo perfectamente –dijo Brianna, y era cierto.

Su hermana Cecily nunca se había dejado guiar por normas ni convenciones que no fueran las suyas propias. A juzgar por la última vez que estuvieron juntas, Brianna estaba segura de que su hermana gemela habría disfrutado de llevarle la contraria a su esposo siempre que tuviera la oportunidad.

La hostilidad de Erika también era comprensible. Probablemente la mujer esperaba que ella fuera como su difunta hermana, lo que no era de extrañar. A fin de cuentas, eran prácticamente idénticas, al menos físicamente, hasta el punto de que mucha gente nunca llegó a distinguirlas.

Como Dimitrios.

 

 

Dimitrios la esperaba en lo que Brianna supuso que sería el salón, aunque «gran salón» definía mejor las proporciones y muebles de la espaciosa y elegante estancia a donde la llevó Alexio una hora después. Con el pelo todavía mojado de la ducha, Dimitrios estaba en la terraza, junto a la puerta, con una copa de líquido ámbar en la mano. Lo primero que Brianna pensó al verlo era que se había arreglado demasiado para la ocasión.

Dimitrios llevaba una camisa blanca de manga larga, pero iba sin corbata, unos pantalones de tela gris de un corte exquisito y unos mocasines de piel. Ella, sin embargo, se había puesto el único vestido de noche que tenía, un traje negro de punto de seda con un hombro desnudo y que le caía casi hasta los tobillos. Unos aros de platino con diminutos diamantes engarzados y unas sandalias negras de tacón alto completaban la imagen elegante y espectacular de casi un metro ochenta de estatura. A pesar de todo, cuando él se acercó a saludarla, seguía sacándole casi diez centímetros.

Brianna creía que estaba preparada, que nada de lo que él hiciera o dijera podría afectarla, que sería capaz de soportar su desprecio y su hostilidad, y que podría tratarlo con la misma indiferencia y distancia. Pero verlo de nuevo la lanzó de cabeza al doloroso abismo de anhelo que tanto le había costado superar.

Dimitrios seguía tan delgado, tan fuerte y tan atractivo como ella recordaba, y al verlo se le secó la boca. Había olvidado lo alto que era, los rizos negros, los labios curvados en un esbozo de sonrisa cuando algo le divertía y trataba de ocultarlo. Había olvidado cómo era ser la mujer que él convertía en su centro de atención.

–Brianna, no pensé que tardaríamos tanto en vernos, ni que sería en unas circunstancias tan difíciles –dijo él, estrechándole la mano.

La última vez que lo vio, a excepción de un fugaz encuentro durante el funeral de Cecily, él la tenía en sus brazos y le suplicaba que se quedara toda la noche con él en su camarote. Entonces él estaba desnudo y excitado, sin ocultar lo mucho que la deseaba, a pesar de que habían hecho el amor quince minutos antes. Ella había necesitado toda su fuerza de voluntad para abandonar su lecho y volver a su camarote.

Ahora necesitó mucho más para no temblar cuando él le tomó la mano durante un breve momento a modo de saludo.

–Espero haber llegado a tiempo.

–¿Para cenar? Sí. Nos sentaremos en unos minutos.

–No me refería a eso, Dimitrios –dijo ella–. Me refería a tu hija. ¿Cómo está?

–Poppy sigue igual –dijo él–. ¿Te apetece tomar algo? –le ofreció.

–No sé. ¿Puedo? –preguntó Brianna.

No solía beber, pero en aquel momento estaba tan nerviosa que una copa de vino le sentaría bien.

–Preguntemos a la experta –dijo Dimitrios volviendo ligeramente la cabeza hacia la puerta de la terraza–. ¿Qué le parece, doctora? ¿Puede tomar una copa de champán?

–No veo por qué no –dijo la mujer de unos treinta años, de aspecto frágil y pequeña estatura que apareció de entre las sombras de la terraza–. Una copa o dos de vino no cambiará nada.

Acercándose a Dimitrios, la mujer le entregó su copa de champán vacía.

–De hecho, a mí tampoco me importaría tomar otra –continuó la atractiva mujer con marcado acento británico–. Aunque sea para celebrar que tengo una noche libre. Lo que no es muy frecuente.

Rubia, delgada y elegante la doctora llevaba una falda de tubo negra y una blusa rosa pálido. Junto a ella, Brianna se sintió como una amazona.

Dimitrios la sujetó por el codo y le sonrió cálidamente.

–Puedes tomar todas las copas que quieras –dijo él. Después miró a Brianna–. Te presento a la doctora Noelle Manning, Brianna. Es la directora del equipo de trasplantes que cuida de mi hija. Pensé que sería una buena idea que os conocierais cuanto antes, puesto que ella podrá responder a tus preguntas mucho mejor que yo. Y ésta –continuó él mirando a Noelle desde su altura–, es la hermana de mi difunta esposa, Brianna Connelly. Quizá hayas oído hablar de ella.

–Oído y visto en todas mis revistas favoritas –respondió la mujer con una amplia y sincera sonrisa tendiéndole la mano–. Su cara no se olvida fácilmente. No creo que tenga que decirle lo mucho que me alegra conocerla, y lo importante que es su decisión.

A lo largo de su carrera profesional, Brianna había conocido a muchas personas famosas, desde duques, princesas y reyes hasta estrellas del cine y mitos de la canción, pero nadie la había dejado tan enmudecida y cohibida como aquella diminuta mujer.

–Gracias –logró balbucear por fin–, espero poder ayudar.

–Pronto lo sabremos.

–¿Cuándo empezarán con los análisis?

–Primero le daremos unos días para que se recupere del viaje –dijo la doctora llevando a Brianna hacia un sofá junto a la chimenea. Después se sentó frente a ella en un sillón–. ¿Qué sabe del procedimiento, Brianna?

–Casi tanto como de la enfermedad de mi sobrina, que es prácticamente nada –respondió ella.

–Brianna tiene otras prioridades –observó Dimitrios sirviendo más champán–. La anemia aplásica y los trasplantes de médula ósea no están entre sus intereses.

–¿Cómo puedes decir eso? –le espetó Brianna, dolida por el evidente desdén en su voz.

Dimitrios se acercó a las dos mujeres para entregarles las copas y después se sentó en el sofá junto a Noelle Manning, tan cerca que casi le rozaba la rodilla con la suya.

–Sé que mi hija cumplirá tres años el mes que viene y todavía no la conoces.

–Te expliqué el motivo cuando hablamos por teléfono.

–Sólo sé lo que tú has querido contarme.

–Creo que todos sabemos que el tiempo tiene la mala costumbre de pasar volando –interrumpió la médico diplomáticamente–. Lo importante es que ahora está aquí, Brianna, y Dimitrios se lo agradece profundamente –añadió clavando una significativa mirada en él–. ¿No es así, Dimitrios?

–Sí –reconoció él un poco avergonzado ante la velada reprimenda–. De hecho, eres nuestra última esperanza, Brianna.

–No exactamente –le corrigió Noelle–. Siempre existe la posibilidad de encontrar un donante anónimo que sea compatible, pero eso lleva tiempo, y Poppy…

No terminó. No era necesario. El significado estaba muy claro. Poppy no tenía tiempo.

–Estoy dispuesta a empezar mañana mismo con los análisis y las pruebas –dijo Brianna–. De hecho, lo preferiría. Seguro que cuanto antes empecemos mejor, ¿no?

Noelle negó con la cabeza.

–Donar médula ósea no es precisamente una tarea sencilla, Brianna, y sería muy poco profesional por mi parte, si no negligente, permitirle que continúe adelante sin informarle primero de todo lo que significa.

–Si es una cuestión de dinero…

–No tiene nada que ver con dinero –la interrumpió Dimitrios–. Todos tus gastos quedarán cubiertos.

–Pero yo puedo…

–Estoy seguro.

Dimitrios era imposible. Arrogante, intransigente y cuando quería muy desagradable. ¿Cómo había llegado a pensar alguna vez que era un hombre del que podía enamorarse?

Ignorándolo, Brianna miró a Noelle.

–¿Podemos hablar de esto en otro momento, en privado?

–Por supuesto, estaba a punto de sugerirlo –dijo la médico –. Mañana, si le parece bien. Aunque si prefiere esperar. Para ajustarse al cambio horario.

–Hace años que viajo de un extremo a otro del mundo y estoy acostumbrada a dormir en los aviones.

–Entonces ¿qué tal mañana a las doce? Para entonces ya habré terminado en cirugía.

–Las doce me parece bien.

–Bien. Ocúpate de que tu chófer la lleve a la clínica, ¿quieres, Dimitrios?

Él asintió con un gruñido y los ojos clavados en la copa. Impertérrita, Noelle sonrió y levantó su copa.

–Brindo por ti, Brianna –dijo la médico tuteándola y sonriendo–. Por una larga y feliz relación con tu sobrina.

A punto de tragar el líquido que tenía en la boca, Dimitrios casi se atragantó al oírla.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SE ESTABA portando como un imbécil, lo sabía y no podía evitarlo. Y todo porque Brianna no había cambiado, y al mirarla, al ver de nuevo los elegantes movimientos de su cuerpo, se estaba volviendo loco.

Había esperado que, al igual que Cecily, Brianna empezara a perder su belleza con los años. Pero no había sido así. En absoluto. Más bien estaba más guapa que nunca. Las mismas piernas largas y torneadas, las mismas manos estrechas de dedos largos y elegantes, la misma piel satinada, la misma melena negra y los mismos ojos azules capaces de paralizar a un hombre y dejarle babeando como un idiota.

Erika sirvió cordero asado para cenar, uno de sus platos favoritos, pero aquella noche él apenas pudo probar bocado. Brianna, por supuesto, comió con su cuidado habitual, sirviéndose una pequeña ración de carne, rechazando las patatas, y repitiendo de ensalada. Apenas probó el vino y prefirió dejar el postre de compota de higos con miel. La única que comió sin miramientos fue Noelle, algo sorprendente para una mujer de aspecto tan pequeño. Después de la cena volvieron al salón para tomar el café.

–¿Cómo es ser una modelo de fama internacional? –preguntó Noelle sentándose en una esquina del sofá.

–Mucho trabajo, unas jornadas laborables interminables y ni la mitad de glamurosas de lo que la gente cree.

–Suena un poco como mi vida.

–No creo –dijo Brianna con modestia–. No me atrevería a compararlo. Yo no tengo ningún conocimiento especial, y desde luego nunca he salvado la vida de nadie.

–Puede que lo hagas –dijo Noelle Manning–. Aunque supongo que para soportar las exigencias de fotógrafos y diseñadores se necesita mucha paciencia.

Brianna encogió levemente los hombros.

–A veces, sí –dijo con una sonrisa.

Claramente fascinada por un estilo de vida tan diferente al suyo, Noelle cruzó las piernas y se acomodó mejor en el sofá.

–¿Qué te llevó a ser modelo? –preguntó.

–Mi madre –respondió Brianna sonriendo con resignación–. Siendo gemelas idénticas, empezó a presentarnos a todo tipo de audiciones y castings cuando íbamos en pañales, y más o menos fue evolucionando desde allí. Mientras otros niños de nuestra edad jugaban en el parque y aprendían a montar en bici, nosotras íbamos de un concurso de belleza infantil a otro.

–Debía estar muy orgullosa de las dos.

–Nos utilizó en su propio provecho sin ningún tipo de miramiento –dijo Brianna casi con rabia.

Por un momento Dimitrios creyó escuchar un tono de amargo resentimiento en sus palabras, pero probablemente estaba equivocado. Quizá de niña no pudo elegir, pero de mayor continuaba haciéndolo para ganarse la vida. Si quería podía hacer otra cosa. A fin de cuentas, era una mujer muy inteligente.

–Reconócelo, Brianna. Cecily y tú erais famosas en todo el mundo antes de empezar a ir al colegio.

–Porque, como bien sabes, Dimitrios, éramos dos niñas muy monas y totalmente idénticas. Eso era lo que nos convertía en algo especial.

–Pero ahora eres tú sola, y no te va mal.

–Perder a una hermana nunca es fácil –dijo Noelle dirigiendo una mirada cauta a Dimitrios–, pero perder a una hermana gemela mucho más. Estoy segura de que estabais muy unidas.

–De niñas, sí.

Aquella mentira era demasiado para lo que Dimitrios estaba dispuesto a aguantar.

–Por favor, Brianna, cuando os conocí erais como uña y carne.

Brianna volvió lentamente la cabeza hacia él.

–Si eso es lo que crees, nos conocías muy poco.

–Estuve casado con Cecily, no lo olvides.

–No creo que pueda.

–No, claro que no –dijo él con sorna, incapaz de contenerse–. Después de todo, tú fuiste su cómplice para llevarme al altar.

Brianna abrió la boca y lo miró perpleja. La deliciosa curva del labio inferior trajo a Dimitrios recuerdos de las veces que la había explorado lenta y eróticamente, pero no se dejó engañar. Sabía perfectamente que las dos hermanas solían intercambiarse y ocupar el lugar de la otra cuando les convenía.

–Lo dejé todo en cuanto me avisaste porque así me lo pediste, Dimitrios. Puedo irme con la misma rapidez.

–Esto no tiene nada que ver contigo, Dimitrios, sino con Poppy –le recordó Noelle, erigiéndose en mediadora de una situación que se estaba deteriorando rápidamente–. No lo olvidemos.

–Por supuesto que no –Dimitrios se arriesgó a mirar a su cuñada que tenía los ojos clavados en él con rabia–. Perdona, Brianna, estoy muy preocupado por Poppy, pero eso no justifica que te fustigue de esta manera.

–Entiendo –dijo ella alzando ligeramente un hombro, en un movimiento de lo más tentador–. De haberlo sabido, habría venido antes.

–Ahora estás aquí y eso es lo que importa –Noelle dejó el plato y la taza en la mesa y descruzó las piernas–. Aunque es muy agradable estar aquí y dejar que me mimen, será mejor que vuelva a casa y aproveche para dormir. Ha sido un placer conocerte, Brianna.

Sonriendo Brianna se puso en pie con un movimiento fluido y elegante.

–Lo mismo digo.

–Entonces nos vemos mañana a las doce.

–Por supuesto.

–Excelente. ¿Me acompañas, Dimitrios?

–Por supuesto.

Noelle esperó hasta llegar a su coche para asegurarse de que nadie en la casa la oía y miró a Dimitrios muy seria.

–Dime, Dimitrios Giannakis, ¿de verdad quieres que tu hija se cure?

–Más que nada en el mundo, lo sabes muy bien.

–Entonces te sugiero que controles tus palabras y tus reacciones. Tu comportamiento de esta noche ha sido inexcusable.

–No pensarías lo mismo si supieras lo que hubo entre Brianna y yo.

–Eso me importa un bledo –dijo la médico–. La única persona que me importa es Poppy y no me quedaré de brazos cruzados viendo el continuo y sistemático sabotaje que llevas a cabo contra lo que puede ser su única posibilidad de recuperarse.

–Brianna no es lo que parece.

–¿Ah, no? Pues yo me considero una buena conocedora de las personas y a mí me ha parecido una mujer muy agradable y sincera.

–No has visto más allá de su belleza.

–Yo no soy la que está obsesionada de su aspecto físico, Dimitrios. Tú sí, así que te recomiendo que lo superes.

–No es tan fácil –gruñó él abriéndole la puerta del coche–. Es una copia exacta de su hermana.

Noelle se echó a reír.

–Eso suele ocurrir con los gemelos idénticos –dijo antes de perderse en la oscuridad de la noche.

 

 

En cuanto los otros dos desaparecieron, Brianna corrió a refugiarse a su dormitorio. Dimitrios y ella eran como el agua y el aceite, y si Noelle Manning no hubiera estado allí para controlar la situación, Brianna no quería pensar qué habría podido ocurrir. Pero tenían que encontrar una manera de llevarse bien, y Brianna esperaba que una noche de descanso los dejara a los dos más dispuestos a entenderse por la mañana.

Erika o una de las doncellas había abierto la cama, encendido una lámpara de noche y dejado un par de revistas en la mesita. Las puertas de la terraza de la zona de estar estaban abiertas y en el brazo del sofá había un chal de mohair. En la mesa de centro, sobre una bandeja de plata, había una jarra de leche con cacao y una taza. Evidentemente, Erika seguía tratándola como una reina.

Y aquella casa, más bien un palacio, no tenía nada que ver con el ático que era su hogar, que aunque tenía unas vistas excepcionales sobre el estrecho que separaba Canadá de la isla de Vancouver y estaba decorado con delicada elegancia, no podía compararse con la riqueza y opulencia que la rodeaba. Sin embargo, Brianna habría dado cualquier cosa por estar de nuevo en su casa y ser la dueña de su destino.

Claro que ahora estaba en casa de Dimitrios, no exactamente como prisionera, pero desde luego tampoco como una invitada apreciada.

Demasiado nerviosa para dormir, Brianna se quitó los zapatos, se echó el chal por los hombros y salió a la terraza. La luna iluminaba el mar y los jardines que se extendían bajo el dormitorio. Aparte del suave suspiro de las olas contra la playa, la noche era tranquila y serena, hasta que unos golpes en la puerta interrumpieron el silencio.

–Brianna –oyó la voz de Dimitrios al otro lado–, soy yo.

–Si vienes a seguir insultándome –dijo ella abriendo la puerta–, puedes irte por donde has…

–He venido a disculparme, de nuevo. Y a pedirte que olvidemos el pasado, no sólo por el bien de Poppy sino también por el tuyo y el mío. Donar médula ósea no se limita a unos minutos en una consulta. Los análisis son exhaustivos, y no deseo que el tiempo que estés aquí sea peor de lo que debe ser.

–Si esta noche ha sido un ejemplo…

–No lo es. Me temo que siempre estoy bastante irritable cuando vuelvo del hospital, pero eso no excusa mi comportamiento –le ofreció la mano–. ¿Podemos empezar de nuevo?

Brianna podía sobrellevar su hostilidad y actitud negativa. Ya no podía hacerle más daño del que le había hecho. Pero con aquella actitud conciliadora era muy peligroso, hasta el punto de hacerla pensar que el rencor que había sentido contra él todos aquellos años no estaba justificado.

–No sé si eso es posible –dijo ella, luchando para apuntalar de nuevo sus defensas.

Tomándola por sorpresa, Dimitrios le deslizó los dedos por la muñeca sujetándola con delicadeza.

–¿Podemos al menos hablar e intentar buscar la forma de hacerlo?

Brianna se zafó de su mano y dio un paso atrás, presa de pánico al sentir cómo se le había acelerado el pulso.

Pero casi hubiera sido mejor no moverse, porque Dimitrios tomó la retirada como una invitación, entró en el dormitorio y cerró la puerta.

La suite era muy espaciosa y la decoración exquisitamente proporcionada, pero Dimitrios pareció ocupar todo el espacio y encoger la habitación hasta convertirla en una caja de zapatos. Nerviosa, Brianna se cubrió la garganta con el chal.

–¿Qué ocurre, Brianna? –preguntó él con voz sedosa, acercándose a ella–. ¿Tienes miedo de que te bese, o de que te guste demasiado para rechazarme?

–Ninguna de las dos cosas –dijo ella irguiéndose cuán alta era.

Aunque no le sirvió de nada.

–¿De verdad? –continuó él casi pegado a ella–. ¿Por qué no lo averiguamos?

Dimitrios le rodeó la cintura con el brazo y la pegó a él. La sensación del cuerpo masculino contra el suyo le aceleró el pulso y la respiración, y Brianna recordó la primera vez que la besó y las consecuencias de aquella primera caricia compartida: un encuentro en su camarote y una introducción a los placeres del amor y del sexo que ningún hombre había podido superar.

Pero también recordó lo que pasó después: la traición y el abandono que casi acabaron con ella. Aunque tras la separación ella cumplió con sus compromisos profesionales, obligándose a sonreír y cubriéndose las ojeras, todo el mundo se dio cuenta de que le pasaba algo. Los rumores de una posible anorexia, bulimia, o estar al borde de una depresión nerviosa, se dispararon y estuvieron a punto de destruir su carrera.

Tienes que demostrarles que sigues siendo la mejor, le había aconsejado Carter en aquellos duros momentos, dándole todo su apoyo.

Y eso hizo. Porque su carrera profesional era lo único que le quedaba. Dimitrios le había arrebatado todo lo demás.

Y no podía permitirle volver a hacerlo.

Alzando las manos, Brianna lo empujó hacia atrás con todas sus fuerzas.

–Puede que para ti empezar de nuevo sea eso, pero para mí no.

Dimitrios la soltó al instante.

–Perdona por dejarme llevar por mis instintos más básicos –dijo con desprecio–. Créeme, sé mejor que nadie que lo que ocurrió entre nosotros en el pasado es cosa del pasado, y que nada de lo que digamos o hagamos cambiará esa realidad.

–Al menos estamos de acuerdo en una cosa.

–Más de una, espero. Te estoy pidiendo una tregua, Brianna, porque ahora lo único que importa es el futuro de Poppy –Dimitrios se pasó una mano por el rostro y el cansancio suavizó el gesto duro de sus labios y lo dejó con un aspecto dolorosamente vulnerable–. Me han dicho que lo que le ocurre no es por mi culpa, pero sé que si hubiera sido mejor padre, si me hubiera fijado más, no estaría tan mal.

Conmovida a pesar de todo, Brianna dijo:

–Estoy segura de que has sido, y eres, un padre ejemplar, Dimitrios.

–No –con pasos inquietos Dimitrios se acercó a la puerta de la terraza–. He ignorado los síntomas. Empezó con un resfriado y tos, pero no hice nada durante dos meses. Hasta que no vi los moretones que tenía no me preocupe en serio.

–¿No la llevaste al médico?

–Sí, por supuesto, a la semana del primer resfriado, no soy tan idiota –repuso furioso.

–Entonces la culpa será del médico.

Una vez más Dimitrios pareció desinflarse.

–Es mía –murmuró dejándose caer en el sofá de dos plazas–. Un padre debe proteger a su hijo, y debe saber de manera instintiva cuándo le ocurre algo, y probablemente yo me habría dado cuenta si no hubiera estado continuamente de viaje, por motivos de trabajo.

–Tú no eres responsable de la enfermedad de Poppy –le aseguró ella–. Nadie tenemos control absoluto del mundo que nos rodea. A veces el destino nos juega una mala pasada y lo único que podemos hacer es buscar la forma de aceptarlo.

Dimitrios la miró y le clavó los ojos en la cara.

–¿Hablas por experiencia personal?

Hacía apenas un momento había dicho que lo que ocurrió entre ellos era agua pasada, pero sus ojos decían lo contrario. El pasado seguía presente entre ellos, tan vibrante y vivo como si hubiera ocurrido el día anterior. Los recuerdos la desgarraron por dentro.

–¿Brianna?

Él también lo sintió. Se reflejaba en la repentina gravedad de su voz al pronunciar su nombre.

–Sí –dijo ella, casi sin aliento y detestándose por no poder controlar su voz–. Cuando los sueños no se cumplen, he aprendido a seguir adelante.

–¿Te arrepientes de algo? –preguntó él–. ¿Alguna vez has deseado haber continuado esforzándote por hacerlos realidad en vez de olvidarlos?

La voz triunfal de su hermana Cecily se repitió en su mente como un eco.

Reconócelo, Brianna, se acabó. Nos ha probado a las dos y se queda conmigo. Nos casamos la semana pasada. Siento que no tuviéramos tiempo para enviarte una invitación…

–No –respondió Brianna endureciéndose por dentro–. ¿Y tú?

–Ya lo creo que sí –dijo él con voz sombría–. Ojalá hubiera dado a Poppy una madre que la quisiera, pero hay cosas que el dinero no puede comprar.

–¿Siempre eres tan desagradable cuando hablas de mi hermana?

–¿Qué quieres que diga, Brianna? –dijo él mirándola directamente a los ojos–. ¿Que era la mejor esposa del mundo? Pues siento decepcionarte, porque no fue así. La verdad es que casarme con Cecily fue el segundo mayor error de mi vida.

–¿Cuál fue el primero?

–Tú –dijo él poniéndose en pie y acercándose a ella–. Tú y aquel maldito crucero a Creta. Nunca debí… –suspiró con rabia y se pasó una mano por el pelo.

–Continúa, por favor. ¿Nunca debiste qué?

–¡Olvídalo! Ya he dicho demasiado –Dimitrios fue hasta la puerta y la abrió de par en par–. Gracias de nuevo por venir y descansa.

Y así, después de recordarle los días más dolorosos de su vida, se fue.

 

 

Habían hecho una escala en Atenas antes de volar a Londres y después a Vancouver: dos días de descanso entre avión y avión. Al menos ése era el plan original, hasta que su última tarde de estancia allí llegó la invitación a la suite del Hotel Grande Bretagne.

Al contrario que la reacción indiferente de Brianna, Cecily estaba encantada.

–Suena divino. Quiero que aceptemos, por favor. Y no quiero ir sola, ven conmigo, hazlo por mí –suplicó a su hermana–. Por favor, Brianna. Por favor.

–La verdad, Cecily, prefiero no ir. Es el primer descanso que tenemos en meses, y quiero descansar. Pero tú puedes ir, si tantas ganas tienes. No somos siamesas.

–Sabes perfectamente que nos quieren a las dos –insistió Cecily–. Una sola no tiene el mismo caché. Además, si tienes tantas ganas de descansar –continuó en tono más meloso–, ¿qué mejor que en un lujoso yate por el Mediterráneo?

–Para empezar no conocemos a nadie. Los que nos han invitado no son amigos nuestros, Cecily, y sólo les interesamos por nuestra fama.

–Por supuesto que sí –exclamó su hermana entusiasmada.

Brianna suspiró. Habían tenido la misma discusión cientos de veces, pero sus opiniones no podían ser más distintas. Cansada de dar vueltas siempre a lo mismo, Brianna se alegró de ver aparecer a su representante, Carter Maguire, que ocupaba la suite contigua. Como de costumbre después de realizar un trabajo con éxito, y el último había sido fantástico tanto en la pasarela como en las sesiones fotográficas, Carter entró con una botella de champán y les comunicó que él también iba a ir al crucero. De hecho, él era en gran parte responsable de la invitación.

–Pues has perdido el tiempo –le informó Cecily con un mohín–. Brianna se niega a ir. Cree que debo ir sola.

–De eso ni hablar –con calma Carter descorchó la botella de champán y sirvió tres copas. Después de entregarle una a Cecily la tomó del brazo y la sacó a la terraza–. Disfruta del paisaje y déjame hablar con ella –le dijo.

Cuando se quedó a solas con Brianna y estuvo seguro de que Cecily no le oía empezó a hablar.

–Esto no es tanto una invitación como una obligación, cielo. Las personas que nos han invitado son nombres importantes en el mundo de la moda y necesitamos los contactos. Ya lleváis mucho tiempo en la cima, pero corremos el peligro de perder ese puesto, y creo que los dos sabemos por qué –miró rápidamente por encima del hombro–. Cecily ha estado a punto de meter la pata demasiadas veces, y se empieza a correr el rumor de que no es fiable. El incidente del mes pasado en Bali salió en todos los periódicos.

Al recordar el espectáculo que había dado Cecily totalmente borracha en una de las discotecas de moda, Brianna se ruborizó.

–Lo sé. La gente no olvida esa clase de cosas.

–Y menos en este mundillo. Y el tiempo tampoco está de nuestra parte. En agosto cumpliréis veinticuatro años, lo que significa que los próximos dos años son críticos, para todos –Carter esbozó una sonrisa–. Yo tampoco soy un crío. De hecho, cuando decidáis dejarlo, yo también lo haré.

–¡Qué tontería, Carter! –exclamó Brianna–. Sólo tienes cincuenta y tres años, y hay cientos de modelos que darían el brazo derecho por tenerte como representante.

–No me interesa –negó él con la cabeza–. Cuando has trabajado con las mejores, no quieres bajar el listón. Nunca habrá nadie como vosotras dos, Brianna, o al menos hasta ahora. Pero ahora… –se encogió de hombros de forma elocuente.

En ese momento Cecily volvió a entrar en la habitación y se sirvió otra copa de champán.