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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Al caer la noche

Título original: When the Lights Go Out

© 2018 Mary Kyrychenko

© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

© Traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Mario Arturo

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-481-5

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Eden

Jessie

Eden

Jessie

Eden

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Dick y Eloise, Rudy y Myrtle

Cita

 

 

 

 

 

El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo.

John Milton, El paraíso perdido

prólogo

 

 

 

 

 

La ciudad me rodea. Un paisaje asombroso. Con los brazos extendidos, no puedo evitar dar vueltas para verlo todo. Disfruto de la vista, sabiendo que esto podría ser lo último que vieran mis ojos.

Me quedo mirando los cuatro peldaños metálicos que tengo ante mí, consciente de lo frágiles y desgastados que parecen. Están anaranjados por el óxido, tienen la pintura descascarillada y algunos listones están sueltos, de modo que, al apoyar el pie en el primer peldaño, este cede y me caigo.

Aun así, no me queda más remedio que subir.

Vuelvo a incorporarme, apoyo las manos en las barandillas y asciendo por los peldaños. Noto el sudor en las palmas de las manos, que hace que el metal se vuelva resbaladizo. No puedo agarrarme con fuerza. Resbalo en el segundo peldaño y vuelvo a intentarlo. Grito, se me quiebra la voz, una voz que no parece la mía.

Al llegar a la cornisa del tejado, me tiemblan las rodillas. Tengo que hacer un esfuerzo para no caerme por el borde del edificio y precipitarme hacia la calle. Diecisiete pisos.

Me parece que estoy tan arriba que podría tocar las nubes. La sensación de vértigo es abrumadora. El suelo vibra bajo mis pies, los rascacielos y los árboles empiezan a agitarse hasta que ya no sé qué es lo que se mueve, si ellos o yo. Unas cajitas de fósforos de color amarillo recorren las calles de la ciudad. Son taxis.

Si estuviera a pie de calle, la cornisa me parecería muy ancha. Pero aquí arriba no lo es. Aquí arriba es como un hilo y yo estoy encima, haciendo equilibrios con los pies.

Tengo miedo, pero ya he llegado hasta aquí. No puedo regresar.

Se produce un momento de calma que viene y se va tan deprisa que casi no me doy cuenta. El mundo se detiene por un segundo. Estoy en paz. El sol cada vez está más alto, de un amarillo cegador entre los edificios, dándome calor y paz. Elevo las manos al ver pasar un pájaro volando. Como si mis manos fueran alas, me imagino en ese momento lo que sería volar.

Y entonces lo recuerdo de golpe.

Estoy sola. Todo me duele. Ya no puedo pensar con claridad; ya no puedo ver con claridad; ya no puedo hablar. Ya no sé quién soy. Si es que soy alguien.

Y en ese momento lo sé con certeza: no soy nadie.

Pienso en lo que sería caer. La levedad de la caída, el peso de la gravedad, la pérdida del control. Renunciar, rendirme al universo.

Percibo un ligero movimiento por debajo de mí. Un destello marrón y sé que, si espero más, será demasiado tarde. La decisión ya no será mía. Grito una última vez.

Y entonces me atrevo.

jessie

 

 

 

 

 

No me hace falta verme para saber qué aspecto tengo.

Tengo los ojos hinchados y rojos, tan inyectados en sangre que la esclerótica se ha quedado sin blanco. La piel en torno a ellos está enrojecida e irritada de tanto frotarme. Llevo días así. Desde que el cuerpo de mi madre comenzó a apagarse, con las manos y los pies fríos, porque la sangre ya no le circula por ahí. Desde que empezó a oscilar entre la consciencia y la inconsciencia, negándose a comer. Desde que empezó a delirar, hablando de cosas que no son reales.

A lo largo de los últimos días, su respiración también ha cambiado, volviéndose más ruidosa e inestable, desarrollando lo que el médico denominó «respiración de Cheyne-Stokes», en la que, durante varios segundos seguidos, no respiraba. Respiraciones cortas y débiles seguidas de la ausencia de aliento. Cuando no respiraba, yo tampoco respiraba. Ahora tiene las uñas azules y la piel de los brazos y las piernas gris y llena de manchas. «Es un síntoma de la muerte inminente», dijo ayer el médico al ponerme una mano firme en el hombro y preguntarme si había alguien a quien pudieran llamar, alguien que pudiera venir a hacerme compañía hasta que falleciera.

«No tardará», me había dicho.

Negué con la cabeza, no quería llorar. Llorar no es propio de mí. Llevo casi una semana sentada en el mismo sillón, con la misma ropa arrugada, y solo me ausento para ir a por café a la cafetería del hospital. «No hay nadie», le dije al médico. «Estamos solas mi madre y yo».

Solas mi madre y yo, como siempre. Si tengo un padre en alguna parte del mundo, no sé nada de él. Mi madre no quería que supiera nada de él.

Y ahora, esta tarde, el médico de mi madre se me pone delante, se fija en mis ojos rojos y me mira preocupado. Esta vez me ofrece una pastilla. Me dice que me la tome, que me tumbe en la cama vacía que hay junto a la de mi madre y que duerma.

—¿Cuándo dormiste por última vez, Jessie? —me pregunta, ahí plantado, con su bata blanca almidonada—. Me refiero a dormir de verdad —añade antes de que pueda mentirle. Antes de que pueda asegurarle que anoche dormí. Porque sí que dormí, durante treinta minutos, como mucho.

Me dice cuánto tiempo ha llegado una persona a estar sin dormir. Me dice que la gente se muere si no duerme. Me dice:

—La falta de sueño es un asunto muy serio. Necesitas dormir. —Aunque no es mi médico, sino el de mi madre. No sé qué más le da.

Pero, por alguna razón, me enumera las consecuencias de no dormir. Inestabilidad emocional. Llorar y reír sin ninguna razón en absoluto. Comportamiento errático. Pérdida de la noción del tiempo. Visiones. Alucinaciones. Pérdida de la capacidad de hablar.

Y luego están los efectos físicos del insomnio: ataque al corazón, hipotermia, derrame cerebral.

—Las pastillas para dormir no me hacen nada —le digo, pero niega con la cabeza y me responde que eso no es una pastilla para dormir. Más bien una especie de tranquilizante, empleado para la ansiedad y las convulsiones—. Tiene un efecto sedante —me explica—. Te calma. Te ayudará a dormir sin los desagradables efectos secundarios de una pastilla para dormir.

Pero yo no necesito dormir. Lo que necesito es mantenerme despierta, estar con mi madre hasta que tome la decisión de marcharse.

Me levanto del sillón y paso frente al médico, que sigue en la puerta.

—Jessie —me dice mientras apoya con suavidad la mano sobre mi brazo, para intentar detenerme antes de que pueda irme. Su sonrisa es falsa.

—No necesito ninguna pastilla —le espeto y aparto el brazo. Me fijo en la enfermera que hay en el pasillo, junto al puesto de las enfermeras, y veo que su mirada solo transmite una cosa: pena—. Lo que necesito es café —digo sin mirarla a los ojos mientras me alejo por el pasillo, arrastrando los pies debido al cansancio.

 

 

Hay un tío al que veo en la cafetería de vez en cuando, un poco como yo. Un cuerpo débil que se pierde dentro de unas prendas arrugadas; ojos rojos y cansados, pero hasta arriba de cafeína. Al igual que yo, se le ve nervioso. Al límite. Tiene el rostro anguloso; pelo oscuro y revuelto; y unas cejas pobladas que a veces se ocultan tras unas gafas de sol para que los demás no veamos que ha estado llorando. Se sienta en la cafetería con los pies apoyados en una silla de plástico, la capucha roja de la sudadera cubriéndole la cabeza mientras bebe café.

Nunca he hablado con él. No soy la clase de chica con la que suelen hablar los chicos monos.

Pero esta noche, por alguna razón, cuando compro mi taza de café, me siento en la silla que hay junto a él, sabiendo que, en cualquier otra circunstancia, jamás me habría atrevido a hacerlo. A hablar con él. Pero esta noche lo hago; principalmente, para retrasar el momento de regresar a la habitación de mi madre, para darle al médico la oportunidad de examinarla y marcharse.

—¿Quieres hablar de ello? —le pregunto, y al principio me mira sorprendido. Incrédulo, incluso. Aparta los ojos de su taza de café y se queda mirándome, con unos ojos azules como las alas de una mariposa morpho.

—El café —me dice pasados unos segundos, mientras aparta su taza—. Sabe a mierda —añade, como si fuera eso lo que le preocupa. Lo único. Aunque me fijo en la taza y veo que se ha bebido hasta los posos, así que no debe de estar tan malo.

—¿Qué le pasa? —le pregunto antes de beber de mi taza. Está caliente, así que le quito la tapa de plástico y soplo. El vapor me inunda la cara cuando vuelvo a intentarlo. Esta vez no me abraso la boca.

El café del hospital no tiene nada de malo. Está como a mí me gusta. Nada del otro mundo. Café de toda la vida. Pero, aun así, le añado cuatro paquetitos de edulcorante y agito el vaso porque no tengo palito ni cuchara para remover.

—Está flojo y tiene posos —me responde, mirando su taza abandonada con cara de asco—. No sé. —Se encoge de hombros—. Supongo que me gusta el café más fuerte.

Y aun así vuelve a alcanzar la taza antes de recordar que no le queda nada.

Percibo la rabia en su actitud. Y la tristeza. No tiene nada que ver con el café. Necesita algo con lo que desahogarse. Lo veo en sus ojos azules, noto que desearía estar en otra parte, en cualquier otra parte menos aquí.

Yo también querría estar en cualquier otra parte.

—Mi madre se está muriendo —le cuento, apartando la mirada porque no soporto mirarle a los ojos cuando pronuncio las palabras. En su lugar, miro hacia la ventana y compruebo que, en el exterior, el mundo se ha vuelto negro—. Se va a morir.

Se hace el silencio. No es un silencio incómodo, pero sí un silencio. No me dice que lo siente porque sabe, al igual que yo, que sentirlo no significa nada. En su lugar, pasado un minuto o dos, dice que su hermano ha tenido un accidente de moto. Que un coche le cortó el paso y salió disparado de la moto, de cabeza, hasta estamparse contra un poste telefónico.

—No saben si va a salir —me dice, utilizando eufemismos porque es más fácil así que decir que cabe la posibilidad de que se muera. Que la palme. Que estire la pata—. Hay muchas probabilidades de que tengamos que desconectarlo pronto. Por el daño cerebral. —Niega con la cabeza y se hurga la piel que rodea sus uñas—. No pinta bien.

—Vaya mierda —le digo. Porque es verdad.

Me froto los ojos y él cambia de tema.

—Pareces cansada —me dice, y admito que no puedo dormir. Que llevo tiempo sin dormir. No más de treinta minutos seguidos, y eso tirando por lo alto.

—Pero no pasa nada —le digo, porque la falta de sueño es la menor de mis preocupaciones.

Sabe lo que estoy pensando.

—No hay nada más que puedas hacer por tu madre —me contesta—. Ahora tienes que cuidar de ti. Tienes que estar preparada para lo que venga después. ¿Has probado alguna vez la melatonina? —me pregunta, pero niego con la cabeza y le cuento lo mismo que le he dicho al médico de mi madre.

—Las pastillas para dormir no me funcionan.

—No es una pastilla para dormir —me explica, se mete la mano en el bolsillo del vaquero y saca un puñado de pastillas. Me pone dos en la palma de la mano—. Te ayudarán —me dice, pero cualquier idiota se daría cuenta de que tiene los ojos cansados e inyectados en sangre. Es evidente que la melatonina no le ayuda una mierda. Pero no quiero ser grosera. Me meto las pastillas en el bolsillo de los pantalones y le doy las gracias.

Se levanta de la mesa, arrastrando la silla tras él, y dice que vuelve enseguida. Me parece una excusa y pienso que va a aprovechar la oportunidad para largarse.

—Claro —le digo, y miro hacia otro lado mientras se aleja. Intento no sentir pena de mí misma al verme invadida por aquella sensación de soledad. Trato de no pensar en el futuro, sabiendo que, cuando mi madre se muera, me quedaré sola para siempre.

Ya se ha ido y me fijo en el resto de las personas de la cafetería. Abuelos recientes. Un grupo de gente sentada en torno a una mesa redonda, riéndose. Hablando de los viejos tiempos, compartiendo recuerdos. Un técnico del hospital vestido con pijama azul comiendo solo. Alcanzo mi taza de café, vacía ya, y pienso que también debería largarme. Sé que el médico ya habrá terminado con mi madre, así que debería volver junto a ella.

Pero entonces el tío regresa. En las manos lleva dos nuevas tazas de café. Vuelve a sentarse en su silla y dice algo evidente.

—La cafeína es lo último que necesitamos —agrega que es descafeinado, y a mí se me ocurre entonces que esto no tiene nada que ver con el café, sino con la compañía.

Se mete la mano en el bolsillo y saca cuatro paquetitos arrugados de edulcorante, que deja caer sobre la mesa, junto a mi taza. Murmuro un gracias casi inaudible para ocultar mi sorpresa. Estaba observándome. Estaba prestando atención. Nadie me presta atención nunca, salvo mi madre.

Vuelve a colocar los pies sobre el asiento vacío que tiene en frente y los cruza a la altura de los tobillos. Se cubre la cabeza con la capucha roja.

Me pregunto qué estaría haciendo él ahora de no estar aquí. Si su hermano no hubiera tenido un accidente de moto. Si no estuviera a las puertas de la muerte.

Creo que, si tuviera novia, estaría aquí, dándole la mano, haciéndole compañía. ¿No es así?

Le digo cosas. Cosas que nunca le he contado a nadie. No sé por qué. Cosas sobre mi madre. No me mira mientras hablo, sino a un punto imaginario en la pared. Pero sé que me escucha.

Él también me cuenta cosas, sobre su hermano, y por primera vez desde hace mucho pienso en lo agradable que es tener a alguien con quien hablar, o con quien compartir una mesa cuando, con el tiempo, la conversación va apagándose hasta quedar los dos sentados juntos, bebiendo el café en silencio.

 

* * *

 

Más tarde, tras regresar a la habitación de mi madre, pienso en él. En el tío de la cafetería. Cuando las luces del pasillo del hospital se atenúan y todo queda en silencio —bueno, en silencio salvo por el pitido del electrocardiograma de la habitación de mi madre y el ruido de la saliva en su garganta, dado que ya no puede tragar—, pienso en él, sentado junto a su hermano moribundo, también incapaz de dormir.

En el hospital, mi madre duerme junto a mí un sueño inducido por los medicamentos, gracias al goteo constante del lorazepam y la morfina que se cuela en sus venas, una solución que le alivia el dolor y le permite dormir al mismo tiempo.

Pasadas las nueve de la noche, la enfermera entra en la habitación para dar la vuelta a mi madre una última vez antes de acabar su turno. Le revisa la piel en busca de escaras, pasándole una mano por las piernas. Tengo la televisión encendida, cualquier cosa para ahogar el sonido metálico y mecánico del electrocardiograma de mi madre, un sonido que me atormentará el resto de mi vida. Es uno de esos programas de noticias —Dateline, 60 Minutos, no sé cuál—, el mismo que se emitía cuando encendí la tele. No me he molestado en cambiar de canal; me da igual lo que ver. Podría ser la teletienda o dibujos animados, no me importa. Lo que necesito es el ruido para ayudarme a olvidar que mi madre se está muriendo. Aunque, por supuesto, no es tan sencillo. No hay nada en el mundo capaz de hacerme olvidar. Pero, al menos durante unos minutos, los presentadores de los informativos hacen que me sienta menos sola.

—¿Qué estás viendo? —me pregunta la enfermera mientras examina la piel de mi madre.

—Ni siquiera lo sé.

Pero entonces ambas escuchamos a los presentadores, que cuentan la historia de un tío que había adoptado la identidad de un muerto. Vivió años haciéndose pasar por él, hasta que lo pillaron.

Es cosa mía si quiero ver un programa sobre gente muerta como manera de olvidar que mi madre se está muriendo.

Aparto los ojos de la televisión y miro a mi madre. Quito el sonido al aparato. Quizá el pitido repetitivo del electrocardiograma no sea tan malo después de todo. Lo que me indica es que mi madre sigue viva. Por ahora.

Ya le han salido úlceras en los talones, de modo que está tumbada con los pies en el aire, con una almohada bajo las pantorrillas para que no toquen la cama.

—¿Te notas cansada? —me pregunta la enfermera, situada entre mi madre y yo. Por supuesto, me noto cansada. Me duele la cabeza, uno de esos dolores leves que suben por la nuca. También siento un dolor agudo detrás de los ojos, que me hace verlo todo borroso. Aprieto las palmas de las manos contra las cuencas para que desaparezca, pero no se va. Me duelen los músculos, noto las piernas inquietas. Siento la necesidad constante de moverlas, de no estarme quieta. Me come por dentro hasta que ya no puedo pensar en otra cosa que no sea mover las piernas. Las descruzo, las extiendo, vuelvo a cruzarlas. Funciona durante unos treinta segundos. La inquietud cesa.

Y luego vuelve a empezar. La necesidad de mover las piernas.

Si cedo, durará toda la noche hasta que, como la noche anterior, me levante y me ponga a dar vueltas por la habitación. Durante toda la noche. Porque es más fácil que quedarme sentada.

Pienso entonces en lo que me dijo el tío de la cafetería. Lo de cuidar de mí misma, estar preparada para lo que viene después. Pienso en lo que viene después, en nuestra casa, vacía salvo por mí. Me pregunto si alguna vez volveré a dormir.

—El doctor te ha dejado clonazepam —me informa la enfermera, como si supiera en qué estoy pensando—. Por si cambias de opinión. —Me dice que podría ser nuestro pequeño secreto, suyo y mío. Me dice que mi madre está en buenas manos. Que tengo que cuidar de mí misma, igual que me dijo el de la cafetería.

Acabo por ceder. Aunque solo sea para relajar las piernas. La enfermera sale de la habitación para ir a buscar las pastillas. Cuando regresa, me subo a la cama vacía que hay al lado de mi madre y me trago un clonazepam con un vaso de agua, después me tumbo bajo las sábanas de la cama. La enfermera se queda en la habitación, observándome. No se marcha.

—Estoy segura de que tendrá cosas mejores que hacer que quedarse aquí conmigo —le digo, pero me contesta que no.

—Perdí a mi hija hace mucho tiempo —me dice—, y mi marido ya no está. En casa no me espera nadie. Nadie salvo el gato. Si no te importa, preferiría quedarme. Podemos hacernos compañía la una a la otra, si no te importa —me sugiere, y le respondo que no me importa.

Posee una cualidad sobrenatural, como un fantasma, como si tal vez fuera una de las amigas de mi madre de sus alucinaciones de moribunda, que ha venido a visitarme. Mi madre había empezado a hablar con ellas la última vez que estuvo despierta, con personas que no estaban en la habitación, pero que ya habían muerto. Era como si la mente de mi madre ya hubiera cruzado al otro lado.

La enfermera tiene una sonrisa amable. No es una sonrisa compasiva, sino auténtica.

—La espera es la peor parte —me dice, y no sé a qué se refiere con eso; esperar a que la pastilla haga efecto o esperar a que mi madre se muera.

Una vez leí una cosa sobre algo llamado «lucidez terminal». No supe si era real o no, un hecho —científicamente demostrado— o solo una superstición ideada por un charlatán. Pero espero que sea real. La lucidez terminal: un último momento de lucidez antes de que una persona muera. Un último torrente de inteligencia y de consciencia. Cuando se despiertan del coma y hablan por última vez. O cuando un paciente de alzhéimer tan grave que ya no reconoce ni a su propia esposa se despierta de pronto y recuerda. Personas que llevan décadas catatónicas se incorporan y, durante unos segundos, son normales. Todo está bien.

Salvo que no lo está.

No dura mucho ese periodo de lucidez. Cinco minutos, tal vez más, tal vez menos. Nadie lo sabe seguro. No le pasa a todo el mundo.

Pero, en el fondo, espero poder tener cinco minutos más de lucidez con mi madre.

Espero que se incorpore y que hable.

—Aún no estoy cansada —le confieso a la enfermera pasados unos minutos, convencida de que esto es una pérdida de tiempo. No puedo dormir. No quiero dormir. La inquietud de mis piernas persiste, hasta que no me queda otro remedio que sacar la melatonina del bolsillo cuando la enfermera se da la vuelta y tragármela también.

La cama del hospital tiene bultos y las mantas son ásperas. Tengo frío. Junto a mí, la respiración de mi madre es seca e irregular, tiene la boca abierta como una cría de petirrojo. Le han salido costras en la comisura de los labios. Se agita y se retuerce mientras duerme.

—¿Qué ocurre? —le pregunto a la enfermera, y me dice que mi madre está soñando—. ¿Pesadillas? —Me preocupa que eso pueda atormentar su sueño.

—No lo sé con seguridad —responde la enfermera. Recoloca a mi madre sobre el lado derecho, le pone una manta enrollada bajo la cadera y examina el color de sus manos y sus pies—. Nadie sabe siquiera con certeza por qué soñamos —me cuenta, y pone una manta extra en mi cama por si acaso hay corriente mientras duermo—. ¿Lo sabías? —me pregunta, pero niego con la cabeza y le digo que no—. Hay gente que cree que los sueños no sirven para nada —añade, y me guiña un ojo—. Pero yo creo que sí. Son la manera que tiene la mente de gestionar un problema y reflexionarlo. Las cosas que vemos, sentimos y oímos. Lo que nos preocupa. Lo que queremos lograr. ¿Quieres saber lo que creo? —pregunta, y responde sin esperar una respuesta—. Creo que tu madre está preparándose para entrar en su sueño. Está haciendo las maletas y despidiéndose. Está buscando el bolso y las llaves.

No recuerdo la última vez que soñé.

—Puede tardar hasta una hora en hacer efecto —dice la enfermera, y esta vez sé que se refiere a la medicina.

Me pilla mirando a mi madre.

—Puedes hablar con ella, ¿sabes? —me dice—. Puede oírte —añade, pero me resulta incómodo. Hablar con mi madre mientras la enfermera está en la habitación. Además, no sé si puede oírme realmente, así que le digo a la enfermera:

—Lo sé. —Pero a mi madre no le digo nada. Le diré todo lo que necesito decir si alguna vez estamos a solas. A veces las enfermeras ponen los discos de mi madre porque, según me han dicho, la audición es lo último que desaparece. El último sentido que queda. Y porque creen que podría tranquilizarla, como si la voz conmovedora de Gladys Knight & the Pips pudiera penetrar en el estado de inconsciencia en el que se encuentra y formar parte de sus sueños. El sonido familiar de su música, esos discos que odiaba cuando era pequeña, pero que ahora sé que pasaré escuchando el resto de mi vida, una y otra vez.

—Esto debe de ser duro para ti —me dice la enfermera, mirándome mientras yo miro a mi madre, fijándome en la forma de su cara, en sus ojos, quizá por última vez. Entonces me confiesa—: Sé lo que es perder a alguien a quien quieres. —No le pregunto a quién, pero me lo dice de todas formas, me cuenta lo de la niña que perdió hace casi dos décadas. Su hija, de solo tres años cuando murió—. Estábamos de vacaciones. Mi marido y yo, con la niña. —Ahora es su exmarido, porque, según me cuenta, su matrimonio también murió aquel día, el mismo día que su hija. Me dice que a Madison le encantaba jugar en la arena, buscando caracolas en la orilla. La habían llevado a la playa aquel verano—. Mis últimos recuerdos buenos son de los tres juntos en la playa. A veces sigo viéndola cuando cierro los ojos. Incluso después de todos estos años. Agachada por la cintura con su bañador morado, hundiendo los dedos en la arena en busca de caracolas. Lo curioso es que me cuesta recordar su cara, pero veo con total claridad los volantes de aquella falda morada de tul agitándose en el aire.

No sé qué decir. Sé que debería decir algo, algo empático. Debería compadecerme. Pero, en su lugar, pregunto:

—¿Cómo murió? —Porque no puedo evitarlo. Quiero saberlo, y una parte de mí está convencida de que quiere que se lo pregunte.

—Un atropello —me dice mientras se deja caer en un sillón vacío situado en un rincón de la habitación. El mismo en el que yo he pasado los últimos días. Me dice que la niña salió a la carretera cuando su marido y ella no prestaban atención. Era una carretera de cuatro carriles con un límite de velocidad de solo cuarenta kilómetros, pues atravesaba el pequeño pueblo costero. El conductor tomó una curva casi al doble de velocidad, no vio a la niña y la atropelló. Después huyó—. El conductor… —me dice entonces, y de pronto suelta una carcajada—. La verdad es que nunca sabré si era un conductor o una conductora, pero para mí siempre ha sido un hombre, porque no puedo imaginarme a una mujer atropellando a una niña antes de darse a la fuga. Va en contra de nuestro instinto de cuidar y proteger.

»Es muy fácil culpar a otra persona. A mi marido, al conductor del coche. Incluso a la propia Madison. Pero la verdad es que fue culpa mía. Fui yo la que no prestó atención. Fui yo la que dejó que mi hija se pusiera en mitad de la carretera.

Y entonces sacude la cabeza con el agotamiento de alguien que ha recreado la misma escena durante muchos años, tratando de localizar el momento en el que todo salió mal. En el que Madison le soltó la mano y la perdió de vista.

No es mi intención, pero aun así noto que los ojos se me llenan de lágrimas al imaginarme a la niña con su bañador morado, tendida en mitad de la carretera. Un minuto estaba recogiendo caracolas en la palma de la mano y al siguiente estaba muerta. Me parece tan trágico, tan catastrófico, que mi propia tragedia palidece en comparación con la suya. De pronto el cáncer no parece tan malo.

—Lo siento —le digo—. Lo siento mucho. —Pero me dice que no, que es ella la que debería sentirlo.

—No pretendía entristecerte —me asegura al ver mis ojos llorosos—. Solo quería que supieras que empatizo contigo. Que me identifico. Nunca es fácil perder a alguien a quien quieres —repite, luego se levanta rápidamente del sillón y sigue atendiendo a mi madre. Intenta cambiar de tema—. ¿Ya te sientes cansada? —me pregunta otra vez, y esta vez le digo que no lo sé. Noto la pesadez en el cuerpo. Eso es lo único que sé. Pero pesadez y cansancio son cosas diferentes.

Me sugiere entonces:

—¿Por qué no te cuento una historia mientras esperamos? Les cuento historias a todos mis pacientes para ayudarles a dormir.

Mi madre solía contarme historias. Nos tumbábamos juntas bajo las sábanas de mi cama y ella me hablaba de su infancia. De su educación. De sus padres. Pero me lo contaba como si fuera un cuento de hadas, como los cuentos de «érase una vez», y entonces no era la historia de mi madre, sino la historia de una chica que creció, se casó con un príncipe y se convirtió en reina.

Pero entonces el príncipe la abandonó. Salvo que ella siempre omitía esa parte. Nunca supe si fue así o no, o si nunca estuvo a su lado.

—Yo no soy tu paciente —le recuerdo a la enfermera.

—Casi lo eres —me dice mientras atenúa las luces del techo para que pueda dormir. Se sienta al borde de mi cama, me sube la manta hasta el cuello con manos cálidas y competentes, y por un segundo envidio los cuidados que recibe mi madre.

La enfermera habla en voz baja, con un tono suave para no despertar a mi madre en su lecho de muerte. Su historia comienza en algún lugar a las afueras de Moab, aunque no llega muy lejos.

Casi de inmediato, empiezan a pesarme los párpados; se me entumece el cuerpo. La mente se me llena de niebla. Me vuelvo ligera, me hundo en la cama del hospital hasta fundirme con ella. La voz de la enfermera se aleja, sus palabras desafían la gravedad y levitan en el aire, inalcanzables, pero aun así presentes, inundando mi mente inconsciente. Cierro los ojos.

Y entonces, bajo el peso de dos mantas y el sonido de la voz hipnótica de la mujer, me quedo dormida. Lo último que recuerdo es algo sobre los caminos serpenteantes y los muros de arenisca de un lugar conocido como la Gran Muralla.

Cuando me despierto por la mañana, mi madre ha muerto.

Y yo estaba dormida cuando ocurrió.

eden

 

 

 

 

 

16 de mayo de 1996

Egg Harbor

 

Hoy Aaron me ha enseñado la casa. Ya estoy encantada con ella; una casita azul aciano ubicada en lo alto de un acantilado de trece metros que da a la bahía. Suelos de madera de pino y paredes encaladas. Un porche cubierto por una mosquitera. Una larga escalera de madera que conduce hasta el muelle junto al agua, donde el agente inmobiliario prometió unas puestas de sol majestuosas y barquitos de vela flotando en el agua. Pintoresca, encantadora y tranquila. Esas fueron las palabras que empleó la agente inmobiliaria. Aaron, como siempre, no dijo gran cosa, se limitó a quedarse de pie en el césped lleno de calvas con las manos en los bolsillos, contemplando la bahía, pensativo. Hace poco ha encontrado trabajo como cocinero de línea en uno de los restaurantes del pueblo, un asador de Ephraim. La casita reducirá a la mitad el tiempo que tarda en ir al trabajo. Además es una ganga comparada con nuestra hipoteca actual, y está ubicada en un terreno de casi una hectárea junto al mar que abarca desde la zona boscosa de detrás hasta las orillas rocosas de Green Bay.

Y tiene jardín. Un espacio de tres por seis o nueve metros cubierto de zarzas y malas hierbas. Necesita mucho trabajo, pero Aaron ya ha prometido que construirá bancales elevados. Hay un invernadero, una imagen lamentable como jamás he visto, situado en una zona soleada del jardín donde aún crece la hierba. Pequeño, como un cobertizo, con ventanas de cristal viejo y una especie de tejado ondulado diseñado para atraer el sol. La puerta está desencajada, tiene rota una de las bisagras. Aaron le ha echado un vistazo y ha dicho que puede arreglarla, lo cual no me sorprende. No hay nada en este mundo que Aaron no pueda arreglar. Las telarañas se pegan a los rincones de la estancia como si fueran terciopelo. Ya me imagino las hileras de semilleros llenos de tierra, con las semillas empapándose de sol, a la espera de ser trasladadas al jardín.

Cerca de allí hay un columpio que cuelga de la rama de un roble. Ha sido el árbol lo que me ha decidido. O quizá no el árbol en sí, sino la promesa del árbol, la idea de tener niños algún día jugando en el columpio del árbol, un tablón de un metro atado a la rama con una cuerda. Me los imagino trepando por los agujeros del tronco del árbol, riéndose. Ya los oigo; son nuestros hijos, que aún no han nacido. Riéndose y chillando de alegría.

Aaron me ha preguntado si me gustaba lo mismo que él, y no he sabido si se refería a si me gustaba la casa tanto como me gusta él, o si me gustaba la casa tanto como le gusta a él, pero, de un modo u otro, le he dicho que sí.

Aaron le ha hecho una oferta a la agente inmobiliaria. Ha dicho que es un mercado que favorece al comprador, en un intento por rebajar el precio inicial un diez por ciento. Yo habría pagado lo que pedían, por miedo a perder la casa. Mañana sabremos si es nuestra.

Esta noche no dormiré. ¿Cómo es posible desear tanto algo cuando, hace solo unas horas, no sabía que existía?

 

 

1 de julio de 1996

Egg Harbor

 

Las cajas son abundantes. No terminan nunca las cajas de cartón que los de la mudanza introducen por la puerta principal y trasladan hasta sus habitaciones de destino —salón, dormitorio, baño principal—, deambulando por nuestro hogar con unas botas de trabajo cubiertas de polvo. Ciento cincuenta metros cuadrados de espacio por llenar, según las tareas que Aaron y yo nos repartimos en función de nuestro género; él dando instrucciones a los transportistas con los sofás y las camas mientras yo deshacía las cajas, lavaba los platos a mano y los colocaba en los armarios. Observé la cantidad de viajes que hicieron y me fijé en que la cabeza empezaba a brillarles por el sudor. A Aaron también le sudaba, aunque apenas cargó con nada de peso, y aun así la autoridad de su voz, aquel poder evidente mientras los hombres lo seguían por nuestra casa, cumpliendo sus órdenes, fue suficiente para llamar mi atención. Lo observaba por la casa una y otra vez y me preguntaba cómo podía ser tan afortunada de tenerlo todo para mí sola.

No era propio de mí ser afortunada en el amor. No hasta que conocí a Aaron. Los hombres con los que estuve antes de él eran holgazanes, nómadas, perdedores. Pero Aaron no. Salimos durante un año antes de que me pidiera matrimonio. Mañana celebramos nuestro segundo aniversario. Pronto llegarán los niños, una camada entera de pequeñajos que corretearán alrededor de nuestros pies. En cuanto estemos instalados, ha dicho siempre Aaron, y ahora, mientras observo la nueva casa, el impresionante paisaje, los ciento cincuenta metros cuadrados de espacio, tres dormitorios —dos aún por amueblar—, me doy cuenta de que ha llegado el momento y, como un reloj, algo en mi interior se pone en marcha.

Cuando los transportistas no miraban, Aaron me ha besado en la cocina, aprisionándome contra los armarios, con las manos en mis caderas. No se lo había pedido y, aun así, me he dado cuenta de que lo deseaba mucho mientras me besaba con los ojos cerrados, susurrándome que todos nuestros sueños por fin estaban haciéndose realidad. Aaron no es el típico sentimental o romántico, y aun así era cierto: la casa, su trabajo, alejarnos de la ciudad. Ambos habíamos deseado marcharnos de Green Bay, nuestro lugar de origen, desde el día que nos casamos, para que nuestros padres no pudieran presentarse en nuestra puerta cualquier día, sin avisar, librando una batalla secreta para ver qué familia política era capaz de robarnos más tiempo. No nos habíamos alejado mucho, ciento siete kilómetros, para ser exactos, pero lo suficiente como para tener que anticipar las visitas con una simple llamada telefónica.

Esta noche hemos hecho el amor en el suelo del salón a la luz de las velas. Todavía tenían que dar de alta la electricidad, de modo que, salvo por el baile de la luz de las velas sobre las paredes encaladas, la casa estaba a oscuras.

Aaron ha sido el primero en sugerirlo, que dejara de tomarme la píldora, como si supiera lo que estaba pensando, como si pudiera leerme el pensamiento. Ha sido cuando estábamos los dos tumbados sobre el suelo de tarima, mirando las estrellas a través de las ventanas abiertas, con la mano de Aaron deslizándose por mi muslo, considerando la posibilidad de un segundo asalto. Ha sido entonces cuando lo ha dicho. ¡Y le he contestado que sí! Que estoy lista para tener una familia. Que estamos listos. Aaron tiene veintinueve años; yo, veintiocho. No gana mucho, pero sí lo suficiente. No somos derrochadores; llevamos años ahorrando.

Y, aunque yo sabía que aún no era posible, que la pastilla que ya me había tomado aquel día cortaría de raíz la posibilidad de quedarme embarazada, me he imaginado que una criatura más pequeña que un guisante empezaba a tomar forma cuando Aaron ha vuelto a penetrarme.

 

 

9 de julio de 1996

Egg Harbor

 

Comenzamos el día tomando café en el muelle, con los pies descalzos colgando sobre el agua, mirando hacia la bahía. El agua está fría, pero de todas formas no alcanzamos a tocarla. Como nos prometieron, hay barcos veleros. Aaron y yo nos pasamos las horas mirándolos, además de los zarapitos y demás pájaros costeros que vienen de visita, con sus patas alargadas atravesando las aguas poco profundas en busca de comida. Nos quedamos mirando a los pájaros y los veleros, vemos salir el sol, que nos calienta la piel y, a medida que asciende por el cielo, disipa la niebla de primera hora de la mañana. El cielo en la tierra, dice Aaron.

Sentados en el muelle, me habla de sus noches en el asador, que lo aleja de mí durante diez horas al día. Me habla del calor de la cocina y del ruido incesante. El murmullo de las voces haciendo pedidos a la vez. El chisporroteo de los costillares en la parrilla, el corte y el guiso de las verduras.

Su voz es sosegada. No se queja, porque Aaron, siempre fácil de tratar, no es de los que se quejan. En su lugar, me habla de ello, me lo describe para que me imagine lo que hace cuando se pasa la mitad del día lejos de mí. Lleva una chaquetilla blanca de cocinero, pantalones negros y un gorro, algo parecido a una boina, también de color blanco. A él le han asignado el puesto de saucier, o cocinero de salsas, algo nuevo para él, pero que se le da bien. Porque con Aaron es siempre así. Da igual lo que se proponga hacer, siempre se le da bien.

Nuestra propiedad está bordeada de árboles, de manera que, sentados al borde del muelle, es como si estuviéramos solos, apartados de la sociedad gracias al lago y a los árboles. Si tenemos vecinos, no los hemos visto nunca. Nunca hemos visto otra casa a través de los árboles. Nunca nos molesta el sonido de otras voces, solo el coloquio de los pájaros, posados en los árboles, mientras pían sobre lo que sea que píen los pájaros. A veces, los timoneles nos saludan desde detrás del timón de sus barcos de vela, pero en general están demasiado lejos para vernos a Aaron y a mí sentados en el muelle, con los pies colgando, agarrados de la mano, sentados en silencio, escuchando la brisa entre los árboles.

Estamos abandonados en una isla, aislados y náufragos, pero no nos importa. Así es como debe ser.

El turno de trabajo de Aaron comienza a las dos de la tarde y termina cuando se marcha el último cliente y la cocina está limpia. Casi todas las noches se mete en la cama en torno a medianoche o más tarde, oliendo a grasa y a sudor.

Pero podemos hacer con nuestros días lo que nos venga en gana.

La semana pasada, Aaron reparó la puerta del invernadero y le quitamos los bichos y las telarañas. Nos pasamos días cultivando el jardín y Aaron cumplió su promesa de instalar bancales elevados, de un metro por un metro y medio, con veinticinco centímetros de profundidad, fabricados con madera blanca de cedro, en los cuales algún día crecerán pepinos y calabacines. Pero este año no. La temporada está demasiado avanzada como para cultivar hortalizas este año, de modo que, por ahora, compramos la verdura en los diversos puestos que hay a lo largo de la carretera. Vivimos a tres kilómetros del pueblo y, aunque la población aquí se multiplica por siete en los meses de verano gracias a los turistas, las afueras del pueblo siguen conservando su atmósfera rural, amplios tramos de caminos que solo se cruzan con el cielo.

En vez de plantar hortalizas, Aaron y yo hemos plantado semillas perennes para poder disfrutarlas el año que viene: gypsophila, lavanda y malvarrosa, porque parece que todas las verjas y casas de por aquí están flanqueadas de malvarrosa. Las plantamos en semilleros en el invernadero y las pusimos en el sitio más soleado que pudimos encontrar. Más o menos dentro de un mes las trasplantaremos al jardín. Tardarán un tiempo en florecer, la primavera próxima. Pero, aun así, voy al invernadero y contemplo esperanzada los semilleros, imaginando lo que estará sucediendo bajo la tierra, si las raíces de las semillas estarán agarrando, impulsándose hacia abajo para anclar el vástago a este mundo, o si, por el contrario, la semilla se habrá secado y habrá muerto ahí debajo, como un embrión muerto en el vientre de su madre.

Mientras tiro el resto de las pastillas anticonceptivas y me paso la mano por lo que imagino que es el útero, me pregunto también qué estará sucediendo ahí dentro.