Bibliografía

Incluimos únicamente libros y artículos académicos, o relativamente extensos, que aparecen citados en las notas. Aparte de eso consultamos prensa periódica, fundamentalmente: La Jornada, Reforma, Proceso, El Universal, Animal Político, El País.

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1. El acontecimiento

En las páginas que siguen nos interesa decir algo no demasiado trivial acerca de la construcción de la masacre de Iguala, del 26 de septiembre de 2014, como acontecimiento, es decir, sobre su incorporación al orden cultural. No nos ocupamos de los sucesos de aquella noche, sino de su elaboración en los medios, en la opinión pública. Lo que nos interesa son las condiciones estructurales mediante las que un episodio concreto adquiere valor simbólico y se convierte en un acontecimiento, cuya sola mención inspira asociaciones y evoca argumentos relativamente complejos —y sobre todo emociones relativamente elaboradas, prefiguradas.

La desaparición de los 43 estudiantes normalistas se convirtió en un símbolo, adquirió un peso y un sentido que no había tenido ninguna de las masacres de la década anterior. Damos por entendido que esa elaboración en los medios es producto de un trabajo intelectual, no una floración espontánea, automática: alguien la piensa, alguien la verbaliza, alguien la repite, pero la elaboración depende de una estructura de sentido que existía antes y que resulta significativa sin necesidad de explicaciones. Su carga simbólica es tal que cuatro años después, entre los gestos con que el nuevo gobierno quiere significar un nuevo comienzo, anunció la formación de una “Comisión presidencial para la verdad y el acceso a la justicia en el caso Ayotzinapa”.1 Es elocuente que fuese ese caso en particular, entre los muchos trágicos, dudosos, inexplicados de la década anterior —precisamente el caso sobre el que había más información, una investigación más exhaustiva, más detenidos, incluidos policías, funcionarios, el presidente municipal.2

No hace falta decirlo porque se sabe que no fue ésa ni la única masacre de esos años, ni la mayor tampoco. No obstante, en la representación colectiva ha opacado a todas las otras y ha adquirido un significado muy distinto: nadie recuerda de modo parecido, nadie ha asignado un sentido político identificable a ningún otro hecho similar de los últimos años. Nos interesa preguntar por qué, y sobre todo preguntar cómo: cómo ese episodio en particular se convirtió en un acontecimiento, cómo se produjo la transformación de los hechos concretos en un icono de la violencia estatal.

Más allá de sus profundas reverberaciones en la opinión pública, el acontecimiento es en muchos sentidos inusual. Adelantemos un ejemplo, para darnos a entender. En uno de los primeros libros en que se menciona el caso, Sergio Aguayo destaca la importancia de que vinieran a México expertos independientes a “elaborar un informe sobre lo que había sucedido en Ayotzinapa”.3 Leída sin mayor detenimiento, la frase no tiene ningún interés, no dice nada de particular, pero si se piensa un poco hay en ella algo enormemente llamativo: que en Ayotzinapa no sucedió nada.4

El hecho de que sea Ayotzinapa —y no Iguala— el nombre con que se ha bautizado el acontecimiento no es un asunto trivial, y volveremos a él. Pero por ahora, nos interesa señalar justamente eso: el hecho de que pueda escribirse, publicarse y leerse un enunciado así sin que llame la atención, sin que resulte problemático. Todos sabemos a qué se refiere. En otras palabras, lo que nos interesa es el proceso de elaboración cultural mediante el cual los sucesos de Iguala del 26 de septiembre de 2014 se convirtieron en el acontecimiento “Ayotzinapa”.

Resumido en una frase, nuestro argumento es que la construcción del acontecimiento consistió en hacer de los hechos de Iguala una nueva escenificación de la masacre de Tlatelolco, del 2 de octubre de 1968. Éste es el origen del enorme peso simbólico que tuvo el caso en la opinión pública y también la razón por la cual el acontecimiento adoptó los rasgos concretos que tiene hoy. Nos apresuramos a matizar la afirmación: existen otros intentos de definir el episodio, para empezar el intento de situar la masacre como acontecimiento en la guerra contra el crimen organizado —hablaremos de ello. Pero lo que nos interesa es explorar el orden cultural que hizo posible (y al final, casi obvio) que se viese en el suceso de Iguala una reiteración de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas.5

Basta ver algunas de las fotografías de la manifestación para conmemorar los 50 años de Tlatelolco, en la Ciudad de México —el 2 de octubre de 2018. En algunos de los carteles de los manifestantes hay referencias a una serie más o menos larga de hechos de violencia, en la mayoría hay la identificación explícita de Tlatelolco con Ayotzinapa.6 En una imagen, un hombre muestra lo que parece ser un volante impreso en que se lee: “1968, Acteal, 49 niños, CNTE, 43, Ni una más.” En otra, un grupo de jóvenes lleva una manta en que se ven el emblema de la Olimpiada de 1968, el de la ENAH y el de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. En otra más, una manta con las siglas UACM tiene el rostro de Gustavo Díaz Ordaz y el perfil de un soldado sobre el que aparecen los números 68 y 43. Otra imagen: la base del asta bandera del Zócalo, con un grafiti apresurado, dos números: 68 y 43.

Ese mismo día, el 2 de octubre de 2018, una de las caricaturas de La Jornada, firmada por Rocha, era un rostro compuesto, la mitad la imagen de Díaz Ordaz, la otra mitad la de Enrique Peña Nieto, el monstruo llevaba en las solapas del traje dos palabras: Tlatelolco, Ayotzinapa. Y el comentario editorial de la última página del periódico era como sigue: “Del 2 de octubre a los 43 de Ayotzinapa, este país es otro. Pero la exigencia es la misma: luz, transparencia, justicia.” Ese mismo día, el portal Aristegui Noticias publicó un texto de Laura Castellanos titulado “El camino del 68 a Ayotzinapa”, un recuento de movimientos de protesta sobre todo de Guerrero, de los años sesenta en adelante; en sus últimos párrafos se lee:

El caso Ayotzinapa tampoco debe verse como un hecho policiaco entre un alcalde, policías y criminales contra un grupo de normalistas. El caso Ayotzinapa es la acumulación de crímenes de lesa humanidad ocurridos en Guerrero y en el resto del país en los últimos 50 años [...] En el siglo XX la masacre del 68 significó el punto de inflexión de las luchas sociales del México moderno. El caso Ayotzinapa es ya el punto de inflexión del joven siglo XXI.7

En los días previos se habían publicado numerosos textos con los mismos motivos. La Crónica dio noticia de una conferencia de Juan Villoro: “Ayotzinapa y Tlatelolco, casos emblemáticos por saldar: Juan Villoro”; según el texto, en su conferencia (“1968: el pasado de una ilusión”) Villoro “resaltó la importancia de relacionar las deudas pendientes del pasado con las más recientes, como la de Ayotzinapa, porque se trata ‘y hay que recordarlo siempre, de casos emblemáticos’”.8 En una entrevista para la Agencia EFE, Elena Poniatowska puso la masacre de Iguala en el mismo contexto: “Es muchísimo peor que el 68 porque fueron 43 jóvenes normalistas que desaparecieron en una noche y no hubo después ninguna respuesta del gobierno.”9 La asociación de los dos episodios es un lugar común, que no necesita ninguna explicación: nos interesa entender cómo sucede eso.10

Anotemos de paso que un año más tarde, en la manifestación del 2 de octubre de 2019, la identificación de los dos acontecimientos era una convención aceptada de manera natural. En el templete de los oradores, al terminar la marcha, hubo representantes del Comité del 68 y de los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, que estuvieron también en la primera fila.11 Ese mismo día, en entrevista para El Universal, Ignacio Carrillo Prieto identificaba también los dos acontecimientos como expresiones de un mismo fenómeno: “¿Cómo vamos a ir a Ayotzinapa sin cerrar 68? ¿Cómo vamos a ir a Ayotzinapa sin entender el permiso que se dio para matar, con la impunidad de los delincuentes?”12 Y desde Polonia, Maciek Wisniewski escribía para La Jornada: “¿De veras hay quienes piensan que no se puede trazar una línea directa entre Tlatelolco (1968) —la masacre del PRI-nacionalista— e Iguala (2014) —la masacre del PRI-neoliberal— [...]?”13 Días más tarde hubo una especie de consagración oficial de la identidad entre los dos acontecimientos, en la Cámara de Diputados, en un foro convocado para proponer la reforma del artículo 21 de la Constitución (para reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional) con el título Foro por la Paz: “Nunca más Tlatelolco, nunca más Iguala”.14

Acaso conviene repetirlo: no tenemos nada nuevo que decir sobre lo que sucedió aquella tarde, aquella noche, en Iguala. No nos hacemos cargo de establecer los hechos, porque no podemos, ni tenemos una interpretación concreta de los detalles. Conocemos las tres versiones completas que existen: la de la Procuraduría General de la República (PGR), la del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y la de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), y conocemos también numerosas versiones periodísticas, y entre ellas hay discrepancias que en algunos aspectos son muy notables. Para nuestro propósito es innecesario escoger entre ellas. Es claro que algunas de las versiones son más razonables, más verosímiles, están mejor documentadas, y hay algunas que carecen de todo fundamento, y a veces será necesario llamar la atención sobre eso. Pero es irrelevante para nuestro argumento que fuese verdad o mentira lo que se dijo, porque lo que nos interesa es que se haya dicho —y que se haya dicho en esos términos. Nos interesa el modo en que la masacre apareció en los medios, el modo en que se habló de ella, el proceso por el cual adquirió el significado que conocemos, y que la identifica con la masacre de Tlatelolco.

Aclaremos también de entrada que éste no es un estudio de opinión. No podemos saber si una versión en particular es admitida por la mayoría de la población, no sabemos qué porcentaje de gente piensa una cosa u otra. En general, las encuestas suelen decir que la gente desconfía de las autoridades, desconfía mucho de la PGR, duda de la versión oficial en éste como en casi cualquier otro asunto. Pero no es eso lo que nos preocupa. No el peso de ninguna opinión en particular, sino el modo como se forman, el lenguaje en que adquieren sentido. Es claro que ese clima de opinión de, digamos, desconfianza difusa es propicio para determinada elaboración cultural de los hechos —tratamos de entender cómo sucede eso. El fundamento es algo más y menos que una opinión, un clima, es decir, una predisposición generalizada, eso sugieren las encuestas. Desconfianza difusa, porque no depende de ninguna información alternativa, no se refiere a nada concreto: sencillamente, las autoridades no son confiables.

En cualquier caso, lo importante es que la identificación de Ayotzinapa y Tlatelolco es lo bastante significativa para un grupo apreciable de la población, y en general no parece absurda, no necesita mayores explicaciones, de modo que sirve de referencia para una caricatura política, por ejemplo, para el título de un libro o para las mantas en una manifestación de protesta, donde bastan los números: 68, 43. La asociación dice que en Iguala hubo una masacre de estudiantes perpetrada por el Estado, igual que en Tlatelolco, y por ese motivo forma parte de una larga historia represiva, que se cuenta entre los crímenes del régimen.

Un acontecimiento, en el sentido que queremos darle a la palabra, es un suceso significativo, que marca una diferencia: un acontecimiento es un episodio memorable, digno de ser recordado y susceptible de ser recordado porque tiene sentido, de modo que no sólo evoca un conjunto concreto de hechos, sino una interpretación de su significado, una idea.15 En realidad, no hace ninguna falta conocer los hechos para saber lo que significan la batalla de Waterloo, la caída del Muro de Berlín, el Bloody Sunday o la noche de Tlatelolco, el Abrazo de Acatempan, la expropiación petrolera. El acontecimiento siempre es producto de una estructura, que es la que le confiere significado y dice qué sucedió, de modo que resulte identificable no en sus detalles, sino en su sentido.16

Eso quiere decir que los acontecimientos sólo existen por la actualización de un conjunto de categorías culturales, integradas en una estructura de sentido. Un acontecimiento es siempre un fenómeno complejo en que se articulan el orden cultural, las acciones y los intereses y las estrategias de los actores que participan, y la estructura de la coyuntura, es decir, el sistema de oposiciones mediante el que se puede entender el presente. Y no se puede separar lo que materialmente sucedió del significado que eso tiene para quienes lo interpretan —sea que lo hayan vivido personalmente, o que lo reciban como historia. No es lo mismo padecer una agresión criminal que ser víctima de la represión política, la misma violencia se experimenta de un modo distinto en uno y otro caso. Y son cosas que corresponden a modelos distintos.

En el acontecimiento se sintetiza una trayectoria histórica. Es una situación concreta en la que se despliega una estructura de orden superior, de modo que los hechos son vistos como manifestaciones de entidades significativas, cuyas acciones son trascendentes —y así, esto no es sólo un enfrentamiento entre dos pandillas, esto no es sólo la llegada de unos viajeros, esto no es sólo un asesinato. La singularidad perfectamente prosaica de los actores y los contextos concretos desaparece, subsumida en el significado abstracto que se les atribuye. En su forma más simple, el acontecimiento reproduce un arquetipo: esto que sucede hoy es sólo una versión, una nueva manifestación de lo que ya sucedió. Esto —por ejemplo, que asesinaron a un boxeador jubilado— es una conspiración de los poderosos para mantenerse en el poder. Y en toda sociedad hay relatos que sirven de modelo para explicar las cosas.

La historia se proyecta en el suceso y lo transforma, lo convierte en acontecimiento, que por eso tiene sentido, y tiene consecuencias. Así, Ayotzinapa como análogo de Tlatelolco se convierte en el episodio emblemático para juzgar al gobierno: no es otro episodio de violencia, sino un nuevo episodio de la historia patria —una reiteración de los anteriores.

En uno de sus textos, Marshall Sahlins describe la mecánica de esa elaboración como un proceso que sigue tres pasos.17 En un primer momento, algunos individuos son investidos con categorías culturales que los convierten en personajes representativos; es lo que llama la “instanciación”: los individuos aparecen como representantes de un linaje, una nación, un credo, una idea. En un segundo momento están los hechos, las acciones concretas de esos individuos representativos, el episodio en que agreden, son agredidos, abrazan, saludan, destruyen, lo que sea. Y en un tercer momento se produce la “totalización” de las consecuencias de lo que ha sucedido: el hecho concreto es reincorporado en el sistema cuando se atribuye al incidente particular un significado general, reconocible, y se convierte en acontecimiento. Sin embargo, advierte Sahlins, no deben entenderse estos momentos como una secuencia cronológica, sino como componentes de un proceso complejo, cuya distinción es útil analíticamente.

Los acontecimientos normalmente reflejan la estructura cultural en la que adquieren sentido: sus consecuencias son asimiladas e interpretadas dentro del orden.18 Pero también pueden modificarlo. Las categorías del orden cultural establecen supuestos de comportamiento, dicen lo que se puede esperar de cada uno de los actores y de cada situación. Y puede suceder que la realidad no se acomode a esos supuestos, que los actores representativos no se comporten como deberían haberse comportado, y que el acontecimiento transforme el orden cultural y se vuelva, en palabras de Sahlins, histórico.19 Estamos en la idea de que la masacre de Tlatelolco fue un acontecimiento así: confirmó en sus rasgos básicos la estructura cultural del régimen revolucionario, y al mismo tiempo transformó de manera definitiva sus implicaciones.20 Pero de eso hablaremos un poco más adelante.

En resumen, el significado de un acontecimiento no es un dato, no es indiscutible, porque depende de las categorías culturales con las que se elabora. Y eso es un asunto político. Con esto llegamos a lo que nos interesa: la masacre de Iguala se construyó en el espacio público como análogo de Tlatelolco, pero eso no es un dato, sino un hecho político.

2. El transcurso del tiempo

El acontecimiento no aparece de inmediato como tal. Es una construcción cultural, un producto colectivo, que no depende de la imaginación de un individuo, sino de una conversación en que se actualiza el repertorio de significados con el que se puede interpretar. El acontecimiento cristaliza con el tiempo.

En el caso concreto de Iguala, en los primeros días no está claro de qué se trata ni qué significa. Los protagonistas no son sujetos representativos, con un peso simbólico propio, no ocupan un lugar que confiera a sus acciones un efecto sistémico: ni los normalistas, ni los policías, ni el alcalde, ni los asesinos.1 Es un episodio de violencia extrema, pero muy similar a otros varios de los años anteriores, asimilados sin que hubiese duda al relato de la lucha contra el crimen organizado. Los periódicos de los días siguientes, por ejemplo, resaltan sobre todo los muertos, el enfrentamiento, la balacera.2 Es decir, en principio no había nada que ofreciese una clave de interpretación indiscutible, una explicación palmaria. La imagen de un acto de violencia del Estado, y más tarde de un acto de violencia con un significado político, tal como aparece en las manifestaciones de 2018, cristaliza a partir de una serie de hechos cuyo sentido se construye progresivamente.

En un primer momento, cuando la información es todavía muy confusa, cuando aún no está claro ni el número de víctimas ni lo que ha sucedido esa tarde, se señala a la policía de Iguala como responsable de la masacre,3 y la indignación se dirige hacia las autoridades locales. La versión que circula en los medios en esos días es que los normalistas se manifestaban contra el presidente municipal y que pretendían boicotear un acto público de su esposa (que aspiraba a ser también presidente municipal).4 Desde el primer momento escandaliza, esto es una conjetura nuestra, escandaliza la desproporción, la frivolidad criminal de las autoridades que persiguen, asesinan a unos manifestantes para que no interrumpan su fiesta. Esa asociación entre la fiesta y la muerte, el contraste dramático entre las personas que están siendo asesinadas mientras los culpables siguen bailando, imprime un carácter monstruoso a los sucesos desde el principio.

Conforme pasan los días, el énfasis de los reportajes se desplaza hacia los desaparecidos. La diferencia más notable con respecto a todas las demás masacres de los años anteriores es que no se hayan encontrado los cadáveres. En todos los otros casos, o casi todos, la noticia era la aparición de los cuerpos. La mayoría de las veces no se publicaban ni siquiera los nombres, si acaso se llegaban a conocer; en la prensa no había nada salvo indicaciones imprecisas que asociaban a las víctimas con una banda u otra; pero estaban los cadáveres, de modo que eran asuntos cerrados, criminales muertos por criminales, aunque quedasen la mayoría de las veces sin una verdadera explicación. En Iguala, los jóvenes estaban desaparecidos, y verdaderamente en los primeros días, en las primeras semanas, nadie tenía ni idea de lo que había sido de ellos. Eso añadió un dramatismo, una ansiedad particular y continua a las noticias, porque había la expectativa de encontrarlos con vida. En consecuencia, aunque no resultaban inmediatamente comprensibles, los sucesos en Iguala pudieron adquirir un peso extraordinario en los medios.

En esas circunstancias se produce el primer episodio en la serie que va a construir el acontecimiento: la atracción del caso por parte de las autoridades federales,5 y a renglón seguido la implicación directa, personal, del procurador general de la república, Jesús Murillo Karam. Ese hecho, y la atención que le prestan los medios, saca el incidente del contexto local y lo pone definitivamente en la esfera de discusión nacional. A partir de entonces la atención está puesta en las autoridades federales. La detención del alcalde de Iguala, de su jefe de policía, y la renuncia del gobernador de Guerrero poco después, tienen relativamente poca importancia, y más bien tienen el efecto de concentrar aún más la atención sobre el gobierno federal.

La participación directa del procurador general hace que se le asocie no sólo con la investigación, sino fundamentalmente con el crimen.6 Eso significa que para la opinión pública desaparecen las mediaciones locales, y el episodio se convierte en un acontecimiento nacional. Poca gente, aparte de los directamente interesados, podría tener una opinión formada sobre el sistema político de Iguala, sobre las formas de representación política en Guerrero, o las relaciones del PRD con la clase política del estado, pero cualquiera puede tener una opinión sobre el presidente de la república. Iguala como suceso de Guerrero es ininteligible fuera de la esfera de discusión local; Iguala como acontecimiento del ámbito nacional puede entenderse de inmediato —y puede adquirir valor simbólico.

El 7 de noviembre, en el curso de una rueda de prensa, el procurador general Murillo Karam les reprocha a los periodistas su insistencia en preguntas que ya le han hecho, y que ponen en duda sus investigaciones.8 El exabrupto, reducido a la frase “Ya me cansé”, se convierte en indicador del ánimo del gobierno, de su actitud hacia el caso. Las caricaturas de los periódicos insisten en ello abundantemente. Se hace que la frase signifique “me da flojera”, que viene a decir que la procuraduría ya no quiere continuar con la investigación por pereza —que por supuesto implica indiferencia.

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