EL CAMINO ABIERTO
 POR JESÚS

JUAN

 

 

 

José Antonio Pagola

 

 

 

PRESENTACIÓN

 

Los cristianos de las primeras comunidades se sentían, antes que nada, seguidores de Jesús. Para ellos, creer en Jesucristo es entrar por su «camino» siguiendo sus pasos. Un antiguo escrito cristiano, conocido como carta a los Hebreos, dice que es un «camino nuevo y vivo». No es el camino transitado en el pasado por el pueblo de Israel, sino un camino «inaugurado por Jesús para nosotros» (Hebreos 10,20).

Este camino cristiano es un recorrido que se va haciendo paso a paso a lo largo de toda la vida. A veces parece sencillo y llano, otras duro y difícil. En el camino hay momentos de seguridad y gozo, también horas de cansancio y desaliento. Caminar tras las huellas de Jesús es dar pasos, tomar decisiones, superar obstáculos, abandonar sendas equivocadas, descubrir horizontes nuevos… Todo es parte del camino. Los primeros cristianos se esfuerzan por recorrerlo «con los ojos fijos en Jesús», pues saben que solo él es «el que inicia y consuma la fe» (Hebreos 12,2).

Por desgracia, tal como es vivido hoy por muchos, el cristianismo no suscita «seguidores» de Jesús, sino solo «adeptos a una religión». No genera discípulos que, identificados con su proyecto, se entregan a abrir caminos al reino de Dios, sino miembros de una institución que cumplen mejor o peor sus obligaciones religiosas. Muchos de ellos corren el riesgo de no conocer nunca la experiencia cristiana más originaria y apasionante: entrar por el camino abierto por Jesús.

La renovación de la Iglesia está exigiéndonos hoy pasar de unas comunidades formadas mayoritariamente por «adeptos» a unas comunidades de «discípulos» y «seguidores» de Jesús. Lo necesitamos para aprender a vivir más identificados con su proyecto, menos esclavos de un pasado no siempre fiel al evangelio, y más libres de miedos y servidumbres que nos pueden impedir escuchar su llamada a la conversión.

La Iglesia no posee en estos momentos el vigor espiritual que necesita para enfrentarse a los retos del momento actual. Sin duda, son muchos los factores, tanto dentro como fuera de ella, que pueden explicar esta mediocridad espiritual, pero, probablemente, la causa principal esté en la ausencia de adhesión vital a Jesucristo. Muchos cristianos no conocen la energía dinamizadora que se encierra en Jesús cuando es vivido y seguido por sus discípulos desde un contacto íntimo y vital. Muchas comunidades cristianas no sospechan la transformación que hoy mismo se produciría en ellas si la persona concreta de Jesús y su evangelio ocuparan el centro de su vida.

Ha llegado el momento de reaccionar. Hemos de esforzarnos por poner el relato de Jesús en el corazón de los creyentes y en el centro de las comunidades cristianas. Necesitamos fijar nuestra mirada en su rostro, sintonizar con su vida concreta, acoger el Espíritu que lo anima, seguir su trayectoria de entrega al reino de Dios hasta la muerte y dejarnos transformar por su resurrección. Para todo ello, nada nos puede ayudar más que adentrarnos en el relato que nos ofrecen los evangelistas.

Los cuatro evangelios constituyen para los seguidores de Jesús una obra de importancia única e irrepetible. No son libros didácticos que exponen doctrina académica sobre Jesús. Tampoco biografías redactadas para informar con detalle sobre su trayectoria histórica. Estos relatos nos acercan a Jesús, tal como era recordado con fe y con amor por las primeras generaciones cristianas. Por una parte, en ellos encontramos el impacto causado por Jesús en los primeros que se sintieron atraídos por él y le siguieron. Por otra, han sido escritos para engendrar el seguimiento de nuevos discípulos.

Por eso, los evangelios invitan a entrar en un proceso de cambio, de seguimiento de Jesús y de identificación con su proyecto. Son relatos de conversión, y en esa misma actitud han de ser leídos, predicados, meditados y guardados en el corazón de cada creyente y en el seno de cada comunidad cristiana. La experiencia de escuchar juntos los evangelios se convierte entonces en la fuerza más poderosa que posee una comunidad para su transformación. En ese contacto vivo con el relato de Jesús, los creyentes recibimos luz y fuerza para reproducir hoy su estilo de vida, y para abrir nuevos caminos al proyecto del reino de Dios.

Esta publicación se titula El camino abierto por Jesús y consta de cuatro volúmenes, dedicados sucesivamente al evangelio de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Está elaborado con la finalidad de ayudar a entrar por el camino abierto por Jesús, centrando nuestra fe en el seguimiento a su persona. En cada volumen se propone un acercamiento al relato de Jesús, tal como es recogido y ofrecido por cada evangelista.

En el comentario al evangelio se sigue el recorrido diseñado por el evangelista, deteniéndonos en los pasajes que la Iglesia propone a las comunidades cristianas para ser proclamados al reunirse a celebrar la eucaristía dominical. En cada pasaje se ofrece el texto evangélico y cinco breves comentarios con sugerencias para ahondar en el relato de Jesús.

El lector podrá comprobar que los comentarios están redactados desde unas claves básicas: destacan la Buena Noticia de Dios, anunciada por Jesús, fuente inagotable de vida y de compasión hacia todos; sugieren caminos para seguirle a él, reproduciendo hoy su estilo de vida y sus actitudes; ofrecen sugerencias para impulsar la renovación de las comunidades cristianas acogiendo su Espíritu; recuerdan sus llamadas concretas a comprometernos en el proyecto del reino de Dios en medio de la sociedad actual; invitan a vivir estos tiempos de crisis e incertidumbres arraigados en la esperanza en Cristo resucitado 1.

Al escribir estas páginas he pensado sobre todo en las comunidades cristianas, tan necesitadas de aliento y de nuevo vigor espiritual; he tenido muy presentes a tantos creyentes sencillos en los que Jesús puede encender una fe nueva. Pero he querido ofrecer también el evangelio de Jesús a quienes viven sin caminos hacia Dios, perdidos en el laberinto de una vida desquiciada o instalados en un nivel de existencia en el que es difícil abrirse al misterio último de la vida. Sé que Jesús puede ser para ellos la mejor noticia.

Este libro nace de mi voluntad de recuperar la Buena Noticia de Jesús para los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No he recibido la vocación de evangelizador para condenar, sino para liberar. No me siento llamado por Jesús a juzgar al mundo, sino a despertar esperanza. No me envía a apagar la mecha que se extingue, sino a encender la fe que está queriendo brotar.

EVANGELIO DE JUAN

 

El evangelio de Juan es muy diferente de los relatos evangélicos de Marcos, Mateo o Lucas. Es cierto que encontramos algunas semejanzas importantes, pero el enfoque del escrito, el marco de la actividad de Jesús, su lenguaje y, sobre todo, su contenido teológico le dan un carácter propio. El evangelio de Juan ilumina la persona de Jesús y su actuación con una profundidad nunca antes desarrollada por ningún otro evangelista.

La tradición cristiana ha atribuido la redacción del evangelio de Juan, sus tres cartas y el Apocalipsis a una sola persona: Juan, el hijo de Zebedeo, discípulo amado por Jesús. No es posible saber nada con certeza. Parece que el Apocalipsis se escribió durante las persecuciones del emperador Domiciano (81-99 d. C.). El evangelio y las cartas provienen de otro trasfondo y fueron redactados en torno al año 100. El evangelio es resultado de décadas de experiencia cristiana influida por la religión judía y la cultura griega. Parece dirigirse al mundo religioso-cultural de Asia Menor, a finales del siglo I. Los especialistas siguen discutiendo si es Juan, el hijo de Zebedeo, quien está en el origen de este escrito.

 El evangelio de Juan va recordando los dichos y los hechos de Jesús «a la luz de su resurrección». El autor nos dice que los discípulos descubrieron el sentido de lo sucedido «cuando resucitó de entre los muertos» (2,22) o «cuando Jesús fue glorificado» (12,16). Más concretamente, explica que es el Espíritu Santo, enviado por el Padre, quien les va recordando a los discípulos todo lo que Jesús les ha dicho (14,26). Por eso, el autor lo llama «Espíritu de la verdad», que da testimonio fiel de Jesús (15,26). Por tanto, hemos de leer este relato de Jesús a la luz de la resurrección y dejándonos guiar por el Espíritu. Él nos puede «guiar hasta la verdad completa» que se encierra en Jesús (16,13-15).

 Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. Juan comienza su evangelio con un prólogo en el que nos ofrece una clave muy importante para leer bien su relato (1,1-18). El protagonista de este relato no es un profeta enviado por Dios para hablar y actuar en su nombre. Es mucho más. Jesús es la Palabra de Dios hecha carne. Dios no ha permanecido callado, encerrado para siempre en su misterio. Se nos ha querido comunicar. Ha querido decirnos su amor y darnos a conocer su proyecto. «La Palabra de Dios se ha hecho carne, ha puesto su morada entre nosotros y hemos contemplado su gloria» (1,14). Dios no se ha revelado por medio de conceptos y doctrinas sublimes. Se ha encarnado en la vida entrañable de Jesús, para que lo puedan entender hasta los más sencillos, los que saben conmoverse ante la bondad, el amor y la verdad que se encierra en Jesús. Al ir recorriendo este evangelio hemos de recordar que en las palabras y los gestos de Jesús nos estamos encontrando con el mismo Dios.

 Jesús es el Enviado del Padre. El gran regalo que Dios hace al mundo, movido solo por su amor. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (3,16-17). Estas palabras iluminan todo el relato de Juan. Jesús actúa siempre como «Enviado del Padre». No pronuncia sus propias palabras, sino las palabras que escucha al Padre (14,10; 17,8.14). No realiza sus propias obras, sino las del Padre (14,10; 5,15.36; 8,28; 14,10). En las palabras de Jesús estamos escuchando al Padre, en sus actuaciones nos está tendiendo su mano. El Padre está tan presente en él que Jesús dice a Felipe: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (14,8).

 Este Jesús, que viene directamente del corazón del Padre, es el único que lo puede revelar. Es su gran Revelador. «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (1,18). Jesús es el rostro humano de Dios. Conociendo de cerca a Jesús vamos conociendo a Dios. Ahora sabemos cómo nos mira cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos comprende y perdona cuando lo negamos. El evangelista nos dice que en Jesús «hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad» (1,14).

 Esa gloria que Jesús recibe del Padre se manifiesta en los «signos» que realiza. Al recorrer el evangelio de Juan nos encontramos con algunos «signos» que no aparecen en los evangelios sinópticos y que están cargados de gran fuerza reveladora. El episodio de la boda de Caná (2,1-12) constituye el comienzo de los «signos». La transformación del agua en vino nos ofrece la clave para captar a lo largo del evangelio la transformación salvadora. Entre los «signos» realizados por Jesús hemos de destacar dos: la curación del ciego de nacimiento (9,1-41) y la resurrección de Lázaro (11,1-44). En el primer episodio, Jesús se revela como «Luz del mundo», el que ha venido para que «los que no ven, vean, y los que ven, queden ciegos». En el segundo, Jesús se presenta con esta solemne proclamación: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá».

 Jesús va revelando su mensaje de salvación no solo por medio de los signos que lleva a cabo, sino por medio de sus palabras. Recorriendo el evangelio de Juan conoceremos su diálogo con Nicodemo (3,1-21); el diálogo con la samaritana (4,1-42); el discurso del pan de la vida en la sinagoga de Cafarnaún (6,22-71). Según el evangelio de Juan, el mandato del amor constituye la culminación de todo lo que Jesús nos comunica desde la intimidad del Padre. Al menos, solo en ese momento subraya explícitamente el evangelista que Jesús les hace esta confidencia: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (15,12-15).

 Hemos de destacar por su gran riqueza el «discurso de despedida», que comienza después del lavatorio de los pies a sus discípulos y termina con una solemne oración de Jesús por los suyos (caps. 13-17). Es aquí donde encontramos los grandes temas de la teología de Juan: la relación única e insondable entre el Padre y su Hijo encarnado; la acción del Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo para defender a los seguidores de Jesús y conducirlos a la verdad completa; el amor fraterno, inspirado en Jesús, como distintivo de la nueva comunidad; la permanencia de los seguidores en Jesús en sus palabras y en su paz; la presencia de la comunidad en el mundo sin ser del mundo… El evangelista Juan presenta este discurso como el testamento de Jesús a los suyos.

 Además de Revelador, el evangelio de Juan presenta a Jesús como Salvador que cumple y supera al mismo tiempo las esperanzas humanas de salvación. Desde el inicio, los discípulos dicen que han encontrado al «Mesías», y Natanael confiesa que Jesús es el «Hijo de Dios». Pero el evangelista no se contenta con identificar a Jesús con los títulos tradicionales. Por medio de imágenes muy expresivas se nos da a conocer la fuerza salvadora de Jesucristo, que, como Enviado del Padre, responde plenamente a las necesidades fundamentales de la existencia humana.

 «Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá más hambre» (6,35); el ser humano busca diversas clases de pan para alimentar su hambre profunda: solo en Jesús encontrará el pan de vida que lo saciará plenamente. «Yo soy la luz del mundo: el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (8,12); el ser humano necesita luz para no errar en su camino; solo en Jesús encontrará la luz que lo guiará hasta la vida plena. «Yo soy la puerta; si uno entra por mí estará a salvo» (10,9); al ser humano se le ofrecen muchas puertas y caminos: solo si entra por Jesús cruzará el umbral que lo llevará a la salvación.

 «Yo soy el buen pastor… he venido para que mis ovejas tengan vida, y la tengan en abundancia» (10,10-11.15); el ser humano es frágil, indefenso y vulnerable: solo en Jesús encontrará al «pastor bueno» que le da la vida que su corazón anhela. «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás» (1,25-26): el que cree en Jesús tiene la vida, no solo como realidad presente, sino como plenitud futura. «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (14,6). Jesús, ofreciéndonos su vida y su verdad, nos abre el camino hacia el Padre. Después de la muerte y resurrección de Jesús, lo decisivo para sus seguidores es permanecer en ese camino, en esa verdad y en esa vida. Por eso dice Jesús a sus discípulos: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada» (15,5).

1

EL ROSTRO HUMANO DE DIOS

 

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.

Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.

En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.

La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.

Pero a cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo».

Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron de Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás:

el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (Juan 1,1-18).

EL ROSTRO HUMANO DE DIOS

El cuarto evangelio comienza con un prólogo muy especial. Es una especie de himno que, desde los primeros siglos, ayudó decisivamente a los cristianos a ahondar en el misterio encerrado en Jesús. Si lo escuchamos con fe sencilla, también hoy nos puede ayudar a creer en Jesús de manera más profunda. Solo nos detenemos en algunas afirmaciones centrales.

«La Palabra de Dios se ha hecho carne». Dios no es mudo. No ha permanecido callado, encerrado para siempre en su Misterio. Dios se nos ha querido comunicar. Ha querido hablarnos, decirnos su amor, explicarnos su proyecto. Jesús es sencillamente el Proyecto de Dios hecho carne.

Pero Dios no se nos ha comunicado por medio de conceptos y doctrinas sublimes que solo pueden entender los doctos. Su Palabra se ha encarnado en la vida entrañable de Jesús, para que lo puedan entender hasta los más sencillos, los que saben conmoverse ante la bondad, el amor y la verdad que se encierra en su vida.

Esta Palabra de Dios «ha acampado entre nosotros». Han des aparecido las distancias. Dios se ha hecho «carne». Habita entre nosotros. Para encontrarnos con él no tenemos que salir fuera del mundo, sino acercarnos a Jesús. Para conocerlo no hay que estudiar teología, sino sintonizar con Jesús, comulgar con él.

«A Dios nadie lo ha visto jamás». Los profetas, los sacerdotes, los maestros de la ley hablaban mucho de Dios, pero ninguno había visto su rostro. Lo mismo sucede hoy entre nosotros: en la Iglesia hablamos mucho de Dios, pero ninguno de nosotros lo ha visto. Solo Jesús, «el Hijo de Dios, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer».

No lo hemos de olvidar. Solo Jesús nos ha contado cómo es Dios. Solo él es la fuente para acercarnos a su Misterio. Cuántas ideas raquíticas y poco humanas de Dios hemos de desaprender para dejarnos atraer y seducir por ese Dios que se nos revela en Jesús.

Cómo cambia todo cuando captamos por fin que Jesús es el rostro humano de Dios. Todo se hace más sencillo y más claro. Ahora sabemos cómo nos mira Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos entiende y perdona cuando lo negamos. En él se nos revela «la gracia y la verdad» de Dios.

RECUPERAR A JESÚS

Los creyentes tenemos imágenes muy diversas de Dios. Desde niños nos vamos haciendo nuestra propia idea de él, condicionados, sobre todo, por lo que vamos escuchando a catequistas y predicadores, lo que se nos transmite en casa y en el colegio o lo que vivimos en las celebraciones y actos religiosos.

Todas estas imágenes que nos hacemos de Dios son imperfectas y deficientes, y hemos de purificarlas una y otra vez a lo largo de la vida. No lo hemos de olvidar nunca. El evangelio de Juan nos recuerda de manera rotunda una convicción que atraviesa toda la tradición bíblica: «A Dios no lo ha visto nadie jamás».

Los teólogos hablamos mucho de Dios, casi siempre demasiado; parece que lo sabemos todo de él: en realidad, ningún teólogo ha visto a Dios. Lo mismo sucede con los predicadores y dirigentes religiosos; hablan con seguridad casi absoluta; parece que en su interior no hay dudas de ningún género: en realidad, ninguno de ellos ha visto a Dios.

Entonces, ¿cómo purificar nuestras imágenes para no desfigurar su misterio santo? El mismo evangelio de Juan nos recuerda la convicción que sustenta toda la fe cristiana en Dios. Solo Jesús, el Hijo único de Dios, es «quien lo ha dado a conocer». En ninguna parte nos descubre Dios su corazón y nos muestra su rostro como en Jesús.

Dios nos ha dicho cómo es encarnándose en Jesús. No se ha revelado en doctrinas y fórmulas teológicas complicadas, sino en la vida entrañable de Jesús, en su comportamiento y su mensaje, en su entrega hasta la muerte y en su resurrección. Para encontrar a Dios hemos de acercarnos a ese hombre concreto en el que él sale a nuestro encuentro.

Siempre que el cristianismo olvida a Jesús corre el riesgo de alejarse del Dios verdadero, para sustituirlo por imágenes empobrecidas que desfiguran su rostro y nos impiden colaborar en su proyecto de construir un mundo nuevo más liberado, justo y fraterno. Por eso es tan urgente recuperar la humanidad de Jesús.

No basta confesar a Jesucristo de manera teórica. Necesitamos conocerlo desde un acercamiento más concreto y vital a los evangelios, sintonizar con su proyecto, dejarnos animar por su Espíritu, entrar en su relación con el Padre, seguirlo de cerca día a día. Esta es la tarea apasionante de una comunidad que vive hoy purificando su fe. Quien conoce y sigue a Jesús va disfrutando cada vez más de la bondad insondable de Dios.

DIOS ENTRE NOSOTROS

El evangelista Juan, al hablarnos de la encarnación del Hijo de Dios, no nos dice nada de todo ese mundo tan familiar de los pastores, el pesebre, los ángeles y el Niño Dios con María y José. Juan nos invita a adentrarnos en ese misterio desde otra hondura.

En Dios estaba la Palabra, la Fuerza de comunicarse que tiene Dios. En esa Palabra había vida y había luz. Esa Palabra puso en marcha la creación entera. Nosotros mismos somos fruto de esa Palabra misteriosa. Esa Palabra ahora se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros.

A nosotros nos sigue pareciendo todo esto demasiado hermoso para ser cierto: un Dios hecho carne, identificado con nuestra debilidad, respirando nuestro aliento y sufriendo nuestros problemas. Por eso seguimos buscando a Dios arriba, en los cielos, cuando está abajo, en la tierra.

Una de las grandes contradicciones de los cristianos es confesar con entusiasmo la encarnación de Dios y olvidar luego que Cristo está en medio de nosotros. Dios ha bajado a lo profundo de nuestra existencia, y la vida nos sigue pareciendo vacía. Dios ha venido a habitar en el corazón humano, y sentimos un vacío interior insoportable. Dios ha venido a reinar entre nosotros, y parece estar totalmente ausente en nuestras relaciones. Dios ha asumido nuestra carne, y seguimos sin saber vivir dignamente lo carnal.

También entre nosotros se cumplen las palabras de Juan: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». Dios busca acogida en nosotros, y nuestra ceguera cierra las puertas a Dios. Y, sin embargo, es posible abrir los ojos y contemplar al Hijo de Dios «lleno de gracia y de verdad». El que cree siempre ve algo. Ve la vida envuelta en gracia y en verdad. Tiene en sus ojos una luz para descubrir, en el fondo de la existencia, la verdad y la gracia de ese Dios que lo llena todo.

¿Estamos todavía ciegos? ¿Nos vemos solamente a nosotros? ¿Nos refleja la vida solo las pequeñas preocupaciones que llevamos en nuestro corazón? Dejemos que nuestro corazón se sienta penetrado por esa vida de Dios que también hoy quiere habitar en nosotros.

NO QUEDARNOS FUERA

Hay quienes viven la religión como «desde fuera». Pronuncian rezos, asisten a celebraciones religiosas, oyen hablar de Dios, pero se limitan a ser «espectadores». Como dice el pensador francés Marcel Légaut, lo viven todo desde una «representación extrínseca» de Dios. No «entran» en la aventura de encontrarse con Dios. Se quedan siempre a cierta distancia.

Sin embargo, Dios está en lo íntimo de cada ser humano. No es algo separado de nuestra vida. No es una fabricación de nuestra mente, una representación medio intelectual o medio afectiva, un juego de nuestra imaginación que nos sirve para vivir «ilusionados». Dios es una presencia real que está en la raíz misma de nuestro ser.

Esta presencia no es evidente. No se capta como se captan otras cosas más superficiales. Se la percibe en la medida en que uno se percibe a sí mismo hasta el fondo. Su misterio es tan inalcanzable como lo es el misterio de cada ser humano. Dios se me hace presente cuando me hago presente a mí mismo con verdad y sinceridad. No es posible entrar en la experiencia de Dios si uno vive permanentemente fuera de sí mismo.

Sin esta apertura interior a Dios no hay fe viva. La voz de Dios comenzamos a escucharla cuando escuchamos hasta el fondo nuestra verdad. Dios actúa en nosotros cuando le dejamos activar lo mejor que hay en nuestro ser. Toma cuerpo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos. Su presencia se va configurando en cada uno de nosotros adaptándose a lo que le dejamos ser.

Lo humano y lo divino no son realidades que se excluyen mutuamente. No tenemos que dejar de ser humanos para ser de Dios. Lo humano es «la puerta» que nos permite «entrar» en lo divino. De hecho, las experiencias más intensas de comunicación, de amor humano, de dolor purificador, de belleza o de verdad son el cauce que mejor nos abre a la experiencia de Dios.

No es extraño que el evangelio de Juan presente a Cristo, Dios hecho hombre, como la «puerta» por la que el creyente puede entrar y caminar hacia Dios. En Cristo podemos aprender a vivir una vida tan humana, tan verdadera, tan hasta el fondo, que, a pesar de nuestros errores y mediocridad, nos puede llevar hacia Dios. Pero hemos de escuchar bien la advertencia del evangelista. La Palabra de Dios «vino al mundo», y el mundo «no la conoció»; «vino a su casa», y «los suyos no la recibieron».

VIVIR SIN ACOGER LA LUZ

Todos vamos cometiendo a lo largo de la vida errores y desaciertos. Calculamos mal las cosas. No medimos bien las consecuencias de nuestros actos. Nos dejamos llevar por el apasionamiento o la insensatez. Somos así. Sin embargo, no son esos los errores más graves. Lo peor es tener planteada la vida de manera errónea. Pongamos un ejemplo.

Todos sabemos que la vida es un regalo. No soy yo quien he decidido nacer. No me he escogido a mí mismo. No he elegido a mis padres ni mi pueblo. Todo me ha sido dado. Vivir es ya, desde su origen, recibir. La única manera de vivir sensatamente es acoger de manera responsable lo que se me da.

Sin embargo, no siempre pensamos así. Nos creemos que la vida es algo que se nos debe. Nos sentimos propietarios de nosotros mismos. Pensamos que la manera más acertada de vivir es organizarlo todo en función de nosotros mismos. Yo soy lo único importante. ¿Qué importan los demás?

Algunos no saben vivir sino exigiendo. Exigen y exigen siempre más. Tienen la impresión de no recibir nunca lo que se les debe. Son como niños insaciables, que nunca están contentos con lo que tienen. No hacen sino pedir, reivindicar, lamentarse. Sin apenas darse cuenta se convierten poco a poco en el centro de todo. Ellos son la fuente y la norma. Todo lo han de subordinar a su ego. Todo ha de quedar instrumentalizado para su provecho.

La vida de la persona se cierra entonces sobre sí misma. Ya no se acoge el regalo de cada día. Desaparece el reconocimiento y la gratitud. No es posible vivir con el corazón dilatado. Se sigue hablando de amor, pero «amar» significa ahora poseer, desear al otro, ponerlo a mi servicio.

Esta manera de enfocar la vida conduce a vivir cerrados a Dios. La persona se incapacita para acoger. No cree en la gracia, no se abre a nada nuevo, no escucha ninguna voz, no sospecha en su vida presencia alguna. Es el individuo quien lo llena todo. Por eso es tan grave la advertencia del evangelio de Juan: «La Palabra era luz verdadera que alumbra a todo hombre. Vino al mundo... y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron». Nuestro gran pecado es vivir sin acoger la luz.

2

TESTIGO DE LA LUZ

 

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.

Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran:

–¿Tú quién eres?

Él confesó sin reservas:

–Yo no soy el Mesías.

Le preguntaron:

–Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías?

Él dijo:

–No lo soy.

–¿Eres tú el Profeta?

Respondió:

–No.

Y le dijeron:

–¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?

Él contestó:

–Yo soy «la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”» (como dijo el profeta Isaías).

Entre los enviados había fariseos y le preguntaron:

–Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?

Juan les respondió:

–Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.

Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando (Juan 1,6-8.19-28).

TESTIGOS DE LA LUZ

Es curioso cómo presenta el cuarto evangelio la figura del Bautista. Es un «hombre», sin más calificativos ni precisiones. Nada se nos dice de su origen o condición social. Él mismo sabe que no es importante. No es el Mesías, no es Elías, ni siquiera es el Profeta que todos están esperando. Solo se ve a sí mismo como «la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino al Señor”». Sin embargo, Dios lo envía como «testigo de la luz», capaz de despertar la fe de todos. Una persona que puede contagiar luz y vida. ¿Qué es ser testigo de la luz?

El testigo es como Juan. No se da importancia. No busca ser original ni llamar la atención. No trata de impactar a nadie. Sencillamente vive su vida de manera convencida. Se le ve que Dios ilumina su vida. Lo irradia en su manera de vivir y de creer.

El testigo de la luz no habla mucho, pero es una voz. Vive algo inconfundible. Comunica lo que a él le hace vivir. No dice cosas sobre Dios, pero contagia «algo». No enseña doctrina religiosa, pero invita a creer. La vida del testigo atrae y despierta interés. No culpabiliza a nadie. No condena. Contagia confianza en Dios, libera de miedos. Abre siempre caminos. Es como el Bautista, «allana el camino al Señor».

El testigo se siente débil y limitado. Muchas veces comprueba que su fe no encuentra apoyo ni eco social. Incluso se ve rodeado de indiferencia o rechazo. Pero el testigo de Dios no juzga a nadie. No ve a los demás como adversarios que hay que combatir o convencer: Dios sabe cómo encontrarse con cada uno de sus hijos e hijas.

Se dice que el mundo actual se está convirtiendo en un «desierto», pero el testigo nos revela que algo sabe de Dios y del amor, algo sabe de la «fuente» y de cómo se calma la sed de felicidad que hay en el ser humano. La vida está llena de pequeños testigos. Son creyentes sencillos, humildes, conocidos solo en su entorno. Personas entrañablemente buenas. Viven desde la verdad y el amor. Ellos nos «allanan el camino» hacia Dios. Son lo mejor que tenemos en la Iglesia.

EN MEDIO DEL DESIERTO

Los grandes movimientos religiosos han nacido casi siempre en el desierto. Son los hombres y las mujeres del silencio y la soledad los que, al ver la luz, pueden convertirse en maestros y guías de la humanidad. En el desierto no es posible lo superfluo. En el silencio solo se escuchan las preguntas esenciales. En la soledad solo sobrevive quien se alimenta de lo interior.

En el cuarto evangelio, el Bautista queda reducido a lo esencial. No es el Mesías, ni Elías vuelto a la vida, ni el Profeta esperado. Es «la voz que grita en el desierto». No tiene poder político, no posee título religioso alguno. No habla desde el templo o la sinagoga. Su voz no nace de la estrategia política ni de los intereses religiosos. Viene de lo que escucha el ser humano cuando ahonda en lo esencial.

El presentimiento del Bautista se puede resumir así: «Hay algo más grande, más digno y esperanzador que lo que estamos viviendo. Nuestra vida ha de cambiar de raíz». No basta frecuentar la sinagoga sábado tras sábado, de nada sirve leer rutinariamente los textos sagrados, es inútil ofrecer regularmente los sacrificios prescritos por la Ley. No da vida cualquier religión. Hay que abrirse al Misterio del Dios vivo.

En la sociedad de la abundancia y del progreso se está haciendo cada vez más difícil escuchar una voz que venga del desierto. Lo que se oye es la publicidad de lo superfluo, la divulgación de lo trivial, la palabrería de políticos prisioneros de su estrategia, y hasta discursos religiosos interesados.

Alguien podría pensar que ya no es posible conocer a testigos que nos hablen desde el silencio y la verdad de Dios. No es así. En medio del desierto de la vida moderna podemos encontrarnos con personas que irradian sabiduría y dignidad, pues no viven de lo superfluo. Gente sencilla, entrañablemente humana. No pronuncian muchas palabras. Es su vida la que habla.

Ellos nos invitan, como el Bautista, a dejarnos «bautizar», a sumergirnos en una vida diferente, recibir un nuevo nombre, «renacer» para no sentirnos producto de esta sociedad ni hijos del ambiente, sino hijos e hijas queridos de Dios.

ALLANAR EL CAMINO HACIA JESÚS

«Entre vosotros hay uno que no conocéis». Estas palabras las pronuncia el Bautista refiriéndose a Jesús, que se mueve ya entre quienes se acercan al Jordán a bautizarse, aunque todavía no se ha manifestado. Precisamente toda su preocupación es «allanar el camino» para que aquella gente pueda creer en él. Así presentan las primeras generaciones cristianas la figura del Bautista.

Pero las palabras del Bautista están redactadas de tal forma que, leídas hoy por los que nos decimos cristianos, no dejan de provocar en nosotros preguntas inquietantes. Jesús está en medio de nosotros, pero, ¿lo conocemos de verdad?, ¿comulgamos con él?, ¿le seguimos de cerca?

Es cierto que en la Iglesia estamos siempre hablando de Jesús. En teoría, nada hay más importante para nosotros. Pero luego se nos ve girar tanto sobre nuestras ideas, proyectos y actividades que no pocas veces Jesús queda en un segundo plano. Somos nosotros mismos quienes, sin darnos cuenta, lo «ocultamos» con nuestro protagonismo.

Tal vez la mayor desgracia del cristianismo es que haya tantos hombres y mujeres que se dicen «cristianos», y en cuyo corazón Jesús está ausente. No lo conocen. No vibran con él. No los atrae ni seduce. Jesús es una figura inerte y apagada. Está mudo. No les dice nada especial que aliente sus vidas. Su existencia no está marcada por Jesús.

Esta Iglesia necesita urgentemente «testigos» de Jesús, creyentes que se parezcan más a él, cristianos que, con su manera de ser y de vivir, faciliten el camino para creer en Cristo. Necesitamos testigos que hablen de Dios como hablaba él, que comuniquen su mensaje de compasión como lo hacía él, que contagien confianza en el Padre como él.

¿De qué sirven nuestras catequesis y predicaciones si no conducen a conocer, amar y seguir con más fe y más gozo a Jesucristo? ¿En qué quedan nuestras eucaristías si no ayudan a comulgar de manera más viva con Jesús, con su proyecto y con su entrega crucificada a todos? En la Iglesia nadie es «la luz», pero todos podemos irradiarla con nuestra vida. Nadie es «la Palabra de Dios», pero todos podemos ser una voz que invita y alienta a centrar el cristianismo en Jesucristo.

TESTIGOS DE JESÚS

La fe cristiana ha nacido del encuentro sorprendente que ha vivido un grupo de hombres y mujeres con Jesús. Todo comienza cuando estos discípulos y discípulas se ponen en contacto con él y experimentan «la cercanía salvadora de Dios». Esa experiencia liberadora, transformadora y humanizadora que viven con Jesús es la que ha desencadenado todo.

Su fe se despierta en medio de dudas, incertidumbres y malentendidos mientras lo siguen por los caminos de Galilea. Queda herida por la cobardía y la negación cuando es ejecutado en la cruz. Se reafirma y vuelve contagiosa cuando lo experimentan lleno de vida después de su muerte.

Si, a lo largo de los años, esta experiencia no se contagia y se transmite de unas generaciones a otras, se introduce en la historia del cristianismo una ruptura trágica. Los obispos y presbíteros siguen predicando el mensaje cristiano. Los teólogos escriben estudios teológicos. Los pastores administran los sacramentos. Pero, si no hay testigos capaces de contagiar algo de lo que se vivió al comienzo con Jesús, falta lo esencial, lo único que puede mantener viva la fe en él.

En nuestras comunidades estamos necesitados de estos testigos de Jesús. La figura del Bautista, abriéndole camino en medio del pueblo judío, nos anima a despertar hoy en la Iglesia esta vocación tan necesaria. En medio de la oscuridad de nuestros tiempos necesitamos «testigos» de la luz que nos llega desde Jesús.

Creyentes que despierten el deseo de Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos que, con su experiencia personal, su espíritu y su palabra, faciliten el encuentro con él. Seguidores que lo rescaten del olvido para hacerlo más visible entre nosotros.

Testigos humildes que, al estilo del Bautista, no se atribuyan ninguna función que centre la atención en su persona, robándole protagonismo a Jesús. Seguidores que no lo suplanten ni lo eclipsen. Cristianos sostenidos y animados por él que dejen entrever tras sus gestos y sus palabras la presencia inconfundible de Jesús, vivo en medio de nosotros.

Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Jesús. En realidad, el testigo no tiene la palabra. Es solo «una voz» que anima a todos a «allanar» el camino que nos puede llevar a él. La fe de nuestras comunidades se sostiene también hoy en la experiencia de esos testigos humildes y sencillos que, en medio de tanto desaliento y desconcierto, ponen luz, pues nos ayudan con su vida a sentir la cercanía de Jesús.

DESCONOCIDO

Hay algo paradójico en la actitud de bastantes contemporáneos ante la figura de Jesucristo. Por una parte creen que lo conocen y no tienen mucho que aprender sobre él. Por otra, su ignorancia sobre la persona y el mensaje de Jesús es casi absoluta.

En realidad, lo que saben de él apenas supera unas vagas impresiones que conservan desde la infancia. Después no han sentido necesidad alguna de conocerlo más a fondo. ¿Cómo podrán encontrar en él algo interesante para sus vidas?

En algunos, su figura solo evoca episodios ingenuos y milagros irreales, representados mil veces por artistas, pero muy alejados de la trama de la vida moderna. Jesús puede, tal vez, aportar un poco de poesía, pero, si queremos ser eficaces, hemos de buscar por otros caminos.

¿Conocen mejor a Jesús los que se tienen por cristianos? Sorprende ver cómo los mismos practicantes reducen a menudo el evangelio a lo anecdótico y maravilloso, y cómo encierran el misterio de Jesús en imágenes simplistas, muy alejadas a veces de lo que realmente fue él.

Por otra parte, mientras algunas cuestiones de carácter eclesiástico o moral suscitan notable interés, son pocos los que se interesan por conocer con más rigor y hondura al mismo Jesús. Analizando la actual situación, Josep Maria Lozano se hace estas preguntas: «¿Qué está ocurriendo en la Iglesia, que a los cristianos nos preguntan cómo nos afectan las palabras del papa y ya casi nadie nos pregunta cómo nos afectan las palabras de Jesús? ¿Qué está ocurriendo, que los católicos parecen más capaces de celebrar la presencia del papa que la presencia de Jesús?».

Naturalmente, los creyentes hemos de escuchar la palabra de la jerarquía y el esfuerzo de la Iglesia entera por aplicar el evangelio al momento actual, pero, ¿no es paradójico detenernos casi siempre en ciertas discusiones, mientras apenas hacemos algo por conocer con más rigor el mensaje y la actuación de Aquel que ha de inspirar siempre a los cristianos?

Después de veinte siglos de cristianismo hemos repetido hasta el exceso el nombre de Cristo, hemos llenado bibliotecas enteras con estudios especializados y, a veces, hemos terminado por creer que no necesitamos ya ahondar más en su persona y su mensaje. Tal vez también hoy se pueden repetir las palabras del profeta: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis».