Iglesia, que Dios te bendiga, sé consciente de tu naturaleza

y de tu misión, ten conciencia de las verdaderas y profundas necesidades de la humanidad, y camina pobre:

es decir, libre, siendo fuerte y amando a Cristo.

 

(Despedida de Pablo VI, Pensamiento ante la muerte,

6 agosto de 1978)

 

 

 

A mi entrañable y sufrida Iglesia de Palencia,

siempre soñando amanecidas jóvenes,

siempre abierta a los grandes horizontes,

en la hermosa y despoblada

tierra de Castilla,

donde entre mares de mieses

se levantan templos

que son como catedrales.

PRÓLOGO

 

«Soy frágil, pero soy Pedro». Estas palabras, en su sencillez, nos revelan el alma del papa Pablo VI, hoy san Pablo VI. Juan Bautista Montini es conocedor de la debilidad de su persona; el discurrir rico de su existencia se lo ha ido demostrando, pero, al mismo tiempo, conoce la grandeza de la misión a la que ha sido llamado. Quizá pocos como él han sabido y han tenido una conciencia tan clara y tan elevada de la figura y misión del sucesor de san Pedro en la Iglesia. Reconocer la propia debilidad y la grandeza de esta misión es también una confesión de fe en Aquel que llama y envía. Nada en la Iglesia ni en el ministerio de Pedro se sostiene sin una fe inquebrantable en Dios, sin la centralidad de Jesucristo y el amor incondicional a su Esposa, la Iglesia.

He de confesar que me emociona escribir «san Pablo VI». El papa Montini, santo. Desde su muerte, siendo yo un adolescente, me atrajo la figura de este papa; y conforme he ido adentrándome en el conocimiento de su persona y de sus enseñanzas se ha hecho más profunda la convicción de que llegaría este momento de su canonización. Hoy, con la Iglesia, creo que Pablo VI es un ejemplo de vida y un intercesor en el cielo. La canonización de Pablo VI es también la confirmación de que el Concilio Vaticano II sigue siendo la brújula que guía el camino de la Iglesia.

He leído con gran interés y gozo el texto que ahora presentamos de Eduardo de las Hera, sin duda uno de los mejores conocedores y divulgadores en España de la persona y obra del papa Montini. Como se dice ahora, este libro engancha, pues en él se une el rigor y la profundidad del estudioso –ya nos lo ha demostrado con sus obras anteriores sobre Pablo VI: Pablo VI, timonel de la unidad; El camino de la unidad de la Iglesia en el pensamiento y en el quehacer pastoral del Papa Pablo VI, que es su tesis doctoral; Pablo VI al encuentro de las grandes religiones, y, por supuesto, su magnífica biografía sobre el pontífice: La noche transfigurada–, con la sencillez a la hora de transmitirnos la figura de este nuevo santo. Es esta una obra de divulgación de la santidad de Pablo VI, un santo de nuestro tiempo que nos invita e interpela a vivir en santidad.

La santidad en la Iglesia es un bello mosaico que se va enriqueciendo cada día; nuevas figuras van haciendo más clara y luminosa la santidad de Dios. Cada santo aporta al conjunto del mosaico su vida como don, la respuesta al amor de Dios que todos hemos recibido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado; la santidad es «el fruto del Espíritu Santo en tu vida», nos recuerda el papa Francisco. La santidad es una llamada universal, para todos, a la que cada uno responde por su camino, el que Dios le ha encomendado. «Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad [...] Cada santo es una misión» (Gaudete et exsultate 19).

En este mosaico, ahora san Pablo VI brilla con una luz grande que ilumina la vida de la Iglesia del siglo XXI y de este mundo, al que él miró con amor y por el que ofreció el don de su vida. El mayor acto de amor a la humanidad es anunciar a Jesucristo, como nos enseñó el nuevo santo; por eso su palabra, su obra, su sufrimiento, su vida, fueron un verdadero acto de amor a la Iglesia y al mundo. Eduardo de la Hera describe a san Pablo VI como «un papa valiente y abierto. Un pastor equilibrado, sabio y prudente, que sufría en silencio los problemas de una Iglesia en renovación y reforma. Una Iglesia que se puso al servicio de una sociedad no menos convulsa, metida en un mundo en transformación acelerada».

En esta obra, el lector podrá conocer la vida y el contexto histórico en que nace y se desarrolla la existencia de Pablo VI, el papa del Concilio. Su nacimiento, el ambiente familiar y la vida de la lombarda ciudad de Brescia; el crecimiento de un niño y un joven frágil de salud, pero con un espíritu fuerte que responde a la llamada divina para ser pastor de almas. Sus primeros años de vida están marcados por la normalidad de la vida típica de una familia burguesa y culta, comprometida con la Iglesia y con la sociedad. Su padre –Giorgio– crea en su familia la conciencia de la importancia de la presencia de los católicos en la vida pública, y la madre –Giuditta– pone la sensibilidad, el cultivo interior, el espíritu contemplativo. Aun así, el obispo de Brescia, Mons. Gaggia, lo ordena «para el cielo» ante las dudas de los formadores del seminario, en el que nunca vivió. Pero no estaba en Brescia el destino de Montini, sino en Roma, donde será un diplomático, un hombre de oficina con vocación de pastor. Los largos años de su trabajo en el Vaticano, ascendiendo en puestos de la Curia, no le robaron nunca su corazón apostólico, manifestado en el trabajo con los jóvenes universitarios y en la solicitud pastoral por todas las personas y circunstancias histórica por las que atravesó en su vida, incluida la Segunda Guerra Mundial. Milán fue su nuevo y controvertido destino, donde fue como pastor de esa Iglesia enviado por Pío XII, al que había servido con verdadera lealtad y entrega. Y en Milán se reveló como el gran pastor que era y que había ido creciendo en su corazón. El obispo, el cardenal de los trabajadores, de los pobres, de la visita pastoral, de la misión cittadina, de la escucha, del diálogo. El breve pontificado de su amigo, san Juan XXIII, el papa bueno, lo devolvió a Roma, ahora como papa, para continuar la intuición carismática de su antecesor. Sin duda, su obra más importante: pilotar la tarea del Concilio y su posterior aplicación. Quizá hasta ahora no se ha valorado suficientemente la obra de aplicación del Concilio; sin duda, una obra extraordinaria. Quince años de pontificado entre la grandeza de la misión y la cruz, que siempre pone identidad a la obra de Dios. Su muerte es un testimonio precioso de lo que fue su vida. La oración del Padrenuestro, con la que cerró sus ojos a esta tierra, «escena dolorosa, dramática y magnífica», y el silencio meditativo al repetir «hágase tu voluntad». Era el mejor resumen de su vida.

Para entender la vida de Pablo VI hay que mirar con detenimiento y profundidad. En este santo hablan sus palabras y sus silencios, sus gestos y su mirada, su extraordinaria cultura y su humildad, su capacidad de escucha y su franqueza en el diálogo, su paciencia al decidir y su fuerte convicción al defender la verdad. El papa Montini derrocha humanidad, incluso en la incomprensión de muchos de sus contemporáneos. Cada palabra y cada gesto de san Pablo VI son un tesoro para contemplar. Traigo aquí una joya que muestra su corazón de pastor, su misión de ser pescador de hombres, es decir, «acercarse, conocer las costumbres y las necesidades, saberlos esperar, saberse adaptar a sus movimientos, tener el arte de atenderlos, el corazón capaz de amarlos, la sabiduría de convencerlos; esto es el oficio apostólico, esto es el ejercicio de un ministerio paciente».

En san Pablo VI resalta su amor a Jesucristo, la centralidad de la persona del Señor en su vida y en sus enseñanzas –cómo no recordar su preciosa homilía en Manila o sus discursos en el Concilio–. En este sentido, son bellísimas las reflexiones que el lector encontrará en esta obra sobre el Pablo VI contemplativo.

El amor, la pasión por la Iglesia, llena y moldea la vida de san Pablo VI. Este amor-pasión le lleva siempre a buscar el rostro hermoso de la Iglesia tal como lo quiere su Esposo, Jesucristo. Por ello, el deseo de reforma de la Iglesia y sus instituciones no es una cuestión de estrategias, sino de fidelidad a Cristo y a su vocación.

También el amor al hombre y al mundo le hacen mirar con simpatía, le mueven a la escucha y a la comprensión, al conocimiento del alma humana y de los pueblos. El diálogo es el modo de hacer, la pedagogía de nuestro Dios, el misterio mismo de la encarnación. Dios amó al mundo y le entregó a su propio Hijo, por eso la Iglesia está llamada también a entregarse como servidora de la humanidad.

La vida de san Pablo VI ha estado marcada por la cruz, por el sufrimiento. Muchos afirman, y con razón, que uno de los signos de su santidad está en el martirio. Incomprendido por los que no entendieron su prudente reforma y por los que le culparon de los males de la Iglesia, vivió, en definitiva, lo que él mismo profetizó al comienzo de su pontificado: «También Jesús fue solo la cruz. Así yo debo aceptar esta soledad: no debo tener miedo, no debo buscar apoyo exterior que me exonere de mi deber, que es aquel de querer, de decidir, de asumir cada responsabilidad, de guiar a los otros, también aunque esto parezca ilógico o quizá absurdo. Es sufrir solo. Yo y Dios...».

Con acierto, Eduardo de las Hera ha titulado este libro De la cruz a la gloria, porque retrata la vida de un papa como Pablo VI.

Para introducirnos en la biografía propiamente de Pablo VI, el autor ha escrito un interesante y hermoso capítulo para mostrarnos el perfil humano y cristiano de Montini. Nos ayuda así a entrar en el relato de su vida con «los pies descalzos», porque la tierra que vamos a pisar es sagrada. Bien parece este capítulo una positio breve y atractiva de las virtudes del nuevo santo, y en algunos momentos hasta parece que estamos leyendo unas «florecillas» del santo.

Sugerente también el epílogo, que resume y destaca los rasgos más importantes de la persona y magisterio de san Pablo VI, concluyendo con unas sugerencias para este momento histórico de la Iglesia. Esta obra está escrita también para interpelarnos y ayudarnos a vivir nuestra vida de cristianos.

Agradezco una vez más al autor y a la editorial que, con motivo de la canonización, han querido volver a traernos y hacernos cercana la figura de san Pablo VI, una figura que se ha ido agrandando con el paso del tiempo, y que lo seguirá haciendo en el futuro. Hace muchos años, un compañero gaditano y yo, jóvenes estudiantes en Roma, decíamos: «Pablo VI, santo», y añadíamos: «Y doctor de la Iglesia».

Que san Pablo VI interceda por nosotros y por la Iglesia, a la que amó y sirvió hasta la entrega de la vida.

 

+ GINÉS GARCÍA BELTRÁN

obispo de Getafe

y presidente de la Fundación Pablo VI

INTRODUCCIÓN

 

Elegido sucesor del apóstol san Pedro con 66 años, Juan Bautista Montini, hoy san Pablo VI, sirvió a la Iglesia católica durante quince años: desde el 21 de junio de 1963 hasta el 6 de agosto de 1978, en que murió.

Su obra más importante fue la de pilotar, con pulso firme, las tareas de un Concilio, el Vaticano II, y su posterior aplicación. Dos años y medio de Concilio y trece de duro y gozoso posconcilio. Esta fue su obra más grande: la obra que le acarreó más disgustos y también la que le condujo a la gloria.

Cuando los de mi generación recibimos el sacramento que nos confirió el ministerio de presbíteros –en mi caso, el año de gracia de 1966–, se acababa de clausurar el Concilio Vaticano II. Lo condujo él en sus etapas más decisivas, y él mismo lo clausuró el 8 de diciembre de 1965.

No hace falta decir, a estas alturas, que el Concilio fue el acontecimiento eclesial más importante de todo el siglo XX. Gracias al Vaticano II, el papa Pablo VI será conocido y reconocido siempre. Todavía seguimos viviendo, sumergidos en el espíritu de aquel bendito Concilio, ya que un concilio es obra profunda y duradera, aunque los tiempos avancen deprisa.

A muchos de nosotros, san Pablo VI nos pareció, ya entonces, un papa valiente y abierto. Un pastor equilibrado, sabio y prudente, que sufría en silencio los problemas de una Iglesia en renovación y reforma. Una Iglesia que se puso al servicio de una sociedad no menos convulsa, metida en un mundo en transformación acelerada.

En este esfuerzo de adaptación –aggiornamento lo llamó san Juan XXIII–, el papa Montini tuvo que afrontar las tormentas de una época en ebullición, cuyo referente ideológico y social puede ser la famosa fecha de mayo del 68 –cincuenta años atrás– y, en el catolicismo, tal vez el fenómeno más importante que él tuvo que vivir –no sin sufrimiento– coincidió con el de un secularismo creciente, que venía de lejos, pero que comenzó a incrementarse en la segunda mitad del siglo XX.

Es la «descristianización» que, en algunos países, ha vaciado de vocaciones los seminarios y ha conducido a muchos cristianos a abandonar su fe. Sería un error culpar al Concilio de este fenómeno, que tiene, sin duda, otras causas más profundas, tal vez vinculadas a lo que se ha llamado un «cambio de época» con no pocas revoluciones externas, pero no menos desgarrones interiores.

Sin embargo, el papa Montini, en su intento de poner en marcha las reformas del Vaticano II, fue un fiel servidor de la letra y del espíritu aperturista de aquella magna asamblea, que él no había convocado inicialmente –lo había hecho Juan XXIII–, pero a la que se sumó con todo el entusiasmo de su fe eclesial y con toda su voluntad de servicio.

Montini fue un «papa moderno» que quiso dialogar con la modernidad, siendo respetuoso y fiel a la Tradición de la Iglesia católica. Escribo Tradición con mayúscula para distinguirla de las tradiciones eclesiales. Las tradiciones se renuevan; la Tradición se acoge y se respeta.

San Pablo VI –tenemos que decirlo de entrada– no fue tan rupturista e irresponsable como pregonaron los integristas de ayer –y siguen afirmando los de hoy–, ni mucho menos se quedó tan corto o escaso de iniciativas y propuestas como algunos llamados «progresistas» han seguido repitiendo machaconamente. Ni lo uno ni lo otro.

Pablo VI fue aplicando las decisiones del Concilio pausadamente –sin prisa ni pereza–, pero sin volver la vista atrás, como la mujer de Lot, para añorar o restaurar nada de lo que él pensaba que debía ser renovado y reformado en la santa Iglesia. Él sabía de sobra que la historia es un río que no se detiene, y que los católicos debemos ser fieles al Evangelio, pero también al mundo en cada época y momento en que se vive.

Por eso la historia le ha ido poniendo en su verdadero lugar. No pocos han elogiado su prudencia en la dirección de la Iglesia. Y otros han valorado, cada vez más, muchas de las decisiones que él fue tomando colegialmente, aunque también se le haya reprochado el hecho de que algunas decisiones que él prefirió reservarse tal vez no se hayan resuelto convenientemente por no haber sido debatidas con serenidad en su momento.

La memoria de un personaje, circunscrito a una época determinada, si queremos que esta evocación sirva para algo –por ejemplo, para orientarnos en el presente de nuestra vida–, debe ser, en primer lugar, memoria rigurosa, no exenta de discernimiento e incluso de crítica –la crítica no tiene por qué ser destemplada, puede ser amable y comprensiva–; y, en segundo lugar, debe ser también una memoria que repesque y actualice aquellos aspectos que puedan ayudarnos a pensar el momento en que vivimos.

Todo esto debe hacerse sin nostalgias vacías, pero también sin escaqueos ni falsificaciones. Es mejor hacerlo siempre con propuestas claras de cara al futuro de la Iglesia y de la sociedad. El lector encontrará algunas de estas propuestas en el epílogo, como broche final de nuestro trabajo.

– ¿Por qué este título: «De la cruz a la gloria»? He elegido este título porque me parece que refleja bien lo que fue la tarea que este hombre de Dios llevó a cabo como papa, pero también, antes de sentarse en la cátedra de san Pedro, en otros puestos eclesiales de fuerte responsabilidad que a él le correspondió ejercer: por ejemplo, como pastor de una Iglesia difícil, la de Milán, o como colaborador en el gobierno de la Iglesia, en la Curia vaticana, con Pío XI y Pío XII, o como responsable de la juventud estudiantil italiana. Puestos todos ellos complicados, con su inevitable cruz.

Adviértase que los cargos y responsabilidades que la Iglesia puso sobre sus hombros tuvo que ejercerlos en épocas muy difíciles. Si cometió errores, ¿no merece al menos un punto de comprensión?

Muy joven, Montini fue consiliario de los universitarios católicos en la época del fascismo italiano. Fue perseguido y desprestigiado por los «camisas negras», y posteriormente, siendo colaborador del papa Pacelli, tuvo que sanar las heridas que dejaba abiertas una guerra crudelísima como fue la Segunda Guerra Mundial. Como pastor de la Iglesia taponó, curó y vendó abundantes hemorragias. Ayudó a buscar extraviados, prófugos, perseguidos. Fue pañuelo de muchas lágrimas. Alimentó a los hambrientos y dio acogida a los sin techo.

Resulta apasionante acercarse al Montini de la Secretaría de Estado vaticano con Pío XII. Él supo colaborar en todo lo que le pedía el solitario papa Pacelli en aquellos aciagos días. Fue defensor de la vida de no pocos judíos perseguidos. Algunos se lo agradecieron; otros, no.

Y también resulta interesante acercarse a las inquietudes apostólicas de un pastor a quien correspondió realizar un gigantesco esfuerzo de entrega ministerial en una época de ebullición; precisamente en los años cincuenta del siglo pasado. Lo hizo en su archidiócesis de Milán, siendo el obispo de los trabajadores, acercándose a las fábricas con sus múltiples problemas. Él hizo esta tarea pastoral sin olvidar por ello a los universitarios e intelectuales de esta gran ciudad norteña. No se olvide que Milán ha sido siempre meta de inquietudes estudiantiles. No pasó por alto a los emigrantes, instalados en los barrios periféricos, que llegaban a la gran urbe sin más equipaje que la noche y el día de sus sobresaltos. De todos ellos se preocupó el arzobispo Montini.

¿Y qué decir de sus años como pastor de la Iglesia universal? Años de Concilio y posconcilio. Años de cruz y de gloria...

A todo esto nos iremos asomando con la brevedad, pero también con la fidelidad, que mejor sepamos hacer.

Adelanto aquí que era un hombre físicamente frágil, pero espiritualmente fuerte. Y, ante todo, era un cristiano, un pastor de la Iglesia que sabía que la Pascua es eje y norte de todo creyente en el Crucificado. Él sabía que la Pascua es muerte y vida, como el destino de la simiente escondida en la tierra. Hay que sufrir para alumbrar o dar a luz algo nuevo. Es así como se forjan los santos.

En el libro que el lector tiene en sus manos podrá entrever que Montini sufrió mucho en silencio por fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Cristo tampoco gritó en su pasión, aun cuando, como hombre que era, se quejó más de una vez. Pero he subrayado lo del silencio. Otros, cuando sufren, lo pregonan mucho, tal vez para victimarse y mendigar consuelos. Pablo VI, no.

Al contrario, Montini supo confiar en Dios, envuelto en la oscuridad de noches largas y amanecidas grises, y supo esperar en el Cristo de la cruz y de la luz. Lo hizo como saben hacerlo los mejores navegantes, los timoneles más avezados, acostumbrados a cruzar mares en noches sin estrellas.

Y perdóneseme si sigo justificando el título de este libro: Pablo VI fue duramente criticado por algunos que habían sido sus amigos en tiempo de bonanza. Es lo que más duele, que te dejen solo los amigos.

Así pues, el título, De la cruz a la gloria, hace referencia a la trayectoria agónica del papa Montini, hoy reconocido como santo. Empleemos aquí lo agónico en el sentido griego de «lucha», como quería don Miguel de Unamuno que se usara esta palabra.

Pero, además, he subtitulado mi libro así: Retrato de un papa. La verdad es que, para un lector interesado en la biografía de personajes célebres, el retrato del papa Montini es particularmente interesante. Su vida transcurrió hasta más allá de los años sesenta y casi concluyó los setenta del siglo pasado.

Todo ello equivale a decir que el mirador desde el que san Pablo VI contempló la historia –en la que él mismo estuvo sumergido– fue una atalaya excepcional. Un tiempo, pues, apasionante para los amigos de la aventura histórica.

El lector perdonará, si es aficionado a la biografía y no encuentra al leer este libro todos los datos históricos que a él puedan interesarle. Permítanme decir que este libro no ha pretendido ser una biografía exhaustiva y crítica; este libro es un «retrato» que recoge no toda la vida, sino «momentos significativos» de una vida que siempre nos parecerá breve. Por eso este libro podría haberse subtitulado también Estampas de una vida...

Para conocer a una persona no hace falta describir toda su vida, sin dejarse nada en el tintero. Basta con poner delante del lector los momentos más significativos.

– ¿Qué es lo que más puede atraernos hoy, metidos en el siglo XXI, de este papa ahora proclamado santo? Cada cual verá lo que más le interesa de su vida. Hay muchos aspectos que son atractivos y modélicos. El lector encontrará aquí destacados cuatro aspectos de su persona que están relacionados entre sí: su calidad humana, su sabiduría cristiana, su amor a la Iglesia y, en líneas generales, su buen hacer como pastor.

– ¿Lo hizo todo bien? Claro que no. Hay que decir que no hay santos perfectos (tal vez para que nadie se sienta dispensado de imitarlos). Solo Dios es perfecto. Como dice el papa Francisco en su Exhortación Gaudete et exsultate (n. 22), no todo lo que dice o hace un santo es perfecto. «Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de santificación...». Solo así se podrá obtener un retrato equilibrado y completo.

Me llama la atención que Juan Bautista Montini, un intelectual bien preparado, fue un hombre humilde, sin pretensiones de escalar puestos eclesiásticos, con una bien probada vocación de pastor. Y antes que pastor fue un hombre de talla muy humana, respetuoso y educado, no menos que de fina espiritualidad cristiana, como iremos viendo. Un hombre de Iglesia con mucho amor hacia el pueblo de Dios. Muy alejado de lo que podríamos llamar «un burócrata eclesiástico».

En todas las instituciones de algún calado hay «profetas» y «burócratas». Montini, que parecía llamado a ser un buen ejecutivo, aun cuando se movió mucho entre despachos nunca dejó de ser humano, creyente y profeta. Él conocía el doloroso destino de los profetas. No por casualidad su cayado de pastor iba rematado por una cruz.

– Así pues, ¿qué he intentado hacer en este libro? He querido, modestamente, poner en pie una esencial «memoria evocadora» de la personalidad humana, cristiana y eclesial del papa Montini, para tener cerca un aproximado retrato del nuevo santo. Un retrato, insisto, ante todo humano.

Me he propuesto no ser exhaustivo. La gente de hoy, con prisas y muchos datos en Internet, lo que busca en los libros es claridad y un poco de amenidad.

En la bibliografía que recojo después puede el lector conocer más detalles de san Pablo VI, si acierta a elegir entre lo que verdaderamente le interesa. Pero, aunque parezca que se ha escrito sobradamente sobre el papa Montini, la verdad es que se han repetido muchos tópicos y se han divulgado poco los estudios sobre su pensamiento y enseñanzas.

No quiero decir con esto que no existan estudios buenos e investigaciones concienzudas. Bastaría con acudir a las publicaciones del Instituto Pablo VI y a sus magníficas colecciones y recopilaciones sobre distintos aspectos del pensamiento y magisterio del papa Montini 1.

En España no se le ha hecho siempre justicia, como veremos en el capítulo correspondiente. Unos le han considerado poco amigo de «lo español», porque no comulgó con los postulados del régimen franquista, y otros le han querido manipular para la «causa republicana». Y así andamos todavía: proyectando en otras personas nuestros propios e irreconciliables demonios.

Permítaseme, antes de despedir esta introducción, hacer una confesión sinceramente personal. Empecé a conocer y a valorar en profundidad al papa Pablo VI –nos tendremos que acostumbrar a decir ya san Pablo VI– cuando hice mi tesis en la Universidad Gregoriana de Roma, allá por los primeros años de la década de los noventa. Había elegido para mi trabajo un aspecto de su magisterio y quehacer apostólico 2. Fue un tiempo de juventud madura en el que me volqué enteramente.

Es verdad que, antes de comenzar el doctorado, ya tenía alguna preferencia por el personaje. Había sido el papa de los sueños apostólicos y de las inquietudes pastorales de todos nosotros, los de la generación del Concilio Vaticano II. Aunque yo entonces no siempre aplaudía sus decisiones, sin embargo sí pensaba en las razones que habría podido tener para tomarlas. Hoy las comprendo mejor, y estoy todavía más cerca de él que lo que estaba entonces.

– Una última observación. Puesto que escribí otra biografía sobre Pablo VI, alguien me puede preguntar: ¿qué añade esta biografía a aquella? Ya he dicho que este libro no es una biografía propiamente, aunque siga el itinerario del personaje. Más bien, lo que he hecho ha sido dibujar y resaltar algunos momentos importantes de una vida. Es evidente que no añado demasiado a lo que he escrito anteriormente sobre Pablo VI; solo quisiera que este libro fuera más breve y que recogiera la perspectiva de hoy, casi veinte años después de que publicara aquel primer retrato.

En efecto, en 2002 escribí una biografía bastante completa del papa Montini titulada La noche transfigurada. Biografía de Pablo VI (Madrid, BAC, 2000, reimp. 2014). Por tanto, este libro-retrato en buena parte es deudor de aquel. Pido perdón si en ocasiones transcribo –abreviando siempre y retocando– pasajes de aquella primera «memoria evocadora» que escribí con tanta ilusión y publicó la Biblioteca de Autores Cristianos. Sin embargo, la mayoría de las páginas de este libro son aportaciones, indagaciones y reflexiones nuevas.

No he aspirado a hacer mucho más. Si contribuyo a situar mejor al personaje y, de paso, a que el lector disfrute leyendo, me doy por sobradamente pagado.

Agradezco al cardenal arzobispo de Valladolid, presidente de la Conferencia Episcopal Española –obispo que fue de Palencia– sus atenciones y apoyo: gracias también por el regalo de la colección completa del Noticiario del Instituto Paolo VI, fuente de información.

Agradezco a mis amigos –laicos, sacerdotes, religiosos y al diácono permanente– de la diócesis palentina por su presencia y acompañamiento, y especialmente a mi obispo, don Manuel Herrero, siempre cercano y cordial.

Agradezco a don Ginés-Ramón García Beltrán, obispo de Getafe, presidente de la Fundación Pablo VI (Madrid), la presentación de esta obra. Sé de su interés por todo lo concerniente a la figura del papa Montini.

Agradezco finalmente a la editorial PPC, y especialmente a mis amigos Pedro Barrado, paciente lector y corrector de este libro; pero sobre todo a Pedro Miguel García Fraile, compañero de fatigas en Roma; gracias por la confianza en mí depositada para poder aproximarme de nuevo al papa san Pablo VI, por fin reconocido y elevado a los altares.

¡Y, ante todo, gracias sean dadas a Dios!

 

Palencia, 6 de agosto de 2018,

en la fiesta de la Transfiguración del Señor.