A mis grandes maestros:

a mi padre, por supuesto, desde el primer día de mi vida hasta el último; en casa, en el aula o en el recodo de un camino de montaña perdido con un trozo de gruyer
en la mano;

a Paco Rosado, que hizo que me enamorase para el resto de mi vida de la filosofía y alentó desde muy temprano
mi afición por la escritura;

a Abad Buil, orgulloso alumno de Adorno,
una de las mentes más brillantes y agudas que he tenido la suerte de conocer, que me prestó sus afilados ojos, capaces de atravesar como papel maché lo aparente y lo fácil;

y a Karlheinz Schneider, que me enseñó la enorme belleza de la psicología social y que fue culpable, in extremis, de que esa disciplina terminase ganando lo que quizá, quién sabe, perdió el cine... A todos ellos y a muchos otros a los que debo las alas, Dem lebendigen Geist!

 

 

 

 

La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma,

que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo,

ha tomado la inteligente resolución de volverse loca.

 

HEINRICH HEINE (en T. LUCA DE TENA, Los renglones torcidos de Dios)

 

 

Tenemos que obligar a la realidad a que responda a nuestros sueños,

hay que seguir soñando hasta abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y lo tangible,

hasta realizarnos y descubrir que el paraíso perdido está ahí, a la vuelta de la esquina.

 

JULIO CORTÁZAR (Entrevista, 1964)

 

 

Brothers and sisters, the time has come

for each and every one of you to decide

whether you are going to be the problem

or whether you are going to be the solution.

You must choose brothers, you must choose.

It takes five seconds, five seconds of decision,

five seconds to realize your purpose here on the planet

It takes five seconds to realize that it’s time to move,

It’s time to get down with it.

Brothers, it’s time to testify and I want to know,

are you ready to testify?

Are you ready?

 

MC5 (Intro Ramblin’ Rose)

AGRADECIMIENTOS

 

Para realizar este libro he contado con la colaboración de amigos y colegas que, con sus comentarios y correcciones, han enriquecido considerablemente el texto. Mi agradecimiento especial a Xavier Balaguer, Almudena Cobos, Gonzalo Gimeno, Yelega Guillén, José Antonio López, Aida Pérez y Ariana Pérez.

INTRODUCCIÓN

«SED REALISTAS, PEDID LO IMPOSIBLE»

 

Si hubo algún momento en los años dorados posteriores a 1945 que correspondiese al estallido mundial simultáneo con el que habían soñado los revolucionarios desde 1917 fue en 1968, cuando los estudiantes se rebelaron desde Estados Unidos y México, en Occidente, a Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia, en el bloque socialista.

ERIC HOBSBAWM, Historia del siglo XX

 

 

Yo también tuve un sueño. Soñé que el 50º aniversario serviría, si no para recuperar la memoria del 68, sí por lo menos para volver a mirarlo de frente con la calma necesaria para comprender lo que entonces sucedió y por qué sucedió, quién sabe si también para volver a perderla de inmediato al volver los ojos a nuestro mundo actual y darnos cuenta de que no es tan diferente de aquel en que entonces se combatió.

Quienes hayan compartido ese sueño conmigo y hayan estado algo atentos a lo largo de este año a los rituales mediáticos de desmemoria es muy probable que hayan llegado a la misma conclusión que yo: ¡nos han robado 1968! Así de sencillo. Los dos primeros aniversarios, en 1978 y en 1988, sirvieron para declarar públicamente haber alcanzado la madurez necesaria para poder entender que todo aquello fueron solo chiquilladas de niños mimados por sus familias, por la sociedad y por la historia. Pero no fue suficiente. El siguiente aniversario, a finales de los noventa, coincidió con el final de una movilización a nivel mundial, una microrréplica del terremoto del 68 en la que volvieron a escucharse ideas y eslóganes demasiado parecidos. Se había conseguido hundir el espíritu sesentayochista, pero la pólvora aún no estaba mojada. Quizá por eso se optó, en su 40º aniversario, por un ataque encarnizado, especialmente en Francia, donde, siguiendo la estela de Nixon y Reagan en Estados Unidos, Nicolas Sarkozy basó su campaña presidencial en «enterrar para siempre» la herencia del 68, origen, según él, de todos los males de Francia (supongo que, por extensión, del mundo entero). «Si se intenta enterrar algo después de cuarenta años –reflexionaba entonces el gran sociólogo español Manuel Castells–, es porque su espectro aún obsesiona las mentes» 1.

Diez años más tarde se ha optado por el silencio. No ha faltado, claro está, alguna que otra conmemoración de mayo del 68 francés como curiosidad histórica, algún libro también –sobre mayo–, algún reportaje –sobre mayo–... y alguna noticia en la televisión, justo antes de los deportes, ya ni siquiera sobre mayo, sino únicamente sobre el 10 de mayo, el cénit de la lucha en París, a lo que ha quedado reducido para la mayoría la primera y mayor revolución global de nuestra era.

Soñar puede ser muy peligroso. Quizá demasiado. Puede llevarnos, quién sabe si algún día, a exigir lo imposible, lo que desde la más tierna infancia se han empeñado en enseñarnos que lo es («doscientas repeticiones, dos veces por semana», escribiría Huxley). Ahí es donde aparecen los verdaderos problemas y ahí está, o por lo menos en parte, la respuesta a la anterior pregunta: nos han robado 1968 porque sí, aún sigue siendo una poderosa invitación a soñar. Ese es precisamente el mensaje del eslogan por excelencia de aquel año: «¡Sed realistas, pedid lo imposible!», o, dicho de otra forma: atrévete a soñar, no permitas que nadie te convenza de que tus sueños son imposibles y lucha por su realización. Por supuesto, no estoy hablando de soñar con un viaje al Caribe, con la nueva televisión Smart de alta definición –77 pulgadas– o con terminar de pagar la hipoteca algún día. Me refiero a soñar con otro mundo posible, un mundo mejor, más equitativo, más justo, un mundo en el que ni sobre nadie ni nadie tenga que ser sacrificado como alimento de la voraz codicia de unos pocos. No subestimemos el potencial revolucionario de los sueños. Soñar es probablemente la actividad más peligrosa para un ciudadano de a pie cuyo mayor poder comienza justo en el momento en el que comienza a soñar que lo que hay no tiene necesariamente que ser como es, y que podemos –la palabra no está en plural por casualidad– cambiar las cosas.

Lo más curioso de todo es que este eslogan haya sido no solo criticado, lo que es perfectamente comprensible, sino hasta ridiculizado, incluso por la propia izquierda, que, pese a lo que piensen muchos, nunca fue amiga del 68. Por supuesto, yo no he tenido el placer de conocer al autor del eslogan ni, claro está, de preguntarle qué quería decir exactamente con aquella frase (dando por supuesto su deseo de expresar algo exactamente). Sin embargo, ese fue uno de los objetivos al aventurarme a escribir este libro: aclarar lo que entonces sucedió y cuáles eran los objetivos que tenían en mente los sesentayochistas para poder explicar, por ejemplo, por qué se quería pedir lo imposible y por qué esa era la única forma de realismo que se estaba dispuesto a aceptar. ¿Realmente se trata de una frasecita poética con mucho swing, pero poco o ningún sentido, como sugieren incluso autores de izquierda actuales de moda como Žižek? Yo creo que no. Pero hay que entender unas cuantas claves para conseguir que encaje en mitad de ese enorme puzle que llamamos el 68, poder ver la imagen completa y conseguir así acceder a su significado.

Lo primero que debemos hacer para ello, la primera clave, consiste en cambiar nuestra perspectiva histórica y dejar de ver el 68 por el espejo retrovisor como un acontecimiento concreto enmarcado en un año muy loco en el que, por alguna extraña razón astrológica, las hormonas adolescentes del mundo entero se volvieron excesivamente optimistas. Eso no fue 1968, por mucho que nos hayan tratado de vender esa imagen ya desde su décimo aniversario, desde antes quizá. 1968 fue una gigantesca estación central en la que convergieron todos los grandes movimientos de los años sesenta, terminando por dar forma a algo único, transformado por el crisol de una nueva generación que, ya sin miedo, integró, creó, fusionó e hizo bullir, aportándole su propia energía, su inocencia y toda la fuerza de su optimismo.

En segundo lugar, debemos dejar de pensar en el 68 como una revolución. No porque no lo fuera, algo que ya tendremos tiempo de discutir, sino más bien porque solo fue el comienzo de la revolución que se tenía en mente. No se juzga un edificio mirando como pasmarotes la primera piedra que se pone de él en una enorme explanada, ¿verdad? Pues eso exactamente es lo que con demasiada frecuencia se ha hecho con los acontecimientos de aquel año, dando por hecho que aquello era el edificio ya terminado. Lo que entonces sucedió, las miles de manifestaciones y revueltas en el mundo entero, pretendía ser el punto final de todo lo anterior, de un mundo injusto y brutal que acababa de dejar atrás dos guerras mundiales, Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, y que no parecía tener la más mínima intención de cambiar de rumbo, precipitando una vez más a la humanidad al abismo, un mundo que, una vez más, presentaba esa injusticia, esa brutalidad, como el devenir natural del mundo, algo totalmente ajeno a nuestra voluntad y a nuestra acción.

Dinamitar antiguos edificios simbólicos de los poderes que habían dirigido el destino del mundo para erigir otros nuevos sobre sus escombros, muchas veces sin barrer aún; tirar abajo estatuas de carniceros para levantar de inmediato otras nuevas y llenar el mundo de encantadores parques con una llama en el centro en honor a los millones de personas, jóvenes en su mayoría, que dieron su vida nadie sabe muy bien ni por qué ni para qué ya no servía. Había que dinamitar el sistema entero y levantar un mundo nuevo. Así de fácil. Pero, para conseguirlo, era necesario tiempo. Ningún documento que yo haya leído de aquellos años refleja la idea de que aquello fuese la revolución. Solo era el punto de partida, el pie en la puerta de la historia, el primer grito, esencial, imprescindible: ¡BASTA YA! Algunos, como Herbert Marcuse, el teórico estrella de aquella generación, habló en alguna de sus charlas de cien años. Rudi Dutschke, líder de las revueltas en Berlín, habla de una «larga marcha», un concepto que repite constantemente en sus discursos y que, al ser preguntado, tampoco se esfuerza demasiado por establecer con precisión: ¿veinte, treinta años? Realmente, ¿qué más da?, lo importante es ponerse manos a la obra: «Comienza haciendo lo que es necesario –decía san Francisco de Asís–, después lo que es posible y de repente estarás haciendo lo imposible». Para ello solo son necesarias tres cosas: voluntad, perseverancia... y tiempo.

Por último, ¿qué es imposible? No es cierto que nada lo sea. Que yo mañana mismo dé una conferencia en chino cantonés con perfecta pronunciación y que, como en My fair Lady, nadie consiga adivinar que no soy chino es imposible. Pero ¿lo es también crear un mundo mejor?

Pensemos un momento en el anterior aniversario del 68, su 40º aniversario, hace ahora diez años. 2008, sí... por supuesto a nadie le vendrá a la cabeza aquel año como el aniversario de nada, sino por ser el comienzo de la última crisis mundial. ¿Tiene algo que ver aquel año con el 68? Yo creo que mucho. Largos años de rapiña y codicia consentidas a bancos y agentes financieros terminaron por reventarnos en la cara. Pero de repente se acordaron de alguien a quien llevaban años no solo ignorando, sino apaleando hasta la extenuación: del Estado, que realmente no es otra cosa que decir: de nosotros. Bueno, no seamos ingenuos, realmente nosotros seguíamos importándoles lo que les habíamos importado siempre, un pimiento. De lo que realmente se acordaron fue de nuestros cerditos, en manos del Estado, donde los ciudadanos teníamos el dinero para una educación de calidad que permitiese a nuestros hijos un futuro mejor, para una sanidad digna, para la investigación, para la ayuda a las personas dependientes... Llevábamos años escuchando que esos cerditos estaban ya en las últimas, que no había dinero para todo eso, que era imposible. No deja de ser irónico que los gobiernos del mundo entero se lo piensen veinte veces antes de rescatar a los inmigrantes que diariamente mueren ahogados en medio del mar, pero no les dé tiempo ni a pestañear para rescatar a piratas a la deriva.

Y así fue. De repente, ese dinero que no había para pagar la educación o la sanidad, mucho menos para cosas como la ayuda al desarrollo –¿0,7?, ¿estamos locos?– comenzó a brotar milagrosamente y a chorros de cada resquicio, de cada minúscula grieta del Estado, y nosotros, acostumbrados ya a juegos mentales con números por debajo de tres cifras debido a nuestros salarios, empezamos a escuchar en los telediarios números nada más y nada menos que de ¡doce cifras! Permítaseme que ponga todos los ceros, creo que la ocasión lo merece: 700.000.000.000 en Estados Unidos, más de 500.000.000.000 en Europa; en España, 62.000.000.000, teniendo además el gran honor de ser el país de toda la UE en haber recuperado el mínimo, asumiéndose el resto como «dinero perdido», cuando desde hace ya mucho tiempo las entidades bancarias cierran el año con pingües beneficios. Y de nuevo, tanto en nuestro país como en muchos de los que tuvieron el descaro de pedirles cuentas a los bancos, volvió escucharse la palabra mágica: imposible.

Muchos soñamos entonces, además, con un sistema más controlado en el que se pusiera cerco a la rapiña y a la codicia que habían llevado al mundo entero a una de sus peores crisis económicas de su historia, al paro, a la quiebra de muchas pequeñas empresas, al desahucio de demasiadas personas, a la desesperanza... al dolor. Pero, una vez más, a medida que pasaba el tiempo nos encontramos con ese altísimo muro de hormigón armado llamado lo imposible. Creo que este ejemplo, justo en el 40º aniversario del 68, nos tendría que haber obligado a replantearnos la pregunta esencial y, con ella, el eslogan sesentayochista por excelencia: ¿qué es imposible? Creo, además, que ya solo este ejemplo nos dice mucho de por qué, silenciándolo, nos han robado el 68: es mucho mejor dejarlo dormido en las profundidades de la (des)memoria colectiva... para siempre. Es cierto, decía antes, que no conviene subestimar el poder de soñar de los ciudadanos, pero no lo es menos, igualmente, que cometemos un enorme error también si subestimamos el que le otorga a quienes controlan el mundo definir qué es y qué no es posible.

No he escrito este libro para lanzar arriesgadas hipótesis sobre el 68 ni para abrir nuevas interpretaciones o cebarme en profundos debates teóricos. Los ríos de tinta que emanaron de aquel acontecimiento han sido ya lo suficientemente caudalosos como para replantearse, a cincuenta años vista, la pregunta esencial: ¿qué sucedió realmente? Y creo que más importante aún: ¿por qué sucedió? Yo no viví aquella época; podría considerarse un problema, pero yo no lo veo así. Uno de los trabajos que he realizado para este libro, pero que al final casi no se ha visto plasmado en el resultado final, ha sido consultar las hemerotecas de diversos periódicos para leer las noticias sobre los grandes acontecimientos, cómo fueron plasmadas en la prensa de aquella época y qué interpretación se les daba, especialmente aquí en España. El resultado fue descorazonador: si esas fueron las fuentes fundamentales de información aquel año, casi es mejor no haber vivido en 1968 para poder comprenderlo. Especialmente en nuestro país, donde, como subrayaba Jesús Torbado en su fabuloso libro La Europa de los jóvenes, fruto de sus observaciones directas por todo el continente aquellos años, la información estaba absolutamente sesgada: «Muy pocos escritores de periódicos fueron honrados. Todavía se encuentran hoy sus escritos, que destilan falsedad e hipocresía [...] no por la censura oficial, sino por la censura personal o social, que es mucho más dura que la otra; [por el contrario] los que participaron, como era de esperar, fueron casi siempre apologistas a ultranza» 2. Creo, por tanto, que una distancia temporal, pero sobre todo emocional, con respecto al 68 es, más que un lastre, una importante ventaja.

Este libro, en este sentido, está construido sobre la piedra angular de la sociología tal y como estableció Max Weber: la comprensión (Verstehen). Siguiendo sus pasos y sus consejos sobre cómo comprender un fenómeno social, he tratado de leer todo lo posible estos años, no solamente de los grandes teóricos que han escrito sobre el tema, sino también biografías, discursos, entrevistas, panfletos, octavillas, cartas de quienes de una u otra forma formaron parte del 68. «Si he visto lejos –dice la conocida frase de Newton–, ha sido porque estoy subido a hombros de gigantes». Yo añado para este libro: también porque he tratado de caminar al lado de los que vivieron aquellos años en primera persona, no necesariamente aquellos que más adelante se convirtieron en grandes historiadores, sociólogos o politólogos, sino sus pequeños protagonistas.

No tendría sentido haber escrito un libro para comprender y haberlo hecho usando un lenguaje intrincado y oscuro, tan propio del mundo académico. Quizá el lector que ahora mismo tiene este libro en sus manos se haya asustado por su volumen, su número de citas y por la cantidad de textos literales que he incluido. No hay de qué asustarse. Este libro realmente está escrito para un chico de 14 años que ha oído hablar del 68 y se le han abierto mucho los ojos, pero que no sabe por dónde empezar, y, al hacerlo, se encuentra con muchos microtextos que solo abordan un país concreto, un acontecimiento o una dimensión de todo el fenómeno, piezas de un puzle que ni siquiera sabe que lo es y en cuya caja no encuentra ni rastro de la imagen final con la que poder colocar las piezas. Ese joven no es otro que yo mismo, hace ahora más de treinta años. Las citas y los textos originales están ahí por dos razones: porque, concebido este libro simplemente como una introducción al 68, quiero mostrar las puertas por las que más adelante el lector pueda entrar y seguir profundizando, si está interesado en hacerlo. Mi costumbre de citar siempre que sea posible sin parafrasear, por su parte, responde a mi deseo de transmitir, junto con las ideas, la frescura y la emoción del momento en que surgieron.

El lector habrá visto en las portadas del libro, por último, el acceso directo a tres listas de reproducción, dos de Spotify –una de seiscientas canciones y otra de doscientas– y otra de YouTube. Decía un maravilloso filósofo francés, Henri Bergson, que quince minutos caminando tranquilamente por París aportan mayor conocimiento intuitivo de la ciudad que horas y más horas mirando fotografías, estudiando mapas, planos de edificios emblemáticos, etc. Ya me gustaría a mí tener una máquina del tiempo que, aunque solo fuera quince minutos, nos permitiese, tanto a vosotros como a mí, viajar a aquel año y tener esa profunda intuición del 68. Por desgracia –yo creo más bien que por suerte–, aún no existe una máquina así. Pero existe algo tan bueno o mejor incluso que eso y que puede cumplir una función muy similar: la música. 1968 estuvo empapado de música, como vehículo de mensajes revolucionarios –quién sabe si incluso más importante que los propios discursos–, como agente de socialización y, sobre todo, como nudo invisible que unía a toda una generación y que, por primera vez en la historia, le daba conciencia de serlo. Espero que las disfrutéis.