A Masu

PRESENTACIÓN

 

¿Por qué somos infelices cuando se supone que «deberíamos» ser felices?

Aristóteles, un filósofo griego de hace veinticinco siglos, que no ha dejado de tener vigencia desde entonces –¡y lo que le queda!–, decía en su Ética a Nicómaco que la felicidad no consiste tanto en conseguir metas –placeres, riquezas, honores, éxitos– cuanto en un estilo de vida, en un modo de vivir. Dándole la vuelta a esta constatación, podremos afirmar que la infelicidad tampoco consiste en no haber conseguido riqueza, honores, placeres o éxitos, sino en un estilo de vida.

Lo que pretendemos mostrar aquí es la verdad de este aserto: si somos infelices –más o menos–, es gracias al modo de vida que estamos llevando. Es decir: por muy extraño que le parezca, amigo lector, somos los autores de nuestra infelicidad. Como lo oye. Es nuestra propia biografía, esa que construimos día a día, la que explica la causa de nuestra infelicidad. No mire fuera: en su interior se encuentra la verdad. Y no le digo esto, recuérdelo cuando haya algo en lo que se vea reflejado, para que se sienta culpable. No se enfade. Este no es un libro que pretenda moralizarle. Se trata, más bien, de un pequeño itinerario de psicología inversa que yo mismo he recorrido descubriendo cómo los momentos en que he sido infeliz me los he ganado a pulso.

No osaré, como hacen algunos insensatos, decirle a usted cuál es el «secreto de su felicidad», ni me atreveré –como en esos libros de autoayuda (económica a su autor) que tanto prometen y tan poco ofrecen– a mostrarle el camino de la felicidad. Pero sí me atrevo a señalarle por qué hay aspectos de infelicidad en su vida, cómo lo ha logrado; y, si no lo ha hecho, cómo puede hacerlo. Y todo esto en veinticinco cómodas lecciones.

Por tanto, la pretensión de las páginas que ahora tiene el lector por delante es mostrarle los modos concretos mediante los que puede llegar a ser infeliz. Para unos, por tanto, este libro puede ser una guía sencilla para lograr este objetivo. Para otros, este libro puede ser espejo en el que empiecen a verse reflejados sus modos de vivir, descubriéndose a sí mismos como los autores exitosos de su actual infelicidad. Leyéndolo, otros se animarán a aconsejárselo a algún amigo para que sus páginas le puedan aprovechar. El camino, en todo caso, es apasionante.

Cada uno de nosotros tiene un solo camino para ser pleno, feliz, integrado, realizado: el camino de responder afirmativamente a lo que exige ser persona y a su propio camino personal. Pero hay muchos modos de no ser pleno ni feliz. Y son más cómodos. En realidad, los caminos de la infelicidad son falsos atajos para la felicidad. A analizarlos y reírnos juntos vamos a dedicar las páginas que siguen. ¡Que tenga una fértil lectura!

 

XOSÉ MANUEL DOMÍNGUEZ PRIETO

I

MALOGRE SU VIDA

 

Como le decía, no estaba desacertado Aristóteles al decir que la felicidad depende de cómo se viva. Por eso podríamos establecer la hipótesis verosímil de que, en general, la infelicidad procede de no vivir adecuadamente como persona. Si me permite, se lo voy a explicar con un ejemplo. Su vida es como una partida de ajedrez. La vida lleva las fichas blancas y usted, las negras. La vida lleva la iniciativa: usted no ha elegido cuándo nacer, ni sus cualidades, ni su familia, ni su país, ni sus circunstancias. Pero, a partir de ahí, entra usted en juego, moviendo sus fichas a su antojo, aunque siempre teniendo en cuenta lo que hacen las blancas.

Por supuesto, usted puede mover sus fichas como quiera, con el objetivo que quiera, en el orden que quiera. Pero no hay más remedio que someterse a unas determinadas reglas, que son pocas y muy sencillas, pero sin las cuales el juego no se podría desarrollar. Igual sucede con su vida personal: usted puede elegir el estilo de vida que quiera. Pero, si pretende que su vida entre en juego, ha de hacerlo con las reglas mínimas propias del ser persona. No son reglas físicas ni morales. Son las reglas que derivan del hecho de que usted es persona y no otro tipo de ser. Por tanto, si quiere ser infeliz, ha de procurar no vivir como persona en algún aspecto, saltarse las reglas. Sea rebelde contra usted mismo. A continuación le mostraré los principales caminos para esta «autorrebelión antropológica».

1

A LA INFELICIDAD
MEDIANTE LA INMADUREZ

 

Mi mujer me dice que soy un inmaduro. Así que he cogido mi play station, me he vuelto a casa con mis padres, me he hecho un selfie para demostrar que puedo vivir sin ella y lo he subido a Instagram.

 

La madurez personal es tarea ardua. Más fácil es ser inmaduro. En general, todos los caminos para la infelicidad son fáciles. La inmadurez lo es. Se trata del estado de la personalidad que no crece, que no va a más; y se manifiesta en diversos rasgos. Cuantos más adquiera, más se asegurará su infelicidad. Veamos los principales y el modo en que usted los puede llevar a cabo para lograr esa inmadurez. Ahora todo depende de su valentía y su decisión para asegurarse esa infelicidad. ¿Se atreverá a leer las siguientes páginas? No lo haga si no está seguro.

 

 

Autocentración

 

Si realmente usted quiere alcanzar la infelicidad, lo primero que ha de procurar es que su vida esté centrada solamente en usted, que su centro de gravedad sean sus deseos, sus caprichos y su voluntad. Como la vida, de vez en cuando, no le concederá lo que desea o quiere, ya tendrá aquí un primer motivo de tristeza y rabia. No falla. La vida parece empeñarse en no contentarnos. ¡Tremendo!

Pero, además, todo ha de medirlo desde usted mismo: algo será importante si le resulta agradable a usted; algo detestable si le molesta. Cuando discuta, no deje de aclarar que esa disputa tiene dos puntos de vista: el equivocado y el suyo.

De este modo excluirá de raíz a los demás de su vida y tenderá a alargar el estado de infancia en el que usted era el centro de atención. Como el resto del mundo no estará muy de acuerdo con su centralidad, tendrá ya aquí otro motivo de fricción y malestar.

 

 

Rumia

 

Pero, junto a esto, y le aseguro que no falla, pásese el día pensando en lo que desea y no consigue, en lo que le va mal, en lo que le falta para ser feliz, en lo que tienen otros que usted no, en las dificultades que pudieran sobrevenirle. Se trata, se lo explicaré de manera clara, de seguir el sistema de las vacas: la rumia. Esta es la clave: pasar el día rumiando las dificultades, lo que salió mal, lo que le dijo tal compañero –y que tanto le molestó…–. Siga dándole vueltas y vueltas a todo en su imaginación, rumiándolo, hasta que ese detalle que salió mal sea percibido como la gran tragedia, que eso desagradable que le dijo un compañero adquiera el carácter de una gran afrenta y lo que le molestó venga a ser un agravio insuperable. ¡Ese es el camino! Póngase en lo peor y acertará: si alguien le mira con mala cara, es porque está contra usted (no se le ocurra preguntar el porqué de su semblante, pues corre el riesgo de saber que lo causa su dolor de muelas; o porque, lisa y llanamente, es así). Si el conductor de delante no arranca cuando el semáforo se pone en verde, es porque quiere fastidiarle a usted (no repare en que es algo mayor y ha perdido reflejos). Si alguien se le cuela mientras espera para tomar el autobús, no deje de pensar que es porque le desprecia y no porque no se ha dado cuenta. Piense siempre en negativo de los demás: el corazón de los hombres está programado para mortificarle. Y, al llegar a casa, no deje de darle vueltas a todo lo malo que le ha pasado o le han hecho; y compénsese con un extra de chocolate o de dulce; o sumérjase en un videojuego durante unas horitas para verse aliviado, porque, en realidad, convénzase y dele unas vueltas más, el mundo es insoportable.

Pero, en cuanto acabe de jugar o de zambullirse en sus redes sociales, vuelva a darle vueltas: pico y pala, pico y pala, pico y pala… Sin descanso, sin distracción, sin cambiar de imagen ni de argumento. Deje que su imaginación navegue y le lleve de nuevo a quien le puso mala cara, a la injusticia que ha sufrido, al del semáforo, a lo que le dijeron, a lo que le pasó…, hasta que su idea se haya vuelto obsesiva. Lo será en cuanto note que su idea vuelve una y otra vez a la cabeza sin ser llamada. ¡Enhorabuena! Acaba de dar un paso contundente hacia su infelicidad, pues ya no podrá quitarse sus gafas de negatividad con las que juzga todo lo que pasa.

 

 

El más importante

 

Por lo que vamos diciendo, ya está claro que usted es el más importante del mundo, por lo que todos deberían estar pendientes cuando llega a un lugar, atentos para acogerle, presentarle, ponerle la mejor mesa. Usted es el más importante, y los demás deberían darse cuenta. Por eso será muy infeliz cuando no le traten de acuerdo con su rango, con su importancia o con su cargo. Le puede suceder lo que le pasó a aquel hombre que comenzó a avanzar posiciones en la cola para el embarque en el avión diciendo a los demás: «Dejen paso, que soy el presidente». Ante este argumento, la gente, evidentemente, se apartaba con respeto para dejar pasar a aquel VIP. Cuando, ya en la sala de embarque, otro de los pasajeros se le acercó a preguntarle de qué era presidente, nuestro personaje, con la mirada altiva y con gravedad extrema, dijo: «De mi comunidad de vecinos».

 

 

Baja autoestima

 

Otro de los rasgos de la inmadurez que usted puede desarrollar, y que curiosamente es compatible con el anterior, es el del autodesprecio, el de compararse con otros y descubrir lo poco que vale. Se trata de cultivar la baja autoestima, el desamor a usted mismo. Con toda seguridad, esto le va a generar altas dosis de insatisfacción y, de paso, le asegurará conflictos con sus más allegados.

Resulta importante que no caiga en la cuenta de las muchas buenas cualidades que usted tiene, ni de sus muchos logros en la vida, ni de todo lo bueno que los demás digan de usted. Si, por casualidad, usted pertenece a una minoría creyente, no medite sobre el hecho de que Dios le ama con locura y le quiere como es, siendo así, con sus defectos y límites, alguien predilecto para él desde el comienzo de los tiempos. Y, tanto si es creyente como si no, no caiga en la cuenta de que usted es persona y, por tanto, tiene un valor infinito, una dignidad absoluta.

Nada de eso. Usted céntrese obsesivamente –rumiando, ¿se acuerda?– en las heridas que le hicieron de pequeño, en aquel insulto que repetía en el colegio tal compañero desalmado, en algún grito recibido, en algún daño que le pudieron hacer los más cercanos en casa, en aquella etiqueta que le llegó tan adentro: «No vales, eres un inútil, nunca aprenderás, no sirves, no entiendes, no eres como..., ¡qué tonto eres!, ¡qué torpe eres!, no vales para nada, eres un…».

Aunque ahora ya ha comprobado que no es cierto, que, aunque torpe para una actividad, es una maravilla en otras, céntrese solo en aquella. A pesar de que ahora es un cisne, siga pensando que es un patito feo.

¿Y cómo sabrá que su autoestima está baja? Pues permítame señalarle cuáles son sus indicativos para que cultive concienzudamente los que prefiera:

Hipersensibilidad a la crítica o a la corrección. Ante cualquier corrección o indicación de un conocido, amigo, familiar o compañero, dispárese con violencia contra él, pues solo puede interpretarlo como una agresión y nunca como una ayuda para mejorar algún aspecto de su vida. Nadie tiene por qué decirle nada. Usted es como es y no tiene por qué arrepentirse de nada. Equivocarse es patrimonio de los demás, no suyo.

Deseo exagerado de complacer. Trate de complacer a todos para que todos le quieran mucho. Por ello, ni se le ocurra opinar en público distinto de otros: podrían dejar de quererle o entrar en conflicto, y esto no lo soportaría. Procure, asimismo, no quedar mal con nadie.

Rigor en la crítica. Como su opinión es la verdadera, puede permitirse el rigor extremo en la crítica a los demás, pues no actúan como Dios manda (es decir, como usted quiere). Por eso se dará cuenta de que, al final, todos le decepcionan.

Culpa neurótica. Si, por el contrario, alguna vez se da cuenta de que ha obrado mal, nunca se lo perdone. Aunque le hayan perdonado otros, usted insista en no perdonarse: acúsese de por vida, no se deshaga de aquello feo que hizo para que le duela siempre y no tenga oportunidad de olvidarlo. Siéntase el peor habitante del planeta y cultive este sentimiento de culpa hasta que le paralice: ¿para qué intentar nada si usted es un «metepatas»? Mejor retirarse (cómodamente). Y, para eso, póngase a sí mismo etiquetas negativas en las que quede claro su incapacidad: «No puedo», «No sirvo», «No soy capaz», «No merezco». Lo que haya hecho mal, póngalo bajo la lupa, y lo que haya hecho bien, ignórelo.

Agresividad latente. Esté siempre dispuesto a mostrar los dientes. Como no está bien con usted mismo, es mejor no acusarse, sino a otros, de su malestar. Así, haga que todo le moleste, porque nadie hace todo como debe y porque las cosas no salen como le gusta. Y el culpable es el que tiene en cada momento enfrente. Si suspende, la culpa es de su profesor. Si su hijo tiene una mala reacción, la culpa es de su cónyuge, que le ha educado mal; si ha llegado tarde a la cita o al trabajo no es porque haya salido tarde, sino porque el taxista no ha sido diligente. Así que, como irá comprobando, tiene motivos casi continuos para enfadarse: el mundo parece empeñado en no querer contentarle.

Como le decía, esta baja autoestima le asegura una dosis añadida de sufrimiento, porque trae consigo muchas dificultades en la relación con los demás y una desazón continua con usted mismo.

Para compensar esta baja autoestima podría poner en marcha de modo espontáneo diversas formas de compensación en la relación con los demás. De esta manera podría optar, o bien por ser servil (agradar a los demás a toda costa para ganar su afecto, del que está muy necesitado, para confirmarle que vale algo), o bien por hacerse muy susceptible (le molestará sobremanera cualquier observación o expresión que crea que pone en solfa su valía, validez o capacidad); necesitará continuas alabanzas o llamar la atención para ser el centro. Necesitará a toda costa a los demás para ser alguien. Como no siempre le valorarán lo suficiente, e incluso a veces puede que haya alguien que no se derrita de alegría ante su presencia, tiene asegurado el malestar. ¡Va por el buen camino!

 

 

Victimación

 

Otro de los rasgos de la inmadurez, que le asegurará un sufrimiento permanente, consiste en atribuir la responsabilidad de lo que ocurre al exterior. Debe convencerse de que todo lo doloroso que le ocurre, todo lo que le sale mal, se debe a causas externas. Usted es, y siempre lo ha sido, una víctima de las circunstancias. Por eso usted no tiene la responsabilidad de lo que le pasa y, por mucho que se empeñase, no podría cambiar las cosas. Una vez asumido esto, brotará continuamente en usted la rabia, la tristeza o la indignación.

Si se ha entrenado bien desde joven, ha aprendido a culpar a los profesores de su fracaso en la escuela; a sus padres, de sus dificultades en la adolescencia; a otro amigo, de algo que ha fallado; a su pareja, de los errores en la educación de sus hijos; a los políticos, de lo mal que van las cosas… Perfecto: debe convencerse de que no tiene la posibilidad de cambiar nada y que, mientras unos nacen con estrella, usted ha nacido estrellado.

No se le ocurra tomar conciencia de sus capacidades para cambiar las cosas, para tomar opciones, porque entonces descubriría sus potencialidades, lo mucho que puede hacer por mejorar –o empeorar– su vida, y entonces ya no podría echar la culpa a nadie.