INTRODUCCIÓN

 

Ya hace años que cultivo dentro de mí el interés por el tema de la culpa. Vivo una cierta incomodidad interior al constatar que oscilamos entre extremos: oigo con frecuencia una propuesta de «matar la culpa» porque nos la han metido dentro y «no hay que sentir culpa», y a la vez constato cómo realmente hay personas que sufren mucho por sentimientos de culpa tanto proporcionados a la propia conducta como totalmente evitables porque son irracionales o no se corresponden con ningún mal cometido.

Si nadie se ofendiera, me atrevería a decir que tenemos que sanar la culpa. Sacarla tanto del encierro en la sacristía (el poder de la religión) como de las aulas de psicología (de aquellas que propongan eliminarla del mapa). De alguna manera habría que llevar la culpa al médico y explorarla. Desplegar los instrumentos de diagnóstico a nuestro alcance para intentar comprender qué le pasa, haciendo también anamnesis y, a ser posible, tratamiento, si es que se detectara alguna forma patológica de vida.

Este trabajo, pues, constituye un desafío a tres bandas con el objetivo de ofrecer algo que contribuya a humanizar las relaciones y el modo de vivirse uno mismo en la conciencia y en el corazón. Cada uno de nosotros aporta una parte que puede estar más en sintonía con el campo en que es experto. Alejandro Rocamora es psiquiatra, con mucha experiencia clínica, una visión humanista y una pasión por aliviar el sufrimiento humano. Toni Catalá es teólogo con el corazón bien centrado en Jesús de Nazaret. José Carlos Bermejo provoca desde su deseo de dar continuidad a la dirección del Centro de Humanización de la Salud.

En efecto, la culpa es un fenómeno complejo que puede ser contemplado desde diferentes puntos de vista. Como tal sentimiento de culpa suele ser considerado como una emoción con sabor desagradable, negativa, que, aunque a nadie le gusta experimentar, es también necesaria para la correcta adaptación a nuestro entorno. Diferentes autores coinciden en definir la culpa como un afecto doloroso que surge de la creencia o sensación de haber traspasado las normas éticas personales o sociales, de modo especial si la persona ha perjudicado a alguien.

Desde un punto de vista saludable, la culpabilidad surge ante una falta que hemos cometido o cuando así lo creemos. Cumple una función: la de hacer consciente al sujeto de que ha hecho algo mal y, de este modo, facilitar los intentos de reparación. En el fondo, su origen tiene que ver con el desarrollo de la conciencia moral, y está influida por las pautas educativas que vamos recibiendo en nuestro desarrollo.

No falta quien confunde el sentimiento de culpa con la vergüenza, incrementando su malestar, ya que al mezclar ambos sentimientos se retroalimentan entre sí. Pensando con precisión, habría que decir que mientras la culpa aparece ante el dolor por el daño causado, la vergüenza se experimenta cuando nos percibimos con la falta de una habilidad o capacidad que se presumía que debíamos tener.

Con este trabajo queremos contribuir a sanar la culpa. Ponerla en su lugar. No permitir que se convierta en un aguijón que daña sin necesidad, pero tampoco eliminarla del mapa, donde puede cumplir una función en el desarrollo personal y comunitario.

 

JOSÉ CARLOS BERMEJO

PRIMERA PARTE

DIAGNÓSTICO
DE LA CULPA

JOSÉ CARLOS BERMEJO

 

1

INTRODUCCIÓN

 

Radiografía, ecografía, endoscopia, así como miradas desde el estetoscopio, el microscopio, el telescopio, y en colores con el caleidoscopio, pueden ser modos de aproximarnos al fenómeno con deseo de explorar para sanar.

Una radiografía ayudará a ver los elementos de la culpa, desde el elemento que la causa hasta la percepción y valoración negativa del sujeto, con las emociones que comporta, eventuales remordimientos, castigos...

Una ecografía permitirá mirar los «órganos internos» de la culpa, sus componentes y sus dinámicas.

Con el microscopio intentaremos mirar lo que pasa en clave a veces invisible, especialmente lo relacionado con la conciencia. Sea de un modo u otro, la conciencia está acusando con bondad o con perversión.

El caleidoscopio nos permitirá ver diferentes colores y prestaremos una particular atención a formas de culpa a veces poco estudiadas, como puede ser la que experimentan las personas que ayudan a otras en situación de vulnerabilidad y se sienten culpables por estar bien mientras los acompañados están mal, así como otras formas de culpa irracional.

Desde lejos, con el telescopio, mirando a lo alto –metafóricamente hablando–, exploraremos una teología que no ha contribuido a un mundo sano en torno a la culpa, la que se ha dado en llamar «teología del gusano», que insiste en lo malo que es el ser humano frente a la bondad de Dios.

Con el endoscopio entraremos en el interior de la culpa con un particular deseo de sanarla y buscar caminos saludables de manejo de la misma.

 

 

Radiografía de la culpa

 

Una radiografía es una técnica diagnóstica descubierta el 8 de noviembre de 1895 por Wilhelm Röntgen, que permite explorar los cuerpos mediante una radiación de alta energía procedente de isótopos radiactivos. Las partes más densas del cuerpo radiado aparecen con diferentes tonos dentro de una gama de grises.

Como metáfora, por tanto, nos puede servir para nuestro deseo de explorar los diferentes elementos que componen el fenómeno de la culpa, identificando no solo dichos elementos, sino quizá también algunas eventuales fisuras, poros o cuerpos menos sospechosos que podamos hallar sometiendo al concepto a la reflexión y al análisis de la experiencia.

Se trata de diagnosticar, no de moralizar; de analizar y describir, siempre con el horizonte de un eventual tratamiento de aquello que necesite ser sanado en relación con la culpa. Los rayos de nuestro análisis querrán viajar ágiles a través de la culpa, quizá para ver los elementos, su densidad, para generar fluorescencia en algunos aspectos y ser vistos con mayor claridad.

 

 

a) Cómo es la culpa. Sus elementos

 

Los elementos que se suelen considerar como integrantes de la culpa suelen ser tres: la percepción y autovaloración negativa de un acto que la persona ha realizado y considera incorrecto desde la conciencia y el sentimiento de displacer –negativo– que ello genera, con sabor a remordimiento. Acto causal, real o imaginario, valoración negativa del mismo y sentimiento se dan cita en el complejo fenómeno de la culpa.

La culpa sana sería esa señal que indica al viajero si su rumbo es correcto y hace bien, tanto a uno mismo como a los demás, si es constructivo de lo propiamente humano. La culpa es un sistema de alerta semejante al que experimentamos en nuestro cuerpo con el dolor físico, que nos avisa de que algo va mal en el organismo y da la voz de alarma para que pongamos remedio.

El sentimiento de culpa es, pues, el resultado de una toma de conciencia, de una reflexión sobre las propias acciones, pensamientos u omisiones en relación con lo que se siente como deber. El ser humano es el único animal que es capaz de actuar y de pensar sobre sus actos, dado su carácter moral. De ahí surge el sentimiento de culpa, que, en una intensidad y duración adecuadas, es productivo y adaptativo. Existen instrumentos de medición o evaluación de los sentimientos de culpa, algunos adaptados en español, como el de Zabalegui y el de Pérez y otros1.

En efecto, sentir cierto malestar cuando hacemos el mal u omitimos un bien que sería debido es algo absolutamente necesario para poder progresar, crecer y desarrollar otras alternativas al comportamiento censurado.

La culpa, pues, en este sentido, es funcional, tiene la misión de provocarnos la suficiente incomodidad para analizar nuestras conductas y poder aprender de ellas y realizar correctivos de cambio, correctores y de compensación.

Al solidarizarnos con el dolor de la persona ofendida emerge nuestro malestar, nuestro remordimiento, surge el entramado de la culpa. Reconocernos culpables nos da la oportunidad de hacer reversible, en algún grado, aquello que rechazamos de nuestra conducta y de lo que nos arrepentimos.

 

Saber sentirse culpable en determinadas ocasiones constituye un signo de indiscutible madurez [...] Aprender a soportar el displacer ocasionado por una sana autocrítica es un reto que todos tenemos que afrontar para alcanzar nuestra maduración [...] Existe una culpa de carácter depresivo que surge como expresión del daño causado: dolor infligido a otro, ruptura del encuentro, pérdida de nuestro amor o de los valores que pretendemos que presidan nuestra vida y nuestro comportamiento [...] Es una culpa fecunda que surge como descubrimiento del engaño que descuidadamente se ha podido ir instalando en nuestra vida2.

 

 

b) Tipos de culpa

 

En función de si el daño o perjuicio ha sido real o si no ha habido ninguna falta objetiva que perjudique a nadie ni justifique el sentimiento de culpa, hablamos de culpa sana o culpa mórbida, racional o irracional. Una cumple una función de ayudar a respetar normas y no hacerse ni hacer daño; la otra es más bien destructiva y no ayuda a adaptarse al medio.

Cuando escuchamos la palabra «culpa» surge inmediatamente la idea de responsabilidad por algo que ha sido mal hecho, algo que se ha dañado y se hace necesario buscar su origen, detectar dónde se encuentra la responsabilidad –o culpa– última del daño ocasionado, con el fin de poder corregir tal situación, compensar de alguna forma el daño cometido y prever daños futuros. Este es el ideal de la culpa sana y su función correctora del equilibrio.

En el libro sobre culpa y depresión de León Grinberg, el autor refiere que el sentimiento de culpa tiene tal importancia en el desarrollo psíquico que vendría a ser uno de los afectos de mayor trascendencia en la evolución psíquica de la persona, hasta el punto de que afirma que de la elaboración de este sentimiento dependerá, en última instancia, el estado de salud mental, la felicidad y el equilibrio armónico a los que se aspira como uno de los grandes objetivos de la vida. Hablar de culpa, en este sentido, es hablar de desarrollo humano y de equilibrio mental, ético y social.

Pero hay otro mundo que no evoca el equilibrio. Es el mundo de la culpa insana, irracional, que podemos experimentar sin que hayamos cometido actos que contradigan normas éticas y sin generar mal a nadie. Es la culpa que la psicología intenta ayudar a desmontar y que con frecuencia proclama como algo evitable y que hay que trabajar. Hablar de culpa, en este sentido, es hablar de aspectos de desequilibrio mental, ético y social.

 

Existe una culpa inoperante y estéril que lo único que consigue es producir más angustia y desasosiego. Se manifiesta a través de continuas quejas y remordimiento por lo que se ha hecho o se ha dejado de hacer. Pero también existe una culpa reparadora que pone los medios para que la enfermedad, en sí algo negativo, sea motivo para el crecimiento personal del niño y de la propia familia. Es la «culpa» que produce un cambio en el propio sujeto y en su entorno, favoreciendo la autonomía y la madurez del niño, dentro de las limitaciones propias de la enfermedad. Cuando la culpa es reparadora, procura sacar algún provecho, incluso de una situación tan adversa como la enfermedad de un niño3.

 

Hay quien propone distinguir entre el sentido de culpa y el sentimiento de culpabilidad, recogiendo así una diferencia entre una reacción psicológica y otra patológica. El sentido de culpa pertenecería al ámbito racional y afectivo, diciendo relación a un malestar en confrontación con la propia responsabilidad debido a un comportamiento (interior o exterior) que no es consecuente con los ideales asumidos o las normas vigentes. En el fondo, es el sentido de no adecuación ética consigo mismo. Y, por otro lado, el sentimiento de culpabilidad sería un estado emotivo en que la persona se halla dominada por la creencia subjetiva o la seguridad objetiva de que ha infringido alguna norma social, alguna prescripción legal o algún principio ético.

Obviamente, entre el sentimiento de culpabilidad y el sentido de culpa no existe una línea divisoria tan clara y tan nítida.

 

 

c) Culpa y vergüenza

 

Culpa y vergüenza tienen parecidos, pero son distintas. El tema de la vergüenza ha suscitado menos reflexión por parte de los psicoanalistas que la cuestión de la culpabilidad. Son emociones que evocan la dimensión relacional, porque ambas nos indican que hay algo que está mal entre nosotros y el resto del mundo. Las dos nos reclaman hacer una revisión interna y promover quizá cambios en nuestras vidas. Se parecen también en que las dos son útiles cuando se experimentan de forma moderada, pero pueden resultar dañinas cuando son demasiado intensas. La vergüenza es algo que le sucede preferentemente a uno consigo mismo.

La vergüenza no va asociada forzosamente a la culpabilidad. La primera, colmada de amargura, llena el mundo de la depreciación, mientras que la segunda, en el mundo de la culpa, está colmada de sufrimientos. Estos mundos diversos organizan estilos relacionales distintos. El haber hecho daño (culpa) genera estrategias de redención, de expiación o de autopunición; mientras que haberse rebajado (vergüenza) genera relaciones de evitación, de ocultamiento y de rabia desesperada. Ya se trate de vergüenza o de culpabilidad, nuestra disposición a la moral nos somete a un tribunal imaginario.

En el interior de un avergonzado habita un detractor obsesivo que murmura: «Eres despreciable». En cambio, en el mundo interior de un culpable hay un tribunal que grita constantemente: «Eres culpable». El avergonzado se esconde para sufrir menos. El culpable se castiga para expiar el mal generado. El avergonzado se cubre el rostro con las manos. El culpable se da golpes en el pecho. Compartimos el placer, expresamos la rabia, ocultamos la vergüenza: esta quiere ser muda. Las palabras de la vergüenza son difíciles de decir, porque tememos la reacción del otro.

Confesar la causa de la vergüenza es difícil, porque es confiarse al otro, entregarse a su poder de juzgarnos. No es raro que un avergonzado que se confía provoque una reacción crítica por parte de los demás. Compartir este sentimiento con las personas con las que tenemos vínculo significativo puede ser agradable o angustioso. La emoción compartida puede aliviar al herido, pero puede también provocar incomodidad, porque arrastra al propio sufrimiento a las personas con las que se comparte. Cuando no se comparte, el silencio es protector en un contexto vivido como potencial agresor.

A la vergüenza uno se puede ir adaptando mediante estrategias de evitación y se puede ir apaciguando. Quizá sea menos viva con los años, pero también se puede convertir en su contrario y adoptar aire de superioridad. En ocasiones, la vergüenza puede resultar simpática, porque experimentarla nos ayuda a tomar conciencia de que no somos dominadores. La vergüenza que atribuye al otro el poder de una mirada severa puede convertirse en una especie de masoquismo moral4.

La vergüenza, ese sentimiento tóxico, no es irremediable. Se puede pasar al orgullo cuando nuestra historia evoluciona o nos colocamos de una manera nueva en nuestro contexto.

La no inclusión de la vergüenza, como sentimiento primario, puede llevar o haber llevado a innumerables fracasos psicoterapéuticos en el acompañamiento de la culpa. Sentir vergüenza de aspectos tan primarios como la propia existencia y sus limitaciones es algo devastador y sería de esperar que fuera tenido bien en cuenta en las relaciones de ayuda por tratarse de una emoción tan incómoda y movilizadora.

La vergüenza puede convertirse en un arma que el avergonzado entrega a quien le mira, concediéndole demasiada importancia a su mirada y rebajándose a sí mismo.

Pero, aunque parezca que la vergüenza no sirve para nada, en realidad, los «sin vergüenza» nos presentan una forma de deshumanización. En efecto, hay personas que no manifiestan ninguna reacción ante la mirada del otro ni la temen. No viven ninguna preocupación más allá de sí mismas, lo cual da paso a formas de perversión y desequilibrio, pudiendo generar un modo de vida sin moral. A veces, naturalmente, la ausencia de este sentimiento puede ser debida a alguna forma de deterioro neurológico.

 

 

d) La pena y el castigo

 

La humanidad ha desarrollado estrategias de búsqueda de equilibrio social también mediante mecanismos de corrección. Como también el propio individuo. Una estrategia de corrección es la sanción del culpable, la pena, el castigo.

Culpabilidad es, entonces, una categoría de la teoría del delito que nos permite reprochar la conducta de la persona que ha cometido un acto reprobable socialmente que ha producido un daño y, por tanto, atribuirle esa conducta y hacerla responsable de ese hecho.

Para que una persona sea culpable se exige la presencia de una serie de elementos (capacidad de culpabilidad, conocimiento de la antijuricidad, exigibilidad de la conducta) que constituyen los elementos positivos específicos del concepto dogmático de culpabilidad. La culpabilidad está vinculada al aspecto biológico y psicológico. Es decir, para que una persona sea considerada culpable debe ser mayor de 18 años y tener la capacidad de comprensión de la realidad; por tanto, si una persona tiene enfermedades mentales, o es un ebrio consuetudinario, o tiene problemas de drogadicción, será considerado inimputable, incapaz para responder a una acción u omisión que constituya delito o falta; por tanto, se convierten en elementos atenuantes o eximentes del hecho.

La culpabilidad es la base de aplicación para la imposición de la pena. Se asigna a la culpabilidad una función sobre todo limitadora que impida que la pena sea impuesta por debajo o por encima de unos límites que vienen impuestos por la idea misma de la culpabilidad.

El castigo es un modo de ejercer el poder y el control en las relaciones sociales, una compleja institución social utilizada para promover el desarrollo de la conciencia del mal y restablecer el orden roto por el mal realizado, esperando su no reiteración. El castigo hoy es considerado, en buena medida, un problema social. Se intenta evitar para no reforzar la experiencia del miedo o la mera racionalidad del deber.

Los fracasos del castigo hacen ver su dimensión problemática en los procesos de interiorización de los valores y de cambios de conducta tras la transgresión de los mismos. La evolución de los métodos educativos va colocando el castigo en lugares de menor importancia entre los medios relacionales intencionados. En ocasiones, el castigo se lleva a cabo entre las personas para inocular culpa y ejercer el poder no por la pena explícita que se impone, sino por la privación de un bien relacional o afecto que se habría compartido. Para justificarlo se dice que, de no existir, se corre el peligro de promover conciencias laxas y vivir en medio de la idea de que todo está permitido y no existe el mal. Para criticarlo se argumenta en contra por no resultar un método motivacional que afecte a la adhesión positiva a los valores.

La privación de la libertad en la cárcel es un modo previsto por la ley ante el culpable con una pretendida misión de ayudar a rehabilitarse y reinsertarse en la sociedad. Resulta extremadamente complejo por los aspectos obvios que se producen en la cárcel, como consecuencia del deterioro de la autoestima, por la concurrencia de personalidades complejas y por la desocialización que comporta la vida interna.