INTRODUCCIÓN

 

Me embarco en esta aventura en un momento muy especial de mi vida. Después de una de docena de cursos en la escuela, de desear cada día hacer del aula un espacio de diálogo y conversación, que no siempre ha sido posible. Comienzo este libro sobre preguntas de los jóvenes que espero que sea algo más que unas pobres páginas y letras, con el temor de que se quede aquí encerrado. Deseo que continúe, que sigan apareciendo preguntas y que estas provoquen búsquedas. Las preguntas tienen una fuerza particular que las respuestas rápidas, esas que silencian la inquietud y nos hacen perder tensión en la vida, desconocen.

En clase –Religión, Filosofía o Ética– abordamos con frecuencia temas muy profundos y vitales. Quizá llegamos a ellos demasiado pronto, sin haber vivido y pensado suficiente. Pero de lo que no cabe duda es de que tienen mucho interés para los jóvenes. Por eso insisto mucho en que resulta fundamental no solo adquirir buenos y sólidos conocimientos, en estos tiempos líquidos, sino descubrir aquellos interrogantes que, por tontos que parezcan en un principio, nos sitúan en la pista de hallar auténticas respuestas que fundamenten la vida. Sin preguntas, sin cuestiones, sin examinarlas, no merece la pena vivir, porque tampoco se está viviendo a fondo.

Frente a quienes consideran que la indiferencia galopa y se apodera de la juventud, lo que yo presiento en mis clases es que hay mucho deseo de ser escuchado y poca oportunidad para ello. De ahí que entablar un diálogo abierto resulte apasionante. Lo cual confirma que nadie nace naturalmente indiferente, sino, más bien lo contrario, provisto de una apertura vital que nace tanto del amor y la sorpresa como del miedo y el sufrimiento. La vía más rápida para llegar a la indiferencia es el desinterés. Por tanto, el interés por los más jóvenes –por toda persona, realmente– y sus mundos puede ser la mejor de las prevenciones cuando no antídoto o vacuna contra una vida vivida anodinamente.

No deja de sorprenderme, año tras año y después de varios colegios, que se repite constantemente la misma historia. Veo a los jóvenes deseando ser felices, pero sin saber qué es la felicidad ni cómo llegar a ella, y sufriendo llenos de heridas que colapsan y tuercen sus deseos. Estas son las grandes fuentes de las que nacen sus inquietudes más sinceras. A mi parecer, se expresan hoy como siempre en esos tiempos de silencio, cada vez más reducidos, pero que también tienen reflejo en sus búsquedas digitales. Dios es un tema que recibe muchas consultas en Google y en el «top10» mundial una y otra vez aparece cómo ser feliz.

Este pequeño libro consta de noventa y nueve temas por los que damos una primera vuelta. Cada uno es tratado por dos jóvenes, cuyos nombres son ficticios. A ellos les corresponde iniciar diciendo lo que piensan y creen, para pasar luego a la conversación. Se verá que se expresan a su modo, y en alguna ocasión justifican por qué creen lo que creen. A partir de ahí, una pequeña respuesta, atrevida en cualquier caso y siempre respetuosa. Lo que Dios hace en cada joven es un misterio para mí.

Habitualmente me manejo de modo contrario, por lo que ha sido una enorme experiencia de aprendizaje. Soy yo quien suele entrar en clase con la pregunta del día y, a partir de ahí, escuchar sus respuestas y construir el tema. Así un día y otro, sin descanso.

Pero no termina aquí el libro. Ojalá despierte nuevas preguntas y sigamos dialogando. Todas las aportaciones, dudas y temas de interés los seguiré tratando. Se puede hacer a través del blog https://joseferjuan.wordpress.com.

Para sacar adelante este proyecto he contado desde el primer minuto con las sinceras aportaciones de mis alumnos en el colegio HH. Amorós, de Carabanchel, donde educo actualmente. Aunque todo empieza antes. Y, cómo no, de Laura y Gaspar, mi familia, sin quienes esto y todo lo demás no tiene ningún sentido, ningún valor, ni habría sido posible.

1

¿TODAVÍA SE HABLA DE RELIGIÓN?

 

Comenzar un diálogo requiere voluntad para escuchar y comprender. Habla, en primer lugar, de nuestra insuficiencia y necesidad del otro. Lo que no se ve es, sin embargo, el tiempo anterior que ha llevado a cada uno de los que dialogan, posiblemente horas de reflexión y preocupación. En muchas ocasiones, ni siquiera cuando hacemos una pregunta somos capaces de reflejar lo que supone para nosotros.

Nos ponemos en marcha deseando encontrar algo que nos calme y nos sacie. La mera curiosidad es otra cosa que no consigue llenar del todo, que no alimenta la vida de igual manera. La necesidad de encontrar respuesta, de no dejarnos invadir por la nada y el sinsentido, resistiendo el trauma que provoca verse a uno mismo frente a la vida en todo su sentido. Una necesidad imperiosa que, ella misma, despeja por su parte las respuestas fáciles y se adentra, no tan despacio como creemos, en el misterio de lo que somos y del mundo.

La adolescencia y la juventud son un tiempo muy especial precisamente por eso, por su apertura. Pero, es mi impresión, los adolescentes y los jóvenes normalmente no distinguen las verdaderas cuestiones de aquellas que no lo son. Y la angustia que hace presa en ellos pocas veces se trasluce en diálogos que no sean los más íntimos y personales. Sus heridas, la fractura que les provoca el mundo, la soledad en la que se encuentran cuando se miran a sí mismos; a lo que sumamos el interés ideológico que muchos tienen en hacerles esclavos de su pensamiento, es decir, adueñarse de su vida. Porque hay que recordar que vivimos como vivimos porque creemos lo que creemos. Es decir, porque hacemos que nuestra vida se dirija en un sentido o en otro.

Lo más difícil de este libro sea probablemente eso, darles voz para que se expresen aunque no sepan bien cómo preguntar sobre aquello que les inquieta y mueve, y ofrecer una respuesta que continúe el diálogo, que no lo zanje, que les permita seguir adelante con sus preguntas, quizá reformuladas. Todo para seguir viviendo lejos de la superficialidad, para no caer en la tentación cómoda de creer que sabemos todo y no respetar el misterio que somos y en el que nos encontramos inmersos desde el día que nacimos.

1. ¿Hablar de Dios hoy?

María: ¿Merece la pena hablar de Dios hoy? ¿No es algo que ya hemos superado? ¿Por qué insistir tanto en algo que importa muy poco a mucha gente?

Sin duda. No solo merece la pena, sino que es, diría yo, el gran interrogante que permanece vivo en nuestro tiempo. Quien llega a preguntarse sinceramente sobre Dios –no solo sobre la religión o las pequeñas noticias que van surgiendo– se enfrenta valientemente con lo absoluto, con el bien perfecto.

Es curioso cómo, además, es hoy una cuestión muy viva. Pese a que muchos quisieran que fuera algo pasado, como si fuera propio de otros tiempos, cada vez resurge con más fuerza. Las personas no somos capaces de vivir por nosotros mismos sin ser mínimamente auténticos respecto a la cuestión de Dios. Que no es teórica, que no es fruto de un pensamiento curioso o del ocio de unos pocos.

No deja de preocuparme ver cómo algunas personas son capaces de lo mejor y de lo peor en su nombre. Tenemos delante la entrega incondicional de infinidad de misioneros que en el mundo aman al prójimo incluso más que a sí mismos. Y también la violencia, la barbarie de quien mata impasiblemente por su causa. ¿Te parece poco motivo para preguntarse quién es Dios?

Apunto algo más sobre el tema. Creo que Dios no es propiedad de unos expertos, sino de todos. Cualquier persona puede aproximarse a él. El asunto más delicado es que su acceso –y considero que aquí fallamos– no es el mismo que cuando comprendemos otras cuestiones. Sería ridículo dotar de un microscopio o una regla a quien quiere conocer el amor. Estamos frente a lo más sobrecogedor, hermoso y la fuente misma de la vida. Para acercarnos es imprescindible, de algún modo, vivirlo. No es una palabra en un libro ni una idea sobre la que discutir. Las grandes religiones nos muestran que es Persona –con mayúscula– que entra en diálogo.

 

 

 

Miguel: Por lo que he vivido me parece interesante tener la oportunidad de hablar de Dios un rato. No suelo tener ocasión de hacerlo. Unas veces porque no sé explicarme; otras, porque no me entienden. ¿Siempre es tan difícil hablar de Dios hoy?

En efecto, hablar de Dios siempre es difícil, porque nos provoca algo muy personal a quienes queremos vivir con fe y en su presencia. Algunas veces es como si estuviésemos tratando del corazón con el que muchas personas viven en el mundo. Y, cuando lo hacemos fácil y asequible, probablemente nos estamos confundiendo. No quiero decir que haya que ser oscuros y crípticos para que nadie nos entienda. Sino que, como todo lo que es más propio, en ocasiones faltan las palabras para expresar todo lo que quisiéramos decir. ¿Es fácil hablar de cualquier persona de nuestro mundo? ¿Qué somos capaces de decir de la persona a la que más queremos?

De todos modos, es muy interesante escuchar a los jóvenes hablar de Dios con sus propias palabras. De más de uno he aprendido muchas cosas, incluso cuando expresaba dudas. Si lo que queremos es hablar de Dios cuando esté todo claro, probablemente jamás lo haríamos. Pero ir contando lo que vivimos, el modo en que lo vivimos y encontrar esos espacios para hacerlo libremente nos hace crecer.

Ahora bien, aquí el reto seguirá siendo cómo escuchar a Dios. Porque, hablar, casi todos pueden hacerlo. En serio o en broma, como algo personal o como mera curiosidad. Toda persona, creyente o no, lleva dentro una idea. Pero escuchar es otra cosa, es pasar al lado de la relación, del encuentro, de la presencia a la vez real como la vida misma y misteriosa que se nos escapa de las manos. ¿Quién puede hacerlo? Siempre me resultó interesante, al entrar en una iglesia, incluso para visitarla, pensar con respeto en que allí Dios ha hablado a mucha gente y ha sido escuchado, unas veces en la alegría, otras en la tristeza y el dolor o buscando respuesta. Creo que todo cambia cuando se ven las cosas de otro modo. No son piedras, son lugares que han sido habitados por personas de fe. El cristianismo dice con rotundidad que Dios habla. Y a quien escucha se le suelta la lengua para transmitírselo a los demás. ¿Cómo guardarlo para sí?

2. ¿Por qué creen las personas?

Luis: De pequeño he ido a misa y demás. He estudiado en un colegio de curas. Pero no me identifico con nada de eso. No me ha hecho daño, no tengo quejas. ¿Por qué no tengo fe? ¿No es una forma de engañarse?

Como tú, otros tantos. No pocos. Diría que incluso una mayoría de jóvenes durante muchos años han pasado por lo mismo. ¿Por qué será? ¿Hay ofertas más atractivas, que llaman más la atención? ¿No se pone suficiente interés en cuidar la fe cuando las personas crecen? ¿Empezamos a pensar y, por tanto, dejamos de creer?

Algunas veces pienso que hay una formación religiosa insuficiente. Muy cómoda para niños pequeños con respuestas sencillas que luego se cuestionan con facilidad. Pero también que, junto a otras propuestas, la fe resulta exigente y nada cómoda. Al contrario, justo lo diametralmente opuesto de lo que se suele decir. La fe, como experiencia religiosa, resulta excesivamente exigente para muchos. Creer no es fácil. Como tampoco pienso que lo sea no creer.

Lo que es en cualquier caso evidente es que durante la juventud hay unos años en los que las personas van a tomar decisiones fundamentales para su vida. Se van haciendo más autónomas. En parte con vivencias, pero sobre todo con ideas, pensamientos, creencias. Quizá, como sociedad entera, deberíamos cuidar más estos años y facilitar silencio para que la libertad se forme, abrir espacios en los que seamos capaces de tratar los temas con profundidad y no dejarlos para cuando sea tarde o nos lleguen por pura necesidad. Las respuestas decisivas en ese tiempo quizá sean después muy rápidas.

 

 

 

Laura: En ocasiones tengo la sensación de que creo porque ha sido lo que he recibido en casa. Pero me resulta difícil explicar a los demás mis experiencias. ¿Por qué creo? ¿Solo porque me lo enseñaron?

No te diría que no, porque puede ser así. Recibimos de nuestras familias, del colegio, de nuestra sociedad y de las relaciones que tenemos muchas herencias, de diferente tipo. Entre ellas, empezar a pensar de un modo concreto entre diversidad de opciones. Es natural que sintamos que somos en parte lo que nuestros padres han hecho de nosotros. Y ojalá, dicho sea de paso, con el tiempo miremos hacia atrás y descubramos que nuestra familia estaba interesada en nuestro bien y quiso darnos, con errores, lo mejor que tenía. Entonces seremos capaces de agradecer.

Pero también es cierto que la fe no es una herencia. Las experiencias no se trasladan de unos a otros tan fácilmente. La fe no es un pensamiento ni un cúmulo de razones, sino vida, encuentro con Dios, y, en el caso cristiano, encuentro con Jesús, de quien decimos que es Señor. Yo diría que creer es un acto personal. La familia nos puede situar en el camino, aunque al final encontramos un momento clave en el que damos un paso nosotros mismos o no lo damos. Todos hemos pasado por ello. También algunas personas que han dejado de creer se han reconocido en esta tesitura. Una forma imprescindible de responsabilidad con uno mismo que nos descubre que hay algo que nadie, bajo ningún concepto ni circunstancia, puede hacer del todo por nosotros mismos.

Añadiría que, como bien apuntas, esto también nos hace plantearnos a lo largo de toda la vida que conviene estar atentos a lo que recibimos de los demás. Y hacia dónde nos conduce.

3. ¿Tiene sentido la vida?

Carmen: Cuando en clase hablamos del sentido de la vida me parece interesante. Pero donde de verdad me preocupa el tema es en mi casa. Cuando algo me sucede, muchas veces pienso que no merece la pena tanto esfuerzo, otras sí. ¿De verdad tiene sentido la vida con tantos sufrimientos?

Te diría, sinceramente, que la mayor parte del tiempo vivimos sin preocuparnos de verdad por nada o por nimiedades. ¿Ingenuamente, como niños? Como si lo tuviésemos todo resuelto. Y solo cuando nos sucede algo que nos remueve e inquieta, entonces nos paramos, obligados por las circunstancias. En clase esto no se puede diseñar ni va todo el mundo al mismo ritmo.

Por un lado, es imprescindible dejarse cuestionar. Agradezco mucho que te pase, porque eso significa que no eres dura como una piedra y tu razón funciona, porque está conectada con la realidad, donde no todo cuadra con dos o tres simples ideas. Si te das cuenta de esto, en parte hay que felicitarse. Aunque esa conciencia de lo que nos rodea y también lo que llevamos dentro nos despierte de plácidos sueños infantiles, significa que estás creciendo y afrontando lo que hay más allá de ti y no controlas. Con esto no se puede jugar, si bien viene acompañado de sufrimientos que nos dicen dónde estamos y cómo quisiéramos que fuera todo. Acoger estas cosas que nos suceden con seriedad resulta esencial. No pasar por ellas como si nada.

Por otro lado, los sufrimientos no solo rompen nuestro sentido de la vida. Indudablemente también lo construyen. Por ejemplo, nos dicen que el tiempo no se puede perder. Nos sitúan en el mundo de otro modo, quizá más profundo y sincero. Las clases y los grupos pequeños deberían ser un lugar para hablar de esto sinceramente.

 

 

 

Carlos: Yo sí creo que esta vida tiene sentido y que estoy aquí por algo. No por casualidad. Sin embargo, no sé cuál es todavía. Tendré que esperar y crecer para verlo mejor. ¿Cómo encontrar mi sentido en este mundo?

Como creyentes, preguntarnos por ese sentido de la vida tiene mucho que ver con Dios. No creo que lo hagamos cómodamente, como si ya tuviésemos todas las respuestas de antemano y solo hiciera falta leerlas en los libros. La fe en parte también es una pregunta, como bien dices: ¿Por qué me sucede a mí esto y no a otra persona? ¿Por qué siento yo esto? Un viejo amigo, que había pasado por un tiempo muy difícil metido en la droga, habla siempre de cristocoincidencias. Para él, que había dejado de consumir al salir un día de una iglesia, todo le hablaba de Dios. Es hermoso verlo así. Que aquello que ocurre en tu vida tenga que ver con Dios. Sea lo que sea, estés donde estés. Se descubre una conexión íntima entre la realidad y Dios. Una y Otro en permanente diálogo.

Por eso es esencial saber escuchar, sin romper torpemente los misterios de la vida queriendo explicaciones para todo. Y saber cargar con ellos el tiempo que sea necesario sin responderlos rápidamente. El sentido de la vida es para el creyente esta tensión en la que el amor lo puede todo y en la que confiar requiere esfuerzo. Piensa en cómo se podría vivir auténticamente esto en casa, en el colegio, con los amigos y los desconocidos. No solo esperamos que la vida tenga sentido porque nos sucedan cosas maravillosas, sino que somos constructores del sentido de la vida. Vivir no de cualquier modo para que incluso otros puedan verlo.

En ocasiones pienso en mis adentros que la pregunta por el sentido de la vida pierde de verdad su fuerza porque solo andamos preocupándonos por «mi sentido de la vida» o que «mi vida tenga sentido», pero alejándonos de los demás. Entonces no tiene ningún sentido, ni esto ni nada.

4. ¿Tenemos un destino?

Diego: En cierto modo creo en el destino. Hagas lo que hagas se cumple. Es el karma. En el fondo no somos libres, aunque cuesta aceptarlo. ¿No viviríamos más tranquilos reconociendo que no somos capaces de vivir como queremos?

Se nos han colado tantas ideas de un sitio y otro que al final hacen casi incomprensible la reflexión sensata y más sencilla. ¿No vivimos con la conciencia de ser libres y responsables de lo que hacemos? ¿No nos pica esto y nos inquieta? Hay un pensador muy conocido que habla del miedo a la libertad, porque, en el fondo, es más cómodo pensar que, como dices, es todo una especie de juego y no tenemos tanta responsabilidad como parece. Es lo que se esconde detrás del karma: que venga otro y lo arregle.

Curiosamente, críticas muy buenas a la religión lo que vienen a decir es justo lo contrario. Se llega a la libertad liberándose, siendo liberado o dejándose liberar, permitiendo que alguien me haga libre y asumiendo vivir esa libertad. Para algunos, esto significa incluso luchar. Pero, en última instancia, lo que veríamos cuando despejemos todo lo que ha caído encima de las personas y se les impone es su libertad desnuda y más simple. Como un instante en el que la persona pueda escucharse sin ruidos a sí misma, sin que nada la ahogue ni aplaque. ¿No da un cierto vértigo verse así, tan obligado a «cargar con uno mismo»? La salida fácil ¿no es apelar al destino, al karma, incluso en ocasiones a Dios, para que lo solucione?

Ser libre es un reto que nos tienta. Pero otro problema es que imaginamos que ser libre significa no llevar cargas de ningún tipo, sin compromisos. Como una libertad infinita y total. Esta no es la manera humana de vivir en ningún sentido de la vida. Al contrario, diría yo, lo más humano es aceptar precisamente que nuestra libertad requiere apoyos para funcionar, y no puede prescindir de lo que ya hemos hecho. Es más, lo que hacemos nos hace más libres o menos libres. Y nos encamina en un sentido u otro. No hay término medio apacible.

 

 

 

Diana: No sé qué pensar, porque oigo que Dios tiene un plan para mí. Quiero creerlo y entenderlo, pero me cuesta aceptar que entonces me quiere de verdad libre. ¿Tengo que obedecer siempre lo que me dice?

Normal que pienses esto, la verdad. Como si confiar en Dios o en los mismos padres fuera tarea de dos días. Y por el mero hecho de que nos quieran y busquen lo mejor para nosotros tuviésemos que vivir ya entregados sin más. ¡Esto es un camino! Pero darse cuenta de que estás ahí, empezando con estas preguntas, ya es muy importante.

Cuando escuchamos que Dios tiene un plan para nosotros, lo que queremos decir es que Dios no es indiferente a nuestra vida. Por supuesto que no. Al contrario, como alguien que nos quiere se preocupa por nosotros. Pero, además, es que es cierto que Dios nos trae al mundo por algo o por alguien, aunque esto no cabe entenderlo sin un diálogo de amor, no de necesidad o imposición. Como tampoco con los padres, por ejemplo. Si nos limitásemos a cumplir por cumplir, en el fondo estaríamos también fuera de su proyecto. La «gran teología y espiritualidad» nos dice que estamos hechos para Dios, como hechos para el amor más puro. Porque en el fondo es esto lo que está en juego, no cuestiones menores. Nuestro diálogo con Dios sobre el lugar que debemos ocupar en el mundo es este: dónde amar más y mejor.

Otra cuestión es que Dios nos lo impusiera, sin margen. Pero lejos de la realidad. Más bien al contrario, lo que se inicia entonces es un diálogo muy interesante en el que comenzamos a ser libres de verdad. Cuando toca responder a una llamada, sentirse unido y conectado, lo vemos todo desde la libertad, como si eso fuera lo más importante de todo, pero se nos olvida con frecuencia hablar de nuestra responsabilidad. Si nos situamos ahí, a mi modo de ver todo cuadra mejor, y la fe como respuesta se vuelve más fructífera. Nada de imposición, es que Dios nos hace libres cuando nos llama.

5. ¿Cómo surge la religión?

Rebeca: Pienso sinceramente que las religiones son un engaño. Las mantienen los poderosos para que no pensemos por nosotros mismos.

Siempre ha existido un gran interés, por parte del «poder», por controlar la religión. Solo hace falta estudiar un poco de historia para comprobarlo. Unas veces porque querían unir al pueblo, otras porque pretendían enfrentarse a otros grupos. Lamentablemente, incluso la religión se ha dejado manipular y entrar en el juego.

Sin embargo, el foco no está puesto ahí. Dudo mucho de que este sea el origen de la religión, y de que sea una pura perversión desde su inicio. Ninguna propuesta religiosa está libre de que esto suceda.

En el origen, lo que situaría más bien son la admiración o el temor, la búsqueda de lo que no se ve y de una realidad que reclama una atención muy especial: el bien. Hasta donde he podido ver y estudiar, siempre se encuentra una persona muy especial que se ha dejado impactar y que ha intentado contar a otros lo que ha encontrado y vivido, con desigual acierto. Entonces la religión viene a ser un camino en el que se intenta volver a esa experiencia primera de la vida y del bien. Esto está muy alejado de lo que decíamos antes, casi es lo contrario.

La religión, como este modo que te conduce a tener una experiencia, está llena de mediaciones y propuestas de vida. Es lo que llamaríamos «cosas sagradas», que, cuando no se respetan ni se toman como lo que son –capaces de hablarnos de Dios–, pierden todo su sentido. Cuando esto sucede, la religión queda destruida y carece de su fuerza de origen. Pero, cuando una persona se acerca con humildad y en una actitud de búsqueda, sin duda encuentra más de lo que piensa y queda sobrecogida al abrirse a lo absoluto.

 

 

 

Raúl: Es verdad que hoy conocemos muchas más religiones que hace años. Y las tenemos cerca por las noticias. ¿Por qué hay tantas diferentes y todas piensan que su Dios es el verdadero? ¿Todos los dioses hablan o es el mismo Dios para todos?

Toda la realidad habla. No es poesía, ni literatura, ni fruto de la imaginación humana. Tenemos la sensación honda e intensa de que Dios se comunica de muchos modos. Dentro y fuera de la Iglesia, por supuesto. Pero en algunos lugares parece que se revela con especial elocuencia y claridad. Uno de ellos, sin duda alguna, es lo humano. Por lo tanto, donde hay una persona capaz de escuchar también se puede encontrar a Dios.

Tanta diversidad religiosa, que muchos viven como problema, no es sino reflejo de la inmensidad de Dios. Y un tanto fruto de nuestras limitaciones. En la Biblia leemos que hacernos imágenes de Dios es peligroso, porque lo degradan siempre. Tendemos a confundir el misterio con ciertos dioses que nos hacen sentir más tranquilos. El cristianismo mantiene siempre la alerta respecto a esto. No nace de la búsqueda de la persona, de su capacidad para alcanzar a Dios, sino a la inversa. Se revela y se muestra en Jesús de Nazaret. Es Dios quien se ha dado a conocer de manera definitiva. Esto es alucinante.

Pero, por supuesto que Dios habla en todo y quiere que las personas le conozcan tal como es, como Padre. Cuando entre personas auténticamente religiosas hay un diálogo sincero y libre, en el que cuentan lo que viven y lo que sienten, se entienden mejor de lo que parece desde fuera. Una persona religiosa mantiene siempre distancia con Dios. En el fondo, diría sinceramente que su imagen de Dios no es, ni de lejos, perfecta ni que él posee la verdad. Se trata más bien de dejar que Dios siga hablando con libertad y que nosotros seamos capaces de escuchar más y mejor. Además, esto nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos.

6. ¿Son iguales todas las religiones?

Tomás: Si nos paramos a pensar, no todas las religiones son iguales. Claro. Algunas son más espirituales que otras. ¿Por qué no hacer una religión válida para todos?

Si hiciéramos esto, si fuera una empresa humana la que lleva a cabo esta tarea, entonces ya nada tendría sentido. Todos podrían ver cómo la religión es algo que es fruto de las personas y se convertiría en un engaño o en una fuente de valores. Puede parecer buena idea, pero ya ves que no lo es. La religión tiene mucho más que ver con Dios y con personas que se han sentido amadas, y por tanto llamadas. No es algo que se pueda diseñar desde fuera.

Intentamos clasificar religiones, en abstracto, porque en el fondo cuesta mucho más ahondar en las personas. ¿Cuáles son las espirituales? ¿Las orientales, entre las que podríamos contar a Gandhi y su revolución pacífica? ¿O las occidentales, en las que hay místicos como Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ibn Gabirol o el sufismo? Lo interesante son siempre las personas, no las categorías desde las que nos movemos. Los encuentros entre monjes budistas y cristianos, que incluso han hecho alguna experiencia larga de convivencia en España, han sido muy fructíferos. Los líderes de las grandes religiones reunidas para buscar la paz cada año en Asís, que ya es un referente mundial del compromiso por la convivencia entre diferentes, es un testimonio que debería arrastrar a millones de personas.

Además, si pensamos en la Iglesia y en los cristianos, tampoco ellos son iguales. Unos tienen más inclinación por el compromiso social, otros por la oración y el estudio. Existe una diversidad enorme, imposible de silenciar. Sin que haya oposición entre ellos, mantienen todos una relación con Dios privilegiada. Lo importante será más bien ver cómo las personas entran en ese diálogo con Dios y son transformadas.

 

 

 

Tania: Pienso que yo he nacido en España y mis padres me han educado en el cristianismo. En otro país y familia hubiera sido de otra manera. Evidentemente. ¿Por qué pienso que la mía entonces es mejor que las demás? ¿No estaré equivocada?

Todos tendemos a pensar que lo nuestro es lo bueno. Indiscutiblemente y en cualquier ámbito de la vida. Lo contrario sería abrumador. Quedarnos ahí, sin embargo, nos empequeñece mucho y nos hace dialogar muy poco con la realidad en la que estamos y las personas que nos rodean. Hoy vivimos tiempos interesantes para esto. No tanto por la «oferta» y el «mercado religioso», sino porque quien permanece en la fe está llamado a vivirla auténticamente.

Creo que es una pregunta en la que uno puede perderse infinitamente sin llegar a nada. Detrás de ella lo que subyace es una competitividad absurda en la que nos olvidamos de nuestro propio cuidado y dejamos de prestar atención a lo fundamental, a aquello en lo que se hunden nuestras raíces. Es más, nos olvidamos también de cuidar a los demás para que sean buenos y busquen la verdad en lo suyo, como nosotros deberíamos hacer en lo nuestro. Pensar que el cristianismo no ha evolucionado y cambiado con el tiempo, por ejemplo, es saber muy poco.

No emprenderíamos ningún camino sin la confianza de que es un camino que lleva a algún lugar. Lo digo porque, ya que estás embarcada en la fe cristiana, aunque no representes ni seas todo el cristianismo, y has tenido alguna experiencia de que esto es bueno, toca seguir adelante y madurar aún más. Lo mejor del cristianismo es la santidad, la gran cercanía con Dios mismo. A lo mejor, cuando lleguemos a ella, tendremos mejor respuesta para esta pregunta.

De lo que yo sí estoy seguro es de que hay una enorme relación entre el cristianismo y la humanidad. No partimos de cosas humanas y de nuestras luchas y conflictos diarios, sino del Dios que se une a nosotros, que, abajándose, llega a nosotros. Poner la confianza en esto es impresionante.

7. ¿De qué estamos hechos?

Ana: Gran parte de lo que soy se lo debo a mi familia y a la gente que me rodea. Es como una herencia de la que en ocasiones quisiera prescindir y desaparecer, pero viene conmigo. También soy única. No pienso como ellos, tampoco siento igual las mismas cosas. Mi generación da más importancia a los sentimientos, por ejemplo.

Como ves, una auténtica amalgama de realidades que poco a poco vamos identificando y reconociendo, y que en más de una ocasión entran en conflicto y nos ponen en tensión. ¿A quién hago caso: a la razón o al corazón? ¿Me fío más de mis padres, de mis amigos, de «mi generación»? ¿Hago lo que todos y me encuentro bien dentro de un grupo o doy el paso a pensar por mí mismo, aunque me den la espalda? ¿Es mejor equivocarme y tomar mis decisiones o escuchar lo que otros dicen con más experiencia? ¡El jaleo interior que tenemos no es pequeño! Pero reconocerlo es básico.

Es muy interesante, para saber quiénes somos, preguntarse a qué conducen esas capacidades que tenemos las personas. ¿Adónde nos lleva la razón? ¿A la verdad? ¿Nos dirigen los sentimientos hacia los demás, hacia el mundo que nos rodea? ¿Qué dicen de lo que somos nuestras relaciones, por ejemplo en la ciudad? Como si fuésemos unos atletas cuyas piernas les encaminan hacia la meta. ¿Cuál es la meta? ¿La excelencia de todo esto que somos? ¿Y cómo hacer que marchen en la misma dirección?

Hoy se da mucha importancia a los sentimientos, porque creo que es la forma más sencilla de diferenciarse de los demás y afirmar que somos únicos. Sin embargo, llegar a ser «uno mismo», como un auténtico individuo, no es tan evidente ni sencillo. Por el hecho de hacer cosas diferentes sin más no somos mejores que nadie. Esto es cinismo. Reconocer que todos somos personas aporta un horizonte más amplio, de mayor humanidad, por decirlo de algún modo.

 

 

 

Alberto: Hay algo dentro de mí, no sé cómo explicarlo, que no es mío del todo. Al menos es lo que vivo y quiero pensar. Pero también me veo frágil y débil, bastante vulnerable y, a mi edad, dependiente de los demás. Me importa mucho lo que piensen y digan de mí. Incluso quiero que me digan cómo me ven, aunque no cualquiera.

La reflexión que haces es tremendamente interesante. Conviene leerla con cuidado, porque apuntas muchas cosas. Por un lado, que, cuando entramos dentro de nosotros mismos, nos vemos «habitados» por otro, que estamos y queremos estar muy vinculados a los demás. Y en medio de todo esto, ¡nosotros! Cualquier cosa, por lo que dices, menos soledad. La persona no está hecha para cerrar los ojos y solo mirarse a sí misma. Donde quiera verse reflejada se encuentra con el otro.

Siempre digo en clase, al iniciar uno de los temas, que todos tenemos una vocecilla interior con la que dialogamos permanentemente. Nos hablamos interiormente, estemos donde estemos. No son dos voces, sino la persona en diálogo continuo consigo misma. Hoy se habla mucho, frente a las distracciones, de saber estar presente a uno mismo y aprender a escucharse. No solo es un tema de jóvenes que comienzan a percibir su mundo interior, sino de adultos que se afanan por muchas cosas, llegando a olvidarse de sí mismos. Por la fe sabemos que no solo queremos dialogar con nosotros mismos en un monólogo solipsista y egoísta, sino que en esta conversación se inicia también un trato con Dios. El Espíritu nos habita. Es maravilloso abrirse a esta presencia.

Quedarnos ahí sería muy empobrecedor. En el otro más cercano, en nuestro prójimo, en el compañero, el amigo, la familia, Dios también habla. Estamos hechos de relación, somos seres con vínculos y capacidad de unirnos entre nosotros. No solo de los que nosotros «seleccionamos» y a los que atendemos. Somos aquellos a los que nos acercamos. El cristiano es el que se hace prójimo de los demás. Desatender esto es olvidar la esencia del cristianismo como religión y forma de vida, prescindir de todo misterio.

8. ¿Nos reducimos?

Miguel: Me molesta que en mí vean solo una parte y que nadie se dé cuenta de que soy mucho más. Unos me ven aquí, otros allá. Nadie el conjunto. Unos se fijan en esto y otros en lo demás. ¿Por qué no somos transparentes del todo? Estaría bien que Dios nos hubiese creado así.

Tan cierto es que nos gustaría por momentos ser transparentes como que hay circunstancias en las que desearíamos ser invisibles. No estoy tan seguro de que ser transparentes sea algo tan maravilloso, por mucho que nos parezca ahora. Pero de lo que no cabe duda es de que no ser comprendidos ni queridos por los demás conlleva muchos sufrimientos. Reconocer que esto nos provoca malestar y nos hace daño debería llevarnos, como mínimo, a ser prudentes con los demás para no hacer lo mismo. Quizá ahí toquemos un tema importante.

Darse a otros, mostrarse tal como somos, supone un acto de amor. Y en esa tesitura estamos. Porque sabemos bien, demasiado, por desgracia, que abrir el corazón y exponerlo puede servir a otros de motivo para que nos hagan sufrir. Encontrar a quien nos quiera y dejarnos querer abiertamente y sin tapujos es más difícil de lo que parece. Incluso cuando sabemos que nos quieren, muchas veces permanece la duda. Si supieran esto, ¿seguirían queriéndome igual?

Vayamos un poco más allá con el tema que planteas. Que los demás nos comprendan no está en nuestras manos. Y sí lo está decidir qué mostramos a los otros. Es un ejercicio curioso y un tanto desconcertante. Pensamos que damos una imagen y, sin embargo, los demás reciben otra. Comienza el conflicto en el que nos vemos empequeñecidos, porque nosotros mismos, sin saberlo, estamos reduciendo lo que somos. En el fondo somos un misterio para nosotros mismos que, aunque deseemos desvelar de un plumazo, nos acompañará toda la vida. Dicen que por aquí se empieza un largo camino: ¡conócete a ti mismo! ¿Te suena?

 

 

 

Malena: El tema de las etiquetas y de las apariencias me enfada. No solo porque me las pongan o me deje llevar por ellas, también porque he tenido alguna experiencia en la que pensaba que alguien era tal o cual y luego he descubierto otra cosa. Eso me da rabia. No me gusta equivocarme. ¿Cómo no equivocarme en un futuro?

No sé si existe la posibilidad de no equivocarse o lo tenemos que mantener como un deseo permanente. Creo que cuando menos nos equivocamos es cuando descubrimos en el otro algo bueno e interesante, cuando somos capaces de comprender su humanidad y no solo de proyectar la nuestra. ¡Vete tú a saber en cada caso lo que ha ocurrido! Pero ya digo que la alerta es interesante, sobre todo si es para pensar bien de los demás más que para sospechar de ellas. Que nos miren bien también nos ayuda a vernos mejores. En la escuela lo vivo a diario, y en mi experiencia lo confirmo igualmente. Dispuestos a etiquetar, que sea para remarcar algo bueno.

De lo que no estaremos libres jamás es del enorme sacrificio que supone mirar y dejarnos mirar. Las apariencias, como tú dices. Aunque la palabra es confusa y no siempre la empleemos ni nos refiramos a lo mismo. Unas veces la apariencia sirve para ocultar algo detrás, otras veces la usamos como una pista que nos avisa de algo mayor, porque no podemos verlo todo de golpe, y otras como un puro engaño.

Pongo ejemplos. En el primer caso sería una máscara que nos impide ver el rostro, aunque sabemos que hay algo detrás. Como cuando un niño llama mucho la atención o demanda afecto. Nos está queriendo decir algo muy importante, pero lo dice a su manera. En el segundo, nadie puede mostrar todo lo que nos quiere, pero un abrazo en según qué momento nos transmite una hondura mayor. Ese gesto es algo valiosísimo que concentra algo mucho mayor. Y del tercer caso, desgraciadamente, los ejemplos son también muy reales. Alguien se acerca a nosotros mostrando interés por algo, con buenas palabras, pero busca manipularnos o no lleva buenas intenciones. Para todo hay.

Discernir en todo esto es tremendamente complejo. Sirva para ser prudentes. También sobre cómo nos etiquetamos a nosotros mismos.

9. ¿Somos buenos o malos?

Paula: Recuerdo la discusión en clase –el debate– y fue muy interesante. Yo me inclinaba por pensar que éramos más malos que buenos, la verdad. Aunque hay casos en los que no dudaría. Si nacemos buenos, ¿por qué nos convertimos en malos tan fácilmente?

Sabemos que las simplificaciones no nos llevan a nada. Tenemos suficientemente claro que ni somos buenos del todo ni malos del todo. Estamos en medio, en una lucha constante, y nadie debería despreocuparse. Lo que sí parece que es determinante es si elegimos pensar que los demás son más malos que buenos o a la inversa, porque determinará todo. La desconfianza o la confianza, mi disposición a acercarme a los demás o a alejarme de ellos.

Mucho me temo que, en este sentido, el mal va venciendo. En los niños, desde que son pequeños, primero se siembra la duda sobre el otro. Luego, si acaso y con tiempo, que descubra que pueden llevarse bien o incluso ser amigos. En lugar de impulsar la esperanza, transmitir una imagen bondadosa de las personas; desde que somos pequeños recibimos prácticamente lo contrario, y cuesta reaccionar ante ello. Está muy incrustado en la conciencia colectiva.

Lo que a mí más me cuestiona es de dónde viene tanto mal, tantos males, y por qué le damos paso a través de nosotros en lugar de responder con bien. Muchas veces pensamos que es casi de héroes en lugar de personas normales y corrientes. ¿No nos damos cuenta de que el mal nace en nosotros, que estamos heridos –podridos– y necesitamos ser curados?

Dar rienda suelta al bien en nosotros mismos para descubrir lo buenos que podemos llegar a ser. No nos lo creemos, pero el límite de nuestra bondad está lejos. Educarnos en ello, aunque no nos parezca de primeras muy bonito. Todo esto es una tarea tan individual y personal, porque nadie puede hacerlo por nosotros, que toda educación y cuidado de la familia creo que termina en mera sugerencia. Es la persona frente a sí misma.

 

 

 

Pablo: Quiero pensar que hay más gente buena que mala. A pesar de lo que se diga en las noticias y de lo que pasa en el mundo. Hace falta más educación, que nos enseñen a respetarnos más y tener valores. ¿O no interesa?

Un día, y te respondo de esta manera, hablaba con un antiguo alumno de algo parecido. Su situación familiar era muy complicada; había encontrado en el colegio un espacio en el que vivir de otra manera, pero llegaba a casa y día tras día tenía un panorama que no deseo a nadie. Él era un chaval maduro para su edad. Curtido en mil batallas y, a pesar de todo, sensato. Me decía entre lágrimas, en mitad del pasillo, que la vida le había tratado muy mal. Su padre abusó de él, su segundo padre le pegaba. Me cuesta pensar en tanto horror. Sinceramente, algo de lo más indeseable. Yo me quedé sin palabras. Y él terminó mirándome a los ojos y diciendo que él no quería ser así con los demás.

Te cuento esto porque a mí me hizo pensar enormemente. Y estoy muy agradecido a aquella conversación. No es tanto lo que recibimos cuanto lo que hacemos. Tenemos siempre la oportunidad de pagar a los demás con su misma moneda, y ser con unos buenos y agradecidos y con otros muy malos y puñeteros. O pasar al siguiente nivel, más allá del simple estímulo-respuesta, y ser personas, pase lo que pase. No nos hace malos ni tampoco buenos sin más lo que nos sucede, sino lo que hacemos.

Como creyente, esta lección del Crucificado es tremenda. En el peor momento de la historia, cuando todos habían desaparecido de su lado y quizá pensaban que todo había terminado, él perdona. Siempre me ha impresionado esto. Veo en la cruz cómo el mal que se hace se frena porque encuentra una respuesta diferente a la que espera. Pienso en el mundo, en general, y me doy cuenta de que este es el gran misterio por el que el mal muchas veces triunfa. Porque nos conduce a su lado, nos arrastra y devora. No son valores sin más, esto no se puede casi ni decir ni enseñar. ¿Cómo se capaces de devolver bien cuando padecemos el mal? Tendríamos que ser nuevos, interiormente renovados casi por completo para resistirlo.