Alberto Gómez Font



Errores correctos

Mi oxímoron



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Prólogos a la edición tapatía



La manía del purismo





Jorge de Buen Unna


En un mensaje de correo electrónico, Alberto me había dicho que se le antojaba —en realidad, él habría dicho que «le apetecía»— viajar de Los Ángeles a San Diego en un autobús de la Greyhound. Quizás por eso yo me imaginaba verlo a través de la ventanilla del bus, en blanco y negro, con el rostro casi pegado al cristal, pensativo. Como una película de James Dean, vaya, pero con un personaje español de piel cetrina y bigote de caballero a la usanza del diecinueve.

A partir de que él, con su vieja maleta de cuero invadida de etiquetas, atravesara la puerta de la terminal —donde yo lo esperaba con mi hijo Jorge Pablo sobre los hombros, como un tótem animado—, pusimos a nuestra amistad materia, tibieza y sonidos. Una amistad que, por cierto, ya llevaba algún tiempo sazonándose, aunque en la vacuidad de lo virtual. Desde aquel día, pues, nos hemos visto un montón de veces, siempre con ilusión y un grandísimo gusto. Nos unen muchas más cosas que la afición por el idioma, o, más bien dicho, que la afinidad por todo el espectro de la comunicación verbal. Y, como en toda buena amistad, lo que tenemos en común nos acerca tanto como lo que no. Vea, por ejemplo: a Alberto le gusta decir palabras claves y mariposas monarcas, y yo no acabo de tragármelo. En casi todo lo demás estamos de acuerdo.

Alberto ha sido mi cicerone en Madrid y Barcelona. Me ha hecho conocer el maravilloso mundo de los buenos bares, así como otros asuntos suyos muy de veterano sibarita. Pero aun cosas tan importantes de conocer y experimentar en carne propia, como las medias combinaciones de Lhardy, el fantástico jerez de La Venencia, los mejores cocteles —o cócteles, si lo prefiere— de tal o cual ciudad, el vermú en alguna taberna de La Latina y los bocadillos del Iberia, en la plaza San Bernardo, ya muy entrada la noche…; por encima de todas estas cosas sustanciales, digo, más importante es el hecho de que mi hermano me quitó la manía del purismo.

El purismo es un gran estorbo. Es la maciza armadura de un guerrero medieval, ¿lo ve? Quizás lo proteja de un par de mandobles, pero vaya soba llevar esa masa cargando de un lugar a otro, especialmente en tiempos de paz.

Mientras uno se adentra en el mundo del idioma, va escuchando lecciones y coleccionando saberes, y tiene los nuevos conocimientos por tan preciosos, que quisiera fijarlos para siempre. «¡No me vayan a quitar esas tildes!», dicen los puristas espantados de ver que una lengua facilitada pone en riesgo su estamento.

Mi fascinación por nuestro idioma viviente y sujeto a mutaciones, por una lengua que se nutre de otras y se enriquece, por el río de palabras que, en cuanto ha pasado, ya no es el mismo, la debo, en gran parte, a Alberto. Este oxímoron suyo, su Errores correctos, nos enseña que, en vez de afanarnos en conducir las palabras por tal o cual senda, lo mejor es sentarse bajo la fresca sombra de un pirul —o una encina, ponga usted— a verlas pastar.

Lector querido: El día en que le cuelen uno de esos barbarismos que ponen los pelos de punta, sea cauto y recuerde los capítulos de este libro. A lo mejor —quién sabe—, dentro de unos cuantos años (casi siempre menos de los que uno esperaría), lo ve arraigar en el diccionario y echar flor.



Mazatán, el 18 de diciembre del 2018.





Errores productivos






Cuauhtémoc Rodríguez



«El error es la semilla de la corrección», podría ser un buen dicho, «atrévete a fallar y aprende de tus errores», «Errare humanum est, perseverare diabolicum» (errar es humano; perseverar en el error, diabólico). Tras el elogio al reconocimiento del equívoco reside la virtud de lo verdadero, ya que las cosas deben orientarse hacia su perfección, y ese es el camino que siguen la ciencia y el arte.

Habría que preguntarse si el habla es más un arte o una ciencia, si hablar bien, así con ese tufo moralista, es resultado del cultivo del buen gusto guiado hacia la perfección divina o una operación quirúrgica de corrección lingüística basada en la filología, la gramática y la etimología. Quizás no hay que buscarle tres pies al gato, o dos cabezas a la serpiente, y afirmar que existe una manera objetiva, una ciencia del hablar correctamente, a la que debe acudirse para zanjar las dudas del habla y determinar la corrección lingüística. Sin embargo, mientras encontramos gatos de tres pies y serpientes bifrontes, fenómenos de feria que más atraen la atención de buscadores de rarezas, lo contrario a la norma es un asunto que fascina a los espíritus curiosos.

En un principio es el verbo, y ese verbo crea el mundo donde se batirán en duelo humanos, dioses y demonios, con el objetivo de poseer los dominios de la lengua. El habla, a través del lenguaje, revela el universo, pero ese universo estará en guerra. Hay en el corazón del hablante una partícula rebelde que lucha continuamente contra el yugo de la norma y que le humaniza en el equívoco lingüístico. El habla no es normativa, es flujo colectivo que engendra la razón momentánea del mundo, es responsable de la creación del sentido de las cosas en un universo que, viéndolo desde una perspectiva humana, no tiene mucho sentido. A lo mejor por eso las lenguas andan por ahí lamiendo los fenómenos y agarrándoles el gusto, expresando los sabores de las cosas como saberes de la experiencia. El habla es rebelde porque opera a base de prueba y error: primero surgirá el atrevimiento, luego el equívoco, y después, quizá, la norma. Pero la norma no es ni el fin ni el origen del habla, es solo una marca en la regla que registra la transmutación de lo hablado.

El habla cuenta historias, el habla se habla y se documenta en libros; este es un libro que compendia rarezas lingüísticas, y por lo tanto es pariente de los bestiarios medievales, un compendio de seres fabulosos y de monstruosidades nacidas por capricho y por error; puede ser también una especie de vademécum de conjuros de los demonios del habla, un manual de hechizos que descubren el origen de las maldiciones que inducen al error verbal. La lingüística es un arte hermético, una magia de conjuros, y como toda magia, su ejercicio requiere del conocimiento de la ciencia oculta, pero, sobre todo, del ejercicio prudente de la intuición; esa atracción sensible que le confiere elegancia a las fórmulas verbales y en la cual el autor ostenta el grado de hierofante.

Este bestiario lingüístico trata sobre un espécimen particularmente fascinante: el oxímoron. El oxímoron pertenece a la categoría de las criaturas bizarras que participan de lo contrahecho por lo contradicho. Es un ser que surge de la simiente que deposita el lenguaje en un súcubo del hablante mediático y que, al reproducir su engendro por millones, acaba por sustituir un término por su equivocación. El oxímoron sustituye el sentido, el término y la intención objetiva de lo dicho y hace que surja una verdad alterna que lleva al lenguaje hacia su deriva.

Explicar por qué la naturaleza del lenguaje tiende más hacia la confusión y a la impermanencia que hacia la claridad y a la norma no es materia de este volumen; su intención es más bien dar testimonio y hacer un corte axial a la anatomía de ciertas criaturas lingüísticas y evidenciar la tendencia que da forma a la fábula de nuestro tiempo.



Ciudad de México, enero de 2019.









Prólogos a la edición madrileña




Por amor a la lengua: los errores correctos
de Alberto Gómez Font





Gerardo Piña-Rosales*



Un cuate no le falla nunca a su cuate. Por eso, cuando Alberto Gómez Font me pidió que le enviase unas líneas a modo de presentación de este libro que tienes en las manos, querido lector, le respondí que con mucho gusto lo haría, pues por algo y para algo somos cuates desde hace años.

A Alberto y a mí nos une un irreductible amor por la lengua española, ante la cual hemos adoptado siempre una actitud abierta, antipurista, porque sabemos que las lenguas no pueden ser nunca puras, que nunca lo han sido y nunca lo serán. Desde el román paladino de Berceo hasta el español que se habla hoy en Los Ángeles, Miami o Nueva York, nuestra lengua se ha ido adaptando, siempre camaleónica, a las vicisitudes de los tiempos y de las costumbres de los pueblos que la hablan. Claro que esta actitud abierta no implica ceguera ante los errores que se cometen con ella —o contra ella—; errores que no son sino desviaciones, más o menos bárbaras, de lo que hemos dado en considerar norma lingüística. Pero también es cierto, y así nos lo recuerda Gómez Font en este libro lleno de ingenio y sabiduría, que esas normas no son monolíticas, y que con el devenir de las modas y de los usos pueden cambiar y hasta llegar a ser obsolescentes. Como botón de muestra, Gómez Font, con una ironía —rayana en el sarcasmo— digna de Larra, acude a una experiencia personal. Me refiero al uso del verbo cesar, hogaño transitivo, mientras que antaño no lo era, y así el gran Galdós, en Miau, nos habla del cesante Villaamil.

Hoy, y en parte por la prepotencia del inglés, estas tergiversaciones están a la orden del día. El autor nos relata, por ejemplo, que si en el pasado el voquible bizarro era equivalente de gallardía, elegancia o esbeltez, hoy, por influencia del bizarre inglés, lo bizarro es lo raro, lo extravagante, lo inaudito.

Alberto Gómez Font no es novillero en estas lidias con las palabras, sobre todo con las escritas, que son, al fin y al cabo, las que perduran. Sus conocimientos lingüísticos son muchos y variados, pues no en vano se desempeñó durante años como coordinador general de la Fundación del Español Urgente (Fundéu) y además es miembro correspondiente, en Madrid, de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (anle), que me honro en dirigir. En la anle, Gómez Font ha colaborado con varias de nuestras comisiones en la elaboración del Diccionario hispánico de dudas y en la 23.ª edición del Diccionario de la lengua española. Y en estos últimos meses ha venido trabajando incansablemente en el tercer volumen de Hablando bien se entiende la gente, publicación de la anle, que verá la luz en primavera.

En estos Errores correctos, que el autor califica como «su oxímoron», a modo de glosario, Gómez Font recoge una serie de errores comunes en los que incurría —hoy ya no son errores— a diario en nuestra lengua, los ejemplifica y los corrige. Pues de eso se trata: de denunciar el mal uso de nuestra lengua, de la falta de conciencia lingüística que campeaba ayer y sigue campeando hoy por nuestros fueros, y que es más visible en los medios de información. Se habla mal y se escribe peor, parece decirnos el autor. ¿Hablamos mal porque pensamos mal o es al revés? ¿Pensamos con palabras o el pensamiento precede al verbo? Sea como fuere, Gómez Font se lanza, una vez más (aunque haya sido solo por desahogarse, que ya es bastante) a señalar con ejemplos de medios de comunicación de España y las Américas, de la televisión y de la Red, una cáfila de incorrecciones y aberraciones idiomáticas resultado de la prisa, del descuido y, por qué no decirlo, de la incultura más atroz que vieron los siglos.



Nueva York, enero del 2017.





* Director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.

Un libro para degustarlo






Leonardo Gómez Torrego**



Hace ya casi veinte años, Alberto Gómez Font me llamó un día por teléfono a mi despacho del Consejo Superior de Investigaciones Científicas para invitarme a formar parte del Consejo Asesor del Departamento de Español Urgente de la Agencia Efe. Acepté gustoso la invitación y desde la primera reunión a la que asistí pude comprobar el enorme interés de Alberto, entonces coordinador de ese Departamento, por todo lo que tenía que ver con la corrección idiomática. Me impresionó su aguda curiosidad por los fenómenos normativos y su vastísima cultura, así como su gran humanidad y sencillez. Aprendí mucho de sus preguntas, de sus dudas, de sus matizaciones, de sus aportaciones personales al Consejo Asesor. Allí nació entre nosotros una profunda amistad que nos ha permitido, entre otras cosas, debatir con frecuencia fenómenos lingüístico-normativos varios. Afortunadamente, esa amistad y esos debates siguen todavía vivos en la actualidad.

Y el destino hizo que coincidiéramos un mes de septiembre de hace ya bastantes años en una mesa redonda de un curso sobre el uso y la norma lingüísticos que se celebró en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. En mi breve intervención me referí a ciertos fenómenos gramaticales que entonces se consideraban incorrectos, pero que personalmente intuía que en breve iban a ser aceptados por la Real Academia Española, como así ha sucedido si nos atenemos a las últimas obras académicas: Diccionario panhispánico de dudas (2005), Nueva gramática de la lengua española (2009), Ortografía de la lengua española (2010) y Diccionario de la lengua española (2014). No es que yo tuviera dotes de adivino; simplemente me basé en lo que deben ser unos criterios lógicos en la fijación de la norma de corrección: el funcionamiento del sistema lingüístico del español y la creciente aparición de esos fenómenos en los medios de comunicación, que, se quiera o no, marcan hoy de forma muy destacada la senda de lo que entendemos por español culto. Esa intervención mía le llamó mucho la atención a Alberto —así me lo ha confesado varias veces— y es posible que en ese momento se le despertara o acrecentara la idea de publicar algún día un libro sobre fenómenos que son incorrectos en una época y que pueden pasar a considerarse correctos en un plazo de tiempo no demasiado largo. Al fin y al cabo, las lenguas son como las aguas de un río: deben fluir sin diques de contención puristas, pero siempre bien encauzadas por los taludes de las normas de corrección con el fin de evitar que se desborden y terminen por anegarlo todo. El caos y la excesiva dispersión en una lengua nunca son deseables. Como fruto de la gran curiosidad de Alberto por los fenómenos normativos del español, tenemos este libro Errores correctos: mi oxímoron, realmente entrañable, sencillo, ameno, atractivo, que nos avisa de que las lenguas son dinamismo, energía, movimiento, y que cualquier intento de obstaculizar su discurrir encauzado está abocado al fracaso. En suma, un libro para degustarlo.



Madrid, enero del 2017.





** Del Consejo Asesor de la Fundación del Español Urgente (Fundéu BBVA).

Pastoreando palabras






Francisco Muñoz***



Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), define así el término palabra: Lat. dicitur verbum; pero trae su etimología de parabola, bárbaramente. Más adelante fija de esta guisa el significado de parábola: Es lo mesmo que comparación y semejança. Comparación y semejanza, es decir, fijar la atención en dos o más objetos para descubrir sus relaciones o estimar sus diferencias. Eso es, precisamente, lo que Alberto Gómez Font ha hecho con esos errores que devinieron correctos: compararlos y analizarlos como dualidades de una misma esencia que, sometidos a un cambio continuo, llegan a ser y a significar lo que ahora son y significan.

Lo que le ocurrió a mi apreciado amigo Alberto es que un buen día, un pensamiento apenas advertido, fugaz, repentino, dejó la marca de su efímera presencia como si se tratase de un breve preludio de lo que sería más tarde. Con el tiempo, aquel destello fue tomando forma hasta que, casi inadvertidamente, desde cada rincón del intelecto se inflamaron, con inconcuso y feliz propósito, con alegre armonía, las fuerzas jubilosas que lo llevaron a convertirse en pastor de palabras.

La idea de que el lenguaje es como el fluir continuo del saber, de que las palabras y los conceptos no son entes inmutables, es el arma de que se vale el autor de estos Errores correctos para diseccionar su particular palabrario y establecer las relaciones de correspondencia entre lo que significaron y lo que pasaron a expresar.

Hay que ser muy valiente, osado incluso, o tener algo de adivino —y yo intuyo en Alberto una especial conexión con ciertos arcanos del lenguaje no exentos de encantorios— para aventurarse en un bosque en el que no todo es de continuo lo mismo. Las circunstancias que alumbran las voces de nuestra lengua no siempre logran fijarlas, sino que es el uso —siempre el uso— el que determina su destino. Muchas de esas palabras quedan afirmadas en el enramado del lenguaje; otras muestran un espíritu mudable y, aunque no cambian el atuendo externo, sí lo hacen por dentro. Estas últimas son las que considera las raíces de su particular oxímoron.

Con esta obra, Alberto Gómez Font da un paso más en el acercamiento del lenguaje a cuantos se interesan por la esencial importancia que tiene la claridad del discurso oral o escrito en las relaciones entre personas. El lenguaje nos permite manifestar lo que pensamos o sentimos, de ahí la conveniencia de que sea de fácil comprensión, preciso, sin ambigüedades, libre de redundancias viciosas y de yerros que, por descuido o inadvertencia, nos lleven a confusión. Alberto es persona discreta y perita en el conocimiento de las palabras y sus significantes. Este saber, atesorado durante años, condice con la idea de que un texto llega mejor al lector si este es guiado por senderos que no sean aburridos. De esto último, Errores correctos: mi oxímoron sabe mucho. Y es un libro necesario.

Alberto camina por el tempestuoso mundo del lenguaje pastoreando palabras, cuidándolas con mimo para servirse de ellas cuando el menester lo exija; es su verdadera vocación. Su rebaño es grande, crece cada día porque a su pastoril tarea se une su otra inclinación: la de coleccionista (de palabras, claro, a las que somete, sujeta y rinde para ponerlas al servicio del mejor estilo). Vale.



 

San Roque (Cádiz), enero del 2017.





*** De la Academia Norteamericana de la Lengua Española

Otra vez






Beltrán Llauradó



¡Caramba! ¡Ya pasaron once años! Sí: fue en el 2005 cuando mi amigo Alberto Gómez Font me pidió que escribiera unas líneas para el prólogo de su libro Donde dice… Debiera decir… (Manías lingüísticas de un barman corrector de estilo), y lo hice, cómo no, muy gustoso, pues quiero a Alberto como a un hermano.

Ya entonces mostraba mi sorpresa al descubrir que el libro que debía prologar no era de coctelería, ni de viajes, ni de cuentos, sino de asuntos relacionados con el uso del español, y hoy, otra vez estoy sorprendido, porque ya llevo años esperando la segunda parte de los Cócteles tangerinos de Alberto, y pensaba que ya la iban a editar, pero veo que tendré que seguir esperando. Sí llegó a mis manos, en cambio, su libro de memorias gastronómicas infantiles, titulado Sabores colombianos, en el que nos cuenta su infancia en Pereira (Colombia) y su regreso a España, todo ello entre 1958 y 1966. También supe —y me sorprendió— que el año pasado se publicó un libro del que Alberto es coautor junto con nuestros amigos (los son suyos y míos) Jorge de Buen, Xosé Castro Roig y Antonio Martín, con el título de Palabras mayores y el subtítulo 199 recetas infalibles para expresarse bien.

Sé de las juergas que se corren Jorge, Xosé, Antonio y Alberto cada vez que viajan juntos por Hispanoamérica, los Estados Unidos o España, con la excusa —algunos no terminamos de creérnosla— de dictar conferencias, cursos y talleres sobre el uso correcto de la lengua española, cuando su principal ocupación es visitar buenos restaurantes, buenos bares de cócteles y lindas playas, como la de El Palmarcito, en la costa del Pacífico, en la República de El Salvador, en la que celebraron el 61 cumpleaños de Alberto el pasado mes de mayo, fiesta a la que yo no pude asistir.

Sé también de las ininterrumpidas incursiones de Alberto en el mundo de la coctelería, oficio que nunca abandonó del todo, desde aquellos años —los últimos de la Movida Madrileña— en los que ofició como barman en el bar La Mala Fama. Sigue en ese territorio, y en el 2011 y el 2012 fue coautor, con nuestro común amigo Juan Luis Recio, de sendas guías de bares de cócteles tituladas Madrid en 20 tragos y Barcelona en 20 coctelerías, editadas por otros dos amigos suyos y míos: los hermanos Jacobo y Mario Armero. Además, cedió su colección de cocteleras —más de 250 piezas— y su biblioteca de coctelería a su amigo Diego Cabrera, barman quilmeño, para decorar el bar Le Cabrera, en Madrid; las mismas que ahora, tras algunos meses arrinconadas en un pasillo, adornan el Salmón Gurú, nuevo bar de Diego. Y también fueron suyas casi todas las cocteleras —algunas vinieron desde Rabat— que están expuestas en el 1862 Dry Bar, en Madrid, regentado por su tocayo Alberto Martínez.

Ese es el medio en el que yo conocí a Alberto, un día que le estaba enseñando algunos tragos al barman del Hotel El Minzah, en Tánger, y el mismo terreno que nos ha permitido a ambos conocer a tantos y tan añorados grandes maestros del bar, y también a los más jóvenes, que le han dado nuevos bríos a ese mundo de las mezclas.

Hace tres o cuatro años, charlando con Alberto mientras nos tomábamos unos dry martinis —con Jaume Reverter, Guillermo Artolachipi y Antonio Gallego— en su casa de Rabat, donde vivió del 2012 al 2014, cuando trabajaba como director del Instituto Cervantes de esa ciudad (también allí, en Rabat, ofició de barman un par de veces en el bar de un hotel), nos confesó su desencanto con gran parte del trabajo que había ocupado su tiempo durante más de treinta años; el de asesor lingüístico, revisor de textos y corrector de estilo en la Agencia Efe; nos había contado ya que su oficio era bonito, entretenido, interesante, y que todos los días aprendía un montón de cosas nuevas sobre nuestra lengua, y que había conocido a grandes lingüistas; pero en su retiro marroquí —según nos dijo aquella noche— empezó a analizar con calma su trabajo anterior, y se dio cuenta de que mucho de su esfuerzo había sido en vano; de ahí que se planteara escribir este libro, en el que nos cuenta un montón de historias de palabras que pasaron ante sus ojos.

A mí, como prologuista y amigo, me ha tocado leérmelo de cabo a rabo, y veo cuánta razón tenía cuando me contaba sus sensaciones, no sin chistes y risas, ante el fenómeno del cambio veloz de los usos lingüísticos, y qué acertada era su reflexión de «¿Y para qué sirvió todo aquel esfuerzo?»; pero una vez terminada la lectura del libro, no queda ningún sabor agridulce, sino un grato —al menos para mí— deslumbramiento ante la vitalidad de nuestro idioma.

Así que, muchas gracias, amigo Alberto, por este nuevo libro con el que nos deleitas. ¡Y a ver cuándo terminas de escribir la segunda parte de los Cócteles tangerinos!



Tánger, invierno del 2016.









Para Marta, que ya es filóloga





 



«[…] El diccionario ha de mirar los que hoy son defectos, no como absolutamente tales; ha de considerar la vida de las palabras como un continuo flujo y reflujo, perpetuo devenir en los actos sucesivos en que el lenguaje se realiza. No ha de presentar las palabras como disecadas, sino vivientes y en movimiento; ha de mostrar rápidamente el valor originario de cada palabra, su trayectoria histórica y su situación precisa en el presente, dejando entrever cómo esa trayectoria habrá de continuarse en el futuro.

»[…] representará el habla, no en reposo de autorizada estabilidad, sino en movimiento de avance; será como una fotografía instantánea del idioma en actitud dinámica».

Ramón Menéndez Pidal, Estudios de lingüística.



«Hay que volver a levantar voz y bandera en frente y en contra del purismo casticista, de esta tendencia que, mostrándose a las claras, cual mero empeño de conservar la casticidad de la lengua castellana, es, en realidad, solapado instrumento de todo género de estancamiento espiritual; y lo que es peor aún, de reacción entera y verdadera.

»[…] El futuro lenguaje hispánico no puede ni debe ser una mera expansión del castizo castellano, sino una integración de hablas diferenciadas sobre su base, respetando su índole, o sin respetarla, si hace al caso.

»Y hay, además, otro aspecto de la cuestión, y es que como hoy ningún pueblo puede vivir aislado si quiere vivir vida moderna y de cultura, ningún idioma puede llegar a ser de verdad culto sino por el comercio con otros, por el libre cambio. El proteccionismo lingüístico es a la larga tan empobrecedor como todo proteccionismo; tan empobrecedor y tan embrutecedor».

Miguel de Unamuno, Viejos y jóvenes.