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Conciencia del tiempo

BIBLIOTECA CIENTÍFICA DEL CIUDADANO

Una serie de Grano de Sal dirigida por Omar López Cruz (Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica) y Lamán Carranza Ramírez (Unidad de Planeación y Prospectiva, Gobierno del Estado de Hidalgo)

Energía para futuros presidentes.

La ciencia detrás de lo que dicen las noticias

Richard A. Muller

Conciencia del tiempo. Por qué pensar como geólogos puede ayudarnos a salvar el planeta

Marcia Bjornerud

Predecir lo impredecible.

¿Puede la ciencia pronosticar los sismos?

Susan E. Hough

En pie. Las claves ocultas de la ingeniería

Roma Agrawal

Vaquita marina. Ciencia, política y crimen organizado en el golfo de California

Brooke Bessesen

El arte de la lógica (en un mundo ilógico)

Eugenia Cheng

Conciencia del tiempo

Por qué pensar como geólogos puede ayudarnos a salvar el planeta

MARCIA BJORNERUD

Traducción de Mario Zamudio Vega

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Primera edición, 2019 | Primera edición en inglés, 2019
Título original: Timefulness. How Thinking
Like a Geologist Can Help Save the World
© 2010 by Princeton University Press

Traducción: Mario Zamudio Vega
Revisión técnica de la traducción: R. Fabián Durán Aguilar
Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

D. R. © 2019, Libros Grano de Sal, SA de CV
Av. Casa de Moneda, edif. 12-B, int. 4, Lomas de Sotelo, 11200,
Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México
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Todos los derechos reservados. Se prohíben la reproducción
y la transmisión total o parcial de esta obra, de cualquier
manera y por cualquier medio, electrónico o mecánico
—entre ellos la fotocopia, la grabación o cualquier otro sistema
de almacenamiento y recuperación—, sin la autorización
por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-98611-0-0

Índice

Presentación | OMAR FAYAD MENESES

Reconocimientos

Prólogo | El ritmo de la intemporalidad

1. Un llamado a la conciencia del tiempo

2. El atlas del tiempo

3. El ritmo de la Tierra

4. El cambio está en el aire

5. La gran aceleración

6. La conciencia del tiempo, utópica y científica

Epílogo

Apéndices

Notas

Presentación

Las grandes ideas pueden alcanzarnos mientras atravesamos la profunda oscuridad de la noche de los tiempos. La idea de una sociedad demo-crática es ya antigua, pero su valor y efectividad no han cambiado, si bien hoy los retos son mayores: ahora los desafíos trascienden fronteras y nos llevan a considerar que nuestro entorno es el planeta entero, ya no aquel pequeño ámbito de la polis.

Por otra parte, el libro sigue siendo el mejor vehículo para continuar el diálogo con los principales pensadores y líderes de la humanidad. Como dijo Sergio Pitol al referirse a su Biblioteca del Universitario, “El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad, al mismo tiempo fortalece a la sociedad, y exalta la imaginación”; por todo ello, nuestra fe en el libro se renueva cada vez que rompemos la venda de la ignorancia.

En Hidalgo hemos abanderado el combate a la pobreza mediante el impulso a la ciencia y la tecnología, bajo un esfuerzo integral y decidido por procurar la seguridad de los ciudadanos, la generación de empleos y una mayor atracción de inversiones. Tenemos un compromiso con el combate a la desigualdad atacando sus fuentes desde la raíz. Como reconocemos que una de sus principales causas es la ignorancia, hemos procurado el acceso a una educación moderna y de máxima cobertura geográfica, en todos los niveles, que abarque a todas las niñas y todos los niños del Estado. Creemos firmemente que las personas educadas pueden acceder a mejores oportunidades de movilidad social. En consecuencia, nos hemos hecho el firme propósito de ser la cuna de los científicos y los tecnólogos que abrirán nuevas formas de producción, siempre con un fuerte compromiso con el cuidado del medio ambiente. Queremos formar ciudadanos libres, que hagan suyos los valores de la democracia.

Dentro de la planeación para el desarrollo, Hidalgo está comprometido con la generación de proyectos que serán hitos transformadores de la economía y las capacidades de nuestro estado. Ejemplos de la visón que estamos impulsando son el Sincrotrón Mexicano, el Laboratorio de Gobierno Digital y Políticas Públicas, el Laboratorio Nacional de Acceso Estratégico, el Puerto de Lanzamiento de Nanosatélites, el Laboratorio Nacional lab Chico, la Litoteca Nacional de la Industria de Hidrocarburos, el Consorcio de Innovación Textil y Manufactura, y el Radio Observatorio Nacional.

Para sostener un ambiente democrático, los ciudadanos deben estar bien informados. Por ello hemos prestado particular atención a brindar a la ciudadanía elementos que ayuden a formar opiniones basadas en el conocimiento. Las decisiones que tomemos en los próximos años serán nuestra respuesta como sociedad local a los grandes problemas que aquejan a la humanidad. El camino no es simple: corremos el peligro de perder el rumbo hacia el futuro de bienestar y equidad que buscamos en Hidalgo. Debemos estar preparados. Por ello, me enorgullece presentar la Biblioteca Científica del Ciudadano (BCC) como un esfuerzo para cubrir diversos temas de actualidad que son de importancia para los ciudadanos en un mundo globalizado. La BCC presenta el pensamiento y la opinión de grandes científicos y divulgadores sobre temas que van desde la gene-ración de energía hasta el uso cotidiano de la lógica matemática, desde la geología hasta la conservación de la naturaleza, desde las dificultades para predecir los sismos hasta las maravillas estructurales que la ingeniería hace posible. Con esta serie ofrecemos el acceso a ideas poderosas y a modos rigurosos de pensar. Además hemos buscado a las mejores autoras para que su ejemplo sirva también de invitación para acabar con la desigualdad de género que aflige al quehacer científico y tecnológico.

Como asesor científico de la BCC está el doctor Omar López Cruz, astrónomo que a su destacada trayectoria en la investigación de agujeros negros suma una decidida vocación por divulgar el conocimiento. Le he solicitado a Lamán Carranza Ramírez, titular de la Unidad de Planeación y Prospectiva, que codirija la BCC. Es poco común en nuestro país encontrar la colaboración entre políticos y científicos; por ello, celebro con gran beneplácito que la dirección de la BCC esté en sus manos.

No es frecuente encontrar juntos, en una sola frase, vocablos como libros, ciencia y ciudadanía. La BCC expresa la convicción de que estos tres campos de acción pueden potenciarse unos a otros. Quien se asome a los títulos de esta serie hará suyo lo mejor de la palabra escrita, del pensamiento crítico y de la vida responsable en comunidad. Si queremos alcanzar grandes resultados, debemos pensar en grande. Estoy seguro de que las siguientes páginas nos ayudarán a hacerlo y, por qué no, también a soñar en grande.

LIC. OMAR FAYAD MENESES
Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo

Reconocimientos

Doy las gracias a las muchas personas que participaron en la evolución de este libro: a mis colegas David McGlynn y Jerald Podair; a Eric Henney y Leslie Grundfest, editores de Princeton University Press, y a Arthur Wer-neck y Stephanie Rojas, sus asistentes; a Barbara Liguori, que hizo la revisión de la versión en inglés, y a Haley Hagerman, la ilustradora, cuya obra es atemporal. Gracias también a mi familia: a mis padres, Gloria y Jim; a mis hijos, Olav, Finn y Karl, y al bello Paul, con quien tengo la suerte de pasar mi tiempo en la Tierra.

Prólogo

El ritmo de la intemporalidad

El tiempo es lo único en que todos estamos de acuerdo en llamar sobrenatural

HALLDÓR LAXNESS,
Bajo el glaciar, 1968

A los niños que crecen en climas invernales, pocas experiencias en la vida les provocarán alguna vez la misma alegría en estado puro que un día de nieve. A diferencia de los días vacacionales, cuyos placeres pueden verse disminuidos por las semanas de anticipación, los días de nieve son serendipias1 lisas y llanas. En la década de 1970, en el Wisconsin rural, la radio local de AM anunciaba el cierre de las escuelas mientras nosotros escuchábamos, con el volumen muy alto, temblando de esperanza, a medida que, con una lentitud exasperante, se leían los nombres de las escuelas públicas y parroquiales de todo el condado en orden alfabético. Por fin, nuestra escuela era nombrada y, en ese momento, todo parecía posible: el tiempo había sido anulado temporalmente y los opresivos horarios del mundo adulto se suspendían de forma mágica, en una concesión a la autoridad suprema de la naturaleza.

El día se alargaba generosamente ante nosotros; una expedición al mundo blanco y mudo era lo primero: nos maravillábamos ante la nueva geografía de los bosques que rodeaban la casa y ante la hinchazón de objetos familiares vueltos caricaturas de sí mismos: los tocones y las rocas habían sido equipados con gruesos cojines y el buzón portaba un sombrero ridículamente alto. Disfrutábamos de esas misiones de heroico reconocimiento, sabiendo que serían seguidas por el retorno al acogedor calor de la casa.

En particular, recuerdo un día de nieve cuando estaba en el octavo grado, esa etapa-umbral en la que uno tiene acceso tanto al reino de la infancia como al de la edad adulta. Por la noche habían caído casi 30 centímetros de nieve, seguidos de vientos helados y cortantes, y, por la mañana, el mundo estaba completamente inmóvil y cegadoramente brillante. Mis compañeros de la infancia ya eran adolescentes, más interesados en dormir que en aprovechar la nieve, pero no pude resistir la perspectiva de un mundo transformado: me abrigué como es debido y salí. Sentí un aire cortante en los pulmones; los árboles crujieron y gimieron de esa mane-ra peculiar que indica un frío intenso. Caminando con dificultad cuesta abajo por la colina hacia el arroyo que corría cerca de la casa, vi una mancha roja en una rama: un cardenal macho acurrucado bajo un sol que no calentaba. Caminé hacia el árbol y me sorprendió que el pájaro no me escuchara; me acerqué un poco más y entonces me di cuenta, con repulsión y fascinación, de que estaba congelado en su percha como cuando aún vivía: parecía un espécimen de ojos de vidrio en un museo de historia natural. Era como si el tiempo se hubiera detenido en el bosque y me permitiera ver cosas que normalmente eran sólo un movimiento borroso.

De regreso en casa esa tarde, aún saboreando el regalo del tiempo libre, con gran esfuerzo tomé del estante nuestro gran atlas mundial y me tumbé en el suelo con él. Siempre me han atraído los mapas; los buenos son textos laberínticos que revelan historias ocultas. Ese día, por casualidad, abrí el atlas en un mapa de dos páginas que mostraba los límites de las zonas horarias de todo el mundo, con unos relojes a todo lo ancho de la parte superior que señalaban la hora relativa en Chicago, El Cairo, Bangkok, etcétera. Los colores pastel del mapa corrían en su mayoría en fran-jas longitudinales, excepto por algunas elaboradas divisiones manipuladas, como la de China —toda en una única zona horaria—, y por algunos valores atípicos, incluidos los de la isla de Terranova, Nepal y el centro de Australia, donde los relojes se adelantan o retroceden en relación con el tiempo del meridiano de Greenwich (GMT), según alguna cifra extra-ña que no es un número entero. También había algunos lugares —la Antártida, Mongolia exterior y un archipiélago del océano Glacial Ártico llamado Svalbard— que estaban coloreados en un gris que, según la leyenda del mapa, significaba “Sin horario oficial”. Me cautivó la idea de esos lugares que se habían resistido a verse constreñidos por la medición del tiempo, que no tenían minutos ni horas, totalmente eximidos de la tiranía de un horario. ¿Estaba el tiempo congelado como el cardenal en la rama?, ¿o simplemente fluía, sin relojes y sin restricciones, de acuerdo con un ritmo natural más salvaje?

Años más tarde, cuando, por coincidencia o predestinación, terminé haciendo trabajo de campo para mi doctorado en geología sobre Sval-bard, descubrí que, de alguna manera, realmente era un lugar más allá del tiempo —o fuera de él—. Ahí, la Edad de Hielo (la glaciación Würm) todavía no había aflojado sus garras: los vestigios de la historia de la humanidad de muy distintas épocas —huesos de ballena desechados por los barcos del siglo XVII que purificaban su grasa, tumbas de cazadores rusos del reinado de Catalina la Grande, el fuselaje desgarrado de un bombardero de la Luftwaffe— yacen esparcidos sobre grandes y yermas fran-jas de tundra como si estuvieran en una exposición mal curada. También me enteré de que la designación “Sin horario oficial” de Svalbard se debió en realidad a una discusión absurda y prolongada entre los rusos y los noruegos sobre si debía observar la hora de Moscú o la de Oslo; pero ese largo día de nieve de hace mucho tiempo, liberado por unos momentos de las rutinas cotidianas, en el vértice de la edad adulta pero todavía viviendo cómodamente en la casa de mis padres, vislumbré la posibilidad de que hubiera bolsas donde el tiempo permanecía sin definición, amorfo, en el que incluso se pudiera viajar entre el pasado y el presente con igual libertad. Con una tenue premonición de los cambios y las pérdidas que se avecinaban, deseé que ese día perfecto pudiera ser mi hogar permanente, desde el que podría aventurarme, pero al que podría regresar siempre para descubrir que nada había cambiado. Ése fue el comienzo de una compleja relación con el tiempo.

Viajé a Svalbard por primera vez como estudiante recién graduada —más específicamente, como pasajera mareada a bordo de un barco de investigación del Instituto Polar Noruego— en el verano de 1984. Nuestra temporada de trabajo de campo no pudo comenzar sino hasta principios de julio, cuando el hielo que cubría el mar se había roto lo suficiente para permitir una navegación segura. Tres largos días después de zarpar de la Noruega continental llegamos por fin a la costa suroeste de la isla de Spitsbergen, que sería el objeto de mi investigación de doctorado sobre la historia tectónica del área, la cual constituía la extensión más septentrional de la cordillera de los Apalaches, conocida como plegamiento caledónico. En mi miserable estado de mal de mer, me sentía realmente feliz de que ese día las olas fueran demasiado altas como para que nuestro pequeño grupo pudiera ser llevado a tierra en un bote de goma, porque eso significaba que tendríamos el lujo de hacer un viaje mucho más rápido y seco en helicóptero. Desde la cubierta superior del barco, volamos con todo nuestro equipo y nuestra comida colgando peligrosamente sobre el agitado mar, como si fueran una bolsa de cebollas en una red debajo del helicóptero. Cuando nos acercábamos a la isla, recuerdo haber buscado en tierra algún objeto que me ofreciera cierto sentido de la escala, pero las rocas, los arroyos y las manchas de tundra musgosa eran de un tamaño indeterminado; por fin, vi lo que parecía ser una caja de madera para fruta azotada por el clima, y que resultó ser la choza en la que viviríamos durante los próximos dos meses (véase la figura 1).

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FIGURA 1. La cabaña de Svalbard, en el ártico noruego.

Una vez que el helicóptero partió y el barco desapareció en el horizonte, nuestro campamento se separó de ese momento al final del siglo XX: la cabaña, o hytte, que en realidad era bastante cómoda, había sido construida con madera de deriva por unos ingeniosos cazadores a principios del siglo; llevábamos unos fusiles de cerrojo de la segunda Guerra Mundial como protección contra los osos polares. Aparte de un contacto radial nocturno preestablecido con el barco, que circunnavegaría lentamente el archipiélago tomando medidas oceanográficas durante el vera-no, no teníamos manera de comunicarnos con el mundo: no escuchábamos las noticias sobre los asuntos de actualidad, por lo que, durante los años posteriores a ese verano y tras las temporadas de trabajo de campo que siguieron, descubrí vergonzosas lagunas en mi conocimiento de los acontecimientos mundiales que ocurrieron entre julio y septiembre: “¿Qué? ¿Cuándo murió Richard Burton?”

Ya en Svalbard, mi percepción del tiempo se desprendió de las referencias normales, lo cual se debió en parte a la luz diurna de verano, que duraba las 24 horas del día —no quiero decir exactamente la luz del Sol, porque el clima puede ser espantoso— y no me proporcionaba indicio alguno de que debía dormir; pero también a mi resuelto enfoque en la historia natural de un mundo riguroso que guarda tan pocos recuerdos de los seres humanos. Así como es difícil juzgar el tamaño de los objetos en la tundra, el espacio temporal entre los acontecimientos del pasado se vuelve difícil de discernir: los pocos artefactos hechos por el hombre que es posible encontrar —una enmarañada red de pesca, un globo meteorológico que se pudría— parecen más antiguos y desgastados que las anti-quísimas montañas, sólidas y llenas de vida. Todos los días, perdida en mis pensamientos durante las largas caminatas de regreso al campamento, con la mente aclarada por el sonido del viento y las olas, en ocasiones me sentía como si estuviera en el centro de un círculo, equidistante de todas las etapas de mi vida, pasada y futura, y esa sensación se extiende sobre el paisaje y las rocas: inmersa en sus historias, veo que los acontecimientos del pasado todavía están presentes y siento que incluso podrían repetirse otra vez algún día en una hermosa revelación. Esa impresión es un atisbo, no de intemporalidad, sino de conciencia del tiempo, una conciencia aguda de que el mundo fue hecho por el tiempo, en realidad, de que está hecho de tiempo.

Nota

1Hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual. [N. del t.].

1. Un llamado a la conciencia del tiempo

Omnia mutantur, nihil interit
[Todo cambia, nada perece]

OVIDIO,
Metamorfosis, 8 d. C.

BREVE HISTORIA DE LA NEGACIÓN DEL TIEMPO

Como geóloga y profesora, hablo y escribo con cierta displicencia sobre eras y eones. Uno de los cursos que suelo impartir es Historia de la Tierra y la Vida, una revisión de la saga de 4500 millones de años del plane-ta, en un trimestre de 10 semanas; pero, como ser humano y, más en concreto, como hija, madre y viuda, lucho como todos los demás para mirar el Tiempo a la cara con honestidad; es decir, admito cierta hipocresía al respecto.

La antipatía por el tiempo nubla el pensamiento personal y colectivo. La ahora ridícula crisis del año 2000 (y2k), que amenazó con paralizar los sistemas informáticos y la economía mundiales cuando cambiáramos de milenio, fue causada por los programadores del periodo de 1960 a 1980 que, evidentemente, creían que el año 2000 no llegaría nunca. Durante los pasados diez años, los tratamientos con bótox y la cirugía plástica llegaron a ser considerados como una mejora saludable de la autoestima, antes bien que lo que realmente son: la evidencia de que tememos y detestamos nuestra falta de conciencia del tiempo. Nuestra aversión natural a la muerte es amplificada por una cultura que considera que el tiempo es un enemigo y hace todo lo posible para negar su paso. Como dijo Woody Allen: “Los estadounidenses creen que la muerte es opcional.”

Ese tipo de negación del tiempo, arraigada en una combinación muy humana de vanidad y temor existencial, es quizá la forma más común y comprensible de lo que podría llamarse cronofobia, pero existen otras variedades más tóxicas que también interactúan para generar un desconocimiento social persistente, obstinado y peligroso con respecto al tiempo. Ahora, ya en el siglo XXI, nos sorprenderíamos si un adulto educado fuera incapaz de identificar los continentes en un planisferio; sin embargo, nos sentimos bastante cómodos con el olvido generalizado de todo lo que no sean los aspectos más superficiales de la prolongada historia del planeta —“ Mmm, el estrecho de Bering… los dinosaurios… ¿Pangea?”—. La mayoría de los seres humanos, incluidos los de los países ricos y técnicamente avanzados, no tienen un sentido de proporción temporal: la duración de los grandes capítulos de la historia de la Tierra, los pulsos de cambios de los intervalos previos de inestabilidad medioambiental, las escalas de tiempo intrínsecas del “patrimonio natural”, como los sistemas de agua subterránea. En nuestra calidad de especie, hemos mostrado un desinterés infantil y una incredulidad parcial en lo concerniente al tiempo anterior a nuestra aparición en la Tierra. Sin deseos por conocer las historias que carecen de protagonistas humanos, muchas personas simplemente no quieren ser molestadas con la historia natural; en consecuencia, somos intemperantes e intemporales: analfabetos en lo que al tiempo respecta. Al igual que los conductores sin experiencia pero con una confianza excesiva, pasamos con celeridad a través de paisajes y ecosistemas sin entender sus normas de tránsito establecidas desde hace mucho tiempo y, entonces, cuando enfrentamos las consecuencias por ignorar las leyes naturales, reaccionamos con sorpresa e indignación. Nuestra ignorancia de la historia del planeta socava toda reivindicación que podamos hacer sobre la modernidad. Navegamos en forma imprudente hacia nuestro futuro, basándonos en unas concepciones del tiempo tan primitivas como un mapamundi del siglo XIV, cuando los dragones acechaban en los límites de una tierra que era plana: los dragones de la negación del tiempo todavía persisten en una asombrosa variedad del hábitat humano.

Entre los diversos enemigos del tiempo, el creacionismo y su idea de la Tierra joven es el dragón que más fuego arroja, pero al menos su postura es predecible. Durante los años en que he enseñado geología en el ciclo universitario, he tenido estudiantes de antecedentes cristiano-evangélicos que se esfuerzan de todo corazón por reconciliar su fe con la comprensión científica de la Tierra. De verdad siento empatía por su aflicción y trato de señalarles las sendas que llevan a la resolución de esa discordancia interior: en primer lugar, subrayo que mi tarea no consiste en confrontar sus creencias personales, sino en enseñarles la lógica de la geología (¿geo-lógica?): los métodos y las herramientas de la disciplina que nos permiten no sólo comprender cómo funciona la Tierra en el presente, sino también documentar con todo detalle su intrincada e impresionante historia. Algunos estudiantes parecen estar satisfechos con el hecho de mantener separadas la ciencia y sus creencias religiosas por medio de esa división metodológica, pero, con más frecuencia, a medida que aprenden a interpretar por sí mismos las rocas y los paisajes, las dos visiones del mundo les parecen cada vez más incompatibles. En ese caso, recurro a una variación del argumento expuesto por René Descartes en sus Meditaciones acerca de si su experiencia existencial era real o una elaborada ilusión creada por un demonio o dios malévolo.1

Al comienzo de un curso de introducción a la geología, se comienza por comprender que las rocas no son sustantivos sino verbos, la prueba visible de ciertos procesos: una erupción volcánica, la acumulación de un arrecife de coral, la formación de una cadena montañosa. Dondequiera que se mire, las rocas dan testimonio de eventos que se desarrollaron a lo largo de extensos periodos de tiempo; poco a poco, durante más de dos siglos, las historias locales contadas por las rocas en todas partes del mundo han sido reunidas en un gran tapiz mundial: la escala del tiempo geológico. Ese “mapa” del tiempo geológico —“tiempo profundo”, según lo postuló Hutton y lo empleó Lyell en sus Principios de geología — representa uno de los grandes logros intelectuales de la humanidad, elaborado arduamente por los estudiosos de la estratigrafía, los paleontólogos, los geoquímicos y los geocronólogos de muchas culturas y creencias. Todavía es un trabajo en proceso al que constantemente se añaden más detalles y cuyas calibraciones son cada vez más precisas. Hasta ahora, en más de 200 años, nadie ha encontrado una roca o un fósil anacrónicos —es decir, a nadie le ha saltado una “liebre precámbrica”,2 como supuestamente dijo el biólogo J. B. S. Haldane— que representaría una incongruencia fatal en la lógica de la escala del tiempo.

Si se reconoce la credibilidad del metódico trabajo de innumerables geólogos de todo el mundo —muchos al servicio de las compañías petroleras— y se cree en un dios creador, la elección entonces estará entre aceptar la idea de: 1] una Tierra antigua y compleja con historias épicas que contar, puesta en marcha hace miles de millones de años por un creador benevolente, y 2] una Tierra joven fabricada hace apenas unos cuantos miles de años por un creador taimado y embustero que plantó pruebas engañosas de un planeta viejo en cada rincón y cada grieta, desde los lechos fósiles hasta los cristales de zircón, habiendo previsto nuestras exploraciones y análisis de laboratorio. ¿Qué es más herético? Un corolario de esta argumentación, que debe exponerse con tacto y cuidado, es que en comparación con la historia antiquísima, rica y grandiosa de la Tierra, la versión del Génesis es una simplificación intelectual ofensiva, una simplificación tan extrema que significa una falta de respeto a la creación.

Aun cuando simpatizo con individuos que lidian con las interrogantes teológicas, no tengo tolerancia alguna con los que, bajo la protección de organizaciones religiosas, sospechosamente bien financiadas, difunden con toda intención la pseudociencia que empaña el cerebro. Mis colegas y yo nos desesperamos ante la existencia de atrocidades como el Museo de la Creación, con sede en Kentucky, y la desalentadora frecuencia con que aparecen los sitios electrónicos de la Young Earth, la “Tierra joven”, cuando los estudiantes buscan información sobre, por ejemplo, la data-ción isotópica. Pero yo no había comprendido completamente las tácticas ni visto los larguísimos tentáculos de la industria de la “ciencia de la creación” hasta que un ex alumno me alertó de que uno de mis propios artículos, publicado en una revista que sólo los geofísicos introvertidos y obsesivos leían, había sido citado en el sitio electrónico del Instituto para la Investigación de la Creación. La frecuencia de las citas es una medición con la que el mundo científico clasifica a los investigadores y la mayoría de los científicos adopta el punto de vista de P. T. Barnum en el sentido de que “no existe tal cosa como la mala publicidad”: cuantas más citas, mejor, aun cuando las ideas de uno estén siendo refutadas o puestas en tela de juicio; pero esa cita era similar al respaldo de un troll en las redes sociales, un personaje grotesco por el que siento un profundo desprecio.

El artículo trataba sobre algunas inusuales rocas metamórficas presentes en la cordillera Caledónica noruega, cuyos minerales de alta densidad son prueba de que se encontraban a profundidades de al menos 50 kilómetros en la corteza terrestre en el momento en que se estaba formando esa cadena montañosa. Curiosamente, esas rocas se presentan como lentes y cuñas alargadas, intercaladas con masas rocosas que no sufrieron la conversión a formas minerales más compactas. Mis colegas investigadores y yo demostramos que el metamorfismo no uniforme se debía a la naturaleza extremadamente seca de las rocas originales, que inhibió el proceso de recristalización: argumentamos que las rocas, con sus minerales de baja densidad, probablemente permanecieron en un estado inestable durante algún tiempo en la corteza profunda hasta que uno o más terremotos fuertes fracturaron las rocas y permitieron que los fluidos se introdujeran y desencadenaran en ellas reacciones metamórficas reprimidas durante mucho tiempo. Recurrimos a algunas restricciones teóricas para sugerir que, en ese caso, el metamorfismo irregular podría haber tenido lugar a lo largo de miles o decenas de miles de años, en lugar de los cientos de miles a millones de años en que suelen ocurrir en esta clase de entornos tectónicos. Esa “evidencia de un metamorfismo rápido” es lo que alguien del Instituto para la Investigación de la Creación tomó y citó, ignorando por completo el hecho de que se sabe que las rocas tienen alrededor de mil millones de años de antigüedad y que la cadena Caledónica se formó hace unos 400 millones de años. Me sorprendió darme cuenta de que hay personas con tiempo, entrenamiento y motivación suficientes para navegar por las vastas aguas de la bibliografía científica con el propósito de pescar tales descubrimientos, y que quizás alguien les está pagando para que lo hagan. Lo que está en juego debe ser muy importante.

Con respecto a aquellos que a propósito confunden al público con explicaciones falsificadas de la historia natural, en connivencia con las poderosas asociaciones religiosas para promover una doctrina que beneficia a sus propias arcas y sus programas políticos, mi amabilidad típica del Medio Oeste llega a su límite. Me encantaría decirles: “No hay combustibles fósiles para ustedes (ni plásticos, tampoco): todo ese petróleo se encontró gracias a una comprensión rigurosa del registro sedimentario del tiempo geológico. Y tampoco hay medicina moderna para ustedes, dado que la gran mayoría de los avances farmacéuticos, terapéuticos y quirúrgicos implican pruebas en ratones, lo cual solamente tiene sentido si ustedes entienden que son nuestros parientes evolutivos. Pueden ser fieles a cualquier mito que les guste sobre la historia del planeta, pero entonces deberían vivir únicamente con las tecnologías que se desprenden de esa visión del mundo. Y, por favor, dejen de embotar la mente de las próximas generaciones con su pensamiento retrógrado.” (¡Vaya! Ahora me siento mucho mejor.)

Algunas sectas religiosas adoptan una forma simétrica de negación del tiempo, creyendo no sólo en un pasado geológico truncado sino también en un futuro contraído en el que el Apocalipsis está próximo. La fijación con el fin del mundo puede parecer una ilusión inofensiva: el hombre con una túnica solitaria y un cartel de advertencia es un lugar común caricaturizado, y todos hemos salido indemnes de varios “días del juicio final”; pero, si suficientes electores realmente piensan de esa mane-ra, las implicaciones políticas pueden ser graves: aquellos que creen que el fin del tiempo está a la vuelta de la esquina no tienen razones para preocuparse por cuestiones como el cambio climático, el agotamiento de las aguas subterráneas o la pérdida de la biodiversidad.3 Si no hay futuro, la conservación del tipo que sea es, vaya paradoja, un despilfarro.

Por exasperantes que puedan ser los que creen en una Tierra joven, los creacionistas profesionales y los apocalípticos, son completamente francos en lo concerniente a su cronofobia; sin embargo, las formas casi invisibles de la negación del tiempo que están insertas en la infraestructura misma de nuestra sociedad son más penetrantes y corrosivas. Por ejemplo: en la lógica de la economía, donde la productividad de la mano de obra siempre debe ser mayor para justificar el aumento de los salarios, las profesiones centradas en las tareas que simplemente toman tiempo —como la educación, la enfermería o la creación artística— constituyen un problema, porque no es posible hacer que sean significativamente más eficientes. Interpretar un cuarteto de cuerdas de Haydn lleva tanto tiempo en el siglo XXI como lo hacía en el siglo XVIII: ¡no se ha logrado ninguna reducción! A eso se le llama en ocasiones la “enfermedad de Baumol”, en honor de uno de los economistas que describieron por primera vez ese dilema,4 y el hecho de que se le considere como una patología re-vela mucho sobre nuestra actitud con respecto al tiempo y el escaso valor que otorgamos en Occidente al proceso, el desarrollo y la maduración.

Los años fiscales y los periodos legislativos imponen una actitud de miras muy estrechas en lo concerniente al futuro. Quienes piensan a corto plazo son recompensados con bonos y con la reelección, mientras que aquellos que se atreven a tomar en serio nuestra responsabilidad respecto de las generaciones futuras suelen encontrarse por lo general superados en número, acallados y fuera del cargo. Pocas entidades públicas modernas pueden hacer planes más allá de los ciclos presupuestarios bienales, e incluso los dos años de previsión parecen estar más allá de la capacidad del Congreso estadounidense y de las legislaturas estatales en estos días, cuando las medidas de gasto de último minuto, provisionales, se han convertido en la norma. Las instituciones que realmente aspiran a una visión general —los parques estatales y nacionales, las bibliotecas públicas y las universidades— son consideradas cada vez más como una carga para los contribuyentes, o como oportunidades no aprovechadas para el patrocinio de las empresas.

Alguna vez, la conservación de los recursos naturales —suelo, bosques, agua, etcétera— para el futuro de la nación fue considerada una causa patriótica, una prueba del amor por el país; en la actualidad, no obstante, el consumo y la monetización se han mezclado de formas extrañas con la idea de una buena ciudadanía —concepto que ahora incluye a los grandes consorcios empresariales—; en realidad, la palabra consumidor se ha convertido más o menos en sinónimo de ciudadano, pero eso no parece molestar realmente a nadie. Ser un “ciudadano” implica estar comprometido, contribuir, dar y recibir, mientras que ser un “consumidor” sugiere únicamente comprar, como si nuestra única función fuera devorar todo lo que esté a la vista, a la manera de las langostas que se abalanzan sobre un campo de granos. Podríamos burlarnos del pensamiento apocalíptico, pero la idea aun más penetrante —el credo económico, en realidad— de que las cifras del consumo pueden y deben aumentar todo el tiempo es igualmente engañosa, y, a pesar de que se vuelve cada vez más aguda la necesidad de que haya una visión de largo alcance, los periodos a los que dedicamos nuestra atención se están reduciendo, a medida que enviamos mensajes de texto y “tuiteamos” en un ahora hermético y narcisista.

También el mundo académico debe asumir cierta responsabilidad por divulgar una sutil variedad de negación del tiempo por la manera como privilegia ciertos tipos de investigación. La física y la química ocupan los escalones más altos en la jerarquía de las actividades intelectuales debido a su exactitud cuantitativa, pero tal precisión al caracterizar la manera en que funciona la naturaleza es posible sólo en condiciones estrictamente controladas, totalmente antinaturales y completamente divorciadas de toda historia o momento en particular. Su designación como ciencias “puras” es reveladora: son puras por ser atemporales en esencia: sin mácula alguna debida al tiempo, preocupadas sólo por las verdades universales y las leyes eternas.5 Al igual que las “formas” de Platón, con frecuencia se considera que esas leyes inmortales son más reales que cualquier manifestación específica de ellas —por ejemplo, la Tierra—; en cambio, los campos de la biología y la geología ocupan los peldaños más bajos de la escala académica porque son muy “impuras”, debido a que carecen de los embriagadores matices de la certeza, pues están completamente impregnadas con el tiempo. Es evidente que las leyes de la física y la quí-mica se aplican a las formas de vida y a las rocas, y también es posible abstraer algunos principios generales sobre el funcionamiento de los sistemas biológicos y geológicos, pero el meollo de esos campos se encuentra en la profusión idiosincrásica de organismos, minerales y paisajes que han surgido a lo largo de la prolongada historia de este particular rincón del universo.

En cuanto disciplina, la biología alza el vuelo gracias a su ala molecular, con su enfoque de laboratorio de bata blanca y sus venerables contribuciones a la medicina, pero la humilde geología nunca ha alcanzado el brillante prestigio de las otras ciencias: no tiene un premio Nobel, no hay cursos de colocación avanzada en la escuela secundaria y su imagen pública es anticuada y aburrida. Eso, por supuesto, es humillante para los geólogos, pero también tiene graves consecuencias para la sociedad en una época en la que los políticos, los directores generales de las empresas y los ciudadanos comunes necesitan urgentemente alguna comprensión de la historia, la anatomía y la fisiología del planeta.

En primer lugar, el valor percibido de una ciencia influye de manera profunda en el financiamiento que recibe. Como resultado de la frustración por el limitado dinero de las subvenciones para las investigaciones geológicas básicas, algunos geoquímicos y paleontólogos que estudian la Tierra primitiva y los rastros más antiguos de la vida en el registro de las rocas se han convertido astutamente en “astrobiólogos”, para montarse en el carro de las iniciativas de la NASA que financian la investigación sobre la posibilidad de que haya vida en algún otro lugar del sistema solar o más allá. Aunque admiro esa astuta maniobra, es descorazonador que los geólogos debamos envolvernos en el despliegue publicitario del programa espacial para que los legisladores o el público se interesen por su propio planeta.

En segundo lugar, la ignorancia y el desprecio por la geología de que hacen gala los científicos de otros campos tienen graves consecuencias medioambientales. Los grandes avances en física, química e ingeniería realizados en los años de la Guerra Fría —el desarrollo de las tecnologías nucleares, la síntesis de nuevos plásticos, los pesticidas, fertilizantes y refrigerantes, la mecanización de la agricultura, la expansión de las carreteras, etcétera— marcaron el comienzo de una era de prosperidad sin precedentes, pero también dejaron un sombrío legado de contaminación de las aguas subterráneas, de destrucción de la capa de ozono, de pérdida del suelo y de la biodiversidad, y de cambio climático, que deberán pagar las generaciones futuras. Hasta cierto grado, no se puede culpar a los científicos e ingenieros responsables de esos logros: si uno ha sido adiestrado para pensar en los sistemas naturales de una manera marcadamente simplificada, eliminando los detalles particulares para que las leyes idea-lizadas tengan aplicación, y si uno no tiene experiencia acerca de las consecuencias que las perturbaciones de esos sistemas pueden generar con el tiempo, entonces las consecuencias indeseables de esas intervenciones se presentarán como una sorpresa. Si hemos de ser justos, hasta la década de 1970, las propias geociencias no disponían de herramientas analíticas que les permitieran concebir el comportamiento de los sistemas naturales complejos en escalas de tiempo de décadas a siglos.

Ahora bien, ya deberíamos haber aprendido que tratar al planeta como si fuera un objeto pasivo simple y predecible en un experimento controlado de laboratorio es científicamente inexcusable; sin embargo, la misma antigua arrogancia ciega y desmedida en lo concerniente al tiempo ha permitido que la seductora idea de la ingeniería climática, llamada en ocasiones geoingeniería, gane impulso en ciertos círculos académicos y políticos. El método más discutido para enfriar el planeta, sin tener que hacer el duro trabajo de reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero, es la inyección de partículas reflejantes de aerosol de sulfa-to en la estratosfera —la zona superior de la atmósfera—, para reproducir el efecto de las grandes erupciones volcánicas, que fueron las que en el pasado enfriaron el planeta temporalmente; por ejemplo, la erupción en 1991 del volcán Pinatubo, en las Filipinas, provocó una pausa de dos años del aumento constante de las temperaturas en el mundo. Los principales defensores de ese tipo de ajustes planetarios son los físicos y los economistas, quienes argumentan que sería barato, efectivo y tecnológicamente viable, y lo promueven con el benigno nombre, de tonos casi burocráticos, de “gestión de la radiación solar”.6

A pesar de lo anterior, la mayoría de los geocientíficos, agudamente conscientes de que incluso los cambios más pequeños en los intrincados sistemas naturales pueden tener consecuencias enormes e imprevistas, son muy escépticos: los volúmenes de sulfato requeridos para revertir el calentamiento mundial tendrían que ser equivalentes a una erupción del tamaño de la del volcán Pinatubo cada pocos años, al menos durante todo el próximo siglo, porque, si no se logra una reducción significativa de la cantidad de gases de efecto invernadero, detener las inyecciones daría lugar a un abrupto aumento de la temperatura mundial que podría superar por mucho la capacidad de adaptación de gran parte de la biosfera. Peor aún, la efectividad del método disminuye con el tiempo, porque, a medida que aumentan las concentraciones de sulfato estratosférico, las diminutas partículas se unen en partículas más grandes, que son menos reflejantes y tienen un tiempo de permanencia en la atmósfera más reducido. Lo más importante es que, aunque tal vez haya una disminución neta de la temperatura mundial, no tenemos manera de saber con exactitud cómo se verían afectados los sistemas climáticos regionales o locales —y, por cierto, tampoco contamos con un mecanismo de autoridad internacional que supervise y regule la manipulación de la atmósfera a escala planetaria.

En otras palabras, ya es hora de que todas las ciencias muestren un respeto geológico por el tiempo y por su capacidad para transfigurar, destruir, renovar, amplificar, erosionar, propagar, entrelazar, innovar y exterminar. La comprensión del tiempo profundo es posiblemente la mayor contribución de la geología a la humanidad: así como el microscopio y el telescopio extendieron nuestra visión a mundos espaciales antes demasiado minúsculos o demasiado inmensos como para que pudiéramos verlos, la geología nos proporciona una lente a través de la cual podemos observar el tiempo de una manera que trasciende los límites de nuestras experiencias humanas.

Con todo, ni siquiera la geología puede eximirse de la culpabilidad de los conceptos públicos erróneos sobre el tiempo. Desde el nacimiento de la disciplina a principios del siglo XIX