CLAUDIO FUENTES S.


LA EROSIÓN DE LA DEMOCRACIA

Prólogo de Mónica González

Fuentes S., Claudio
La erosión de la democracia / Claudio Fuentes S.

Santiago de Chile: Catalonia, 2019

ISBN: 978-956-324-752-7
ISBN Digital: 978-956-324-761-9

CIENCIAS POLÍTICAS
320

Ilustración de portada: Grone Artevisual
Diseño y diagramación eBook: Sebastián Valdebenito M.
Corrección de textos: Cristine Molina
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

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Primera edición: noviembre 2019

ISBN: 978-956-324-752-7
ISBN Digital: 978-956-324-761-9
Registro de propiedad intelectual: A-309891

© Claudio Fuentes S., 2019

© Catalonia Ltda., 2019
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl – @catalonialibros





Índice de contenido
Portada
Créditos
Índice
Prólogo
Cuando las instituciones no funcionan
Más temprano que tarde, seremos presidentes
Cuando se institucionalizó la ley del más fuerte
Chile: lindo país (coludido) con vista al mar
Cuando los poderosos pagan por su libertad
Radiografía a los intereses de los congresistas
Un pequeño monstruo llamado Tribunal Constitucional
Interpelación chilensis: otro artefacto institucional inútil
Remoción, en la medida de lo posible
Estados de excepción: cuando un mal diseño institucional provoca conflictos de poder
Reforma al sistema binominal: una reforma que insiste en la personalización de la política1
Voto voluntario y la ilusión de la representación
La eterna desconfianza en la ciudadanía
Consultas ciudadanas y la ilusión de la participación
El proceso constituyente: invitados a celebrar una fiesta que ocurrirá en otro lugar2
El proceso constituyente indígena: otra vez el ninguneo3
¿Dónde están los partidos?4
La populista propuesta de reducir el número de congresistas
La erosión de la democracia
Agradecimientos
Referencias
Notas

Una tarde, mientras iba canturreando, tuve un atisbo de comprensión:
Chile entero se había convertido en el árbol de Judas, un árbol sin hojas,
aparentemente muerto, pero bien enraizado todavía en la tierra negra,
nuestra fértil tierra negra en donde los gusanos miden cuarenta centímetros
.

Roberto Bolaño,
Nocturno de Chile (2000)



Para mi madre.

Prólogo

Nunca hemos compartido ni un almuerzo ni una comida. Ni siquiera un simple café. Jamás hemos discutido uno de sus textos frente a frente, mirándonos a los ojos. No somos amigos. Y, a pesar de ello, hemos dialogado —y también discutido— durante mucho tiempo a través de sus columnas. Claudio como el autor y yo como su editora en Ciper. Por eso puedo decir que lo conozco. Los editores aprendemos a conocer a nuestros autores: sus pasos de ganso para maquillar áreas que no conocen bien o que no desean que se vean, sus debilidades y, por cierto, sus virtudes. Y ahora, releyendo algunos de esos textos, me doy cuenta de que nuestro diálogo fue mucho más allá de la edición de las columnas que periódicamente Claudio Fuentes publicó en Ciper.

Lo que Claudio Fuentes me aportó fue un continuo y magnífico telón de fondo para las preguntas que me acechaban permanentemente mientras dirigía las investigaciones de Ciper y nuestro equipo ya estaba sobrepasado por esa erupción de corrupción y múltiples irregularidades que emergían por doquier: cómo fue posible que un forado deliberado en la ley provocara tanto daño a la ciudadanía; cómo no percibimos la descomposición acelerada en ciertos sectores, que provocaba más y más estallidos de corrupción; y, la más importante, ¿por qué los hechos de corrupción más graves en que están involucrados la clase política y el gran empresariado salen rápidamente de la agenda y terminan en la impunidad? 

Mi pregunta constante respecto a cómo apuntar al meollo de lo que nos estaba corroyendo tenía su respaldo en la columna que Claudio Fuentes me anunciaba con una cadencia que iba a la par de los hechos que me impactaban. Era una forma de constatar que no estaba errada, que había que seguir en esa senda, y una lección de humildad.

Sí, porque desde su primera columna a Claudio Fuentes le pedí explicaciones por afirmaciones que me parecían no bien sustentadas, otras que me faltaban, preguntas que me surgían y conceptos o datos que, a mi juicio, se necesitaban. Creo que siempre lo hice en tono cordial, y él siempre se mostró llano a replicar de inmediato.

Lo que me impactó fue que su humildad iba a la par de un estudio sin tregua sobre los tópicos que le interesaban, además de su sentido de urgencia. Sí, había en sus respuestas urgencia en publicar su trabajo. No había asomo alguno de ganarle la carrera a otro académico. Sin dramatizar, y sin jamás desplegar parafernalia para llamar a los ciudadanos a no perderse su nuevo trabajo, su urgencia era que iba constatando, casi masticando, el deterioro de nuestras instituciones, de esa democracia que tanto esfuerzo y muertos nos costó recuperar. Y allí sentía que mi empatía fluía a mil por hora.

Era la misma urgencia que venía experimentando yo a medida que con el magnífico equipo de Ciper profundizábamos en los casos de corrupción en Chile.

Su afán de hurgar ahí, en la esencia del forado que hoy exhibe nuestra institucionalidad, la mostró con su libro El fraude (Hueders, 2013). Allí hiló datos, testimonios y cifras para mostrar cómo el plebiscito del 11 de septiembre de 1980 que organizó el dictador Augusto Pinochet fue un hito importante de este entramado que nos encapsula y aprisiona. Bien lo sabía Eduardo Frei Montalva, y así lo alertó fuerte y claro en el teatro Caupolicán. Y le costó la vida.

Pero volvamos a este libro, una de cuyas virtudes es que los demócratas no pueden culpar de ninguno de estos desaguisados ni a Pinochet ni a sus partidarios. Aquí solo corresponde mirarse al espejo. Grandes espejos (del techo al suelo, como los cristales que hizo instalar en 1983 Lucía Hiriart en los baños destinados para ella y su marido, allí justo frente al wáter, en la residencia búnker que se hizo construir en Lo Curro. En esa mansión cuya construcción de lujo en tiempos de hambre y cesantía ocasionó tal oprobio que ellos nunca pudieron ocuparla).

Porque la erosión que hoy evidencian nuestras instituciones, nuestro sistema político y nuestra democracia no se generó de golpe ni en un año o dos. En este libro Claudio Fuentes describe, de manera sucinta y sin ambigüedades, cada uno de los eslabones-reformas inoculadas al sistema desde el retorno a la democracia, nos explica su relevancia y nos aporta cuáles pudieron ser —o simplemente fueron, a la luz de los resultados— las motivaciones de los actores que ejecutaron esas transformaciones institucionales. 

La crisis de representatividad es tema de análisis y de urgencia para Fuentes, quien incluye aquí una de las críticas más agudas que ha hecho Juan Pablo Luna a los partidos de la centroizquierda y su rol en la crisis que vive el sistema político: “Durante los años noventa y 2000 los partidos se desarraigaron de la sociedad chilena, generando, en primera instancia, una ‘crisis de baja intensidad’ (…). Al desarraigarse socialmente, la clase política (y especialmente la centroizquierda) perdió presencia organizacional en las bases, lo cual se evidencia con claridad en el desalineamiento progresivo de federaciones estudiantiles y otros movimientos relevantes, como el ya debilitado sindicalismo o las organizaciones mapuche”.

El capítulo sobre el cambio del período presidencial de seis a cuatro años y sus perversos efectos sobre el sistema institucional es apasionante. Aquí Fuentes se sale del coro monocorde en alabanzas a Edgardo Boeninger, el “constructor” de la nueva democracia. Señalaba Boeninger que “un mandato más corto conduce a programas moderadamente ambiciosos, que no pretendan dar vuelta todo lo existente, que es la tentación cuando el período es más largo” (HL 20.050, p. 2093). Fuentes concluye: “De este modo, el efecto esperado de los períodos presidenciales acotados era precisamente evitar cambios estructurales del modelo económico, político y social. La brevedad favorecería el statu quo”.

Y se pregunta: “¿Cómo nadie previó (en 2005) la inmediatez en las políticas públicas y el congelamiento de las élites que genera esta simple reforma? ¿O acaso se trata de efectos buscados por quienes negociaron esta transformación?”.

Paso ahora a esa histórica sesión de la Cámara de Diputados del 16 de mayo de 2003, cuando por primera vez nuestro Congreso reguló el financiamiento de la política. Inolvidable. Cómo no recordar qué mal trabajo hicimos los periodistas —yo por cierto incluida— al ni siquiera otear la trampa que se estaba tejiendo. Dejo a Claudio Fuentes relatar:

El acuerdo estableció entregar un subsidio o aporte estatal a las campañas electorales en relación con los votos obtenidos en la última elección; establecer límites a las donaciones que hacían los privados, que por cierto eran elevadísimos; permitir el aporte de las empresas y de individuos a las campañas electorales; y establecer un sistema de donaciones anónimas, reservadas y públicas. Las donaciones reservadas las recibiría el Servicio Electoral, quien a su vez se las entregaría en forma fraccionada a las respectivas candidaturas. Se permitió, además, que las donaciones de empresas descontaran impuestos, no así las de personas naturales. El proyecto no establecía sanciones penales en caso de vulnerarse la ley; tampoco se establecía un principio de transparencia antes de realizado el acto electoral. De hecho, la información global de los aportes solo se daría a conocer nueve meses después de efectuado el acto electoral. Se estableció también una cláusula de prescripción de eventuales delitos electorales doce meses después de realizada la elección. 

La regulación claramente favorecía a las empresas, y las empresas obviamente apoyarían a los sectores de derecha. Con el correr de los años se comprobaría que los límites establecidos eran extremadamente altos, que las empresas utilizaban principal y casi exclusivamente la figura de las donaciones reservadas y anónimas para apoyar candidaturas, que la mayoría de los aportes los recibía la derecha, y que los incentivos para recibir dineros del mundo privado eran tan altos que se cometerían irregularidades incluso existiendo la ley. Nunca se verificó una violación a los límites, por cuanto el Servicio Electoral no tenía capacidades para controlar la rendición de cuentas de cientos y hasta miles de candidaturas. El resultado evidentemente institucionalizó y favoreció el aporte de grandes empresas en forma reservada o anónima a los partidos políticos.

Y recojo la voz que ese día Claudio Fuentes guardó: 

Me preocupan los contratos fraudulentos. Todos sabemos que una de las principales formas de transferir recursos son los contratos fraudulentos. No hablo de donación, sino de contrato fraudulento. Esto no puede ser considerado solo un delito tributario como sucede hoy. Aquí el delito es intervenir en política con plata privada (…). Considero que aprobar todo lo anterior implica un costo muy alto, pero lo acepto como parte del acuerdo político. Aquí hubo un peaje o algo fuerte que pagar para lograr este acuerdo. 

Eso fue lo que dijo el entonces diputado socialista Carlos Montes en aquella histórica sesión. Suena hoy como el coro a aquella frase que lanzó Rosa Luxemburgo y que quedó para siempre martillando en los oídos de quienes amamos la libertad: “Quien no se mueve, no siente las cadenas”.

“¿Los demócratas erosionando al propio sistema democrático?”, se pregunta en alguna parte de su libro Claudio Fuentes. Y se responde: “Así es”. De esta forma, nos abre la puerta para leer, masticar y analizar. Gran puerta es la que aquí se abre. Hay que traspasarla.

Mónica González
Premio Nacional de Periodismo

Cuando las instituciones no funcionan

Si la miseria del pobre es causada, 
no por las leyes de la naturaleza, sino por las instituciones, 
grande es nuestro pecado.

Charles Darwin


Una democracia requiere instituciones para funcionar. El gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo necesita ciertas reglas que orienten el modo de proceder, pues de otra forma se produciría una situación de anarquía. De esta manera, los sistemas políticos establecen protocolos para debatir y tomar decisiones, normas para establecer las mayorías y regulaciones para controlar el poder. 

Piense usted en las reglas que regulan una asamblea legislativa cualquiera. Si esta asamblea de más de un centenar de congresistas debatiera cada uno de los proyectos de ley incluyendo sus miles de artículos, se transformaría en un espacio simplemente ingobernable. Para racionalizar el tiempo y permitir que todas las expresiones políticas se manifiesten, el Congreso establece un procedimiento —una regla— para decidir sobre cada proyecto. Se definen comisiones permanentes encargadas de analizar los proyectos en particular, se establecen mecanismos de integración de esas comisiones para velar por la adecuada representación de las fuerzas políticas, se determinan procedimientos de votación, se regula incluso el modo en que se llevará a cabo cada debate en la sala de sesiones. Un reglamento establece quién dará la palabra, cómo un congresista se dirigirá a la sala, cuántos minutos podrá hablar, cuántas veces podrá hablar por cada proyecto. La norma explica el lugar desde donde el congresista puede hablar del proyecto en la sala. Incluso se regula la forma en que cada parlamentario debe terminar su intervención: con un “he dicho”. 

La democracia, entonces, regula una infinidad de temas que ordenan la vida republicana para permitir que en el gobierno de los muchos sea factible tomar decisiones. La complicación de todo esto es que las reglas no son neutras. Cada una de ellas afecta relaciones de poder, favorece a ciertos grupos sobre otros. Y, por lo mismo, cualquier regla tiene efectos —positivos y negativos— en el funcionamiento del sistema democrático. 

El argumento que pretendo desarrollar en este libro es simple: uno de los factores que explican los problemas que experimenta hoy el sistema político chileno —la llamada crisis de representación— se debe a las regulaciones establecidas una vez restaurada la democracia. 

¿Los demócratas erosionando al propio sistema democrático? 

Así es. 

Analicemos el argumento por partes. Primero, no sostengo que las reformas institucionales promovidas desde el retorno de la democracia determinen todos y cada uno de los problemas del sistema político chileno actual. De hecho, múltiples estudios han detectado una serie de factores que explican el debilitamiento del sistema de representación tradicional: élites desconectadas de la ciudadanía, abusos de poder y corrupción, ausencia de proyectos programáticos coherentes, congelamiento de los liderazgos en los partidos tradicionales, exceso de expectativas de las nuevas clases medias, falta de inclusión de los sectores postergados, y un extenso etcétera. 

No pretendo rebatir aquellos argumentos que seguramente forman parte de la explicación para la crisis de representación que percibimos en Chile. Los problemas de la democracia chilena muy probablemente se explican por una multiplicidad de factores. Lo que intentaré hacer aquí será agregar un elemento que es endógeno, que forma parte del propio sistema democrático, y que tiene mucho que ver con lo que está sucediendo en nuestros días. 

Una vez recuperada la democracia, los representantes de la voluntad popular comenzaron a modificar normas e instituciones y, al ir haciéndolo, fueron afectando al conjunto del sistema. Argumentaré que tales transformaciones en las reglas del juego han impactado en diferentes momentos y grados a la democracia en sí misma. La orientación de estas reformas institucionales ha ido erosionando la democracia. 

Segundo. Lo anterior implica asumir que existe una crisis de representación. Esta cuestión también ha sido debatida extensamente. La baja ostensible en los niveles de participación electoral, el descrédito de los partidos políticos, la muy baja credibilidad de las instituciones de representación, los constantes escándalos de corrupción han generado una fuerte brecha entre la ciudadanía y sus representantes. Señalaré que este debilitamiento se debe, en parte, al modo en que las reformas institucionales se han ido desplegando. Algunas reformas cruciales han provocado un efecto negativo en la convivencia democrática. Mostraré cómo varias de las reformas establecidas han provocado mayor distancia de la ciudadanía respecto de las instituciones de representación. 

Tercero. El argumento tiene una temporalidad definida: las reformas posdictadura. Aquí me desprendo de aquellas interpretaciones que señalan que todos los males de la actual democracia son fruto exclusivo del modelo constitucional creado por la dictadura de Pinochet. Doy un paso más: sostengo que no son solo la constitución de Pinochet y los enclaves heredados de la dictadura los que han afectado la democracia, sino también las transformaciones ocurridas después que el general Pinochet le entregó la banda presidencial a Patricio Aylwin. La combinación de un diseño institucional heredado de la dictadura y reformas ocurridas luego del retorno a la democracia explican —en gran medida— los problemas de legitimidad democrática que enfrentamos hoy.

Cuarto. Todo lo anterior implica asumir que los cambios en las reglas del juego no son neutros. Ellos tienen impactos, que en algunos casos son muy significativos para la convivencia social. Tales impactos pueden ser positivos o negativos, pueden profundizar un sistema democrático o bien podrían debilitarlo. Intentaré demostrar que algunas reformas centrales ocurridas desde el retorno a la democracia en marzo de 1990 han contribuido a debilitar más que a fortalecer el sistema político democrático. 

La crisis de representación

Expliquemos primero lo que no es una crisis de representación. Aquí no nos referimos a una crisis terminal del sistema democrático. En Chile existe división de poderes; los actores políticos reaccionan y establecen nuevas regulaciones cuando se enfrentan escándalos políticos, judiciales o empresariales; se realizan elecciones periódicamente, y las elecciones son libres. En términos generales, las instituciones funcionan. Tampoco una crisis de representación implica la pérdida de adhesión a los principios democráticos. La sociedad sigue prefiriendo la democracia a cualquier otro sistema de gobierno (Aninat y González, 2016). 

El problema es otro. Cuando nos referimos a una “crisis de representación” aludimos a la distancia, a la fuerte insatisfacción de la ciudadanía (del pueblo) respecto de sus representantes. Se trata de una sensación subjetiva asociada a las percepciones, pero que tiene manifestaciones muy concretas en el comportamiento de la ciudadanía. Diversos estudios han demostrado una fuerte insatisfacción de los chilenos respecto del modo en que funciona el sistema democrático. Se percibe que las autoridades políticas gobiernan en beneficio de unos pocos y no de la totalidad de la población; se desconfía fuertemente de las instituciones representativas, como los partidos políticos y el Congreso Nacional; una gran mayoría de la población sostiene que los actores políticos prefieren gobernar para su propio beneficio y no para el conjunto del país. Arturo Valenzuela hace ya casi una década definía este estado de las cosas del siguiente modo: “El desencanto con la política en Chile tiene que ver con lo que puede entenderse como una crisis del sistema de representación. Esta surge cuando los vínculos entre la ciudadanía que es el soberano de la democracia y las instituciones del poder gubernamental se resquebrajan” (Figueroa y Ramírez, 2011; Valenzuela, 2011).

Agustín Squella distingue entre legitimidad y legitimación. Señala que, tal como las encuestas muestran, nadie dudaría en preferir la democracia a cualquier otro sistema de gobierno (legitimidad), pero otra cosa es la satisfacción con el modo en que se desenvuelve (legitimación): “hablando en general, podríamos decir que la democracia anda hoy bien de legitimidad, regular de legitimación y aceptablemente en cuanto a estabilidad. Sin embargo, no sabemos cuánto acabará afectando a la estabilidad de las actuales democracias la caída que ha venido experimentando en punto a su legitimación” (Squella, 2019). 

Juan Pablo Luna, en tanto, señala que la crisis que vive el sistema político no tiene que ver con un alza exagerada de expectativas sociales, como lo han señalado algunos, o con escándalos de corrupción, como lo han sostenido otros. Según Luna, estas dos cuestiones son más bien catalizadores de un fenómeno de más larga data y que encuentra su raíz en un problema eminentemente político: “Durante los 90 y 2000 los partidos se desarraigaron de la sociedad chilena, generando, en primera instancia, una ‘crisis de baja intensidad’ (…). Al desarraigarse socialmente, la clase política (y especialmente la centroizquierda) perdió presencia organizacional en las bases, lo cual se evidencia con claridad en el desalineamiento progresivo de federaciones estudiantiles y otros movimientos relevantes, como el ya debilitado sindicalismo o las organizaciones mapuche” (Luna, 2017).

Las brechas de representación se han hecho evidentes una y otra vez en la última década: fuerte caída en la participación electoral, ausencia de los partidos tradicionales en los principales movimientos sociales y falta de presencia de la diversidad sociocultural en los espacios de representación a nivel nacional. Desde el punto de vista de las percepciones sociales, han aumentado los desafectados, es decir, aquellos que no se identifican ni con los partidos ni con el eje ideológico izquierda-derecha. Los índices de confianza social hacia las instituciones de representación se derrumbaron en la última década (Joignant, Morales y Fuentes, 2017). 

A1

Fuente: PNUD, 2017. Participación electoral en relación con el total de población en edad de votar. Primera vuelta electoral.


La élite en el Congreso, aquella que impulsó la democratización, se distanció de la representación social. Ella se comenzaba a parecer cada vez a sí misma al provenir con mayor regularidad de los mismos colegios, de idénticos barrios y similares profesiones. Un grupo compacto de hombres, educados, acomodados, con altos sueldos, no indígenas y vinculados a redes de poder se harían cargo del país. 

Se han hecho reiteradas expresiones como “¿en qué planeta viven los políticos?”, “ellos viven en una burbuja”, “ellos no saben lo que es el Chile real”, “les falta calle”. Poco a poco se iba sedimentando una percepción subjetiva —pero no por ello real— de separación entre un “Chile real” que sufría los problemas cotidianos de endeudamiento, esfuerzo y precariedad, y un grupo de privilegiados que tomaba decisiones respecto del conjunto de la sociedad sin ser sensible a las preocupaciones sociales. La “clase política” se asocia con privilegios, granjerías e insensibilidad social. 

No pretendo señalar que aquello sea verdadero, pues seguramente muchos y muchas representantes se sienten muy conectados con los intereses de la ciudadanía. Lo relevante aquí es que en la sociedad se fue instalando esta imagen de la política como un espacio desconectado, lejano, ausente de las preocupaciones de “la calle”. Una sociedad dividida entre privilegiados y excluidos. 

En octubre de 2017, preocupados por comprender las percepciones de una ciudadanía alejada de los avatares políticos, decidimos con Sergio España de Subjetiva realizar una indagación exploratoria con aquellas personas que no habían votado en las últimas elecciones y que estaban decididas a no votar. Hicimos dos focus group con personas entre dieciocho y cincuenta años (hombres y mujeres) que no estaban interesadas en votar, de estrato socioeconómico medio (C3), habitantes de la región Metropolitana, dado que allí se concentra el mayor grupo de quienes rehúyen de las urnas. Horas de conversación nos permitieron visualizar un discurso basado en la desconfianza hacia todo aquello que se ubica fuera de la esfera hogareña, donde la participación ciudadana es valorada, pero siempre bajo la sospecha de que hay una cocina donde se toman las decisiones, desde las que atañen al colegio de sus hijos hasta las leyes que nos rigen.

En esa oportunidad explicamos algunos de los resultados de estas conversaciones. Decíamos que “el discurso del abstencionismo tiene un origen común, que solo algunos vivieron, y que los más jóvenes asumen como la causa también de la frustración de sus expectativas: ‘la alegría que no llegó’, la madre de todos los engaños posteriores. Esta percepción se da con particular fuerza en la clase media que se declara huérfana del apoyo del Estado (concentrado en las clases más bajas, las mismas de la cuales algunos provienen) y sin las redes de los sectores más acomodados. Todo logro es fruto del esfuerzo personal, algunas veces desmedidos y con altos costos, como el endeudamiento y la carencia de tiempo familiar”.

“La desconfianza vuelve todo a un juego de suma 100%, pero donde solo mi parte aporta a esa cifra. No hay espacio para la transacción ni la gradualidad: si la gratuidad en la educación superior llega al 60%, es una demostración más de la mentira y la letra chica. Esa misma desconfianza atenta contra cualquier posibilidad de representación política: nadie puede representarme porque nadie es igual a mí y no confío en otros. Se apela a una representación descriptiva, alguien que sea el espejo de ellos mismos”.

Aunque descubrimos que la participación es valorada, es tanta la desconfianza de esta otra mitad que no participa que siempre se sospecha que existirá una “cocina política” que decidirá todo de espaldas a la ciudadanía. La política pública que grafica de mejor modo esta cuestión es la implementación del Transantiago, un proyecto fracasado que no tomó en cuenta las rutinas, necesidades y carencias de la gente “de a pie” (España y Fuentes, 2017). 

La crisis de representación, entonces, tiene dos caras que se potencian y retroalimentan: la primera, de una transición política que incentivó a los partidos políticos a desvincularse de la ciudadanía; y la segunda, de una ciudadanía que progresivamente va percibiendo que las relaciones sociales no se transformarían sustantivamente después de la dictadura. Este doble proceso —desde arriba y desde abajo— va provocando una desconfianza cada vez más radical hacia las instituciones de representación. 

El Informe de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas (PNUD) de 2004 exploró las percepciones sociales sobre el poder, y descubrió la existencia de un hilo conductor en las conversaciones de la gente sobre el poder: aunque las personas sentían la pulsión de promover sus proyectos personales, reconocían la existencia de barreras culturales, sociales e institucionales que se asociaban a la distribución y uso del poder:

Entre los excluidos eso significa imposibilidad y falta de sentido de los proyectos mismos; entre las clases medias, un agobio por articular la realización precaria del proyecto personal y la adaptación a las condiciones sociales requeridas para satisfacer los niveles mínimos de integración; y, para la clase alta, la tranquilidad de saber que esa contradicción no afecta mayormente sus proyectos personales, aunque dificulte la construcción de un proyecto-país.

Especialmente entre los excluidos y la clase media, este enunciado se vive con malestar, pues supone el abuso de quienes dominan el orden social. Este malestar larvado no conduce a la rebelión, pero se expresa como desquite y resentimiento, los cuales no hacen más que profundizar sus causas (PNUD, 2004).

Desde una perspectiva de largo plazo, la transición a la democracia en Chile parece representar un breve paréntesis de partidos políticos fuertemente imbricados con los movimientos sociales. El paréntesis, que seguramente se extiende desde principios de los ochenta hasta mediados de los noventa, comenzó a desvanecerse una vez recuperada la democracia. Los partidos políticos se preocuparon de la conquista del poder gubernamental, del desarrollo de políticas públicas y de la tecnocratización de los programas sociales. En el camino se fueron perdiendo las vinculaciones sociales, generándose una realidad paralela entre una élite política ensimismada y una sociedad que se vincula ocasionalmente con el mundo político, si es que llega a conectarse.