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Semblanzas de grandes pensadores
Conferencias

Manuel Fraijó

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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS

Serie Filosofía

© Editorial Trotta, S.A., 2020

Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61

E-mail: editorial@trotta.es

http://www.trotta.es

© Manuel Fraijó Nieto, 2020

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ISBN: 978-84-9879-814-2

ISBN (edición digital epub): 978-84-9879-833-3

CONTENIDO

Prólogo

Confucio. El «Aristóteles chino»

Nicolás de Cusa. Puente entre la Edad Media y la Modernidad

Martín Lutero. En el quinto centenario de su Reforma

Giordano Bruno. A la hoguera por su «amada filosofía»

René Descartes. El comienzo de la filosofía moderna

Blaise Pascal. Científico y creyente

Baruch Spinoza. El «filósofo total»

Gottfried Wilhelm Leibniz. Armonía y mal

Voltaire (François-Marie Arouet). Ironía y amargura

Jean-Jacques Rousseau. Los males de la civilización

Denis Diderot y la Enciclopedia. Recopilando saberes

Immanuel Kant. Teísmo moral

Friedrich D. E. Schleiermacher. Exaltación del sentimiento

Arhur Schopenhauer. Voluntad de vivir y pesimismo

Ludwig Feuerbach. Crítica radical de la religión

Søren Kierkegaard. La angustia de la subjetividad

Wilhelm Dilthey. Hermenéutica de la vida

Friedrich Nietzsche. Inconformismo y clarividencia

Henri Bergson. Elogio de la vida interior

Ludwig Wittgenstein. Lógica y mística

Walter Benjamin. Política y teología

Karl Rahner. Misterio y silencio

Índice de nombres citados

PRÓLOGO

A la memoria entrañable de Jorgina Gil-Delgado de Satrústegui

A mis oyentes de la Fundación Politeia

Las conferencias que recoge este libro fueron pronunciadas, casi en su totalidad, en la Fundación Politeia, en Madrid. Solo las conferencias dedicadas a Confucio y Lutero tienen otro origen: la Fundación Juan March, también en Madrid. Deseo dejar constancia de mi gratitud a su director, Javier Gomá Lanzón, y a Lucía Franco, directora del Programa de Conferencias de la Fundación. Colaborar con ellos ha sido un honor y una experiencia muy grata.

La conferencia sobre Karl Rahner, con la que se cierra el libro, fue pronunciada en la Cátedra de Teología Contemporánea del Colegio Mayor Universitario Chaminade, patrocinada por la Fundación Santa María. A lo largo de muchos años, su dirección —actualmente formada por Juan Muñoz, Sergio Suárez y Cristina Montero— me viene invitando a participar en sus cursos. También a ellos deseo dejar constancia de mi gratitud y amistad.

El resto de esta selección de conferencias debe su origen a cuarenta años de fecunda colaboración con la Fundación Politeia. Fue en el lejano 1980 cuando su fundadora y directora, Jorgina Gil-Delgado de Satrústegui (1921-2013), me invitó a pronunciar dos conferencias sobre las «Fuentes no cristianas del cristianismo» (Tácito, Suetonio, Josefo…). Lo que debía ser una colaboración puntual, se convirtió en habitual y año tras año fui exponiendo, ante un auditorio tan culto como agradecido, los grandes acontecimientos eclesiales y teológicos de la historia de la Iglesia. Al objetarle a Jorgina que yo no era historiador, solía decirme: «Bueno, te lo preparas…».

Pero, además de encargarme los temas relacionados con la historia de la Iglesia y la religión en general, Jorgina terminó asignándome también la presentación de algunos filósofos. Durante bastantes años tuve la satisfacción de compartir esa tarea con Julián Marías y José María Abad Buil, ambos ya fallecidos. Su relevo lo tomaron, entre otros, Miguel García Baró y Fernando Savater.

En ese contexto nacieron estas conferencias. Se trata, por tanto, de conferencias de divulgación, impartidas por alguien que, sin ser especialista en la materia, procuraba ofrecer las líneas maestras de los grandes pensadores en un lenguaje que deseaba ser asequible a mis oyentes, a las «politeias y politeios», como solía decir Jorgina. Al final de cada conferencia ofrecía una breve bibliografía, es decir, los textos que me habían ayudado a prepararla. Naturalmente, tuve que recurrir con asiduidad a los manuales de historia de la filosofía, sobre todo al de F. Copleston. La desigual extensión de varios de los textos se debe a que a algunos filósofos les dedicamos dos conferencias (creo recordar que fue el caso de Spinoza, Leibniz y Kant).

Jorgina grababa las conferencias en magnetófono y posteriormente, sometiéndose a un trabajo ímprobo, las transcribía y las repartía a los oyentes. Naturalmente, conservé aquellos textos y no pocas veces me pregunté si no sería oportuno reelaborar algunos de ellos para su publicación en forma de libro. Pero, cuando mi jubilación de las tareas universitarias me permitió acometer esa tarea, pude volver a comprobar algo que todos sabemos: que el estilo hablado es muy diferente del escrito. La lectura de las ya amarillentas páginas de las conferencias de antaño solo dejaba abiertas dos posibilidades: la papelera o una profunda y laboriosa reelaboración. Opté por la segunda, y este libro es el resultado. En él continúo añadiendo a cada conferencia la escueta bibliografía utilizada para su preparación, ampliada a veces para ponerla al día.

El libro está dedicado a la memoria de Jorgina, fundadora y alma de Politeia, y a los que en los últimos cuarenta años escucharon mis conferencias. Cuando en 1999 se concedió a Jorgina la «Encomienda con Placa de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio», los asistentes a aquel acto éramos bien conscientes de que se estaba haciendo justicia a la trayectoria humana e intelectual de una gran mujer. En su excelente laudatio de Jorgina, Diego Gracia resaltó su pasión por la educación, por la cultura, por una vida civil limpia, sin fanatismos, ni intransigencias. Muy oportunamente recordó que Politeia es el título de la gran obra de Platón que hemos traducido al español como la República, término que engloba al Estado, la sociedad, la ciudadanía.

También Julián Marías se unió a las numerosas felicitaciones y envió a Jorgina el siguiente texto: «Politeia es un nombre que nos honra a todos y es obra personal tuya. Has mostrado siempre una generosidad incomparable […] lo que te hace acreedora de la gratitud de tantas personas».

Inspirándose en modelos culturales como la Institución Libre de Enseñanza, Jorgina fundó, en 1969, Politeia. Mediante sus «Ciclos culturales», la nueva Fundación se propuso la noble tarea de mejorar la vida cultural de las personas. Al analizar las causas del atraso español, Ramón y Cajal escribió: «En suma, España no es un pueblo degenerado, sino ineducado». De ahí que Politeia promoviese desde sus inicios el estudio riguroso de la «historia de las civilizaciones». Mejorar el presente implica también una mirada amable sobre el pasado.

Con cierta frecuencia escuché decir a Jorgina que la intención de Politeia había sido mantener el rigor de los estudios universitarios sin la inevitable rigidez de la enseñanza universitaria. Buena prueba de ello es la gran cantidad de profesores universitarios que han impartido docencia en Politeia. Con una modalidad importante: Jorgina abrió las puertas de la Fundación a no pocos profesores represaliados por el régimen franquista. Para alguno de ellos Politeia fue su única «cátedra».

No quisiera concluir este elogio de Jorgina sin hacerme eco de las palabras que Enrique Tierno Galván le dedicó en su libro Cabos sueltos (1981). Tierno evoca los momentos delicados por los que atravesaron las familias de los deportados por el régimen a causa de su participación en el llamado «Contubernio de Múnich» (Congreso del Movimiento Europeo celebrado en Múnich en 1962). Entre ellos se encontraba Joaquín Satrústegui, esposo de Jorgina. Y Tierno recuerda: «Procuramos ayudar psicológica y materialmente a unos y a otros. Aquí en Madrid el centro de la ayuda fue la casa de Satrústegui [Joaquín], donde su mujer, Jorgina, mantuvo una actitud ejemplar de calma y seguridad en sí misma. Así hubo de pasar algo más de un año, hasta que los que estaban fuera o desterrados fueron volviendo».

Jorgina nos dejó hace unos años, pero Politeia, su Fundación, continúa, con el rigor y el entusiasmo de sus comienzos, ahora de la mano de su familia, especialmente de sus hijos Carmen y Miguel.

Solo me resta añadir una breve información sobre el contenido del libro. Dejó escrito J.-P. Sartre: «Todo ha sido descubierto, salvo cómo vivir». La filosofía ha sido siempre una invitación a la vida buena y, tal vez, una ayuda para lograrla. No ha ofrecido —no las tiene— recetas para instalarse en ella. Solo algunos pensadores, como Tierno Galván, aspiraban a «instalarse perfectamente en la finitud», en la vida; es la tarea que el «viejo profesor» asignó a los «agnósticos» de nuestros días. Sin ayuda alguna de arriba, de la Trascendencia, el agnóstico debía instalarse abajo, en la inmanencia. Se trata de una opción legítima a la que, probablemente, casi todos aspiramos. También Dilthey, presente en las páginas de este libro, partió de abajo, de la inmanencia, y en ella se quedó; pero mostró sobradamente que la opción por la finitud no tiene que ser necesariamente chata ni lisa. Más bien puede ser expresión de una aceptación humilde de lo que hay. Creo que era Goethe quien aconsejaba a los buscadores del Infinito que «corrieran tras lo finito en todas direcciones».

Pero, por lo general, los filósofos que toman la palabra en las páginas siguientes supieron que no existe instalación perfecta para todos, que existen los desinstalados, los sin sitio, los errantes y náufragos. En cierta ocasión, una periodista preguntó a J. L. López Aranguren si era feliz. Aranguren permaneció pensativo unos instantes y, con su habitual talante dubitativo, respondió: «Mujer, feliz, lo que se dice feliz, no. Digamos que a veces estoy contento…». A continuación explicó a su entrevistadora que declararse feliz en un mundo «infeliz» sería ser infiel a su condición de cristiano y de filósofo ético, sería ignorar el paulino «quién sufre que yo no sufra con él». En definitiva, entre Aranguren y la felicidad se interponía el imperativo de la solidaridad, al que siempre fue tan sensible. Se trata de la misma solidaridad que elogiaba en su discípulo Javier Muguerza, a quien reconocía su condición de permanente defensor de las causas perdidas. Desgraciadamente ya nos faltan los dos, el maestro y el discípulo.

En lo que sí coinciden todos los pensadores de este libro es en su rechazo de la obviedad y en su entrega a la reflexión. Desde sus inicios, la filosofía partió de que nada es obvio, de que en todo lo que nos circunda habitan la extrañeza y la perplejidad. Bien lo sabía Schopenhauer cuando escribió: «La vida es algo penoso; he decidido pasarla reflexionando sobre ella». Algo parecido nos legó Husserl, uno de los filósofos del siglo XX que más han valorado la reflexión filosófica: «Tuve necesariamente que filosofar; de lo contrario, no habría podido vivir en este mundo». Solo cabe esperar que no sea cierta la sentencia de Fichte: «Si uno filosofa, no vive; y si vive, no filosofa». Siempre será posible, pienso, unir vida y filosofía, pensamiento y experiencia.

Todos los pensadores seleccionados, a excepción de Confucio y Lao-Tsé, son europeos. Y reconozco que, mientras esbozaba sus biografías y su pensar, me hacía la ilusión de que el contacto con ellos nos ayudara a mejorar las sombrías perspectivas de nuestro Viejo Continente. El poeta y novelista francés Paul Morand escribió: «La necesidad de acumular es uno de los signos precursores de la muerte, tanto en los individuos como en las sociedades». Una frase que W. Benjamin, protagonista él también de estas páginas, hizo suya. Ya desde tiempos remotos se fue consciente de que «sin dominar el mar y la tierra se puede ejercer una actividad noble» (Aristóteles). En cambio, se tiene la impresión de que en nuestros días hemos organizado un gran festín en el que, a toda prisa, todo debe ser comprado, consumido o incluso entregado al fuego. Actuamos como si fuésemos los últimos habitantes del planeta.

En este contexto resulta imposible no recordar a Bonhoeffer, el pastor protestante asesinado por Hitler en 1945. En la soledad de su fría celda carcelaria, con su vieja Biblia como única compañía, aprendió, según propia confesión, «lo poco que se necesita para vivir». Su ración de pan y salchicha era cada día más escasa, pero su elegancia frente a la escasez y la adversidad resulta sobrecogedora. Pocas veces una cárcel irradió tanta libertad interior.

Los lectores de estas Semblanzas no van a echar de menos elegancia y altura de miras en ninguno de los pensadores que las integran. A todos ellos parece haberles movido el lema, tan familiar a la Edad Media, extensio animi ad magna, apertura del espíritu a cosas grandes y nobles. Ya en el primer capítulo nos sorprende el profundo humanismo de Confucio, el «Aristóteles chino», que se negaba a disparar a un «pájaro posado» porque «no sería juego limpio». A renglón seguido nos sale al encuentro Nicolás de Cusa que, según Ortega, «bizqueaba» de tanto mirar hacia la tradición de la que venía y hacia los tiempos nuevos que vislumbraba. Su definición de los saberes humanos como ignorancia ilustrada (docta ignorantia), entusiasmaba a Ortega.

Y, obviamente, Lutero y su Reforma sobrecogen. De cuando en cuando, la especie «se luce» y alumbra individualidades excepcionales; de la misma forma impresiona la quema de Giordano Bruno en la hoguera por permanecer fiel a su «amada filosofía»; Pascal vuelve a impresionarnos con su dramática biografía y su radicalidad cristiana, propia de los convertidos.

Y también el resto de los pensadores estudiados han sido decisivos para el devenir de la cultura europea. No resultaría «pensable» imaginar nuestro presente borrando a alguno de ellos. Por suerte es un ejercicio que no hay que hacer. Resulta superfluo, espero, advertir que no están todos, se trata solo de una selección de los que me tocó desarrollar en algunas de mis conferencias.

Finalmente: el libro se cierra con una amplia semblanza de Karl Rahner, el gran teólogo católico, jesuita, de la segunda mitad del siglo XX. Como el resto de los pensadores analizados, Rahner fue un gran valedor del pensamiento, de la reflexión. Le llenaba de temor la idea de que los humanos del siglo XXI nos convirtiéramos en animales técnicamente muy hábiles, pero desmemoriados, ajenos a las grandes preguntas que apasionaron a nuestros antecesores. Podría acontecer incluso que «olvidemos que hemos olvidado». «Cabe imaginar», escribe Rahner, «que la humanidad muera de muerte colectiva, perpetuándose en lo biológico y lo técnico-racional, y retornando hacia un estado termita de animales enormemente inventivos». También Bergson se lamentaba de que tenemos «un cuerpo muy grande y un alma muy pequeña». Fue un gran europeo que murió, en 1941, pidiendo «un suplemento de alma» para nuestro Continente.

La intención de este libro ha sido recordar a veintidós pensadores, buenas gentes de nuestro pasado, para que nos ayuden a ser, además de muy inventivos, profundamente humanos y, a ser posible, como quería Confucio, humanitarios.

Deseo concluir agradeciendo a algunas personas amigas su lectura de sendos capítulos del libro y las valiosas sugerencias que me hicieron. Jacinto Rivera de Rosales leyó las páginas dedicadas a Kant; Javier Sádaba se ocupó de las páginas sobre Wittgenstein; Javier San Martín dio su visto bueno a Descartes, y Julián Ruiz leyó el último capítulo, el dedicado a Rahner.

Carmen Ferrer leyó, con su acostumbrada generosidad, todo el libro y me aseguró que «se entiende bien». Además, me sacó de no pocos apuros informáticos.

Y, por supuesto, mi editor y gran amigo Alejandro Sierra tampoco renunció a una cuidadosa y sesuda lectura del original. También sus sugerencias han mejorado el texto final.

CONFUCIO

El «Aristóteles chino»

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Desearía, además de agradecer muy cordialmente a Javier Gomá y a Lucía Franco su invitación a impartir esta conferencia, comenzar con un recuerdo personal. Hace ya algunos años, la Fundación Juan March organizó un ciclo titulado «Pensar la religión» en el que intervinimos J. Gómez Caffarena, E. Trías, M. García Baró y yo. Los dos primeros ya no están entre nosotros. Y me brota muy de dentro dedicarles este recuerdo. Por lo demás, es casi una forma confuciana de comenzar esta conferencia: recordando a los antepasados que, para Confucio, no eran solo los miembros de la propia familia. Se cuenta que se sometió a un duelo salvaje cuando murió uno de sus discípulos.

Entre paréntesis: el culto a los antepasados hizo difícil la entrada del budismo en China. Los chinos no soportaban la idea de que sus antepasados se reencarnasen en un insecto o en un animal. También el cristianismo se topó con el mismo problema: a los chinos les parecía que la comunicación de los cristianos con sus difuntos era demasiado tenue y difusa.

Pero estamos adelantando acontecimientos. Aunque no figura en el título de la conferencia, dedicaré, por indicación de la Fundación March, un espacio a Lao-Tsé. Hay muchas semejanzas entre ambos. De forma que la conferencia tendrá tres partes: 1. Tres grandes familias de religiones, 2. Lao-Tsé, 3. Confucio.

TRES GRANDES FAMILIAS DE RELIGIONES

Defendía el gran teólogo protestante Adolf von Harnack que quien conoce el cristianismo conoce todas las religiones. Por las mismas fechas, a comienzos del siglo XIX, Max Müller, el iniciador de la moderna ciencia de las religiones, le corrigió asegurando que quien conoce solo una religión no conoce ninguna (Goethe había dicho que quien conoce solo una lengua no conoce ninguna).

Tal vez sea el momento apropiado para distinguir entre «conocer» y «tener información». Solo es posible «conocer» la propia religión, la que se practica o se ha practicado a lo largo de la vida. De las restantes solo nos es permitido tener información. El sagaz Renan afirmaba que cuando mejor se conoce una religión es cuando se la abandona. Probablemente se refería a la fuerza cognoscitiva de la ausencia: a los seres queridos se les conoce mejor cuando ya se fueron, cuando solo el recuerdo nos une a ellos. Una religión abandonada, despojada de la rutina de la familiaridad, puede cobrar nueva fuerza ante su antiguo fiel practicante. El abandono de la fe puede ser fuente de mayor y más profundo conocimiento de la religión abandonada. Lo tenido por obvio suele perder profundidad. En este sentido, me veo obligado a confesar que yo no conozco a Confucio ni a Lao-Tsé. Solo tengo alguna información que me dispongo a transmitirles. Pero empecemos por situar el mapa de las principales religiones.

Se suelen distinguir tres grandes familias de religiones: proféticas, místicas y sapienciales, que se podrían caracterizar brevemente de esta forma:

Las proféticas, abrahámicas o monoteístas nos son familiares. Todos sabemos que nos estamos refiriendo al judaísmo, al cristianismo y al islam. Y de todos es conocido que cada una de ellas ha mostrado, a lo largo de su historia, un punto fuerte. El judaísmo se ha «lucido» defendiendo la esperanza. A lo largo de sus muchos días ha dado muestras suficientes de que ninguna adversidad lo separa de ella. El cristianismo se ha «especializado» en el amor, en la caridad. Los lados oscuros de su historia nunca lograron desdibujar por completo este distintivo esencial. Por último, el islam se ha hecho fuerte en la fe. Impresiona observar la firmeza con la que la practican.

Existen una serie de rasgos comunes a las tres religiones proféticas. Desde luego, su figura emblemática es el profeta. Es cierto que también las restantes religiones conocen esta figura, pero no es su distintivo principal. Es cuestión de prevalencias.

Pero no se agotan aquí las semejanzas. Las tres son religiones activas, dinámicas, transformadoras, amantes y defensoras de la justicia. Y todas ellas, especialmente el cristianismo, han acumulado una rica herencia doctrinal y eminentemente asertiva. Algo que entorpece el diálogo con ellas. Tienen un amplio legado que defender. Nietzsche las acusaba de estar «agobiadas de convicciones». Pero se trata de un legado irrenunciable. Lutero sentenció: suprimir se legado asertivo sería «acabar con el cristianismo».

Las religiones místicas, el hinduismo y el budismo, poseen características diferentes. Por supuesto, su figura señera es el místico. En ellas predomina la contemplación sobre la acción. Cultivan la interioridad, la extinción de las pasiones y deseos. Buscan la paz interior, el sosiego, la calma espiritual. Son tolerantes, pacíficas y compasivas. Impresiona su confianza antropológica de fondo. Consideran posible la victoria sobre el agitado mundo interior. A lo mejor por eso ejercen tan gran atractivo sobre Occidente.

Y, finalmente, las sapienciales, el confucianismo y el taoísmo, objeto de este trabajo. Su figura emblemática es el sabio. Pretenden, sobre todo el confucianismo, organizar y ordenar la vida personal, familiar y pública. Buscan una organización sabia y prudente de la sociedad, la política, la economía y la familia. Cultivan, como he indicado, el recuerdo de los antepasados, y las tradiciones familiares. Otorgan, además, gran relieve a los usos ancestrales relacionados con la magia y la adivinación.

La gran duda es si estas religiones son realmente religiones, o más bien sabidurías, cosmovisiones filosóficas. Esta duda es aún mayor en el caso del confucianismo, la religión prevalente de los funcionarios chinos. Es una religión urbana, volcada en la civilización y en todo lo que pueda fomentarla.

El taoísmo, en cambio, es la religión de las clases campesinas que desconfían profundamente de la civilización; se refugia en el contacto con la naturaleza y en el cultivo de las relaciones humanas y familiares. Este contacto con la naturaleza reviste en el taoísmo un carácter hondamente místico. Hay quien lo compara con los sufíes. Existen, pues, diferencias entre el confucianismo y el taoísmo. Si quisiéramos etiquetar, podríamos afirmar que el confucianismo es activo, pragmático, convencional; en cambio, el taoísmo sería quietista, intuitivo, anárquico. Lo veremos más detenidamente en sus dos principales representantes.

LAO-TSÉ

En la base del taoísmo está Lao-Tsé, un contemporáneo de Confucio a quien se atribuye la autoría del Tao Te Ching o Libro del sendero. Es la obra fundamental, una especie de evangelio del taoísmo. El nombre de Lao-Tsé parece que significa «Anciano Maestro» o, más pintorescamente, «Viejo Muchacho» (Lao = Viejo / Tsé = Muchacho).

Todo lo referente a él está envuelto en leyenda. Habría permanecido ochenta y un años en el vientre de su madre y nacido con el pelo ya blanco; habría vivido más de doscientos años. Confucio lo comparó con un «sublime dragón». Se considera que fue un ermitaño, apartado de la sociedad, solitario, morador de alguna cabaña de las montañas. Pero las gentes acudían a él a preguntarle: «¿Cuál es el significado de la vida?». Se interesaba por los seres humanos y por la sociedad. Cuanto más solitario, más compasivo decía. Se le consideró una encarnación del Ser Supremo.

Según la tradición, ni siquiera Confucio, tras interrogar personalmente a Lao-Tsé, logró tener una idea clara de qué era el Tao. Era algo inasible, camino que camina, razón, naturaleza, medida de todo. Según Lao-Tsé, «El tao del que puede hablarse no es el Tao eterno». El Tao es una especie de unidad inalterable que subyace al inestable mundo material. Es un misterio oculto en el universo, fuente de armonía y orden. El Tao «todo lo hace sin aparentemente hacer nada». «El Tao está siempre inactivo, pero no hay nada que no haga». «No hagas nada y todo estará hecho». El Tao tiene como finalidad «no hacer nada para alcanzarlo todo». Es una especie de realidad última impersonal, activa y silenciosa. El Tao es «más anciano que Dios», es «como un vacío eterno».

No es seguro que Lao-Tsé fuera contemporáneo de Confucio, algo mayor que él. Desde comienzos del siglo XX se tiende a pensar que Lao-Tsé sería una figura mítica y que el Tao te Ching sería una compilación de diversos textos realizada durante el siglo III antes de Cristo.

¿De qué trata el Tao te Ching o Libro del sendero ? Es considerado una de las maravillas del mundo y un manual ya clásico acerca del arte de vivir, escrito con gran lucidez y lleno de profunda sabiduría. Se han hecho cuarenta traducciones al inglés*. Se lo considera la filosofía del taoísmo; su contenido es un canto al desapego, un elogio de la entrega al Tao —o Absoluto— mediante el abandono de todo concepto, juicio y deseo.

Es fundamental la no-acción, que no es pasividad. Se ha dicho que «solo un muerto puede ser un buen taoísta». No es cierto. Se trata solo de la reacción a una actividad febril que busca el «siempre más», un siempre más que esconde una ciega huida hacia adelante. Refleja una poderosa serenidad (trae a la memoria la Gelassenheit evocada por Heidegger). Pone mucho énfasis en la «suavidad», término que significa lo opuesto a «rigidez», y evoca flexibilidad y adaptabilidad.

La figura central de la obra de Lao-Tsé es el Maestro, un hombre o una mujer cuya vida está en perfecta armonía con el modo como son y suceden las cosas. «¡Vive con indulgencia y humildad!». Al rendirnos al Tao nos volvemos compasivos. Durante los años del revisionismo maoísta Lao-Tsé fue considerado como el pensador de los latifundistas. Fue, en cambio, muy valorado por los marxistas occidentales.

Desde el siglo II después de Cristo, el culto a un Lao-Tsé ahora deificado ha dado lugar al surgimiento de un taoísmo religioso perfectamente definido, con sus dioses, su canon textual sagrado, sus sacerdotes, sacerdotisas, sus monjes y monjas, sus rituales y prácticas meditativas. El objetivo último de esta práctica religiosa es la conquista de la inmortalidad, lograda con ayuda de un extenso panteón de dioses y seres inmortales.

CONFUCIO

Confucio (551-479 a. C.), el artífice del confucianismo, ha sido adorado en los templos como esencia divina. Todavía en 1906 se le declaraba de la misma esencia que el cielo. Sin embargo, no se informa de que recibiera revelación divina alguna. Solo por influjo del budismo mahayana se le elevó a rango divino y se le construyeron templos. Se hicieron imágenes suyas y tablillas en su honor; se levantaron altares con velas e incienso. Se comenzaron a dirigir ofrendas y oraciones al espíritu de Confucio, el Sabio. Todavía en 1994 las autoridades comunistas de Pekín organizaron un gran simposio para celebrar el 2545 aniversario del nacimiento de Confucio. El principal orador fue el primer ministro de Singapur.

Reina práctica unanimidad en considerar que Confucio fue a lo largo de los siglos el ideal de la inmensa mayoría del pueblo chino. El «Aristóteles chino». Se le describe como una persona humilde, respetuosa con todos. Se cuenta que, cuando salía de caza, nunca disparaba a un pájaro que estuviese posado. Pensaba que eso no sería juego limpio.

Otorgaba gran importancia al tema del «Cielo». Tratado de forma abstracta, el Cielo equivalía a la Providencia y, de forma más personal, era entendido como Dios. Confucio y Mencio creían en el Cielo y en el Señor de lo Alto. El Cielo aparece como poder superior, pero no está personalizado ni claramente separado del mundo. De hecho, Confucio fue religiosamente escéptico. Perdió la fe en los dioses a causa de las muchas guerras. Fue pensador, educador y político ejemplar. Suya es la frase «Quien peca contra el Cielo no tiene a quien rezar».

En aquella época se creía que los gobernantes recibían el mandato del Cielo. Solo así se justificaba su gobierno. Más tardíamente se desarrolló la noción de Gran Último, una especie de Dios más alta de Dios. También fue muy importante la interacción entre el Yang y el Yin (los principios masculino y femenino, las polaridades activa y pasiva).

Confucio vivió en los siglos VI y V (551-479 a. C.). Al parecer fue maestro itinerante que contó con un pequeño grupo de seguidores llamados «ru», palabra que significa algo así como «erudito». Había nacido en un pequeño Estado (Lu). Su nombre fue latinizado en el siglo XVII por los misioneros jesuitas en China, con Matteo Ricci a la cabeza. Procedía de una familia aristocrática venida a menos. Su padre murió cuando él tenía tres años.

Al parecer, soñó con convertirse en consejero de confianza de algún rey, pero nunca tuvo éxito. No obstante, su carisma personal y su autoridad moral causaban gran impresión; se convirtió en un maestro sapiencial, inseparable para siempre de la cultura china. Las Analectas lo describen como un consumado deportista, aficionado a los caballos, la caza y la pesca. Se cree que murió, en el año 479 a. C., de tristeza por la muerte de su hijo y de dos discípulos cercanos. Tenía setenta y tres años. Está enterrado en Qufu (Shandong). El templo y cementerio de Confucio fueron declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1994.

H. Küng descubre semejanzas entre Confucio y Jesús. Ni Confucio ni Jesús fueron ascetas o monjes retirados del mundo. Al contrario: actuaron en él con manifiesta voluntad de transformarlo. Jesús no perteneció al grupo de los esenios, el monacato de su época.

Resalta, además, que no fueron metafísicos que especularan sobre Dios o sobre los fundamentos del ser. Y ninguno de los dos se denominó a sí mismo «Dios» o «hijo de Dios». No pidieron a sus discípulos veneración, ni imitación, sino seguimiento.

Otra semejanza: como Sócrates, ni Jesús ni Confucio dejaron nada escrito. Las Analectas fueron escritas por los discípulos de Confucio, como los Evangelios por seguidores de Jesús. Con razón se ha dicho que «vivimos de ágrafos». Las Analectas constan de una serie de sentencias breves, pequeños diálogos y anécdotas, que fueron recopilados por dos generaciones sucesivas de discípulos a lo largo de unos setenta y cinco años después de la muerte de Confucio. Es patente la semejanza con la forma en que se redactaron los Evangelios. Las Analectas son el único testimonio donde podemos encontrar un Confucio vivo y real. De nuevo: como a Jesús en los Evangelios.

La ética humanista de Confucio ha inspirado a todos los países del Este Asiático, y se ha convertido en el fundamento espiritual de la civilización más populosa y antigua de la Tierra. Las Analectas son el clásico por excelencia de la cultura china. Elías Canetti las elogia en estos términos: «Las Analectas de Confucio constituyen el retrato intelectual y espiritual más antiguo y completo de un hombre. Nos sorprende como si fuera un libro moderno».

Creo que ya lo he indicado: conocido en su época como «el Maestro», Confucio es considerado un gran filósofo, un extraordinario conocedor y analista de la naturaleza humana. Es el prototipo de una religión sapiencial, con decisiva importancia para la reflexión ética y política. Concebía a los seres humanos como esencialmente sociales. Su obsesión era el perfeccionamiento de la naturaleza moral del individuo y de la sociedad. Creía que su «misión» era restaurar el antiguo orden social, la ética y la política ideal, el Tao, la Vía, el «camino que camina».

Tras la muerte de Confucio, sus enseñanzas se convirtieron en materia de acalorados debates intelectuales. En el siglo II antes de nuestra era el confucianismo fue adoptado por la dinastía Han (206-220) como base intelectual de su sistema de gobierno y de su programa educativo de formación de funcionarios.

En realidad, la educación en China llegó a concebirse en términos confucianos. El confucianismo se introdujo en todos los niveles de la sociedad, caló incluso en las masas iletradas. En Taiwán se conmemora el nacimiento de Confucio (28 de septiembre) como el «Día del Maestro» y es fiesta nacional. Se puede afirmar que los principios y valores confucianos están profundamente enraizados en la sociedad china, sobre todo en el Este y Sudoeste asiáticos: Japón, Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong-Kong.

El pensamiento de Confucio se puede resumir en unas cuantas palabras clave. Las más importantes son: ren (humanidad), li (moralidad ritual), junzi (caballero, persona superior) y de (gobierno de la virtud). En el desarrollo de estos términos clave sigo la exposición de Joseph A. Adler en su libro Religiones chinas.

Ren = humanidad

Antes de Confucio, ren significaba amabilidad, generosidad o benevolencia, especialmente la demostrada por una persona de clase social elevada hacia otra de clase social inferior. Pero, gracias a Confucio, ren se convirtió en una especie de «virtud cardinal» cuya mejor traducción sería «humanidad». Ren es la perfección de lo humano. Para Confucio, ser humano es ser humanitario. Es tratar a los demás con delicadeza, respeto y sumo cuidado. Es practicar la ética del cuidado.

En las Analectas dice Confucio: «Ren consiste en amar a los otros». Y también: «No pienses mal». Una persona humanitaria, además de amar a los otros, es «filial», es decir: respetuosa con sus padres, con sus mayores. Es «considerada», «reverente», «leal» y «digna de confianza». Preferirá la muerte antes que renunciar al ren.

Nadie puede crecer sin ayudar a crecer a los demás. A eso se lo llama «reciprocidad», equivalente a la regla de oro confuciana: «Lo que no quieras que te hagan a ti no se lo hagas tú a los demás». Confucio comparte los cuatro grandes preceptos: no matar, no mentir, no robar, no cometer actos deshonestos. Sin ellos, la humanidad no habría llegado hasta aquí, nos habríamos autodestruido. Es verdad que se quebrantan sin cesar, pero los «hombres decisivos» (K. Jaspers) introdujeron la conciencia de que su quebrantamiento es malo, nocivo. Y Confucio dijo lo esencial: «mientras se añoren, estos principios están presentes». Hombre de grandes silencios, Confucio desconfiaba de la palabrería, de la elocuencia vana; el virtuoso es reticente a hablar.

Li = Moralidad ritual

Originariamente, la palabra li se refería al ritual del sacrificio a los dioses o a los antepasados. Para Confucio, li era el modo apropiado de comportarse en cada situación, reflejo del carácter moral de una persona humanitaria. Pero, sin ren (sin humanidad) la conducta ritual (li) es una formalidad vacía y carente de sentido: «A un ser humano que no es humanitario ¿de qué le sirven los ritos?».

Y, a la inversa, la humanidad, ren, debe expresarse en una conducta social adecuada: «El autodominio y la insistencia en los ritos lleva a ser humanitario». Una vida vivida al modo confuciano consiste en una ceremonia sin solución de continuidad. El ritual confuciano abarca tres aspectos: en las actitudes y gestos de las personas no debe haber huella de violencia o arrogancia; en las expresiones de la cara se debe notar sinceridad; y ni en las palabras ni en la entonación debe haber vulgaridad.

Es la «revolución ética» que Confucio promovió en la antigua China. Su gran obsesión era otorgar una base moral a los ritos. No le bastaba con realizarlos correctamente. Los ritos expresan las emociones y el sentido de la belleza de los humanos. Gracias a ellos, el cielo y la tierra se mantienen en armonía. Por lo demás, la práctica de los ritos nunca requirió un cuerpo sacerdotal específico. El culto lo presidía y realizaba el cabeza de familia.

En la actualidad, el culto se ha simplificado mucho. En los pisos modernos solo hay un altar simbólico y un ritual que se reduce a algunas inclinaciones con barritas de incienso en las manos y a algunas ofrendas extraídas de lo que se ha preparado para comer, o realizadas solo con un frutero o un florero.

El culto a los muertos sigue vivo incluso allí donde la incineración budista ha reemplazado a la inhumación confuciana. Este culto implica, de alguna forma, creencia en la inmortalidad. Los ritos fúnebres servían para engalanar a la muerte. Se despedía a los muertos como si estuvieran vivos. Dado que vivos y muertos formaban una sola comunidad, con dependencia recíproca, el culto a los antepasados ha contribuido a dar estabilidad a la estructura social. Este culto se practicaba en todos los niveles de la sociedad. Era obligatorio consultar a los antepasados antes de embarcarse en una empresa importante. Se les ofrecían sacrificios en el aniversario de su nacimiento. En otoño se quemaba papel sobre las tumbas para protegerles del frío durante el invierno siguiente.

Los hijos se reunían en el mismo lugar en el que antes se reunían con sus padres; realizaban el mismo ceremonial que ellos; respetaban y querían a quienes sus padres habían querido. Muy importante era el culto al dios del hogar que lleva en cada casa cuenta de las buenas y malas acciones.

Huelga decir que, dada la insistencia en la ética, el filósofo occidental más apreciado por los confucianos es Kant, para quien la moral está por encima de la religión.

Junzi = caballero, superior, gentilhombre

Originariamente, junzi significaba «hijo de noble», referido a la aristocracia hereditaria. Pero Confucio entendía la auténtica nobleza en términos de carácter moral. El junzi, el caballero, es alguien que se esfuerza en convertirse en una persona humanitaria. «Un caballero ayuda a los necesitados y no hace más ricos a los ricos». Lo que mejor caracteriza al junzi es «el cultivo de sí», algo que exige un continuo examen de sí mismo.

Otra característica del junzi es el deseo de aprender. Objeto de estudio es, sobre todo, la tradición cultural legada por el pasado. Confucio dijo: «Transmito, pero no creo; amo la antigüedad y confío en ella». El aprendizaje de un caballero, de un gentilhombre, incluía el estudio de ciertos textos de la tradición, el cultivo de los ritos, de la música y de la literatura. Este estudio conducirá a establecer una relación correcta entre padres e hijos: «Mientras vivan vuestros padres, no viajéis lejos. Si tenéis que viajar, dejad una dirección».

Esta buena relación debe extenderse también a los hermanos y amigos. Especialmente correcta debe ser la relación entre marido y mujer. La mujer no es muy importante en las enseñanzas de Confucio, pero tampoco pensó negativamente sobre ella: «En casa, honra la sabiduría de tu madre». En general, en todo ese entramado de relaciones, al superior incumbe la protección y al inferior la lealtad y el respeto.

De = el gobierno de la virtud

En el confucianismo, el gobierno tiene la misión de transformar la sociedad y crear las condiciones que permitan a los individuos poner en práctica la voluntad del Cielo, estableciendo la armonía y el orden. En este sentido, el gobierno posee un cierto carácter religioso. Se trata de influir en el prójimo dándole ejemplo. Confucio piensa que la gente se siente moralmente atraída por el ejemplo.

Confucio fue un predicador del «justo medio». Las máximas virtudes que procuró inculcar a los gobernantes fueron la tolerancia, la bondad, la benevolencia, el amor y respeto a la naturaleza, y el respeto al orden religioso, social y político.

La pregunta final que cabe plantearse sería la siguiente: ¿se puede llamar religión a todo esto? Ya dijimos al comienzo que, en opinión de muchos estudiosos, en el caso de las religiones chinas, más que de religión habría que hablar de sabiduría. O, probablemente, de ambas cosas a la vez.

Bertrand Russell visitó en 1922 China y a su vuelta dijo que no existe ni había existido nunca la religión china. Algo que consideraba «un honor para los chinos». La verdadera religión china, sentenció Russell, es la de «ser chino», una especie de «religión cívica» consistente en sentirse bien en su país, con su cultura, con sus tradiciones. En definitiva, sentir el orgullo de ser chino.

Ante semejante juicio, solo cabría objetar que las afirmaciones sobre lo no-religiosidad de todo un pueblo son arriesgadas. Es posible detectar la religiosidad o no-religiosidad de las personas, pero no de los pueblos. A esto se une que todos los pueblos conocidos han dejado huellas de religiosidad, incluido el pueblo chino.

BIBLIOGRAFÍA

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Confucio, Los cuatro libros, Círculo de Lectores, Barcelona, 2001.

—, Analectas, Edaf, Madrid, 2009.

Eliade, M., «Las religiones de la China antigua», en Historia de las creencias y de las ideas religiosas II. De Gautama Buda al triunfo del cristianismo, Cristiandad, Madrid, 1978.

Fung Yu-Lang, Breve historia de la filosofía china, FCE, México, 1987.

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Jaspers, K., Los hombres decisivos: Sócrates, Buda, Confucio, Jesús, Tecnos, Madrid, 1996.

Küng, H. y Ching, J., Christentum und kinesische Religion, Piper, Múnich, 1988.

Lao Tsé, Los libros del Tao. Tao Te ching, ed. de I. Preciado, Trotta, Madrid, 42018.

Levi, J., Confucio, Trotta, Madrid, 2005.

Ohlig, K. H., La evolución de la conciencia religiosa. La religión en la historia de la humanidad, Herder, Barcelona, 2004.

Wilhelm, R., Confucio, Alianza, Madrid, 1986.

*También son numerosas las traducciones al español. La más reciente figura en la bibliografía final.

NICOLÁS DE CUSA

Puente entre la Edad Media y la Modernidad

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El cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464) es una personalidad gigante del siglo XV. Se ocupó de casi todo, incluso de fijar la fecha del fin del mundo. Y, naturalmente, como todos los que han emprendido tamaña empresa, también él fracasó en ella. Predijo, en una obrita titulada Sobre los últimos días (De novissimis diebus), que el mundo bajaría el telón entre 1700 y 1734. Quizá lo más característico del Cusano es que une ese imparable deseo de saber, propio de los comienzos de la Modernidad y del Renacimiento, con la humildad de la finitud, propia de la Edad Media. De forma que encontramos en el Cusano toda la curiositas del Renacimiento y toda la humilitas de la Edad Media. Es una especie de puente entre las dos épocas. En una obra, titulada De venatione sapientae (A la caza de la sabiduría), se manifiesta esa síntesis entre el ansia de saber y la conciencia de los límites que nos impone nuestra finitud. El Cusano es, pues, una síntesis entre la Edad Media y la Edad Moderna.

Unas citas de Ortega ponen de manifiesto la importancia que otorga al Cusano. Refiriéndose a Sócrates, Ortega define la filosofía como «un saber que no se sabe, peregrino saber que lo sabido, el contenido del saber, es precisamente la propia ignorancia. Ciencia extraña a la que diecinueve siglos más tarde, el cardenal Cusano, sin disputa la figura más genial, tal vez la única genial del siglo XV, va a denominar elegantemente la docta ignorantia». Al Cusano atribuye Ortega la mejor definición conocida de la ciencia: «Desde Platón hasta la fecha, los más agudos pensadores no han encontrado mejor definición de la ciencia que el título antepuesto por el gran Cusano a una de sus obras, De docta ignorantia. La ciencia es ante todo y sobre todo un docto ignorar».

Ortega llama al Cusano «el hombre más genial de esa época, que en rigor anticipa todo el Renacimiento». Y no le escatima elogios: «Antes de Vives, el último pensador genial fue Nicolás de Cusa, y lo prematuro de su inspiración restó eficacia decisiva a sus grandes hallazgos». Efectivamente el cardenal Cusano se anticipó a su tiempo; no hay, por ejemplo, casi ninguna idea en Giordano Bruno que no se encuentre ya en el Cusano.

Y, para finalizar esta introducción, aducimos una última cita de Ortega: «Todos los conceptos que quieren pensar la auténtica realidad —que es la vida— tienen que ser en este sentido ocasionales, lo cual no es extraño, porque la vida es pura ocasión. Y por eso, el cardenal Cusano llama al hombre un Deus occasionatus, porque según él, el hombre, al ser libre, es creador como Dios, se entiende, es un ente creador de su propia entidad, pero a diferencia de Dios, su creación no es absoluta, sino limitada por la ocasión».

PUENTE ENTRE LA EDAD MEDIA Y EL RENACIMIENTO

Nicolás de Cusa ha gozado siempre de grandes elogios. Giordano Bruno lo llamaba «el divino Cusano». Algunos lo consideran el auténtico fundador de la moderna filosofía alemana. La fórmula comúnmente aceptada para caracterizar su figura y su pensamiento es la siguiente: «un hombre entre dos mundos». El Cusano asiste al ocaso de la Edad Media y es testigo del comienzo de una nueva época, la Modernidad.

Es indudable que el trasfondo del pensamiento del Cusano se nutre de grandes pensadores medievales. Por eso Mauricio de Wulf ha podido afirmar «que a pesar de sus audaces teorías es solamente un continuador del pasado». El mismo autor dice que el Cusano sigue siendo un medieval y un escolástico. Pero, por otra parte, Nicolás de Cusa vivió en el siglo XV y, durante unos treinta años, su vida coincidió, por ejemplo, con la de Marsilio Ficino, un pensador que impulsó el platonismo del Renacimiento insistiendo en dos aspectos: el hombre y el amor. Fue esta época —el siglo XV— un tiempo de enormes tensiones. En el siglo XV nacieron figuras tan contrapuestas como Tomás de Kempis y Maquiavelo, Jerónimo Savonarola y Lorenzo de Médicis, Ignacio de Loyola y Martín Lutero. Época además de grandes catástrofes: cae Constantinopla y sobre todo se derrumba el Imperio. Pero época también de nuevos horizontes: descubrimiento de América, pujanza de los nuevos Estados nacionales, gran desarrollo de la mística y, tal vez lo más importante, inmenso despertar humanista en tres vertientes: auge de la autoconciencia, nuevo sentido del valor del individuo y el relieve inmenso que se otorga a la experiencia.

Nicolás de Cusa se deja impactar por todos estos acontecimientos, especialmente por el humanismo. Se relaciona, por ejemplo, con el cardenal Cesarini, con Eneas Silvio Piccolomini —futuro papa Pío II—, con el astrónomo y médico de Florencia Paolo Toscanelli, y con otros. Es, además, amigo de Gutenberg.

El Cusano intenta combinar lo viejo con lo nuevo. Vive arraigado en el imponente catolicismo medieval, pero presta oídos a los nuevos tiempos y a la nueva sensibilidad; prueba de que se zambulle en el mundo humanista es que descubre dos comedias perdidas de Plauto. En algún sentido, el Cusano vive entre dos tiempos sin tiempo propio. Ortega escribe gráficamente que «bizqueaba» (de tanto fijar su mirada en el pasado del que venía, y en el futuro al que se encaminaba). Karl Jaspers, que le ha dedicado un excelente estudio, insiste en que unió lo medieval y lo moderno. Guiado por el ideal de la concordancia (palabra clave en su pensamiento) no vio contradicción entre lo antiguo y lo moderno. Renunció al método escolástico, cargado de formalismos y distinciones vacías, y lo sustituyó por un diálogo abierto y sincero que buscaba siempre la unión y reconciliación de los contrarios. Estuvo muy atento a los grandes descubrimientos de su siglo, especialmente a la imprenta. Pidió a los príncipes que aunasen experiencias y favoreciesen el progreso espiritual y material de los pueblos. Muy consciente, además, de la variedad de las civilizaciones, soñó con medios de unificación y cooperación que superaran el etnocentrismo latino.

El Cusano fue, según Jaspers, «un alemán que se convirtió muy pronto en europeo, encontró su centro en Roma, pero no olvidó su origen». En muchas de sus sugerencias fue utópico; por ejemplo, en la gran confianza que tenía en que sería posible el entendimiento con el islam; en otras de sus sugerencias anticipó logros futuros. Se interesó por todo: por los nuevos progresos de la matemática, la mecánica, la física, la astronomía.

Es, pues, efectivamente, un puente entre la Edad Media y el mundo moderno.

Es medieval, ante todo, por su imponente horizonte cristiano, pero lo es también por las fuentes en las que bebe. Apenas está presente en el Cusano el platonismo puro, es decir, el platonismo propio del Renacimiento; en cambio, se mueve en el neoplatonismo y el platonismo cristiano al estilo medieval. Le influyen personajes como Proclo, el Pseudo-Dionisio, Raimundo Lulio y el Maestro Eckhart. Y es moderno por el inmenso papel que concede al ser humano. No concibe al hombre como algo pasivo, sino como activo y creador.

Y es moderno por la importancia que otorga a la dialéctica; a veces parece que anticipa incluso el método hegeliano. Es moderno, también, por el destacado relieve que concede al tiempo y a la historia.

APORTACIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN

Tampoco podemos olvidar su temprana aportación a la filosofía de la religión (disciplina filosófica que nacerá tres siglos más tarde). Planteó, como nadie hasta entonces, el problema de la religio una in rituum varietateXVSobre la paz de la feDe pace fidei