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Andreu Martín (Barcelona, 1949) es escritor especializado en novela negra y policíaca desde que en 1979 publicó Aprende y calla. En 1980 recibió el premio Círculo del Crimen por Prótesis. Posteriormente, ha escrito numerosas obras del género que han sido galardonadas, como Si es o no es (con el Deutsche Krimi Preis International a la mejor novela policíaca publicada en Alemania), Barcelona connection y El hombre de la navaja (las dos con premios Hammett concedidos por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos), Bellísimas personas (que, además del Hammett, también obtuvo el premio Ateneo de Sevilla) o De todo corazón (premio Alfons el Magnànim). Además, ha recibido el prestigioso premio Pepe Carvalho, en el festival BCNegra, que galardona toda una trayectoria —con ya más de un centenar de novelas—. Ha escrito también género erótico y novela infantil, donde, juntamente con Jaume Ribera, ha creado el personaje de Flanagan, cuya primera novela, No pidas sardinas fuera de temporada, recibió el Premio Nacional de Literatura Juvenil.

 

Vuelve el Harén del Tibidabo, el prostíbulo modernista más lujoso de Barcelona, con sus puertas de roble, los vitrales heráldicos y las gárgolas de castillo. Todo como salido de un cuento si no fuera porque el regente del burdel, el histriónico Emili Santamarta, se verá inmerso dentro de una trama donde tendrá que defender inocentes en una lucha entre policías corruptos y, sobre todo, entre dos clanes que quieren hacerse con el monopolio del tráfico de armas y drogas de la ciudad: los De Santiago, peligrosos y a la vez sofisticados, y los Klein, comandados por dos despiadados enanos rechonchos de metro y medio, extremadamente crueles, que solo buscan venganza por la muerte de su querido hijo, Delfín.

Una vez más, el escritor nos sumerge en una Barcelona violenta, oscura y sórdida con una galería repleta de personajes extravagantes y, cómo no, todo aderezado con el ácido y corrosivo humor de su protagonista principal, el exagerado y teatral Mili.

Tras El Harén del Tibidabo, seguida de Todos te recordarán, Andreu Martín regresa con la segunda entrega de su Harén, donde una vez más la acción y la violencia corren a la velocidad de un disparo.

La favorita del Harén

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La favorita del Harén

ANDREU MARTÍN

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Primera edición: enero del 2020

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ València, 241, 4.º
08007 Barcelona
info@alreveseditorial.com
www.alreveseditorial.com

© 2020, Andreu Martín
© de la presente edición, 2020, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-17847-36-4
Código IBIC: FF

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

 

Querido lector,

Aunque cuesta creerlo, hace diez años que arrancamos nuestra modesta editorial.

Nuestra trayectoria, como la de cualquier proyecto dedicado a la literatura, ha experimentado diversas etapas y ha sufrido alguna que otra metamorfosis. Sin embargo, podemos decir que ya hace tiempo que decidimos apostar por los autores que escriben en castellano y en catalán porque profesamos, y seguimos convencidos de ello, que existe el talento suficiente en nuestros idiomas para encontrar grandes historias.

A modo de celebración, o mejor dicho, para conmemorar una fecha tan significativa, inauguramos en el 2020 una nueva imagen que además incluirá la numeración de nuestros libros.

Como podéis observar en este ejemplar de La favorita del Harén, de Andreu Martín, que tenéis en vuestras manos, y que inaugura el nuevo diseño, hemos tomado la decisión de comenzar nuestra numeración con el número 100. La razón no es otra que respetar a todos los autores y autoras que ya hemos publicado durante nuestra trayectoria y que bien podrían sumar 99.

Gracias por vuestra confianza todos estos años.

EQUIPO ALREVÉS

 

 

El respeto se gana, el respeto no se impone.

SERGIO RAMOS

 

La relación con mi mamá se enfrió mucho desde que murió.

PEPE COLUBI

1
El muchacho que se llamaba Delfín y finó

Los Gorditos son muy divertidos.

Gordito y gordita, como dos bolas, como dos caricaturas de Naranjito, tan iguales que parecen más hermanos que matrimonio, metro sesenta él, metro setenta ella, los dos mirándote en contrapicado con ojitos arrepentidos de ser como eran, suplicando comprensión, amor y compasión. Él es lo que los franceses llamarían un faux fofo, un falso fofo, apariencia de oso de peluche y consistencia de pedazo de hormigón armado; ella es una especie de Venus de Willendorf, de edad no indefinida sino infinita, capaz de resistir cualquier desgaste desde el paleolítico acá.

Los Gorditos, también conocidos como Sambitos, son tan divertidos que, incluso cuando me contaron cómo les mataron a su hijo, me partía de risa. Él lo hacía con el tono de Gila cuando decía aquello de «M’habéis matao a un hijo pero m’he reído más...».

—Delfín no estaba haciendo nada, no hizo nada, seguro que no hizo nada porque nunca hacía nada...

La Gordita intervenía con frases cortas para matizar:

—Nunca hizo nada bueno.

—No sabía hacer nada, el pobre.

—No sabía hacer nada bueno.

—No servía para nada. O sea que, cuando llegaron los picoletos, puedes estar seguro de que no hizo nada. «¿Uh?», como decía siempre, como un bobo, «¿Uh? ¿Qué pasa?». Si no sabía ni conducir, que le regalé el Ferrari, porque me lo estaba pidiendo desde los doce años, «Que quiero un Ferrari Testarossa, que quiero un Ferrari Testarossa», «Pero ¿tú sabes lo que vale un Ferrari Testarossa?». Cuando cumplió los dieciséis le regalé el Ferrari 458 Italia, de seiscientos caballos, doscientos setenta mil euros y gracias, y le digo «Toma, ya tienes tu Ferrari, ahora tendrás que aprender a conducir». Y me dice «Ya sé conducir, todo el mundo sabe conducir, si el Caracas sabe conducir, yo también sé conducir»...

—Pobrecito, el Caracas, qué feo es —se lamentaba la Gordita compasiva.

—Es verdad que el Caracas, además de feo, es un poco escaso, pero, al menos, hizo los cursos para sacarse el carné, la práctica y la teórica y demás.

—Qué feo. Qué cara tan difícil.

—Delfín se lio la manta a la cabeza y, claro, cinco horas después de sentarse al volante, estampó el Ferrari contra la tapia del fondo de la calle. Un mes en coma, no sé cuántos huesos rotos y el Ferrari irrecuperable. Que el próximo Ferrari no se lo regalé hasta que se sacó el carné, claro.

—¿Y cuando quisieron atracar la joyería del paseo de Gràcia? —recordaba la Gordita como quien invoca una desgracia irreparable.

—También con el Caracas, pobre, que era tan feo que, de pequeño, lo llamaban Caramierda. Luego, se hizo respetar y lo llamaban Caracaca y, al final, Caracas. No sé de cuál de los dos fue la idea de disfrazarse de cubanas ricas, borrachos y colgados como cuadros que iban, maquillados como putas, con pestañas postizas y labios rojos y las uñas pintadas, con unos vestidos que pensaban que una cubana normal, un día cualquiera, va a la oficina como si fuera a la rúa del Carnaval... Enseñando las piernas peludas, que estaban seguros de que con las medias no se iba a notar que no se habían depilado.

—Y unos zapatos de tacón de palmo y medio —añadió la Gordita—, que, a la puerta de la joyería, justo cuando sacaban las pistolas, el Caracas se torció el tobillo y cayó patas arriba, que hasta al magistrado se le escapaba la risa cuando los juzgaron...

—O sea —el Gordito va al grano para acabar el relato—, que era un inútil. Que le pusimos Delfín como hijo de reyes, como hijo nuestro, pero resultó que era el Delfín de verdad, el del fin, el último de la fila, un desastre, que con los picoletos no hizo nada, seguro, porque no sabía hacer nada. No podía hacer un bisnes de buena ley. Lo quiso hacer por su cuenta, como para hacernos la competencia a nosotros mismos, a sus padres, para demostrar no sé qué, y le salió como el culo, está claro. Él y el Caracas quedaron con aquellos negros en el polígono de la Próspera, en la plazuela del fondo que solo tiene un acceso, lo que se llama un culo de vaso. Una puta trampa. Y, efectivamente, llegan los negros con la mercancía y el Caracas y Delfín enseñan la pastita y, cuando tienen las manos sobre la masa, entran los picoletos, centenares y centenares de picoletos vestidos de negro, enmascarados, con lentes de visión nocturna, chalecos antibala y armas largas, y el nene levantó las manos, que el Caracas se lo contó al abogado, el nene «¿Uuh? ¿Qué pasa?». Y el Caracas, mira que es feo, coge la recortada, que le preguntó el abogado «Pero ¿tú por qué coño cogiste la recortada», y él le dijo «Para proteger al Delfín», que dice que nos lo había prometido a nosotros, que protegería al Delfín, y coge el arma. Y los picos se pusieron a disparar como Al Pacino en El precio del poder. Pero no dispararon al Caracas, no: dispararon al Delfín, porque lo reconocieron y, como era nuestro hijo, lo destrozaron.

—Se lo cargaron, pobrecito —resumió la Gordita.

—Y ahora, como comprenderás, como es natural, como haría cualquier padre responsable, estamos buscando al picoleto que lo mató, y lo vamos a encontrar, y cuando lo encontremos lo vamos a crucificar como al Santo Cristo, con corona de espinas y penetración anal incluidas.

2
Periódicos llenos de mierda y visita de la Popotitos

Si la noche anterior no he tenido una orgía, una bacanal, un concurso de baile o alguna otra de las obligaciones que comporta mi negocio, salgo de la cama entre las siete y las ocho. Me despierta Maragda, mi colaboradora más madrugadora desde que abandonó la atención directa al cliente para hacerse cargo de la administración y el mantenimiento del Harén, y lo hace desde la puerta, encendiendo las luces, o entre las sábanas acariciándome, según la inspiración o manía o depresión con que hayamos terminado la noche anterior. Pero, ya sea desde la puerta o desde las sábanas, suele decir «Para ya de roncar, dormilón».

Dedico al cuarto de baño tanto tiempo como es necesario. Quizás en aquella época invertía más rato porque me había depilado el cuerpo, rapado y afeitado bigote y barba, pecho y espalda, sobacos, pubis y ombligo, y cada día en el espejo me encontraba con un desconocido encantado de saludarme. Antes, yo era peludo peludo, aquel paciente que le preguntaba al médico: «Doctor: ¿qué padezco?», y el médico me respondía: «Padece usted un ozito». Y ahora era una especie de bebé monstruoso y libidinoso. «Eh, Mili, te encuentro diferente, estás fantástico, ¿qué te has hecho?»

Me pongo ropa discreta, camiseta de marca sin distintivos, vaqueros y alpargatas de la calle de Avinyó, y salgo del dormitorio por la puerta disimulada detrás de la estantería cargada de libros que se desplaza a un lado sobre un raíl.

Atravieso una estancia que parece que no sirve para nada, como un cortafuego, donde se esconde el acceso al túnel que comunica con las alcantarillas, y accedo al almacén del restaurante, de allí a la cocina y, finalmente, llego al comedor. No hacía mucho que abríamos a primera hora de la mañana para servir desayunos a los trabajadores de las empresas de los alrededores. Cruasanes y café de primera calidad. Me instalo en un rincón y me pongo a leer los periódicos en diagonal.

Recordaréis aquella época. Empezaron a aparecer en la prensa noticias sensacionales protagonizadas por guardias civiles corruptos. Especialmente, en El Periódico. ¿Os acordáis? El primer escándalo estalló el miércoles 16 de octubre: un par de agentes del cuartel de la calle de Sant Pau, hermanos y conocidos como los Catalufos, fueron detenidos porque estaban implicados en una red de tráfico de mujeres albanesas y griegas. Las hacían adictas a la heroína y las traían a Cataluña para prostituirlas. Los Catalufos eran propietarios de un apartamento, en el Poble-sec, que se usaba como piso franco donde se alojaban las mujeres cuando llegaban aquí, antes de distribuirlas por diferentes prostíbulos. Aquel día, ilustraba la primera plana una fotografía donde se veía a un grupo de mujeres jóvenes, incluso demasiado jóvenes, apeándose de una furgoneta Mercedes con los distintivos de la Guardia Civil justo delante del domicilio de los Catalufos en el Poble-sec. Firmaba el reportaje Marissa Alavés, una conocida periodista especializada en sucesos y tribunales, y resultaba revelador que saltara la noticia pocas horas después de hacerse efectiva la detención. Interpreté que la reportera tenía la exclusiva antes que la Guardia Civil y que había avisado a los comandantes de la zona que estaba a punto de publicarla. Me los imagino alarmados suplicándole que no lo hiciera antes de que ellos hubieran resuelto el problema, quizás incluso la invitaron a participar en el operativo. Primero la detención y luego la noticia, este era el orden correcto.

Siguieron unos días de alboroto descontrolado en la prensa. Declaraciones de los oficiales jefes de zona, tertulias con teorías de lo más variadas, «Los independentistas falsifican pruebas para desacreditar a la Benemérita», «Asuntos Internos de la Guardia Civil inicia una investigación a fondo de trescientos agentes»...

Pero no fue por mucho tiempo, porque seis días después Marissa Alavés y El Periódico volvían a revolucionar a la opinión pública.

Lunes 21 de octubre: cuatro agentes de la Guardia Civil formaban una banda que se alquilaba para pegar palizas y extorsionar a tenderos en el barrio de Baró de Viver, en el distrito de Sant Andreu. Un vecino los grabó con su móvil cuando vapuleaban al dueño de una carnicería halal y, aunque vestían de paisano, los cuatro resultaban perfectamente identificables. En la semana siguiente, mientras la prensa digital e impresa, las radios y las televisiones y las tertulias públicas y de café se preguntaban a gritos qué estaba ocurriendo con la Guardia Civil en Barcelona, Asuntos Internos inculpó a una docena más de agentes por haber encubierto a los cuatro malhechores entorpeciendo investigaciones incoadas anteriormente y proporcionándoles coartadas falsas.

Intervino el Ministerio del Interior haciendo declaraciones institucionales donde se quitaba importancia a «hechos que no son tan extraños en ninguna policía del mundo» y se culpaba a la prensa de «alimentar el escándalo de manera malintencionada».

Marissa Alavés se hizo muy popular porque era ella quien firmaba los reportajes y porque la Guardia Civil la llevó al cuartel y la interrogó para que les revelara sus fuentes. La entrevistaban colegas de los medios más dispares para preguntarle: «¿Aparecerán más casos?».

Yo también sentía curiosidad. Aproveché un día que nos visitaba Semíramis para tratar de obtener más información. Semíramis, en el mundo real, se llamaba Priscila Arzúa, era sargento de la Guardia Civil y trabajaba en el Harén como colaboradora ocasional, cuando necesitaba algún plus económico o tenía ganas de marcha. No la teníamos fija ni constaba en ningún catálogo, y solo venía cuando quería y normalmente era ella quien se traía a los clientes. Como buena policía, era sumamente paranoica. El primer día, le dije que tenía un nombre muy comercial, como Priscilla, reina del desierto, y casi le dio un ataque. «¡Priscilla!», gritó. «¡Me descubrirían enseguida!» Le sugerí el nombre de Semíramis porque me recordaba a la Rhonda Fleming de Semíramis, esclava y reina, tan sexi, tan pelirroja y con bikini dorado bailando en la antigua Babilonia de Cinecittà.

La llevé al Despacho de Recibir.

Me observaba tensa esperando una mala noticia. Le pregunté:

—¿Qué sabes de estos escándalos de la Guardia Civil?

No sabía nada. Solo que los oficiales estaban muy nerviosos, investigando y pidiendo responsabilidades a gritos por los pasillos. Era evidente que alguien tenía un almacén de datos contra la Guardia Civil y estaba dispuesto a ir sacándolo a la luz.

—En todas partes hay cobardes e imbéciles. Son cobardes porque quieren ser delincuentes pero no se atreven. Creen que estarán más seguros si delinquen desde el otro lado de la raya roja. Como si no tuvieran que temer a los malos si colaboran con ellos. No tienen huevos para saltarse las leyes sin la protección del uniforme. Son unos mierdas. Y son imbéciles porque creen que no les puede pasar nada, que la placa les da el control absoluto, tanto en el cuerpo como en las líneas enemigas. Y es a la inversa: están pringados, son unos pringados. No entienden que están expuestos al chantaje por delante y por detrás. —Así hablaba Priscila. Es fantástica. Pero enseguida la vencía la paranoia. Parpadeaba y me miraba con desprecio, y suspiraba—: Como yo, por otro lado. Que sepas que en mi pistola reglamentaria tengo una bala...

—Con mi nombre —le repliqué—, sí, ya lo sé. Me lo dices cada vez que hablamos.

—Porque no quiero que lo olvides. Porque eres el único en el mundo que sabe quién es Semíramis. Y, si alguna vez, alguien se llega a enterar...

—No —me atrevo a corregirla—: Si alguna vez hubiera la posibilidad de que alguien se enterase...

—... Tendrás tu bala.

—Pero, entonces, Semíramis, reina de Babilonia, ¿por qué no lo dejas? Seguro que no necesitas la pasta que ganas aquí.

—Sí que la necesito. Pero, además, no lo dejo porque me gusta el peligro.

—Pero a mí no, coño. Y me acabas de amenazar con pegarme un tiro.

Una semana después de la noticia de los picoletos extorsionadores, como una maldición, el lunes 28 de octubre, festividad de San Judas Tadeo, ese apóstol tan inteligente que preguntó a Jesucristo cómo era que se manifestaba solo a sus discípulos y no a toda la humanidad de una vez, cosa que les ahorraría mucho trabajo, saltó a El Periódico un nuevo escándalo de la Guardia Civil de Barcelona.

Seis agentes destinados a aduanas portuarias tenían en una nave de la Zona Franca un contenedor con novecientos kilos de cocaína que iban vendiendo poco a poco, a través de una red propia. El contenedor había llegado procedente de Colombia hacía tres meses, nadie lo había reclamado y lo habían arrinconado en el fondo de un almacén donde esperaban que nadie lo detectara hasta que hubieran agotado la mercancía.

Una vez más, el reportaje venía firmado por Marissa Alavés e ilustrado con su foto de carné, donde se la veía risueña, la mar de ufana y lo bastante robusta, dura y descarada como para hacer frente a cualquier policía, delincuente, abogado o juez que se atreviera a enfrentarse con ella. Sus ojos decían «¿Qué pasa?». Me habría gustado conocerla.

Estaba leyendo el caso de los picoletos traficantes en la mesa del rincón, desayunando café con leche y cruasanes, cuando una chica muy delgada se dirigió al camarero y le preguntó por mí. Mili Santamarta.

Debió de parecerle que el camarero la ignoraba, porque mi empleado se disculpó y se entregó a un diálogo con su teléfono móvil. Me escribió un whatsapp. «Una chica quiere verte.»

Eché una ojeada a la pantalla, un vistazo a la chica y respondí.

«Que venga.»

El camarero se dirigió a la visitante cuando esta ya creía que se había olvidado de ella y le indicó la mesa donde yo me encontraba. Puso unos ojos como platos y vino hacia mí, insegura.

Era una rubia delgada, muy delgada. Piernas de Popotitos. Anoréxica frágil como una muñeca de porcelana. Con nariz atípica y boca fruncida con insinuación de besos, de sarcasmos o de escupitajos. No respondía a la belleza estándar que acostumbran a pedir mis clientes. Qué queréis que os diga, es una cuestión de oferta y demanda. El cine, las vallas publicitarias y el arte clásico condicionan los gustos del público, y debo deciros que, en circunstancias normales, no le habría dado la menor oportunidad. A medida que avanzaba hacia mí, se me ponía cara de «No».

Tímida, se sentó al otra lado de la mesa. Se la veía estupefacta por el miedo, pero enseguida comprendí que aquel miedo nunca podría hundirla, por terrorífico que fuera. Si le decía que no pensaba ayudarla, me enviaría a la mierda, saldría a la calle y no caería de rodillas hecha un mar de lágrimas, sino que se tragaría los sollozos dispuesta a continuar bregando. Me lo decían sus ojos, que refulgían con los dolores y humillaciones que había sufrido a lo largo de su existencia, pero también me lo decía su nariz, nariz romana y cargada de dureza y autoridad. Y su boca fruncida y armada para el combate y el grito de rabia. Aquel saco de huesos era la belleza del coraje, de la lucha, aunque fuera la lucha perdedora. Movió los labios un par de veces, desanimada, antes de hablar. Temí un exabrupto. Sus manos, de dedos largos y huesudos, se aferraban al bolso como si quisiera destrozarlo.

—¿Mili Santamarta?

—No.

—¿No?

—No puedo ayudarte.

—Solo tú puedes ayudarme. —Lo dijo de tal manera que ya supe que no venía para pedirme trabajo.

—¿Qué clase de ayuda?

—Tienes que esconderme. Tienes que esconderme porque me buscan.

—El mundo es muy grande y está lleno de escondites.

—No. Siempre he dicho que, si tenía algún problema grave, pero grave de verdad, solo tú podrías ayudarme.

La mirada se me desviaba hacia la página de los narcopicoletos.

—¿Siempre has dicho eso?

—Siempre.

—¿Y se lo has dicho a mucha gente? —Palideció. El mundo se hundía a su alrededor. Continué—: ¿Eres consciente de que, si alguien te busca y siempre has dicho que yo te ayudaría, el primer sitio donde vendrán a buscarte será mi Harén? ¿Te das cuenta?

Su esperanza se desmoronaba. Por alguna razón, yo era su primer y único recurso. Si yo fallaba, no había solución. Me lo dijeron las lágrimas que se desbordaron y corrieron mejillas abajo. Se miró las manos y el bolso arrebujado. Cabizbaja, inició el movimiento de abandonar la silla y darme la espalda, pero se me escapó la mano para atrapar la suya.

—Espera.

Este es Emili Santamarta. Para que luego digan.

No podía mirarme a la cara. Como si mis palabras la hubieran convencido de que no había ninguna clase de relación posible entre nosotros.

—Cuéntamelo.

Negó con la cabeza. Se esforzó para recuperar su capacidad de hablar sin sollozos.

—No te lo puedo contar. Ese es el otro problema. ¿Cómo vas a poder ayudarme, si no puedo ni explicarte el porqué? —Casi podía oír los latidos de su corazón desde el otro lado de la mesa—. Me buscan y, si me encuentran, no sé qué va a ser de mí.

—¿Puedes decirme, al menos, quién te busca?

Levantó la vista. Tenía unos ojos muy bonitos. No muy grandes, pero expresivos. Suplicaban. Empezó a mover la cabeza en sentido negativo, pero entendió que no me podía negar la más elemental de las explicaciones. Abrió la boca, llenó de aire sus pequeños pulmones y dijo:

—Los Gorditos. Me buscan los Gorditos. El Sambito y la Sambita. —No era tan sencillo—: Bueno, también me busca otra gente, pero lo peor son los Gorditos. De ellos no podría esconderme jamás si tú no me ayudas.

3
El Lobo, los tres Cerditos y la Mona Lisa

El lunes 28 había venido a verme la chica de piernas de Popotitos.

Los hombres de los Gorditos llegaron el miércoles 30 de octubre, a media mañana.

Eran cuatro. El Lobo y los tres Cerditos. Pobre de ti que te oyeran llamarlos así. Híper y sus tres Gigantes. Híper porque se creía más que súper. Y sus tres Reyes Magos, sus tres Mosqueteros, sus tres Tenores, sus tres tristes Tigres, llámalos como quieras, pero no los tres Cerditos porque te matan. Eran los hombres que representaban a los Gorditos en la calle porque el matrimonio que los comandaba nunca salía a la luz del día. Se rumoreaba que, si se atrevieran a hacerlo, la policía caería sobre ellos de inmediato y no podrían abandonar la cárcel en el resto de su vida. Y, si no, sus enemigos les prenderían fuego en medio de la vía pública. Se rumoreaba. El caso es que los Gorditos nunca salían de su escondrijo, fuera cual fuera, y su brazo armado y visible en las calles eran el Híper y sus tres acompañantes, los tres poderes del Estado, los tres en raya, las tres virtudes cardinales, los tres enemigos del alma, tan temidos como un cáncer con metástasis.

El Híper era un tipo pequeño, de no más de un metro sesenta, con gafas de hipermétrope que le hacían los ojos inmensos, vacunos; erecto, cejijunto, cabreado y amenazador, cazadora de ante marrón, camisa roja, pantalones amarillos y zapatos blancos, un figurín. Desprendía malas vibraciones. Los tres que lo acompañaban eran hermanos, los Cañabate, conocidos como el Cañabate, el Cañabis (porque fumaba mucho) y el Caña a Secas, abducido por una tableta o un móvil conectado con auricular a sus oídos. Altos y robustos, sacaban más de un palmo al Híper y hacían que su jefe pareciera un enano. Los tres tenían cara de indios de la selva profunda y daban mucho miedo, a pesar de que se cortaban el pelo como hípsters, muy corto a los lados y tupé amanerado y arribaespaña. El Cañabate miraba; miraba muy fijamente, miraba y te atravesaba, miraba con intensidad e interés y probablemente se aprendía de memoria cada una de tus facciones y arrugas y luego, a lo mejor, podía describirte y hacer de ti un retrato robot hiperrealista, y seguro que no se iba a olvidar nunca más de tu careto. El Cañabis tenía exactamente la expresión de un pez estupefacto y una corpulencia fofa y de apariencia inconsistente, de calamar podrido y maloliente. El Caña a Secas vivía ausente en su dependencia obsesiva de las redes.

Los vimos en las pantallas del Centro Logístico. Se reunieron los cuatro en la barra del restaurante Dulzón, que no sé ni cómo los dejaron entrar, y, después de tomarse cuatro cervezas, el Híper miró su reloj Rolex de oro. Y los otros tres miraron sus respectivos Rolex de oro, porque uno se hace narco, sicario y asesino para poder lucir Rolex de oro, y salieron a la calle. Los vimos llegar a la puerta del Harén y pulsar el botón del videoportero.

No parecían afectados por el aspecto de mi mansión, por los forjados que adornaban la gran puerta de roble, por el escudo heráldico del Hic et Nunc, por los vitrales góticos, por las gárgolas propias del castillo de la bruja.

No hizo falta que yo diera ninguna orden porque los estábamos esperando. Mientras mis colaboradoras se movilizaban, bajé a recibirlos yo, yo en persona. Recorrí la balconada del primer piso y bajé por la escalinata majestuosamente, aunque no podían verme, solo para ponerme en situación. Crucé el amplio vestíbulo y abrí la puerta.

—Híper, qué sorpresa —dije, tan femenino como supe.

—Hola, Mili.

—No venís como clientes —sonreí con retintín.

—No.

El Híper posó el dorso de su mano izquierda en mi cintura y me empujó suavemente para que lo dejara pasar. Me desplacé porque quise.

—Adelante, adelante. ¿Venís para hablar? Pasad, pasad.

Anduve hacia la Sala Regia meneando el culo, dando por supuesto que me seguirían. El ademán femenino y el meneo en un hombre causa maravillas en gentuza como el Híper y su trío. Se relajan, se sienten superiores, cómodos, triunfales. Y eso les pierde. No me siguieron.

—Hemos venido a buscar a la Caldera.

Me detuve y me volví hacia ellos grácilmente.

Permanecían en medio del magnífico vestíbulo como si fuera el interior de un aparcamiento público. No les emocionaban los dos tapices antiguos de la pared, el Harén y el Edén, ni la araña de lágrimas de cristal, ni la alfombra policroma, ni la vitrina de las figurillas hindúes eróticas, ni la escalinata hollywoodiana, ni la puerta dorada del ascensor. Gente ignorante y desagradecida.

—¿Qué Caldera? —parpadeé.

—Ya sabes de qué te hablo, Mili. Una pava delgada como un fideo, toda huesos, rubia, de piel blanca, pánfila como ella sola.

Si hubieran sido buenos observadores, habrían notado que mi expresión se endurecía un poco. A lo mejor el Cañabate sí se dio cuenta, gracias a su supervisión.

—No sé de qué me hablas.

—Me lo imaginaba —replicó el Híper, muy pasado de listo—. Mira, vamos a hacer una cosa. Ahora, mis amigos echarán un vistazo por tu casa para ver si la encuentran. Sé que tienes antigüedades y obras de arte muy valiosas. Estos muchachos son muy torpes y probablemente te van a romper más de una. O igual te la cogen y se la quedan. Si encuentran a Caldera, lo que se haya roto se habrá roto. Lástima. Si no la encontramos, nos llevaremos el botín. Concretamente, tengo mucho interés en La Gioconda que me han dicho que encontraremos en una de las salas de abajo.

Mi expresión ya era un poquito fúnebre.

Sí tenía una Gioconda en la sala de exposiciones del sótano. Con un 14,28% de probabilidades de ser la auténtica.

El 21 de agosto de 1911, un empleado del museo del Louvre llamado Vicenzo Perugia robó el retrato de La Gioconda de Leonardo da Vinci. Lo hizo por espíritu patriótico, porque no podía soportar que aquella obra maestra de un italiano estuviera en poder de los franceses. La pintura fue a parar a manos del estafador argentino Eduardo Valfierno (bonito nombre), que se hacía llamar marqués de Valfierno (mejor aún), y que la confió a un pintor llamado Yves Chaudron que hizo seis copias casi perfectas sobre madera de álamo procedente del siglo XVI, con óleos que fabricó él mismo. Cuando estalló la noticia del robo del cuadro, Valfierno ya se había puesto en contacto con seis candidatos para comprar la obra maestra y dicen que vivió el resto de su vida de lo que obtuvo por las seis o siete transacciones. Al ladrón Vicenzo Perugia lo detuvieron cuando trataba de vender una de las Giocondas a la Galleria degli Uffizi de Florencia y se dio por supuesto que aquella era la auténtica y es la que ahora se encuentra en el Louvre. Pero ¿y si no lo era? ¿Y si la Mona Lisa auténtica era una de las otras seis que corren por el mundo? Por lo visto, una de las copias fue a parar a manos del marqués de Maimó, primer propietario de esta mansión y fundador en 1940 del Harén que nos ha llegado hasta nuestros días. La tengo abajo. Es preciosa. Quién sabe si no será la que salió directamente de las manos de Leonardo. Me gusta pensar que sí. De manera que no me gustaría que aquellos cuatro zopencos representantes de los Gorditos la manosearan.

El Híper acababa de hablar:

—Y, cuando quieras recuperar tus joyas, ya sabrás lo que tienes que hacer.

—Esto no funciona así —observé, ahora en serio.

—Ahora vas a ver cómo funciona esto —dijo el Híper—. ¿Nos das la Caldera?

—Aquí no hay ninguna Caldera.

—De acuerdo, pues.

Me parece que repetí «Esto no funciona así», pero nadie me prestó atención. Los cuatro sicarios entrecruzaron unas miradas de entendimiento que de ninguna forma podían confundirse con miradas de inteligencia, y el Cañabate, el Cañabis y el Caña a Secas se pusieron en movimiento.

—Supongo —dije— que habréis oído la leyenda que cuentan sobre esta mansión, ¿verdad? Mucha gente ha entrado aquí y no ha vuelto a salir, y nunca más se ha sabido nada de ellos.

Se detuvieron en seco. Los tres. Se volvieron hacia el Híper. Angustiado Cañabate, desamparado Cañabis, petrificado Caña a Secas. Su dueño y señor hizo un movimiento de impaciencia y se pusieron de nuevo en marcha, Cañabate y Caña a Secas escaleras arriba, Cañabis escaleras abajo.

Desaparecieron.

—Esto no funciona así —dije por tercera vez.

—Ahora verás cómo sí.

—¿Quieres sentarte, mientras tanto? —invité, un poco ausente, como si me preocuparan otras cuestiones tan importantes como lejanas.

Habíamos entrado como sin querer en la Sala Regia, que también llamamos De Las Orgías, e indiqué el tresillo más cercano. El Híper se sentó en uno de los sillones.

—¿Quieres tomar algo?

—No, Mili. Te equivocas, Mili. Piensas que no lo van a hacer, pero ya empiezo a oír desde aquí el ruido del estropicio. Dime...

—¡Ah, te has sentado...! —exclamé con disgusto—. Lo siento. Quiero decir que lo lamento.

Tengo pinta de loco, lo sé, y me miró como se mira a los locos.

—Dime dónde está la Caldera, Mili.

—Es que, perdona… Te has sentado en este sillón. Bueno, ya he visto que no eras crédulo ni supersticioso pero este es el sillón de la melancolía. —Me planté delante de él, sonriendo, muy seguro de mí mismo—. Aquí se sentó Pedrico, un cliente que teníamos. Rodrigo Pedrico del Monte. Un optimista, un hombre positivo, risueño, que sabía disfrutar de la vida y los placeres. Su padre le había prometido que, cuando muriera, le regalaría su reloj de pulsera. No era un reloj muy valioso, pero era muy bonito. —El Híper tenía su atención fija en las escaleras que arrancaban del vestíbulo. La verdad era que no se oía ruido de fractura alguno. No se oía nada—. Era de acero, un Casio, que es la única marca que no carga con la maldición de la obsolescencia programada. Un reloj que regalaron a su padre cuando hizo la primera comunión. De diseño antiguo, vagamente déco, con la esfera hexagonal, si me permites la paradoja. Un día, cuando Pedrico tenía nueve años, el reloj se perdió. Lo buscaron infructuosamente.

El Híper tragó saliva y me clavó su mirada hipermétrope francamente preocupado.

—Te estás buscando un problema, Mili —amenazó.

Yo, a lo mío:

—Primero, supusieron que estaría en cualquier rincón de la casa, detrás de un mueble o entre el respaldo y el asiento del sofá. Luego decidieron que seguramente se habría soltado la correa y habría caído en la calle sin que el padre de Pedrico se diera cuenta. Y se resignaron. El padre regaló a Pedrico un reloj mejor, más moderno y más caro, y allí dieron por acabado el incidente.

—¡Mili! —escupió el Híper, liberando los nervios—. ¡Mona Lisa, coño! ¡Las antigüedades! ¡Los cuadros, las cerámicas...!

Le sonreí y le mostré la palma de la mano para pedirle paciencia.

—Treinta años después, Rodrigo Pedrico estaba aquí, en esta sala, con otros clientes, a punto de hacer una orgía de las nuestras, poniéndonos en pelotas, tan bien organizado, relajado y educado como es costumbre de la casa, cuando se encontró a un amigo de la infancia. No recuerdo su nombre, pero pongamos que se llamara Mierdaseca, de apellido. «¡Mierdaseca! ¡Qué alegría, qué sorpresa! ¡Cuánto tiempo!» Habían sido muy buenos amigos, de pequeños. Habían jugado a los Lego y a los Playmobil, y a fútbol y a baloncesto, y al escondite y a picar culos, y a las pirulas de colores, y a comer arena, y ahora, mira tú por dónde, coincidían en una de las alegres orgías del Harén.

El Híper se había puesto en pie, abandonando el confort del sillón de la melancolía, y miraba ahora hacia el vestíbulo, ahora a mí, como si oyera el rumor cada vez más próximo de la catástrofe que se le venía encima. No podía entender mi tranquilidad, tanta relajación e indiferencia. Desvelaba en él las supersticiones más vertiginosas. Seguro que tenía muy presente la leyenda de los visitantes que nunca más salieron de este caserón.

—... Y entonces Pedrico vio que Mierdaseca se quitaba el reloj. Un reloj Casio, de acero, de diseño antiguo, vagamente déco, con la esfera hexagonal, si me permites la paradoja. El reloj de su padre.

»Por favor, por favor, en aquel momento descubrió que el reloj de su padre no se había perdido accidentalmente. ¡Se lo había robado su mejor amigo! Y todavía lo lucía, como una maravillosa joya, cada día más valiosa, ¡la única marca de reloj que no tiene obsolescencia programada!