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Álvaro de la Rica Aranguren

Profesor de Teoría Literaria y Literatura Comparada

Literaria

18

Serie dirigida por Guadalupe Arbona

José Jiménez Lozano

La querencia de los búhos

Cuentos

© Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2019

© del epílogo: Antonio Martínez Illán

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Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN Epub: 978-84-9055-894-2

ISBN: 978-84-9055-963-5

Depósito Legal: M-6259-2019

Printed in Spain

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«Dumas padre enunció un gran principio cuando dijo que para crear un drama un hombre necesitaba una pasión y cuatro paredes».

(Willa Cather, Para mayores de cuarenta)

A mis nietos:

Guillermo y Carlos, Sofía y Marta, Sara, Carmen y Pablo

CUENTOS

La querencia de los búhos

—¡Ya ve lo que ha dicho la televisión, y también la radio! Que va a haber un cambio de clima, y van a venir sequías, nieves e inundaciones.

Pero, como el señor Juan, el guarda del pinar, no reaccionaba, ella añadió que la radio o la televisión había dicho también que eso sucedía por los humos de los coches y de la industria, y que iban a tomar medidas los Gobiernos.

Ella estaba dando con otras dos amigas el paseo de muchos días, y el señor Juan, el guarda del pinar, estaba haciendo su ronda de vigilancia diaria, y se había acercado a aquella fuentecilla entre aquellos chopos, donde antes había estado la ermita de la que solo quedaban ya trozos de sus antiguas paredes, excepto la pared de la espadaña de las campanas que seguía estando entera; pero los otros trozos de pared habían quedado tan a propósito en su altura para sentarse, que parecía que todo estaba allí dispuesto a intención para pasar un rato al solillo, o para echar un cigarrillo y una parleta con alguien, o a solas si se terciaba, a la sombra de la pared de la espadaña en el verano.

—Pues ¡ya ven ustedes lo que son las cosas!, que, cuando ese año hubo aquí el incendio de los rastrojos, y lo apagué yo solito, me dijeron que eso no era de mi incumbencia.

Y lo que había hecho simplemente había sido hacer un cortafuego y luego, con un balde o errada grande, que él sabía que había en la casilla de la huerta de allí cerca, echar una buena rociada de agua sobre lo que parecía el foco del fuego, y en paz, ya había sido suficiente. El resto del fuego se había consumido por sí mismo, porque eran cuatro pajas que apenas si afloraban de la tierra la mayor parte de ellas. Pero como si hubiera cometido un crimen, porque le habían dicho los técnicos de extinción que ni se le volviera a ocurrir una cosa así, porque él no tenía competencia para hacerlo. Y que los fuegos, como todo, eran cosa de especialistas.

—¿Aunque se extienda el fuego mientras tanto? —había preguntado él.

—¡Eso no es de su incumbencia! —dijo el técnico.

Así que ya no quería saber nada de nada, se había comprado un teléfono móvil, y no le avisaba al alcalde de la colilla que este o el potro habían tirado allí junto al regatillo, dijo, señalando una, porque habían empezado a hablar y se estaba desahogando; que, si no, aun estando apagada y todo como estaba, avisaría al alcalde para que este avisase al servicio de técnicos y viniera a hacer los análisis, como decía.

—Y por esto era por lo que las iba a decir que lo del cambio climático me da igual. Yo, como los pastores de antes, ya estoy hecho a calores y a fríos, y a nieve, lluvia y tempestades. Y hasta a rayos y truenos, que es lo más temeroso, si le pilla a uno dentro del pinar.

Pero doña Lucía, la maestra, trató de convencerle de que no era lo mismo que lo que siempre había sucedido, sino algo que en el mundo sucedía por primera vez; que la tierra se estaba sobrecalentando, o ya se había sobrecalentado, el mar había comenzado a rebosar sobre la tierra, y no era que en el Polo Norte hiciera calor, pero hacía menos frío que el que tenía que hacer, y todo estaba descontrolado. Y a lo mejor iba a decir más doña Lucía, pero en ese instante levantó el vuelo de entre las piedras caídas de la pared de la espadaña de la ermita una lechuza o búho, haciendo un tal ruido con su aleteo para ir a acomodarse en su lugar, que les cortó la conversación; y el señor Juan dijo:

—¡Mira tú qué hará aquí este bicho solitario!

Pero luego se corrigió enseguida, y añadió que, como decía el otro guarda del pinar que estuvo antes que él, esta familia de las lechuzas y los búhos tenían una fidelidad a las iglesias como un perro a su amo; porque se decía que se bebían el aceite de la lámpara del Santísimo Sacramento, pero no debía de ser así, porque el caso era que se quedaban en las iglesias, cuando ya no había que encender ninguna lámpara de presencia o ausencia, y la gente ya no iba ni atendía el edificio para nada; y también en las iglesias medio caídas o caídas del todo, y lloviese, nevase o hiciera frío o calor. De modo que allí no había lámparas de aceite, pero esos bichos allí estaban con sus ojos como con gafas anchas de aros de oro, tranquilos y asombrados; y por algo sería esa querencia que tenían, y ya no tiene nadie en este mundo, más que ellos.

Y tanto a estos bichos, como a mí, también nos da lo mismo el cambio climático, y que la gente no vaya a las iglesias porque es la moda, y las dejen caer.

Pero entonces ellas, las tres, fueron explicando de nuevo que ya hablarían otro día, más despacio, pero que recordase y registrase en su memoria a ver si había habido un mes de octubre, ya casi noviembre como este, que parecía verano.

—Ya las digo que a mí me parece todo bien, venga como venga, hasta con frío o con calor excesivos. Pero, a lo mejor, si hace un tiempo que no tiene que hacer, aviso al alcalde para que él avise a los del climático, y lo arreglen.

—Pero no una tarde como esta, señor Juan, no nos estropee el paseo. ¡Fíjese que nos ponen una tarde de las de noviembre de algunos años!

El señor Juan se sonrió, y dijo:

—¡Pues a lo mejor vemos algo parecido! Esto, y sabe Dios qué más.

Luego se despidió y echó a andar por un estrecho sendero hacia el bosquecillo de pinos muy cercano; y ellas continuaron andando por el camino que iba hasta el cruce con la carretera, y charlando un buen rato todavía, en medio de aquel silencio.

Y, de repente, comenzó a extrañarlas la observación que había hecho el señor Juan de que los búhos y las lechuzas seguían yendo a la iglesia, y quedándose a vivir allí, cuando ya no iba nadie o casi nadie ni para estarse un poco bajo teja durante la calorina o una llovizna; y ahora mismo podían decir hablando de ellas mismas que, casi sin darse cuenta, tampoco iban ellas que habían ido años y años tantas veces, y que estos bichos se lo preguntaban, como guardianes silenciosos. Una cosa así tenía que ser por el cambio que había habido en todas las cosas del mundo.

—Un cambio universal o algo así tiene que ser —dijo doña Águeda.

La Sublime Puerta

Llevaba muerta ya seis años, cuando los Señores Inquisidores ordenaron desenterrarla para quemar sus huesos e infamar su memoria. Durante toda su vida había sido considerada como una alta dama, espejo de casta limpia. Llevaba un alto apellido y estaba emparentada por vía materna, con los Láscaris y Comnenos bizantinos, y entre sus familiares había quienes habían muerto en defensa de Constantinopla, y en su palacio tenía una hermosísima capilla con iconos, y cuya cúpula acababa en forma de cebolla recubierta de oro y lapislázuli.

Sus antepasados todos, desde que se tenía memoria, habían sido fieles grecocatólicos romanos, pero el capellán de la casa en vida de la dama, que luego había sido arzobispo en tierras orientales, parece que había sostenido doctrinas arriesgadas desde el punto de vista teológico y adoptado posiciones políticas extrañas y sospechosas. Y no faltaron tampoco rumores de que el palacio de la dama era un nido de herejía y costumbres de una muy sofisticada depravación.

Sus señorías los Señores Inquisidores fueron recomponiendo durante años aquella vida privada de la alta dama y su pequeña corte y servidumbre en la cual parecía probado que había algunas personas de origen turco, y desde la casa se escribían cartas a la Sublime Puerta, y de allí se recibían. Y, al final de su inquisición, sus señorías encontraron probados dos delitos sustanciales, un crimen de herejía y otro delito de costumbres relacionado con ella.

En el primer caso, se tenían examinados y convenientemente señalados varios libros de la biblioteca de la dama y algunas pinturas extrañas en la misma capilla como lo era un cuadro de una imagen de Cristo dormido ante la esfera del mundo que sigue girando como por sí mismo. Una pintura, por cierto que parecía la expresión de lo expresado en uno de los pliegos escritos de mano del antiguo capellán, y corregidos luego por la propia dama, en los que aparecía la idea de que Cristo, mirando el rodar del mundo, había quedado tan colmado de tedio, acedia y tristeza que se había quedado postrado y amortecido, y ausente por tanto, de nuestro mundo y de nosotros mismos. O bien era el mundo el que consideraba que se podía gobernar por sí solo, y había pintado dormido a Cristo como quien no entendía nada de él y había quedado anclado en su tiempo.

Y escandalosa y reprobable del todo había sido la conducta de la dama que tenía a su servicio algunas doncellas turcas y, sobre todo, un muchachito igualmente turco, una verdadera belleza, que tenía libre acceso a la mayor intimidad de la dama y al que esta prodigaba tactos y caricias que en los papeles se llamaban de «las seis sensaciones» o deliquios, en relación con ciertas enfermedades y de los que se tenía alguna noticia en los libros de los físicos, que los consideraban orientales refinamientos y perversiones. Y, gracias a los cuales, los restos del cadáver mismo de la dama o, más bien sus huesos, exhalaban un extraño y delicado aroma; y, naturalmente también se había ordenado hacer una efigie o estatua de la condenada para ser quemada igualmente, pero se determinó no hacerlo, porque, siendo de una extremada belleza la estatua como lo era la pintura o retrato de los que se había copiado la estatua, se temió que, en vez de pena y castigo de la herejía y costumbres perversas, pareciera alabanza, ya que la hermosura entra por los sentidos e inficiona el razonamiento. Y por ello finalmente tampoco se quemaron los huesos, pero en especial, porque a última hora se tuvieron testimonios muy seguros y detallados, según los cuales la dicha alta dama había muerto durante una epidemia de peste al haber asistido con sus propias manos, y en su propio palacio, a los apestados; y por haber descubierto también un tratado de oración escrito por su mano, y titulado «La Sublime Puerta o Cancel de la Oración y Práctica de la Humildad» que es de una relumbrante ortodoxia y piedad sin igual.

El caso de la dama y el expediente donde constaba fue así archivado y prohibida su lectura bajo las penas más graves, salvo licencia del Señor Inquisidor General o a favor de quien él autorizase en el futuro; de aquí que en esta escritura no se pueda afirmar nada seguro. Y no dan más luces los papeles sobre este asunto tan oscuro y contradictorio, que ha pasado los siglos.

Remedio de aflicciones

Llevaba años dando vueltas a la necesidad de descubrir al rey lo que la mayor parte de sus cortesanos le ocultaban y de aconsejarle u ofrecerle algunos arbitrios para el reino que, cada día y a ojos vistas, iba consumiéndose entre los impuestos, las quintas, las pestes y los lutos y desmayos de las gentes. Y esto sin contar los lances de honor, los raptos de mujeres, incluidas las monjas. No pasaba día, verdaderamente, ni en la corte ni en la aldea, en que no se levantase un túmulo de muerto, no se llorase una deshonra de muchacha, ni un honor fuese vengado con la sangre. Ni almuerzo, comida o cena que más de una vez no fuese puro sueño, o vanagloria luego en la solana o en la sala de hidalgos, luciendo tres migajas de pan sobre la barba de estos, cuyos criados en mejores tiempos sacudían de los manteles esas migajas, en el corral de las gallinas. Y él creía saber algunos remedios para tantos males de la España y los españoles.

Pero, aunque tenía sus buenos títulos salmantinos y sus títulos de alcurnia y nobleza tan antiguos y no menores que los de otros muchos otros nobles cortesanos, él no vivía en la corte y no estaba seguro de que le fuera fácil ver al rey para poder comunicarle esos remedios antes de que la España entera se agostase. Se llamaba Fernando Miguel de Valladares y López de Valdaura, y tenía desde hacía algún tiempo recelo de uno de sus apellidos que, aunque le usaban otros con éxito, un inquisidor amigo le había aconsejado que no lo utilizase, porque siempre había recordadores y, sin ir más lejos, ahí a la puerta de la calle y ayer mismo por la mañana, solo doscientos años atrás, que para la honra no son tantos días, había habido Valdauras como los suegros de Luis Vives, huido a Bruselas, que habían sido quemados como judaizantes. De manera que don Fernando Valladares había decidido irse a sus posesiones para no llamar la atención de nadie y, tras mucho pensarlo, había resuelto al fin, enviar a Su Majestad, con unos presentes de amistad, los remedios para el buen gobierno que había descubierto en la soledad de muchos años, y también en el trato con gentes muy diversas; de manera que haría un memorial de todo ello, describiendo las desgracias presentes y la tríaca o curación de estas con las propuestas y sanaciones que se ofrecían, algunas de ellas ya experimentadas de antiguo, y otras nuevas que se razonaban.

Verdaderamente, solo había estado tres veces en la corte: la primera siendo niño acompañando a su padre que le había llevado allí para presentarle a Su Majestad, aunque no había podido hacerlo porque Su Majestad, que entonces también era un mocito, había estado con calenturas en la cama, y apenas se tenía luego en pie, y tenía mucha palidez en el rostro y como hormiguillo en las manos; y el secretario, don José de Liria, no creyó oportuno poner ante el rey a un muchacho de su misma edad pero que era de la complexión de un toro joven; aunque dicen que el rey nuestro señor le había visto por el enrejado de una escucha de su cámara, y había hecho intención de irse hacia él, y lo hubiera llevado a cabo sin duda, si una vieja mano enguantada de dama palaciega no le hubiese tomado del brazo y no le hubiera advertido que una cosa así le estaba vedada a Su Majestad por la enfermedad y también por la dignidad de su persona.

La segunda vez que había ido a ver al rey —y esta vez sí fue llevado a su presencia—, había sido a llevar los cálculos y proyectos o arbitrios que había excogitado allí en su retiro del palacio de sus mayores durante años, pero el acercamiento a la real persona comenzó realmente el día, hacía muchos años, en el que había visitado Alcalá la reina madre, doña Mariana, y don Fernando Miguel Valladares había ofrecido para estancia de aquella su propio palacio, aunque la reina, había dormido, como luego se supo, en el lecho mismo que la acompañaba en sus viajes y tenía forma de ataúd, porque el cabezal de la cama era muy ancho y los pies muy estrechos.

El palacio de Valladares, y su huerta eran, por lo demás, enormes, mientras que el jardín era minúsculo pero muy cuidado. Don Fernando Miguel había permanecido soltero y no se sabría cuánto tiempo permanecería aún en este estado ya que estaba prometido desde que tenía tres años a una muchacha, prima hermana suya, para cuando él recibiese la herencia paterna como hijo único; pero ahora estaba su padre en trance de cumplir los setenta y cinco años, y el hecho sucesorio no solo no se había cumplido, sino que no llevaba trazas de cumplirse durante bastantes años todavía, porque hacía tres veranos que le había nacido un bastardo de muchacha plebeya de catorce o quince años, y podría ser reconocido; lo que complicaba las cosas de su herencia universal, si bien parecía que sería posible un arreglo.

Y el caso fue que durante esa espera tan larga, y sin salir de los alrededores de Alcalá porque, como ya se dijo, tampoco le convenía dejarse ver mucho fuera de aquellos sus recintos, Valladares había hecho verdaderamente oficio de pensador arbitrista, y, como le habían dicho cortesanos de todo partido que conocían sus propuestas, el rey mismo tomaría cartas en el asunto y querría hacerle alguna merced en la sucesión legítima de sus títulos y herencia, en cuanto conociese su escrito; y la España entera, que los poetas cortesanos decían que era «como un planeta incorruptible» quizás comenzaría a recomponerse de sus miserias actuales, y dejaría de ser como un salón grande, sin muebles ni alfombras y ni siquiera esteras, y en el que resuenan los cacareos de las gallinas.

La vida entera de don Fernando Miguel de Valladares y López de Valdaura, en todo caso, había sido, si bien se miraba, una como necesaria preparación de aquel acto de presentación al rey del memorándum de arbitrios y remedios para la situación de estos reinos.

Años enteros le llevó a don Fernando Miguel encontrar, en primer lugar, el bufón, el enanillo o la mujercilla de placer, que doña Mariana le encargó, en aquella su visita que hizo a Alcalá, que buscase para divertir un poco a Su Majestad de los dolorcillos y desarreglos de vientre que a veces tenía, o de la murria cuando le tomaba la fiebre, y de las melancolías constantes, de las que hasta ahora solo le venía aliviando un perro dálmata que le había regalado el embajador austriaco a su hermana la princesa Margarita, y ella se lo prestaba sin que su hermano el rey se lo pidiera, porque para adivinar que iba a caer en manos de la melancolía o de la terciana, le era suficiente a ella mirarle a los ojos y ver cómo estos se iban almendrando y entrecerrándose, y él la decía otras veces:

—¿Por qué no te has puesto el vestido azul color del cielo?

Y la princesa decía que se la había olvidado y salía a ponérsele y, a veces cuando volvía ya vestida con él, su hermano el rey no la podía ya ver porque los ojos se le habían nublado, y las tercianas y las melancolías comenzaban a entrar despaciosa y sutilmente por los pasillos de su ánima.

—Y entonces necesitaría, además de un perro dálmata, un enanillo que le provocase a risa —decía doña Mariana.

La reina doña Mariana, al marcharse de la casa o palacio de don Fernando Miguel, ya se llevó en su séquito al enanillo que aquel la había buscado, e incluso algunas recetas de cocina, que ella misma pidió, cuando comió en Alcalá comida tan sabrosa y muy sencillamente cocinada por la prometida con esponsales de don Fernando Miguel, que se llamaba Cecilia Amalia de Valdés y Valladares, que había sido hija natural de un título que no se nombró porque doña Mariana ya sabía con qué discreción era preciso hablar de aquel asunto, aunque luego Cecilia había sido reconocida, y con buena dote para su matrimonio o entrada en un convento.

Pero cuando ella, la reina doña Mariana, comenzó a hablar ante lo simple y delicioso del servicio de mesa que se la hacía a ella, contó muy por menudo que en el palacio real ya en el servicio de la mañana se ofrecían tres caldos con sopas diferentes, y carne y pescado más postre, y que en la cena había tres platos, uno de huevos, y los otros de aves y ensaladas. Y habló igualmente del cocido español o plato preferido del rey que hacía la cocinera real, Ana de Santillana, y en el que echaba mucho carnero y tocino y aves, además de hierbabuena y cilantro. Y a propósito de esto, luego de un respetuoso silencio, doña Cecilia pidió permiso para decir a Su Majestad que, según muchas autoridades médicas de Europa, el cilantro era el causante en España de haber tantos españoles dementes o que vivían en el delirio, en el palacio mismo de Su Majestad y entre los que gobernaban en su nombre el país. Y también que platos de cocción tan difícil, como los que Su Majestad había citado, siempre la habían dicho a ella que eran muy peligrosos. Pero la reina Mariana afirmaba:

—El rey, sin embargo, dice que no quiere ser gobernado por mujeres, y todos los cortesanos y ministros, que son hombres, devoran esos platos, y no tendrían a Su Majestad en mucho, si no comiese de ellos, aun sabiendo que de ahí venían, a Su Majestad, las indigestiones continuas y vómitos o estercaciones abundosas, según comentan los facultativos, aunque no se atreviesen a decírselo directamente al rey, y ella no era quién para venir en ayuda de Su Majestad, porque tiempo hacía que no podían hablar a solas.

Luego hizo otro silencio durante el cual solo se oía el cuidadoso roce de cucharas y tenedores o cuchillos en la vajilla, y comentó finalmente la señora doña Mariana:

—Menos mal que, por alguna razón y gracia de Dios, al rey no le engorda nada, pero a veces es, como digo, porque lo revesa o devuelve todo, y otras porque la oficina de su estómago no se aprovecha de ello.

Y añadió todavía, agradeciendo de nuevo a doña Cecilia sus recetas de comida más sana, que ella trataría de que el rey comiese:

—No sé yo lo que vivirá este hijo tan endeble, y si podrá dar sucesión al trono.

Y luego comentó muchas cosas de la vida doméstica y secreta, que ya no existía en palacio porque hasta los embajadores y ministros metían su nariz en las habitaciones, y ya eran todas opiniones y habladurías tanto en las alturas como entre las gentes del servicio, y ella misma había tenido que reprender al embajador inglés, que había preguntado a un guardadamas y a una criadita de palacio si el rey orinaba contra la pared, citando la Biblia a este efecto, y diciendo que en el mundo solo contarían para bien los que orinaran muy fuerte contra la pared, o de otro modo la Corona de España sería presa no ya de las águilas de dos y tres cabezas y de leones de muchas garras, sino de las meras cornejas o señores cuervos.

Y doña Mariana, en fin, propuso a doña Cecilia Amalia irse como camarera secreta y verdadera y no oficial de ella, pasando por encima de quien el protocolo señalase, y a don Fernando Miguel a la corte o embajada que desease, mientras llegaba la hora de su matrimonio completo que no podía tardar mucho, ya que el rejuvenecimiento de su padre no podría tener muchos lustros. El palacio entero reía a carcajadas con esta ocurrencia del casorio del viejo Valladares y con el aseguramiento de títulos para el recién nacido; y afirmó entonces la reina Madre, doña Mariana, que por el contrario, todos esos cargos que buscaban para el nuevo vástago podrían ser de doña Cecilia incluso antes de su matrimonio, porque ya tenían celebrados esponsales, y su vida nada tenía que ofrecer a examen y censura de las cotorras y gacetilleros de la corte, y tampoco haría fruncir las cejas al antiguo ministro, el padre Nitard, en su mismo destierro. Y en esto se quedó todo, salvo que Cecilia también regaló a Su Majestad unas bolitas de antimonio que se usaban mucho en la corte francesa para las digestiones de los cortesanos, y, desde luego, prescribían boticarios y galenos franceses y personas de nota; con la advertencia de que esas bolitas, luego de ingeridas y hecho su efecto, habían de buscarse entre lo estercado, para que, una vez bien lavadas, volvieran a su vez a ser ingeridas, de nuevo, por las mismas o distintas personas, convirtiéndose así en una especie de joyas u objetos preciosos, que se transmitían por herencia.

Doña Mariana solamente comentó:

—¿Y cómo es que esta reina francesa, viendo el martirio de los retortijones de intestinos y dificultades de expulsión de sus heces, que hacen bramar de dolor a Su Majestad, no sabe nada de estas bolas antimónicas? ¿Es que quiere matarle?

Aunque, desde luego, habría que consultar con médicos diversos y oír sus dictámenes sobre el antimonio, no fuera que las píldoras se revelaran nocivas para la salud del rey o se introdujese en ellas algún hechizo, como en la España llamaban al quebrantamiento de la salud y los venenos y hasta a las impotencias naturales.