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ESCRITOS SOBRE C. S. PEIRCE

Edición a cargo de
Sara Barrena y Jaime Nubiola

Wenceslao Castañares

Presentación

El 21 de octubre del 2018 nos llegaba la dolorosa noticia del fallecimiento de Wenceslao Castañares, profesor de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid y colaborador del Grupo de Estudios Peirceanos de la Universidad de Navarra prácticamente desde sus inicios. El contacto de Wenceslao con nuestro Grupo comenzó en 1995, y le conocimos personalmente en 1996, cuando con poco más de un año de andadura el Grupo le invitaba a dar una conferencia. La buena conexión fue inmediata y nunca se interrumpió desde entonces. A lo largo de más de veinte años Wenceslao nos visitó en numerosas ocasiones, acudiendo siempre que se lo pedíamos a seminarios, jornadas lógicas y tribunales de tesis, y atendiendo generosamente a todas las personas a las que le pedíamos que asesorara. Su último mensaje, poco antes de morir, fue precisamente para hablarnos con ilusión de un nuevo proyecto que podíamos emprender juntos.

Entre las numerosas publicaciones de Wenceslao podemos destacar los libros De la interpretación a la lectura (1994), que ha llegado a ser un manual de referencia para todo estudioso de la semiótica y de Peirce, y La televisión moralista (1996). Mención aparte merece el empeño de Wenceslao, que da buena muestra de su enorme tenacidad y capacidad de trabajo, por escribir una historia de la semiótica que abarcara esa disciplina desde la antigüedad hasta nuestros días. De los tres volúmenes que tenía planeados publicó el primero en 2015, Historia del pensamiento semiótico. 1. La antigüedad grecolatina, Trotta, que nos presentó en Pamplona en su fase de redacción en 2013; el segundo volumen vio la luz en 2018, Historia del pensamiento semiótico. 2. La edad media, Trotta, y cuando murió estaba trabajando en el tercero, que por desgracia quedará inconcluso.

Wenceslao fue el primero en España en realizar una tesis doctoral sobre Charles S. Peirce, titulada El signo: problemas semióticos y filosóficos (1985) y publicada en la web del Grupo de Estudios Peirceanos con una «Advertencia al lector» escrita veinte años después. Esa tesis supuso el inicio de una trayectoria de muchos años en la que, como él mismo afirmaba en uno de los textos aquí recogidos, sucumbió al «efecto Peirce». La lectura detenida y rigurosa del pensamiento de Peirce constituye, en palabras de Wenceslao, una «aventura intelectual con sentimientos encontrados que hacen de ella una experiencia nada fácil de olvidar» («El efecto Peirce. Sugestiones para una teoría de la comunicación», 1996). A lo largo de ese camino, Wenceslao supo enfrentarse con rigor a los aportes –y también a las insuficiencias– del pensamiento peirceano, y formó parte del diálogo que ese pensamiento permite entablar con diversas disciplinas y líneas de investigación.

Aunque Wenceslao llegó a Peirce a través de la semiótica, pronto fue consciente de la verdadera dimensión de sus teorías. Intuyó desde el principio que Peirce podía contribuir a superar muchas de las limitaciones del enfoque lingüístico y estructuralista –en la línea de Saussure– que reduce todo signo al lingüístico, y que olvida un enfoque más lógico y universal que Peirce puso de manifiesto con su concepción triádica del signo frente a la dualidad sujeto-objeto. Lejos de las modas, Peirce podía constituir un antídoto contra el «esnobismo semiótico», como afirma Wenceslao en «C. S. Peirce: historia de una marginación» (1987).

Wenceslao supo por tanto reconocer el valor de la semiótica dentro del conjunto de la obra de Peirce, y defendió la necesidad de un estudio sistemático de su pensamiento para todo aspirante a semiótico. Así, afirmaba: «Para muchos, entre los que me encuentro, el acceso a la obra de Peirce ha tenido lugar a través de la semiótica. Pero enseguida es posible apreciar que, en primer lugar, no es ni la única ni quizá la principal puerta de acceso; en segundo, que, se entre por donde se entre, resulta necesario conocer, o al menos vislumbrar, los elementos sustentadores de una obra de la que se pueden desconocer en detalle algunas de sus partes, pero no su carácter arquitectónico» («El efecto Peirce. Sugestiones para una teoría de la comunicación», 1996). Wenceslao atravesó con valentía esa puerta de entrada, y su enfoque principalmente semiótico no fue impedimento para que se enfrentara a los aspectos más filosóficos de la obra de Peirce, como la teoría de las categorías, la abducción y los modos de inferencia e incluso los aspectos cosmológicos ligados a la evolución del universo. Hay una sistematicidad en el pensamiento de Peirce que es necesario captar, como bien supo hacer Wenceslao a lo largo de los años, para comprenderlo y proseguirlo en una traducción libre: la única, como él mismo afirmaba, que nos permite avanzar en el conocimiento.

El presente volumen, con el que queremos rendirle homenaje y reconocer su incansable trabajo, recoge quince textos sobre C. S. Peirce escritos entre 1986 y 2008, los años en los que el estudio de Peirce se fue extendiendo decisivamente en España. Los primeros escritos del volumen ponen de manifiesto cómo Wenceslao fue uno de los primeros en emprender en España el estudio de Peirce. En ese sentido supo abrir camino y explicar cosas que por entonces muy poca gente sabía. Aunque hay ideas que se repetirán después en otros textos más tardíos, hemos querido dejarlas así para que se vea cómo su conocimiento de Peirce va creciendo poco a poco a lo largo de los años. Hay en los textos algunas ideas recurrentes, pero, lejos de constituir meras repeticiones, se añade algo nuevo en cada vuelta y se van aportando nuevas luces. Lo que primero aparece solo en germen, adquirirá toda su plenitud al retomar las ideas años después. El volumen en su conjunto es una buena muestra del crecimiento de la razonabilidad que Peirce defendía, y que Wenceslao logró de manera efectiva con su estudio y su constancia.

Hemos dejado las referencias bibliográficas tal y como fueron publicadas en su día, pues aunque en la actualidad dispongamos de otras fuentes más actuales, los comentarios de Wenceslao sobre esas fuentes originales –por ejemplo sobre las primeras compilaciones de textos de Peirce– dan idea del impacto que tuvieron en su momento y son una buena muestra de los pasos que se fueron dando en nuestro país para la recepción de Peirce. Constituyen de esta manera historia viva de nuestro pensamiento.

Podemos considerar a Wenceslao, sin temor a equivocarnos, como uno de los primeros y más grandes estudiosos de Charles S. Peirce en España e Hispanoamérica, y este volumen es una buena muestra de ello. En el Grupo de Estudios Peirceanos hemos considerado siempre a Wenceslao como un maestro y un amigo. A largo de los años hemos podido comprobar bien su capacidad de trabajo, su honestidad intelectual y su profunda humanidad. Muchas personas de nuestro entorno han reconocido la pérdida de un gran investigador, pero sobre todo de una gran persona: su presencia perdurará entre nosotros y su legado –que este volumen quiere seguir dando a conocer– ayudará sin duda a muchísimos estudiosos.

Sara Barrena y Jaime Nubiola

Wenceslao Castañares (1948-2018)

1. Semiótica y filosofía: C. S. Peirce

Publicado en Investigaciones Semióticas I,
1986, Madrid, CSIC, pp. 165-180

Como se sabe «semiótica» y «semiología» son dos términos considerados sinónimos para muchos, y cuya distinción estriba únicamente en una diversidad de origen. El término «semiótica» había sido adoptado por Peirce continuando una tradición que había sido actualizada en la Edad Moderna por Locke y Lambert. El término «semiología», por el contrario, surgía con el nacimiento mismo de la tradición saussureana. La utilización de uno, otro o los dos –con significados diferenciados–, no es más que un acto de arbitrariedad más o menos consensuado.

En 1969 la Asociación Internacional de Semiótica adopta en su carta constitutiva el término de más dilatada tradición como el más adecuado. Cabe la posibilidad de interpretar este acto como un reconocimiento a la grande y definitiva aportación que la filosofía había hecho a la mayoría de edad –entiéndase emancipación– de una ciencia tan joven y prometedora. Esta podría ser la interpretación de algún despistado –y ya se sabe que todo filósofo que se precie lo es– que hace sus primeras incursiones por un territorio por él desconocido.

Sin embargo lo que probablemente sucedió fue que la A. I. S. S. empezó a comportarse como digna institución creada por científicos sabios y serios: la tradición, historia al fin y al cabo, es madre y maestra; y cuanto más antiguo, más sabio es su magisterio.

Lo cierto es que el acto instaurador de los padres de la A. I. S. S. fue más o menos tan convencional como llamar «papel» a esta superficie blanca sobre la que escribo. El primer objetivo de este texto es mostrar que la contribución de la filosofía a lo que hoy suele llamarse «semiótica» ha sido más bien escasa. Todo lo contrario de lo que ocurrió con la tradición saussureana, promotora del término alternativo al que nos referíamos antes. El segundo objetivo es demostrar que semiótica y filosofía son los polos de una relación no sólo útil sino necesaria.

En el primero de los objetivos marcado no me detendré demasiado. Simplemente aludiré a hechos no demasiado conocidos pero observables para cualquiera que se lo proponga. Muchos temas hoy considerados como semióticos fueron motivo de preocupación para los filósofos desde muy antiguo. Estos temas, más o menos confundidos o mezclados con cuestiones que hoy consideramos como propias de la filosofía del lenguaje, la lógica, la teoría del conocimiento, la ontología, la hermenéutica, la retórica…, aparecen desde Heráclito. No es cuestión de hacer retórica fácil en estos momentos. Lo saben los pocos que hasta ahora se han preocupado de hacer una pre-historia de la semiótica; tarea, por otra parte, no sólo conveniente sino también absolutamente necesaria. Son muchas las sorpresas –agradables y desagradables– que uno puede llevarse cuando se interna en estas cuestiones.

Pero no es necesario alejarse demasiado para comprobar lo bien colocada que estaba la filosofía antes de que empezara la carrera. Los dos fundadores de la semiótica, Peirce y Saussure, son herederos de unas líneas de pensamiento que se desarrollaron a lo largo de la historia de la filosofía. Estas influencias no aparecen tan claras en Saussure, pero existen, como traté de demostrar en otro trabajo. Ahora bien, de todos es conocido que es el componente lingüístico el elemento fundamental de la semiología que se ha desarrollado a partir de los contados textos en los que Saussure alude a ella. Lo que podríamos llamar, sin dar un excesivo sentido peyorativo a la expresión, «prejuicio lingüístico» en la elaboración semiótica queda patente en la propuesta que hace Barthes de concebir la semiología como una ciencia destinada a ser absorbida por una «translingüística».

Muy diferentes son los «prejuicios» y la orientación de la semiótica peirceana. Se trata de una concepción que sólo puede ser entendida adecuadamente desde la perspectiva filosófica. Sin embargo la influencia de esta orientación ha corrido la misma suerte que la de la obra de Peirce: se la conoce poco y mal. Este desconocimiento es fruto de una serie de circunstancias que van desde las dificultades que plantea el acceso a ella –la mayor parte póstuma y publicada siguiendo unos criterios quizá discutibles–, a la farragosidad y hermetismo de su estilo, pasando por la misma naturaleza de una temática formal y abstracta como pocas. De lo mal interpretado que ha sido Peirce hay muestras sobradas. Ahí están las críticas que ha recibido Morris por la aplicación o desarrollo de algunos conceptos básicos de la teoría peirceana; críticas absolutamente justificadas la mayor parte de las veces. Pero hay más. La incomprensión ha llegado hasta el extremo de tratar de enseñar a los alumnos de E. G. B. y B. U. P. la famosa tricotomía índice-icono-símbolo como si fuera realmente comprensible aislada del contexto formal en que está inscrita; contexto que, de explicarse, resultaría absolutamente incomprensible para dichos alumnos. Claro que no hay mayor peligro, porque quienes han de explicar la archimalsabida división lo ignoran todo de Peirce; ignorancia, por otra parte, totalmente justificable.

Se podrían multiplicar los ejemplos de interpretaciones discutibles que han sido realizadas incluso por semiólogos de pro. Conocer la extensa obra de Peirce resulta una tarea difícil y muy pocas veces al alcance de todos lo que lo desean. Sin embargo esta dificultad no afecta por igual a toda la obra; de tal manera que los aspectos más elementales –a lo que más adelante nos referiremos–, resultan accesibles incluso para un español.

En cualquier caso, la preocupación por la obra de Peirce ha sido tardía (para comprobarlo no hay más que consultar la bibliografía y reparar en los años de aparición de los trabajos) y no ha ejercido, según mi opinión, una influencia apreciable.

Así pues, tanto si consideramos la tradición filosófica en general como la obra de Peirce en particular, podemos apreciar la poca influencia que la filosofía ha ejercido sobre la semiótica. Ante este panorama uno podría preguntarse cuáles podrían haber sido las consecuencias de una mayor influencia filosófica. Un esfuerzo vano. Podríamos también situar el problema en el momento presente y preguntarnos qué es lo que la filosofía puede hoy aportar a la semiótica. Pero probablemente tendríamos que afrontar un nuevo peligro: hay que pensar en las dificultades que existen ya, no sólo para ponerse de acuerdo sobre lo que es o debe ser la filosofía –cuestión utópica si las hay a lo largo de su historia–, sino también lo que es o debe ser la semiótica.

Para evitar estas discusiones he escogido otro camino: Peirce nos ofrece un posible modelo de interpretación de las relaciones filosofía-semiótica. Digo posible porque no necesariamente han de interpretarse estas relaciones como lo hace Peirce, pero en cualquier caso se trata de un trabajo ya realizado y del que se podrían sacar lecciones útiles.

Aparte de esta ventaja eminentemente práctica, esta solución ofrece otros alicientes. En primer lugar, puede decirse sin exageración que la aportación de Peirce puede enlazarse con la teoría de los signos de los griegos, las reflexiones medievales de la grammatica speculativa y la scientia sermocinalis, el empirismo inglés del siglo XVIII y, sin contradicción, con las ideas axiomáticas de Leibniz y el idealismo trascendental kantiano. En segundo lugar, Peirce generaliza la problemática semiótica de tal forma que, aun reconociendo la primacía del lenguaje sobre cualquier sistema de comunicación, no corre el peligro de convertir la semiótica en lingüística ni tampoco en una parte de una posible «translingüística». Por último –y esto es lo más sugerente para el filósofo– la teoría semiótica de Peirce es un elemento de un sistema conceptual complejo. Este sistema puede examinarse empezando por su epistemología, que realmente es, como dice Habermas (Conocimiento e interés, tr. esp., Madrid, Taurus, 1982, pág. 114), una lógica de la investigación que persigue un concepto metodológico de verdad. El concepto de verdad es definido en el contexto de una lógica del lenguaje porque es en el lenguaje donde se constituye la realidad que es entendida como totalidad de los enunciados verdaderos. Pero, ante la imposibilidad de explicar desde el lenguaje un concepto fundamental como es el de cualidad, Peirce tiene que recurrir a una doctrina de las categorías, que es una teoría ontológica basada en una fenomenología.

Por esta razón es difícil –si no imposible– comprender los escritos semióticos de Peirce si no se conoce su filosofía. De forma más precisa: no es posible entender la concepción triádica de la semiosis –y consecuencias derivadas de ella como la división de los signos o de la misma semiótica– sin un estudio de la fenomenología (Cfr. G. Deledalle: «Qu’est-ce qu’un signe», Semiotica, X (4), 1974, pág. 385). Muchos de los malentendidos sobre Peirce vienen de ahí.

Como veremos más adelante, la semiótica de Peirce es una manifestación de la lógica, la cual es concebida como una ciencia normativa que ha de estar basada en la metafísica y esta, a su vez, en la fenomenología. En cualquier caso, estas tres disciplinas o ramas en que Peirce divide la filosofía se presuponen recíprocamente (Cfr. Collected Papers, 1.186, 1903). Para conseguir nuestro objetivo, vamos a seguir el orden más arriba propuesto, es decir, empezaremos por la solución lógica de los problemas epistemológicos, seguiremos por la fenomenología de las categorías para terminar en la semiótica.

* * *

Como los empiristas ingleses, Peirce aborda el problema del conocimiento analizando los contenidos mentales. Aunque el pensamiento es fundamentalmente acción, tiene como objetivo la consecución de un pensamiento en reposo. Dicho de otra manera, el pensamiento conduce siempre al establecimiento de una creencia. La creencia, dice Peirce, «es la semicadencia que cierra una frase musical en la sinfonía de nuestra vida intelectual» (CP 5.396, 1893). La creencia tiene tres propiedades: en primer lugar, es algo consciente; en segundo, apacigua la irritación que produce toda duda; en tercero, lleva consigo el establecimiento de una regla de acción, es decir, produce hábitos o leyes.

Si examinamos estas tres características no es difícil advertir que la primera es una forma de concretar de alguna manera a qué contenidos mentales se refiere; la segunda alude el problema fundamental de toda epistemología: el origen y la extensión del conocimiento; la tercera se refiere a las consecuencias pragmáticas que todo pensamiento o creencia conlleva. Son las dos últimas las que sin duda nos interesan más.

Si nos centramos en el origen de nuestras ideas o creencias, hay que decir que nuestra mente sólo puede ser alimentada con hechos de observación. Para Peirce resulta insostenible la teoría racionalista de que nuestra mente puede originar conocimiento. Cualquier duda sólo puede ser eliminada por lo que él denomina «una permanencia externa» a nosotros (CP 5.384, 1893). Nos vemos remitidos, pues, en primer lugar, a una realidad exterior y, en segundo lugar, al problema de cómo eliminar las dudas que puedan surgir sobre la veracidad de nuestras creencias. De cómo soluciona Peirce el problema de la realidad y de la verdad dependen en gran medida las soluciones de los problemas que han de plantearse posteriormente.

La realidad o, si se quiere, las cosas reales, aparecen en un primer momento como algo cuyas características son independientes de nuestras opiniones acerca de ellas; como lo opuesto a lo ficticio:

Una ficción es el producto de la imaginación de alguien; tiene las características que su pensamiento imprime. Aquello cuyas características son independientes de cómo pensamos tú o yo, es una realidad externa (CP 5.405, 1905).

Desde este punto de vista, la realidad puede definirse como aquello que no depende de lo que alguien pueda pensar.

Pero esta dimensión de lo real ha de ser completada. Definir lo real por oposición a lo ficticio resulta insuficiente; inmediatamente nos plantea el problema de cómo distinguir el contenido mental que no depende de mí de aquel que es producto de una ficción. Es decir, se nos plantea el problema de la certeza y la verdad.

La primera lección que ha de exigirse a la lógica, dice Peirce, es que nos enseñe cómo debemos hacer claras nuestras ideas1. Aparentemente ninguna idea aparece más clara a la mente que la idea de realidad. Ahora bien, es necesario saber que la concepción de realidad que yo poseo –mi creencia– no depende de mí. Se reclama, pues, un criterio de certeza. Este criterio de certeza no puede ser la claridad y distinción, al menos tal como la concibe el racionalismo clásico. La claridad, así entendida, no es, para Peirce, más que familiaridad con una idea. Es necesario encontrar un instrumento más eficaz que me permita «aclarar» de forma más segura mis ideas y, en nuestro caso, la idea que ahora nos ocupa: la idea de realidad.

Peirce recurre entonces a su máxima pragmática que, en una de sus formulaciones, dice así:

Consideremos qué efectos, que pudieran tener concebiblemente repercusiones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Entonces nuestra concepción de esos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto (CP 5.402, 1905).

Sin entrar a examinar en detalle esta regla cuyo enunciado es una muestra del difícil estilo peirceano, trataré de aclararla recurriendo a un ejemplo muy querido por Peirce. Nuestra concepción de la dureza de un diamante debe atenerse a los efectos que produce: el no ser rayado por otros cuerpos. Cualquier otra hipótesis que vaya más allá de ese efecto no depende ya de los hechos, sino de mi imaginación o de la estructura del lenguaje. Tal sería, por ejemplo, que un diamante es blando hasta que se le toca.

Pues bien, aplicando la máxima pragmática a la idea de realidad hemos de concluir que esta consiste en los efectos que produce; y dice Peirce:

El único efecto que ejercen las cosas reales es causar una creencia, porque todas las sensaciones que producen aparecen en la conciencia bajo la forma de creencias (CP 5.406, 1893).

La máxima pragmática nos proporciona un criterio de certeza. Pero, como todo criterio de certeza, esta máxima posee un uso subjetivo. Dicho de otra manera: toda creencia puede ser verdadera (creencia en lo real) o falsa (creencia en lo ficticio). Queda, pues, el problema intersubjetivo del establecimiento de la verdad o falsedad.

La verdad, como se ha dicho tradicionalmente, es la coincidencia o adecuación entre lo que se piensa y la realidad. Para Peirce no ofrece ninguna duda que el método más adecuado para la determinación de esta coincidencia es el método experimental2. Sólo el método experimental se ha revelado válido porque sólo él permite llegar a acuerdos entre los entendidos; acuerdos que, por otra parte, son inevitables. Aunque se parta de nociones antagónicas, el método experimental termina arrastrando al científico no adonde desea, sino a una meta «predestinada». Así pues, se puede mantener la firme esperanza de que los procesos de investigación, con tal de que se prolonguen lo suficiente, darán una solución cierta a cada cuestión a que se apliquen. Un proceso de investigación suficientemente prolongado permite el establecimiento de la verdad.

La opinión que está predestinada a ser finalmente abrazada por todos, es lo que entendemos por la verdad, y el objeto representado en esta opinión es lo real (CP 5.407, 1893).

En esta breve frase viene a expresar Peirce cómo concibe esos conceptos básicos que son verdad y realidad.

Ahora bien, el concepto de realidad, que ahora podríamos definir como el contenido del conjunto de todos los enunciados verdaderos, parece entrar en contradicción con la definición que habíamos dado más arriba y que concebía lo real como aquello que es independiente de lo que se piense de ello. No hay, dice Peirce, contradicción alguna. Para él está claro que no es posible plantear el problema de la realidad independientemente del hecho de ser conocida. El ser se identifica con la posibilidad de ser conocido. No hay «cosa-en-sí» en el sentido de no estar en relación con el entendimiento, aunque las cosas que están en relación con el entendimiento existan aun prescindiendo de esta relación (CP 5.311, 1893). Cómo hayan de entenderse estas relaciones entre pensamiento y realidad nos lo dice Peirce en el siguiente párrafo:

Por una parte, la realidad es independiente, no necesariamente del pensamiento en general, sino sólo de lo que tú o yo o cualquier número finito de hombres pueda pensar acerca de ella; por otra parte, aunque el objeto de la opinión final dependa de lo que esa opinión sea, sin embargo, lo que esa opinión sea no depende de lo que tú o yo o cualquier hombre piense (CP 5.408, 1903).

Para Peirce, decir que hay piedras preciosas en el fondo del mar, flores en un desierto desconocido, son proposiciones que, como la de que un diamante sea duro cuando no se presiona sobre él, «conciernen mucho más a la estructura de nuestro lenguaje que al significado de nuestras ideas» (CP 5.409, 1903).

Son muchas las consideraciones que se podrían hacer en torno a esta teoría peirceana, pero dadas las circunstancias de esta exposición limitémonos a decir lo siguiente:

1. Queda eliminada la noción de «cosa-en-sí», de noúmeno en la terminología kantiana. Sólo es posible hablar adecuadamente de fenómeno.

2. Consecuentemente el problema de la realidad y de la verdad sólo puede ser resuelto no desde la objetividad, sino desde la intersubjetividad.

3. Los problemas epistemológicos sólo se resuelven adecuadamente dentro de la lógica; de forma más concreta: empiezan siendo un problema de la lógica de la investigación pero terminan resolviéndose en el ámbito de una lógica del lenguaje. La verdad es la cualidad de una proposición sobre la que se produce el acuerdo, y la realidad no es otra cosa que el contenido al que nos remite ese enunciado.

Establecida la creencia, podemos abordar la tercera característica de la realidad que, como decíamos más arriba, es una consecuencia del establecimiento de la creencia.

El término definitivo del pensar es el ejercicio de la volición, y de esta ya no forma parte el pensamiento (CP 5.397, 1903).

La esencia de la creencia reside en los hábitos que genera. Y los hábitos son reglas para la acción.

El concepto de hábito ocupa un lugar destacado dentro de la teoría peirceana. Pero ciñéndonos al campo que ahora nos ocupa baste con decir que los hábitos tienen una importante función epistemológica: nos permiten distinguir una idea de otra. Es decir, contribuyen a hacer claras nuestras ideas. A veces se establecen distinciones imaginarias entre creencias que sólo difieren en el modo de expresión. Una mera diferencia de construcción gramatical da lugar a una distinción ficticia entre las ideas expresadas. Pero sólo podemos decir que dos ideas difieren entre sí si dan lugar a hábitos diferentes. Por eso, concluye Peirce, lo que una palabra significa es sencillamente los hábitos que implica.

En este sentido el hábito se relaciona con la máxima pragmática. Por una parte, nuestras ideas dependen de los efectos sensibles que las cosas nos producen; por otra, nuestras ideas nos producen hábitos, reglas de acción.

Resumiendo: el problema del conocer y sus límites reciben en la filosofía de Peirce una solución que escapa tanto a las soluciones de Kant como a las de Berkeley, aunque pudiera pensarse que en algunos aspectos se acerca a uno u otro autor. Pero, al mismo tiempo, esa solución formal nos remite a otro planteamiento ulterior. Por una parte, la concepción de la realidad depende de su presentación en la mente, por lo que, en último caso, sólo haciendo una observación de esas presentaciones podemos dar cuenta de ellas. En otras palabras: la lógica nos remite a la fenomenología. Por otra parte, si bien tanto los hechos como su representación son explicados desde la lógica, existe otra categoría de lo real que no puede ser justificada desde ese punto de vista: la cualidad. También por esta razón la fenomenología se hace necesaria después de la lógica.

* * *

La Fenomenología o Faneroscopia es la ciencia que estudia el fenómeno o fáneron. Este puede ser considerado como «todo lo que de alguna manera o en algún sentido se presenta a la mente, independientemente de si corresponde a algo real o no» (CP 1.284, 1905).

La Faneroscopia –término que Peirce prefiere– estudia el fáneron apoyándose en la observación: «Nada hay tan directamente observable como el fáneron» (CP 1.286, c.1904). No tiene, pues, ningún tipo de prejuicio y huye de cualquier connotación psicológica (CP 1.285, c.1904) o fisiológica (CP 1.287, c.1904).

Tres, y sólo tres, son las formas de presentarse algo a la mente; por tanto, desde este punto de vista, tres son las categorías o formas de ser. Peirce justifica ampliamente por qué han de ser tres: es imposible formar una tríada auténtica por modificación de un par; en cambio, cualquier número superior a tres puede explicarse por combinaciones de tres (CP 1.363, c.1890).

Estas tres categorías, aunque también reciben otros nombres, son denominadas preferentemente –aun a sabiendas de la escasa simpatía que podían despertar estos nombres (CP 8.328, 1904)– Primeridad, Segundidad y Terceridad.

La Primeridad es la categoría de lo que llama Peirce cualidad o sentimiento (feeling). Es sin duda la categoría que más difícil de explicar le resulta: «Es tan frágil que no se puede tocar sin destruirla» (CP 1.338, s.f.). Se puede definir de diversas formas, pero la mejor es presentarla como cualidad.

Al preguntarse qué es la cualidad, Peirce prefiere responder en primer lugar en sentido negativo: diciendo lo que no es. La cualidad no depende de un espíritu que la sienta o la piense, ni tampoco de que una cosa material la posea. Una cualidad es una pura potencialidad abstracta (CP 1.422, c.1896). Un ejemplo de cualidad puede ser un color cualquiera.

El color escarlata de las libreas de vuestra casa real –le dice a Lady Welby–, la cualidad en sí misma, independientemente del hecho de ser percibida o recordada, es un ejemplo mediante el cual no quiero significar que usted deba imaginar que no percibe o recuerda una cualidad, sino que debe prescindir totalmente de todo lo conexo con ella, en el percibirla o en el recordarla, que no pertenezca a la cualidad misma (CP 8.329, 1904)

Sólo cabría añadir a este párrafo una aclaración: el color escarlata es una cualidad independientemente no sólo de que Lady Welby la perciba o recuerde sino también del hecho de que las libreas de la Casa Real Inglesa posean dicho color.

Al abordar esta cuestión Peirce retoma uno de los problemas que más discusiones ha suscitado en la historia de la filosofía: el de los universales. La solución, sin duda original, que va a dar a este problema está en la línea de la teoría de Duns Escoto, autor al que profesa una gran admiración.

Que la cualidad dependa del hecho de ser percibida es el gran error de los conceptualistas (realistas moderados). Que dependa del sujeto en el que se realiza, es el error de los nominalistas (CP 1.422, 1893).

Contra los conceptualistas sostiene que la «rojez» –o cualquier otra cualidad– pertenece a la realidad independientemente de que sea percibida. Las cosas rojas no dejan de serlo en la oscuridad.

Contra los nominalistas afirma que es imposible sostener que una cualidad no existe más que cuando es poseída actualmente por un cuerpo. Si fuera así, sólo serían verdaderos los hechos individuales y las leyes serían ficciones. Los estados generales de las cosas existen y la cualidad es un estado general. El problema que inevitablemente se plantea a continuación es el de la relación entre lo general y lo particular –entre la Primeridad y la Segundidad en la terminología peirceana–. Este problema es igualmente resuelto siguiendo la teoría escotista. La distinción entre lo universal y lo particular no es una distinción real ni de razón, sino «formal»3.

Pero si en un sentido negativo la cualidad puede ser definida como hemos visto, en sentido positivo podemos decir que la idea de cualidad es una idea parcial de un fenómeno considerado como una mónada (CP 1.424, 1893; CP 8.328, 1904). El aspecto «monádico» de la cualidad hace referencia tanto a su individualidad e indivisibilidad como a su independencia respecto a cualquier otra cosa.

Otra manifestación de la Primeridad es el sentimiento (feeling), en el sentido de sensación vivida. Así por ejemplo el olor de la esencia de rosas, el sabor de la quinina, el silbido de una locomotora, etc., pero hay que tener en cuenta que han de ser considerados independientemente de cualquier ocurrencia o hecho.

La Segundidad es, por el contrario, la categoría de la ocurrencia, de la existencia, del hecho actual (en el sentido de «en acto»). Cualquiera de estas manifestaciones conlleva necesariamente la referencia a otra cosa. Por ello se puede definir la Segundidad como «el modo de ser de aquello que es tal como es respecto de una segunda cosa, pero con exclusión de una tercera» (CP 8.328, 1904).

Si uno se pregunta en qué consiste la actualidad de un hecho habría que recurrir al hic et nunc, lo que implica relación con otros existentes. Son muchos los ejemplos que pueden ponerse. Los siguientes son del mismo Peirce. Un tribunal puede ordenar la detención de una persona, pero la sentencia en sí no es más que un conjunto de palabras sin efecto. Sólo cuando la policía pone la mano sobre su hombro, esa persona tiene el sentimiento de actualidad (CP 1.24, 1903). El hecho es algo bruto, algo que se nos resiste e impone, como cuando intentamos abrir empujando una puerta cerrada con llave (Ib.). Los hechos pertenecen al mundo exterior frente al mundo interior de la imaginación y lo ficticio. Por todo esto la Segundidad puede definirse como relación, obligación, efecto, dependencia, negación, ocurrencia, realidad, resultado (CP 1.338, s.f.).

La Terceridad es la categoría que surge de la necesidad de explicar las relaciones triádicas. Como se ha dicho estas relaciones son irreductibles a relaciones duales o binarias. Por eso se puede definir la Terceridad como «el modo de ser de aquello que es tal como es al relacionar una segunda y una tercera cosa entre sí» (CP 8.328, 1904). La Terceridad es la síntesis, la mediación. Por ello son ejemplos de Terceridad la carretera que une dos ciudades, un puente, un mensajero o el término medio de un silogismo. Sin embargo, lo que mejor manifiesta la Terceridad es el hábito o ley y el pensamiento o significación.

Si la Segundidad es un hecho bruto, cuando aparece la ley aparece la Terceridad. La caída de una piedra es un hecho bruto. Pero existe una ley que explica tanto este hecho como todos aquellos hechos semejantes que puedan darse en el futuro (CP 5.93, 1903). La ley es un modo de ser que consiste en hechos futuros (CP 8.330, 1904). Por otra parte la ley se presenta como lo contrario al azar (CP 1.26, 1903); por eso introduce la predicción y genera hábitos o reglas de acción.

Si miramos la Terceridad como acabamos de hacerlo, desde el exterior, aparece como ley. Pero si la miramos desde el punto de vista de la generación de hábitos, interiormente, aparece como pensamiento (CP 1.420, c.1896). La Terceridad es algo que se da en el pensamiento y no al pensamiento. Introduce la inteligibilidad de los hechos. Por eso también es significación: toda relación triádica implica significación (CP 1.345, 1903) y a la inversa, toda significación implica relación triádica. Resulta, pues, absolutamente ilegítimo desde la teoría peirceana explicar cualquier relación significativa reducida a pares4.

* * *

Sobre la base de la Faneroscopia constituye Peirce su semiótica. Sólo después de haber comprendido su teoría de las categorías es posible interpretar correctamente qué es y qué pretende la semiótica peirceana. Y puesto que esta teoría debe resultar conocida para los lectores, sólo quisiera insistir brevemente en los siguientes aspectos:

1. Para Peirce la semiótica es una ciencia incluida dentro de las ciencias normativas. En un sentido general, lógica y semiótica vienen a ser lo mismo: la doctrina cuasi-necesaria o formal de los signos (CP 2.227, c.1897). En un sentido más estricto, la lógica es la ciencia de las condiciones necesarias de la consecución de la verdad (CP 1.444, c.1896); es decir, su objetivo consiste en el establecimiento de las leyes del pensamiento. Pero como el pensamiento sólo tiene lugar por medio de signos, la lógica ha de ser también una semiótica.

2. Sin embargo la semiótica no puede ser, en sentido estricto, una ciencia normativa. Al definirla como ciencia cuasi-necesaria y formal quiere decir que ha de basarse en la observación de los signos para llegar a generalizaciones abstractivas. En este sentido es una ciencia de observación o descriptiva (CP 2.227, c.1897). A pesar de todo, su objetivo, su ideal, es convertirse en una ciencia normativa que establezca las leyes que han de regir el pensamiento.

3. Fenomenológicamente, la semiótica es la ciencia de los signos. Cualquier definición del signo ha de realizarse recurriendo necesariamente a las tres categorías. Entre las diferentes definiciones que Peirce dio del signo hemos escogido esta:

Un signo o Representamen es un Primero que está en relación triádica con un Segundo, llamado su Objeto, como para ser capaz de determinar a un Tercero, llamado su Interpretante, a asumir con su Objeto la misma relación triádica en la que él está con el mismo Objeto (CP 2.274, 1903)

4. Si observamos atentamente la anterior definición, podríamos decir más precisamente que el objeto de la semiótica es la semiosis (CP 5.488, c.1907). Y esta ha ser entendida como

una acción, una influencia que implica la cooperación de tres sujetos, es decir, un Signo, un Objeto y su Interpretante. Esta influencia trirrelativa de ninguna manera es reducible a acciones entre pares (CP 5.484, c.1907).

Quizás no se ha insistido suficientemente en esta última definición que es, según mi opinión, la más acorde con el auténtico pensamiento de Peirce. Y esto por una razón: porque para él resulta inconcebible el signo como un elemento aislado. El signo no es otra cosa que esa cualidad de algo que tiene la virtualidad de desencadenar esa relación irreductiblemente triádica que se llama semiosis.

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En conclusión: en un sentido amplio lo que ofrece Peirce viene a ser lo que la filosofía puede aportar a la semiótica. El filósofo parte del supuesto de que los problemas del ser, el conocer y el decir, más que tres problemas diferentes, son tres aspectos de una misma tarea: la explicación de la realidad.

A la luz de esta función puede y debe encararse desde la filosofía la problemática semiótica. Defínase como se quiera: la semiótica tiene como objeto cualquier posibilidad de semiosis.

Como decía al principio, se puede estar de acuerdo o no en el cómo se soluciona el problema; lo que viene a ser el fondo de la cuestión. Pero al menos puede existir un acuerdo de principio: sobre qué hemos de discutir y dentro de qué límites. Como dicen los políticos, creo que es posible llegar a un «acuerdo-marco».

Notas:

1. Este viene a ser el título de uno de sus más famosos artículos: «How to Make Our Ideas Clear» (CP 5.388-5.410, 1878).

2. Cfr. el artículo «The Fixation of Belief» (CP 5.358-5.387, 1877).

3. Duns Escoto sostiene que existen distinciones de razón y distinciones reales, pero dentro de las reales hay que diferenciar la distinción numérica de la formal (ex natura rei). Es una distinción formal la que existe entre esencia y existencia, entre Dios y sus atributos, entre las distintas «formalidades» que integran el individuo. La solución de Peirce se sitúa, más que en la esfera lógico-ontológica tradicional, en la dimensión de su lógica de la investigación. Los estados generales de cosas, como la cualidad, son reales en la medida que responden a ese acuerdo intersubjetivo garantizado por la manipulación técnica a que pueden ser sometidos. Cfr. G. Deledalle: C. S. Peirce. Écrits sur le signe, París, E. de Seuil, 1978, pág. 268; J. Habermas: op. cit., págs. 114ss.

4. Las consecuencias de esta concepción son realmente importantes. Señalemos de pasada que cualquier interpretación de cada una de las partes de la semiótica (y no olvidemos que la división de Morris está basada en Peirce), perdiendo esta perspectiva, sería errónea.