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Félix García Hernán (Madrid, 1955) cursó Derecho en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, pero es, por vocación, hotelero. Desde sus inicios como botones, todavía adolescente, ha recorrido todos los peldaños de su profesión hasta llegar a dirigir en Madrid establecimientos tan emblemáticos como el hotel Urban, el Villa Real o el Only You. Desde el 2004 al 2012 perteneció al consejo de administración de la prestigiosa asociación Small Luxury Hotels of the World.

Desde la infancia es un lector compulsivo y amante de la música clásica y del cine. Además de Cava dos fosas (Alrevés, 2020) y Pastores del mal, que verá la luz próximamente en esta misma editorial, ha escrito las novelas Tras el telón, un thriller ambientado en el mundo de la ópera; Delfines de plata, que dentro de una trama de novela negra se sumerge en el particular microcosmo de los hoteles de lujo, y El límite oscuro, donde dibuja un descarnado fresco de uno de los mayores males que asolan nuestra sociedad actual: la corrupción.

 

Mientras disfruta de un retiro, Javier Gallardo tendrá que enfrentarse a una oscura forma del mal que marcó su carrera y su corazón para siempre.

Cava dos fosas

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Cava dos fosas

FÉLIX GARCÍA HERNÁN

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Primera edición: marzo del 2020

Para Josep Forment, siempre con nosotros

www.alreveseditorial.com

A Salvador, mi maestro

ADVERTENCIA

Esta novela ha de valorarse como producto de la imaginación del autor. Por tanto, no debe inducir a atribuir conductas, acciones o palabras concretas a ninguna persona existente o que haya existido en la realidad.

 

Nunca son tan peligrosos los hombres como cuando se vengan de los crímenes que ellos han cometido.

SÁNDOR MÁRAI

I

El rugido de la motocicleta rompe la paz del valle y lo saca de la suave modorra del sol de mediodía. Los ojos, próximos a cerrarse, se abren para observar cómo a cien metros de distancia el jinete parece querer impulsar con su cuerpo la falta de potencia del motor, que apenas puede con la empinada subida que aún le queda hasta llegar a Taüll, donde se detiene frente a la iglesia de Santa María. El motorista se apea y se quita el casco, y tras su estética bohemia se esconde mosén Estanis, párroco de las ocho iglesias que componen el extraordinario conjunto románico de la Vall de Boí, en el Pirineo leridano.

Javier Gallardo se alegra al verlo. Sabe que una hora después, cuando termine la misa de doce, el joven sacerdote pasará a saludarlo. Llevaba una semana instalado en el valle cuando, al observarlo desde la carretera sentado en el porche de la coqueta casita rural, paró su moto para presentarse. Javier, al igual que con el resto de los pocos vecinos con los que se comunica —el dueño del colmado del pueblo, la farmacéutica y muy pocos más—, se hace pasar con el cura por un periodista madrileño que ha elegido la tranquilidad de la zona para escribir una novela. A pesar de que le ha dejado claro a mosén Estanis sus tendencias agnósticas, ha conseguido que este se sienta muy cómodo con él. Entre los dos, son muchas más las cosas que los unen que las que los separan. Ni siquiera los casi treinta años de diferencia que le saca pueden evitar que al joven mosén le brillen los ojos cuando Javier le ofrece, displicentemente, la enésima revancha de la partida de ajedrez que este gana, por norma, cada vez que juegan. A Javier le resulta extraña la profesión de Estanis, con su manera no solo de vivir, sino de pensar. Uno de los días, entre botellín y botellín, el cura le explicó que quizá ese cúmulo de contradicciones le confirmaba que seguía el camino correcto. Javier no discute con él de religión, y disfruta al detectar la ilusión con la que el joven escucha, desde el fondo de la casa, la voz limpia y pura de María Callas, mientras le derrota una y otra vez. Javier sabe que, dentro de unos meses, cuando ya no pueda dilatar más el momento de tomar el oscuro túnel de regreso, la inteligencia natural del sacerdote y sus ganas de aprender le habrán hecho mucho más difícil poder ganarle.

Pensar en su regreso a Madrid le ha revuelto el espíritu. Ya lleva más de un mes en el valle y siente que, por fin, ha encontrado la paz que tanto buscaba cuando decidió apearse del ritmo de vida que llevaba, para reflexionar y decidir si merecía la pena seguir adelante. Sabe que parte de la dulce armonía de la que está gozando se debe a la tranquilidad que ha encontrado aquí.

Es una época en la que la falta de nieve ha ahuyentado a la marabunta de esquiadores que durante los meses de invierno convierten la zona en un torbellino, y aún faltan meses para que agosto atraiga a otro tipo de turistas que rompan de nuevo el hechizo. Ha dejado en Madrid el televisor, el ordenador, la radio…, y de hecho, cuando alquiló la casa, ni se preocupó en preguntar si esta disponía de wifi. Deja el libro de Delibes sobre la mesa del jardín y cambia de sitio la butaca, buscando que los tibios rayos de sol combatan el relente que todavía se hace notar durante el día. Cuando lo consigue, cierra los ojos y sonríe, jugando a imaginar que la Vall de Boí es en realidad Brigadoon, en cualquier momento aparecerá Gene Kelly y él tendrá que explicarle que está en un lugar mágico por donde no ha pasado el tiempo. Pronto la amargura destruye su sonrisa. Gene Kelly deja paso a Fernando Luengo, su amigo y colaborador de siempre. El remordimiento le araña la boca del estómago al recordar cómo lo recibió hace una semana, cuando fue a visitarlo sin haberlo avisado y lo injusto que estuvo al darle a entender, sin necesidad de palabras, que su visita lo incomodaba; que si había decidido huir durante unos meses de todo era para que nada ni nadie pudiera interferir en la decisión que debe tomar. Se le parte el corazón al recordar a Fernando cabizbajo cuando tomaba el camino de regreso, pero sabe que está haciendo lo correcto. Ya no podía con el peso de treinta años de dudas cotidianas.

Su último caso lo había dejado devastado y había perdido la fe en su oficio, y para decidir qué hacer con su futuro solicitó al director general de la Policía una excedencia de seis meses. Deseando huir de Madrid cuanto antes, solo aceptó asistir al acto en que el presidente del Gobierno le impuso, tanto a él como a sus colaboradores Fernando Luengo y Raúl Olaya, la medalla al Mérito Policial.

Javier vivió la ceremonia totalmente ajeno a ella. A Fernando Luengo no necesitó aclararle el porqué de su decisión: ya lo había hecho días atrás. Sin embargo, entendió que Raúl Olaya merecía que, antes de partir hacia Taüll, le hubiese explicado con detenimiento sus dudas y la necesidad que tenía de encontrar unas respuestas que solo hallaría en su interior.

Javier abre los ojos. Por la misma carretera por la que hace apenas unos minutos había subido mosén Estanis, una furgoneta coge el desvío de tierra que conduce a su casa. Curioso, continúa observando; son muy pocos los vehículos que ha visto tomar ese camino que, aparte de a la casa, apenas conduce a ningún sitio. La furgoneta se detiene a diez metros de donde se encuentra. Bajan dos hombres vestidos con monos de trabajo, donde se aprecia un logo que coincide con el que está pintado en las puertas de la furgoneta: «GAS NATURAL FENOSA». Según avanzan por el camino de grava, su instinto le pone en guardia. Se tranquiliza al recordar que la casa se nutre de gas natural para calefacción y agua caliente. Aun así, observa con atención a los recién llegados. Ambos superan la cincuentena. El que parece ser el jefe, por el portafolio que lleva en la mano, luce una barba poblada donde ya asoman numerosas canas y está muy delgado; al contrario que su acompañante, cuyo estómago muestra la obesidad de su dueño. Los dos se acercan hacia él, Javier se levanta y el hombre más delgado confirma su condición al empezar a hablar.

Bon dia, somos de Unión Fenosa —dice, señalando la furgoneta, mientras ojea los papeles que lleva en las manos—. Venimos a realizar la revisión bienal de su instalación de gas natural. ¿Es usted Ernest Rosaleny?

—No —contesta, incómodo por la ruptura de la armonía que representa la visita de los operarios—. Ernest Rosaleny es el propietario, yo tengo arrendada su casa, y el señor Rosaleny no me avisó de su visita.

El hombre delgado pone ante sus ojos una de las hojas que saca del portafolio. Es un aviso remitido hace un mes a su casero anunciándole la llegada de los instaladores. En un primer instante, tiene la tentación de negarse a la revisión, pero sabe que solo servirá para dilatar la visita. Con un suspiro, les muestra la entrada de la casa permitiéndoles el paso. Adelantándose a ellos, les abre camino hasta la cocina, donde se encuentra el calentador. Percibe extrañado cómo el gordo, sin consultarle, ha cerrado la puerta de la casa. Molesto, continúa hasta la cocina y les muestra el calentador. Todas sus defensas se ponen en alerta cuando escucha cómo de nuevo el gordo cierra también la puerta de la cocina. Observa con atención a los dos hombres y su entrenada mente empieza a trabajar. El bon dia, con el que se ha dirigido a él el de las barbas, resulta incongruente con el castellano ausente de acento catalán utilizado a continuación. Analiza su vestuario y sabe que tiene problemas cuando ve que los mocasines que llevan son el calzado menos adecuado para manejarse por la zona. Se maldice cuando recuerda que su pistola duerme el sueño de los justos en una de las mesillas del dormitorio del piso de arriba, pero, aun así, intenta mantener la compostura.

—Si necesitan algo —sonríe— estaré en el porche.

Intenta retroceder hacia la puerta de la cocina, pero el gordo se interpone impidiéndole abrirla. Se vuelve hacia el otro hombre, y es entonces cuando un duro objeto golpea su sien. Cae como un fardo al suelo, pero antes de perder el conocimiento se pregunta cómo han podido averiguar su paradero. Ni siquiera Raúl Olaya lo sabe. Solo Fernando y su hijo están al tanto de su refugio en el Pirineo.

* * *

Lo despierta el traqueteo del vehículo, que ha debido entrar en algún camino vecinal mal asfaltado. Está solo en la parte trasera de una furgoneta sin ventanas. La velocidad a la que van no debe de ser muy alta, por lo que se plantea abrir el portón trasero para estudiar las posibilidades de saltar en marcha. Por supuesto, no puede; está cerrado desde fuera. Sus ojos, que se van acostumbrando a la oscuridad, le permiten observar con detenimiento los dos metros cuadrados en los que se encuentra. Tampoco hay mucho que mirar. Está tirado en un suelo de caucho con la única compañía de una manta vieja. La cabeza le va a estallar de dolor. Sabe que ha caído en una trampa, pero no tiene ni idea de quién se la ha tendido. Lo primero que piensa es en una venganza por parte de los yihadistas a los que metió en la cárcel hace un par de años, pero lo desestima al recordar el aspecto y el acento de los dos hombres que lo han secuestrado. Intenta sobreponerse al dolor y hacer memoria, y a pesar de lo dramático de la situación no puede evitar sonreír. En treinta años de profesión se ha creado los suficientes enemigos como para que le sea imposible concentrarse en alguno en particular.

Nota cómo la furgoneta va disminuyendo la velocidad hasta detenerse, y un minuto después el portón se abre. El sol, que ya está a punto de desaparecer en el horizonte, le hiere en los ojos. Calcula: era mediodía cuando lo atacaron y, en el mes que están y por la posición del sol, deben de ser las ocho de la tarde. Su cuerpo también le indica que la temperatura ambiental ha subido, y piensa que están viajando hacia el sur. Cuando sus ojos consiguen esquivar el sol, contempla cómo el gordo lo mira sonriendo. Junto a él, el barbudo lleva en la mano una pistola. Javier los mira intentando desesperadamente recordar, y el barbudo le lee el pensamiento.

—Cuánto tiempo, inspector.

Al comisario principal Javier Gallardo hace más de quince años que nadie lo llama inspector. Sabe que el barbas le está mandando una pista para ayudarlo a hacer memoria, así que se concentra en su cara. De aspecto agraciado, sobrepasa los cincuenta años, y unos ojos tan oscuros como fríos le indican cuánto está disfrutando mientras se somete al escrutinio de Javier, pero este no consigue ubicarlo. A través del portón de la furgoneta observa que están aparcados en medio de un bosque.

—No quiero tener que limpiar después tu mierda. Tienes dos minutos para bajar y hacer lo que necesites en la cuneta. A la mínima —le dice, mostrándole la pistola—, te vuelo los sesos.

Javier se incorpora y baja del vehículo. Intenta encontrar intimidad tras uno de los olmos mientras calcula qué opciones tiene de escapar, pero el gordo le pega un grito ordenándole que se mantenga a la vista. Cuando termina, regresa a la furgoneta y sigue intentando recordar, sin éxito. Decide cambiar de estrategia y se concentra en el gordo. Debe de medir, piensa, un metro ochenta y pesar al menos ciento veinte kilos. Tiene esa obesidad propia de los tipos, otrora musculosos, que se han abandonado y convertido en un almacén de grasa. Vuelve otra vez al barbudo e intenta hacer un retrato robot de él eliminando la barba y quitándole años, y a continuación coloca mentalmente, al lado de ese retrato, otro de su secuaz, al que ha cambiado la cara abotargada por otra más afilada. Y ahora sí, como saliendo de un fundido en negro, la verdad se abre paso en su cerebro: hace una eternidad que no ha vuelto a pensar en Diego López de Arbeloa. Antes de volver a entrar en la furgoneta se lo queda mirando fijamente; sin duda, es él. Las lentillas oscuras que lleva han escondido sus claros ojos azules, engañándolo. Más delgado y, por supuesto, más viejo. La mirada exaltada de iluminado que recordaba de él se ha trocado en otra mucho más dura. Ve, por su sonrisa, que se ha dado cuenta de que ya lo ha reconocido.

—Me estabas defraudando, inspector. Comenzaba a pensar que la memoria y el famoso instinto de Javier Gallardo eran solo un bluf mediático. Me alegro de que no sea así. Va a ser todo mucho más divertido si estás en plena forma.

Sin dejar de apuntarle con la pistola, Diego, el aborrecido antagonista que durante tantas noches le robó el sueño, le indica que suba a la furgoneta. Javier mide sus fuerzas, sabe que no puede hacer nada para huir. El gordo está a su espalda, a menos de dos metros, impidiéndoselo, y ve en los ojos de Diego que está deseando tener una excusa para golpearle o dispararle. Dentro de la furgoneta, el sonido metálico de la cerradura del portón le indica que está otra vez atrapado. La oscuridad es total, y recuerda que es inútil buscar en sus bolsillos el teléfono móvil. Dejó de llevarlo encima cuando se trasladó al valle. Observa que su reloj ha desaparecido de la muñeca izquierda: debieron de quitárselo después de golpearle. Se siente desorientado y dolorido, mientras la furgoneta ha abandonado el camino vecinal y avanza ya a gran velocidad.

Javier empieza a hacer memoria y su cuerpo se estremece, a pesar del calor pegajoso, según avanzan los recuerdos. Por primera vez en muchos años vuelve a sentir en su boca el agrio sabor del miedo.

II

Pedro y Juan se soltaron las manos cuando las luces de la sala se encendieron y el público comenzó a desfilar hacia la salida. Aunque habían visto todas las películas anteriores de Almodóvar, las tórridas escenas entre Banderas y Poncela les habían sorprendido por su crudeza. Fue Pedro el que propuso ir esa tarde al cine, donde hacía solo una semana que habían estrenado La ley del deseo.

Fueron de los últimos en abandonar la sala. Caminaban en silencio por la calle de Alcalá sin rumbo fijo, seguramente cada uno iba pensando cuánto había cambiado el país. Solo habían pasado siete años desde que el Gobierno de Adolfo Suárez había retirado la homosexualidad de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Ninguno de los dos podría olvidar el acoso al que habían sido sometidos por parte de las fuerzas del orden hasta que llegó esa derogación. Pedro, de aspecto cetrino, había decidido vivir con plenitud su homosexualidad desde que, a los diecisiete años, se trasladó a la capital desde su pueblo de Toledo. Trabajaba como estibador en Mercamadrid y si por algo sobresalía era por la fuerza que demostraba noche a noche descargando los camiones procedentes de las costas. Juan, muy guapo, culto y de apariencia frágil, era administrativo en las oficinas centrales de Iberia. Desde niño tuvo que cargar con el peso del desprecio y las mofas continuas de sus compañeros de colegio, pero ya en la universidad se armó de valor y confesó a sus padres su condición. Ante su sorpresa, lo apoyaron sin fisuras. Hacía solo unos meses que había conocido a Pedro en el Café de Figueroa, y desde entonces salían casi a diario. De hecho, Juan estaba a punto de dejar la casa de sus padres e irse a vivir al pequeño apartamento de Pedro en el barrio de la Concepción.

La temperatura en la noche de junio era ideal, y al día siguiente serían las todavía poco conocidas celebraciones del Día del Orgullo Gay y ambos acudirían a la manifestación, con la ilusión de que lo que ocurriera durante esas horas pudiera llegar a convertirse en algo cotidiano y, algún día, quién sabe, se permitieran el lujo de pasear, a cualquier hora, cogidos de la mano por las aceras sin tener que aguantar el chaparrón de miradas recriminatorias. Siguieron bajando por Alcalá y vieron que la puerta de acceso a El Retiro por la calle O’Donnell se encontraba abierta a pesar de la hora. Ambos se miraron y entraron en el parque. En el paseo de coches se observaban parejas que caminaban abrazadas, así como ciclistas y personas que paseaban a sus perros. Decidieron escapar del asfalto y entrar por uno de los caminos de tierra que conducen al Palacio de Cristal. Buscando intimidad, se sentaron en un banco en uno de los recoletos rincones. El recuerdo de las escenas que habían vivido en el cine hizo que sus cuerpos se buscaran con avidez.

Ninguno de los dos los oyó llegar. Se dieron cuenta de que los tenían enfrente cuando, después de un largo beso, abrieron los ojos y los descubrieron a menos de seis metros de distancia. Los tres individuos los miraban sonriendo con desprecio. Vestían pantalones militares y, a pesar del calor, chaquetas de cuero adornadas con cruces gamadas. Llevaban el cabello cortado al uno, y el más delgado balanceaba un bate de baseball y fue quien se dirigió a ellos.

—Qué, parejita, ¿pelando la pava?

La frase debió de hacer mucha gracia a sus acompañantes porque comenzaron a carcajearse. Pedro se puso en pie dispuesto a encararse con ellos.

—La única pavada que hay aquí es el disfraz ridículo de Mad Max que lleváis puesto.

Juan, que conocía bien a su pareja, empezó a preocuparse. Sabía que este no rehuiría la pelea, y ya le había visto actuar una vez, con contundencia, en una escaramuza en una manifestación autorizada cuando fueron atacados por un grupo paramilitar. Miró con atención a los tres, no tendrían más de veinte años. Uno de ellos ya se dirigía hacia Pedro cuando el del bate lo detuvo. «Espera, nos vamos a divertir antes un poco.»

—Así que tú eres el gallito —le dijo—. El gallito maricón, claro. Me recuerdas a Kiriko, el gallo sarasa de los dibujos animados. ¿Cómo vas a defender a la pollita que tienes al lado? ¿Con el bolso?

—Con el bolso de tu puta madre, cabrón. Me sobran huevos para machacaros a los tres y luego follarme a ti y a tu hermana. Te dejo que elijas el orden —amenazó Pedro.

Los tres fachas no esperaban una reacción así; «Vamos a por ellos, solo son dos maricones», les había ordenado el del bate cuando los vieron entrar en el parque y decidieron seguirlos.

Encabronado por la respuesta, el del bate no se intimidó.

—Cuando acabemos contigo y con tu novia, vas a tener que llevar el bolso en las orejas, bujarrón.

Con una mirada, y como si se dirigiera a dos dóbermans amaestrados, dio la orden de ataque. Juan, aterrorizado, se encogía cada vez más en el banco. Pedro apretó los puños y se preparó para la pelea. Sabía que estaba en inferioridad, pero pensó que tenía posibilidades. Ante su sorpresa, los dos sacaron de sus bolsillos unas cadenas y calculó que si conseguía hacerse con una de ellas podría hacerles frente.

Mientras el del bate se mantenía a la expectativa, los otros dos empezaron a rodearlo haciendo chasquear las cadenas. El primer golpe le llegó de lleno a la cara. El hierro había rasgado la mejilla y ahora sentía cómo la sangre se deslizaba hacia sus labios, pero no había sido un golpe limpio, por lo que pudo rehacerse sin dificultad. De inmediato, lo atacó el otro, y ahora Pedro tuvo más suerte. Sus poderosas manos, acostumbradas a bregar día a día con cajas de pescado, atraparon la cadena que de nuevo volaba hacia su cabeza, y de un fuerte tirón se la arrancó de las manos y, doblándola para hacerla más pesada, atacó a su vez a su anterior propietario. Esta vez no falló, y el golpe dio en la sien de su adversario, que cayó fulminado al suelo. Observo cómo el otro atacante comenzaba a dudar mientras se dirigía hacia él, y ambos cruzaron las cadenas en un primer envite. En el segundo, la fuerza de Pedro hizo que la cadena del otro saliera despedida por los aires. Ya estaba dispuesto a golpear al que había desarmado cuando un profundo grito lo detuvo en seco. El del bate, del que se había olvidado por completo, estaba al lado del aterrado Juan, y cuando vio el cariz que estaban tomando los acontecimientos no lo dudó y descargó con toda su fuerza la maza sobre la pierna derecha de Juan.

Pedro quedó conmocionado al girarse y ver el gesto de sufrimiento que acompañaba a sus quejidos de dolor. Ya iba a lanzarse hacia el del bate cuando vio cómo este lo levantaba nuevamente señalando a la cabeza de Juan.

—¡Suelta la cadena, maricona, o lo estampo en los sesos de tu zorra!

Pedro dudó. Sabía cómo se comportaban estos neofascistas, y no dudaría en machacar a Juan si eso le permitía retomar el control de la situación. Con lentitud, dejó caer la cadena que tenía en la mano, mientras comprobaba aliviado cómo el del bate comenzaba a apartarlo de la cabeza de Juan, pero no se percató de que el contrincante al que había arrancado la cadena la había recogido del suelo y se dirigía hacia él. Cuando lo vio venir se tapó con las manos la cara, intentando detener el impacto, pero la cadena, en vez de dirigirse a la cabeza, le barrió las piernas y lo tiró al suelo. Fue entonces cuando el del bate se unió a la fiesta. Mientras le golpeaba inmisericorde en los brazos, el de la cadena le fustigaba con ella una y otra vez su pecho y sus piernas. Al fondo, los quejidos de Juan se unían ahora a los del atacante que había quedado sin sentido, pero que empezaba ya a despertarse doliéndose del tremendo trastazo que le había lanzado Pedro, que sintió horrorizado cómo el bate quebraba sus brazos. El dolor le hizo apartarlos de la cabeza, dejándolos caer, inánimes. El de la cadena, dándose cuenta de que ya no tenía que limitarse solo a las piernas, empezó a apalear el rostro de un Pedro que perdió el conocimiento al recibir de lleno el primer golpe.

El del bate se acercó e intentó parar el brazo que destrozaba la cara de Pedro.

—Ya está bien, Críspulo. Este ya tiene suficiente. No creo que con la cara que le hemos dejado lo vayan a nombrar mañana reina de la puta fiesta del Orgullo Gay. En cuanto a la otra maricona —señaló a Juan—, va también apañada.

El de la cadena se revolvió.

—Una puta mierda voy a parar. Ya has visto cómo ha jodido a mi hermano. Este cabrón ya no va a atacar a nadie más.

Al ver que su compañero había perdido por completo el control le dejó hacer, encogiéndose de hombros.

Juan, que aún gemía, observaba hipnotizado cómo la cadena caía una y otra vez sobre el rostro de Pedro. La luz de la luna le permitía contemplar el amasijo de carne y sangre en que se habían convertido las facciones que tanto amaba. De su boca surgió un alarido que esta vez no era producto del dolor físico.

El del bate había encendido un cigarro.

—Cuando te salga de los cojones terminar, ayuda a levantarse a tu hermano, hostias.

El de la cadena obedeció. Los tres maleantes desaparecieron de su vista por uno de los senderos del parque. Juan quiso incorporarse, pero el dolor se lo impidió. Se dejó caer arrastrándose poco a poco hacia Pedro. Al llegar a su altura intentó averiguar si aún latía su corazón, pero lo único que pudo escuchar fueron sus propios sollozos.

III

El foco se ilumina de repente, despertándolo de un sueño que no tiene ni idea de cuánto ha durado. Javier no sabe el tiempo que ha estado durmiendo, pero sí recuerda cuándo, ya noche cerrada, llegaron a su destino. La furgoneta paró y se abrió el portón trasero, aunque esta vez no le hicieron bajar. El gordo, cuyo nombre intentó recordar a través de la bruma de casi tres décadas, subió y tiró de su brazo derecho. Javier no intentó recular hacia el fondo de la furgoneta; sabía que no serviría de nada. Mientras el gordo le sujetaba el brazo, Diego López de Arbeloa, que había cambiado la pistola por una jeringuilla, buscó una zona carnosa y le inyectó todo su contenido. En apenas diez segundos cayó sin sentido. Desde entonces, ya no recuerda nada más.

Está tumbado en algo parecido a un plegatín. El colchón, por llamarlo de alguna manera, no debe de tener más de cinco centímetros de grosor. Aliviado, nota que el tremendo dolor de cabeza que ha sido su compañero en la oscuridad de la furgoneta ha desaparecido por completo. Se incorpora y se sienta en el catre. Mira a su alrededor. La habitación tiene las paredes alicatadas en blanco hasta el techo y el suelo de cerámica. Calcula que medirá tres metros de largo por dos de ancho. Aparte del camastro hay un lavabo sin espejo encima. En una de las esquinas se encuentra un inodoro. Sin duda, era un cuarto de baño, que han modificado eliminando la bañera. Se levanta y se acerca a la puerta. Han cambiado la original por otra mucho más robusta. No tiene ningún tipo de cerradura o picaporte, pero, sin embargo, distingue un buzón a media altura, de unos veinte centímetros de ancho por diez de alto, que está cerrado; sabe que solo se puede abrir por fuera. Prueba los grifos del lavabo, solo funciona el del agua fría. Usa el inodoro y tira de la cadena. La temperatura en el cuarto es agradable, y advierte que le han quitado su ropa y le han puesto un burdo pijama a rayas verticales que le recuerda los que llevaban los presos en las viñetas de los tebeos que leía de pequeño. Intenta, sin éxito, encontrar el interruptor de la luz, pero observa que el que hay a la derecha de la puerta ha sido inutilizado. Un ligero retortijón en el estómago le recuerda que lleva muchas horas sin probar bocado. Se levanta y golpea con firmeza la puerta. Nadie le responde. Intenta levantar el camastro, pero las patas están ancladas en el suelo. Suspira y se sienta de nuevo. Está intentando ordenar sus pensamientos cuando un estridente sonido le hiere. Intenta averiguar de dónde proviene. Empotrado en el techo, a la altura de donde deberá reposar su cabeza al tumbarse, se encuentra un monitor de plasma de mediano tamaño cuya pantalla está protegida por una malla de acero. La pantalla está en negro, pero de los pequeños y potentes altavoces laterales continúa saliendo el pitido agudo.

Javier se incorpora y, subiéndose al catre, busca con los dedos algún botón que le permita eliminar el ruido. El monitor carece de ellos. Vuelve a sentarse y entonces nota cómo el volumen va descendiendo, hasta desaparecer por completo. En ese momento, se apaga la luz del único foco del cuarto. En cambio, otra más pálida inunda la estancia; es la pantalla del monitor, que comienza a funcionar. Está en blanco, pero una voz, que le resulta muy familiar, está vociferando en un idioma que no conoce. Se queda mirando, expectante, la pantalla y ve cómo surge una imagen en blanco y negro: Adolf Hitler se dirige a una multitud uniformada. Quien esté manejando los mandos juega con el sonido haciendo que oscile continuamente el volumen, lo que lo hace más desagradable. Javier cree haber visto antes esa imagen en algún documental de historia.

Empieza a sentirse exhausto y hambriento. Diego López de Arbeloa no es una más de las decenas de personas que ha enviado a la cárcel a lo largo de su carrera. De hecho, se sorprende de no haberlo reconocido a la primera, a pesar de la barba, las lentillas y los años que han pasado. El caso dejó marcada su carrera para siempre.

Mientras el Führer sigue dando chillidos, Javier se tumba y, ante la ausencia de almohada, entierra su cabeza entre el colchón y una de sus manos, pero los gritos le siguen taladrando los oídos. Un golpe seco se impone sobre los alaridos y una rendija de luz nace desde la puerta: alguien ha abierto el ventanuco y arrojado un objeto dentro. Se levanta con presteza intentando mirar por la abertura, pero esta se cierra de inmediato. Busca con la ayuda de la luz de la pantalla y encuentra, debajo de la cama, donde había llegado rebotando, la mitad de una barra pequeña de pan. Hambriento, se sienta y empieza a comer. Blasfema al dar el primer bocado, el pan ha estado muchos días endureciéndose. El espíritu de supervivencia se impone, así que se acerca al lavabo y lo humedece. En pocos segundos da cuenta de él e, insatisfecho, se siente más famélico que antes. Se vuelve a sentar y nota, aliviado, cómo el volumen del monitor empieza a descender hasta desaparecer por completo, aunque las imágenes del pequeño dictador continúan en pantalla.

No se equivoca cuando imagina que algo va a suceder; de pronto, de los altavoces, sale otra voz.

—No deberías haber terminado tan rápido tu ración, inspector. Es todo lo que vas a tener en las próximas veinticuatro horas.

Instintivamente, Javier busca la cámara que lo está controlando. Cree verla en uno de los rincones de la entrada, empotrada también en el techo. Si no lo estaba ya, empieza a sentirse muy preocupado. Nadie monta una infraestructura tan compleja solo para dar un susto a un antiguo enemigo. Piensa en contestar a la voz que ha creído identificar como la de Diego, pero sabe que es mejor dejarlo hablar.

—Me di cuenta, al no reconocerme de inmediato, que ya te habías olvidado de mí. Quizá para compensarlo, yo no he podido dejar de pensar, cada día que he pasado en prisión, en que el único responsable de mi situación eras tú. Y encima he tenido que ir viendo cómo, poco a poco, te ibas convirtiendo en todo un personaje popular.

Diego se detiene esperando una respuesta. Javier sigue callado, con la vista perdida en una de las paredes.

—Treinta años dan para mucho, especialmente cuando los he dedicado por entero a recordarte. Veo que no estás muy hablador, pero ya lo estarás. Eres mi invitado y debo cumplir con mis obligaciones de anfitrión. Por hoy ya está bien, espero que descanses. Abrígate por si hace frío esta noche, no te quejarás del pijama de seda que te he regalado.

La voz desaparece para dar paso a los aullidos en alemán. La pantalla está poblada de prisioneros de campos de concentración. La imagen se detiene en uno de ellos durante bastante tiempo. Javier, que ya sabe que Diego está jugando con él lanzándole mensajes en clave, intenta averiguar qué tiene de especial ese prisionero. El rostro, escuálido y consumido, no le dice absolutamente nada, pero se percata de que su uniforme es bastante parecido a su pijama. En la parte superior derecha lleva un número, 379642, y debajo, un triángulo rojo. Comprueba su chaqueta: el mismo número y el mismo triángulo rojo. Recuerda que los nazis, aparte de numeración, utilizaban signos para los diferentes colectivos que tenían encerrados. Si no le falla la memoria, el triángulo rojo identificaba a los comunistas y a los enemigos del Reich. Respira profundamente y un presentimiento sombrío empieza a apoderarse de él. Duda, pero sabe que debe hacerlo: se quita el andrajo que tiene por chaqueta y ahí lo ve, en la parte externa del antebrazo izquierdo. En caracteres góticos, puede leer una cifra, 379642, que alguien ha tatuado con tinta azul en su piel y que ya empieza a estar también marcada en su cerebro.

IV

La Policía acordonó la zona de inmediato y montó focos de gran potencia. Varios sanitarios atendían a Juan apenas media hora después del ataque. Una pareja que paseaba por el parque fue la primera en encontrarlos. El chico, estudiante de Medicina, pidió a su novia que fuera a una de las cabinas de teléfono públicas de la entrada mientras él intentaba socorrer a los dos hombres.

La patrulla llegó al mismo tiempo que la ambulancia. Al comprobar que nada podían hacer por Pedro, uno de los dos policías se encargó de que nadie alterara el escenario del crimen, mientras el otro, aplicando el protocolo, contactó con la Brigada de la Policía Judicial. Diez minutos después, un inspector y un subinspector ya estaban haciéndose cargo de la situación. Juan, más calmado, no podía alejar los ojos de la cabeza machacada de Pedro. Le habían inyectado un calmante y apenas sentía ya el dolor del fémur destrozado. El médico se dirigió al inspector.

—Vamos a trasladarlo al Gregorio Marañón. Aparte de lo de la pierna, puede tener heridas internas.

—¿Puedo hablar antes con él?

—No sé si le contestará. Está bastante aplanado.

—Me limitaré a un par de preguntas, no más de un minuto. Ya lo interrogaremos a fondo en el hospital.

El inspector miró de nuevo al cadáver. En los dos años que llevaba en activo había visto muchos, pero ninguno con tal nivel de ensañamiento y brutalidad. Pensó en pedir una manta para ocultarlo de los curiosos, pero prefirió esperar la llegada del juez de guardia y se dirigió a la camilla donde se encontraba Juan.

—Siento mucho lo que ha pasado. ¿Me escucha bien? —Juan asintió—. Soy el inspector Javier Gallardo, de la Brigada Judicial. Le vamos a trasladar a un hospital, y allí tendremos tiempo para hablar cuando se recupere, pero antes necesitaría un pequeño resumen de lo que ha ocurrido.

Juan, medio adormecido, estudió a su interlocutor. Joven, muy joven, no aparentaba más de veinticinco años. Al contrario de los policías sin uniforme que había conocido, y de los que salían en las películas, este no llevaba traje o corbata. Buscó en su mirada algún signo del habitual desprecio con el que le había tratado casi siempre el estamento policial, pero no lo encontró. Cerró los ojos antes de empezar a hablar.

—Habíamos salido del cine y decidimos aprovechar la noche tan buena para dar un paseo por este parque. Al verlos aparecer, con sus ropas nazis, ya imaginé lo que iba a pasar. Conozco muy bien a Pedro —un ligero sollozo interrumpió su relato— y sabía que no se quedaría parado. Ya nos había pasado otra vez algo parecido, y al escuchar los insultos se les encaró. Dos de ellos lo atacaron y otro, el que parecía el jefe, vino a por mí.

No pudo seguir. Javier lo miró con compasión.

—Tranquilo, ahora lo importante es que se recupere. Míreme a los ojos. —Juan obedeció, perplejo por la orden—. Le aseguro que los vamos a coger. Pagarán por lo que han hecho.

Javier observó el brillo de agradecimiento en la mortecina mirada de Juan antes de ser introducido en la ambulancia, y después se dirigió al cadáver. La luz de los focos añadía un toque espectral a la escena. El subinspector que había venido con él estaba hablando con el público curioso, y con una seña le ordenó que se acercara. Ulloa llevaba muchos años más que él en el cuerpo. Había llegado a subinspector por la escala básica y Javier se preguntaba cómo había conseguido aprobar unos exámenes que le habían servido para dejar atrás diez años de patearse las calles.

—¿Algún testigo? —le preguntó.

—Ninguno. La pareja que nos llamó había llegado cuando pasó todo y el resto de los curiosos han llegado después.

El subinspector se quedó mirando la cara destrozada del cadáver, señalándosela a Javier.

—La han dejado «guapa». ¿Le ha contado algo el bujarra herido? Deben de ser novios.

Javier Gallardo lo observó durante unos segundos antes de responder. Ya le había avisado algún compañero de lo cerril que podía llegar a ser el subinspector.

—Escuche, Ulloa, guárdese ese tipo de comentarios cuando esté trabajando conmigo. Por si lo ha olvidado, ahora vivimos en una sociedad libre, donde cada uno puede hacer con su cuerpo lo que quiera. Será la última vez que se lo permita, la próxima daré parte.

Ulloa asintió, pero Javier notó cómo sus labios se cerraron en un rictus que quería ser una sonrisa despectiva. «Debe de estar descojonándose de la reprimenda», pensó. De hecho, estaba seguro de que la conversación que había mantenido con él sería motivo de mofa en los muchos corrillos ultras que inundaban la cantina de la brigada. Empezando por su superior inmediato, el inspector jefe Lucas García, que no perdía ocasión de hacer gala de su desprecio por el nuevo orden que trajo la llegada de la democracia hacía ya diez años.

Llegaron sus compañeros del Servicio de Identificación Dactilar y se pusieron a trabajar, y quince minutos después lo hizo el juez de guardia. Javier intentaba hacerse una idea de cómo había ocurrido todo. Ya eran tres los casos de agresiones parecidas en el último mes, pero ninguno había llegado tan lejos. Tan pronto como el herido estuviera disponible le pediría que identificara a los atacantes, y sabía que no tardaría mucho en hacerlo. Tenían controlados a la perfección los grupúsculos de extrema derecha. Más difícil, pensó con desaliento, sería controlar a los poderosos que no solo permitían, sino que alentaban —y Javier estaba seguro de que sostenían económicamente—, a esa pandilla de delincuentes que, aunque pertenecían a un mundo que ya debería haber desaparecido, sospechaba que aún tardarían mucho en eliminar, si es que algún día llegaban a conseguirlo.

* * *

El amplio pero desvencijado piso de la calle Donoso Cortés tenía las paredes repletas de carteles con imágenes de Franco, José Antonio y Hitler. Uno de ellos, que mostraba una enorme cruz de piedra, animaba a acudir al acto que se había desarrollado el pasado 1 de abril en Cuelgamuros para conmemorar la victoria franquista. El piso lo había cedido un notario nostálgico del anterior régimen, y la sede de la recientemente creada Fundación Montañas Nevadas no se caracterizaba por la limpieza y el orden. En el salón, los atacantes de El Retiro habían depositado en el sofá el cuerpo del hermano de Críspulo. La herida de la cabeza no dejaba de sangrar y lo mantenía conmocionado.

—Hostia puta, no sé qué hacemos aquí. Hay que llevarlo a un hospital.

El jefe del grupo lo miró con desprecio mientras le contestaba.

—Cada vez te sientan peor esas porquerías que te metes, Críspulo. Una cosa es romper algunas piernas o quemar una librería roja, y otra un asesinato. Y te aseguro —le clavó los ojos— que la maricona con la que te cebaste ya no podrá poner más su culo en alquiler. Y aunque solo sea por cumplir el expediente, la poli ya debe de estar buscándonos.

—Una mierda. Mi hermano está muy jodido, no lo podemos dejar así.

—Y no lo vamos a hacer. Voy a llamar a un médico simpatizante para que le eche un vistazo.

Críspulo negaba con la cabeza.

—Claro, como a ti no te han partido la cara…

—Eres un gilipollas, Críspulo. —Lo miró, desafiándolo—. Si no vas a ser capaz de controlarte será mejor que te largues a las Juventudes Comunistas. Seguro que ahí admiten sin problemas a subnormales como tú.

Críspulo buscó una respuesta amenazante, pero no lo consiguió. La ascendencia que tenía sobre él Diego López de Arbeloa se remontaba a la época colegial, cuando este lo protegía del acoso que su presencia desaliñada y poco cerebro producía en sus compañeros. Especialmente cuando todos los días, al pasar lista, el profesor decía en alto su nombre: Críspulo Manso de la Cerda.

Diego lo acogió como a un perrillo vagabundo en su grupo, porque sabía del potencial de Críspulo. Su falta de intelecto se compensaba con su corpulencia. «Cuando llegue el momento —pensó Diego— será uno de mis “guardias de corps”.»

Diego se acercó al teléfono y marcó el número del médico, que le dijo que se acercaría lo antes posible. Diego examinó la situación: sabía que en la fundación había gente muy poderosa que taparía el grave error que había supuesto matar al homosexual; pero también que había gastado una bala que podría haber usado para objetivos más importantes. Encima, tendría que pasar por la vergüenza de ser amonestado por esos mismos poderes, que empezarían a poner en duda si él era la persona adecuada para liderar el movimiento que habían creado. Se quedó más tranquilo cuando recordó que siempre podría usar la carta del recuerdo de su padre. Pocos podían presumir de ser hijo de uno de los últimos mártires del Régimen.

El médico se limitó a limpiar y vendar la herida y proporcionar al herido unos calmantes, y Diego lo acompañó a la salida para agradecerle su visita y sus cuidados.

Conectó el televisor. Tal vez en el último telediario se hacían eco del asesinato, pero no dijeron nada. Tendría que esperar a ver los periódicos del día siguiente. Asumiendo la situación, se quedó dormido en el sofá del salón.

Hacía tiempo que había amanecido cuando el teléfono lo despertó. Una vez se hubo identificado, el comunicante se limitó a hacerle una pregunta. Diego, después de una pausa, contestó afirmativamente y durante más de tres minutos se mantuvo en silencio, escuchando, hasta que finalmente se despidió. «No se preocupe, comisario. Tomo buena nota de todo. Lo haremos de inmediato.»

Críspulo, que se había despertado, estaba pendiente de la conversación de Diego. Este sopesó callarse, pero se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que compartir la información.

—¡Me cago en Dios, nos han identificado a los tres! Tenías que haberte cargado también a su «novia», capullo. Ahora tenemos que largarnos.

Al apreciar la falta de reacción de Críspulo, se acercó a él y le dio un cachete en el moflete.

—¡Espabila, joder! El comisario nos quiere tener fuera de aquí de inmediato. Hasta que todo se calme, nos vamos los tres a la finca de caza de mi padre en Bailén.

V

Mosén Estanis guarda la casulla en el armario de la sacristía de San Martín. Ninguno de los pocos feligreses de la misa de hoy se ha quedado para confesarse, por lo que decide emplear ese tiempo en acercarse a la casa del escritor Javier Gallardo. Es la cuarta vez que no lo encuentra allí, y le extraña mucho. Se había creado una costumbre entre los dos para coincidir cuando Estanis terminaba la misa y andaba bien de tiempo.

Atisba por las ventanas, ya que no están ancladas las contraventanas, algo obligado, debido a los vientos del valle. No observa nada especial y, desalentado, echa un vistazo por el jardín. El mobiliario no está recogido y encima de la mesa continúa el libro de Delibes, que recuerda haber visto en las manos de Javier. Advierte que no ha visto nunca al escritor escribiendo, y de hecho, juraría que en la casa no hay ningún ordenador o máquina de escribir. Se da cuenta de que Javier debe de haber dejado el valle, pero se niega a reconocer que lo haya hecho sin despedirse. Le cree un hombre bueno, y los hombres buenos no actúan así. Se sienta pensativo en una de las sillas de la terraza y saca su teléfono móvil. Entra en Google y teclea «Javier Gallardo escritor Madrid». El motor de búsqueda le muestra muchas entradas, pero todas tienen tachada la palabra «escritor». Ve en el apartado dedicado a las imágenes varias con la cara de su amigo. Le llama la atención una de ellas, en la que Javier está conversando con la conocida soprano Noelia Palacios. Introduce ahora en la búsqueda el nombre de esta junto al de Javier y descubre la verdad. Javier Gallardo es un comisario de alto rango que participó en la liberación de la diva cuando fue secuestrada.

«Se ha marchado a la francesa. Déjalo ya —piensa—, por lo que sea te ha mentido; es un poli y lo habrán llamado para algún caso o vete tú a saber». Aun así, se resiste a volver a su rutina. «No es propio de él o, al menos, del Javier con el que traté. Además, él no deja abandonado un libro a la intemperie.»

Mira el reloj y ve que se le hace tarde, aún le queda oficiar en Sant Climent antes de comer. Cumple con su obligación y regresa a su residencia en El Pont de Suert, pero no consigue quitarse de la cabeza a Javier. Se olvida de la comida y se concentra en el ordenador de su mesa de trabajo. Va recorriendo, a través de Internet, la vida de Javier Gallardo. Como su última posición en el cuerpo era la de jefe de la División de Gestión Económica, decide llamar, aunque le exigen identificarse antes de darle ninguna información. Después de varios minutos esperando, una voz neutra le dice que el comisario Gallardo se encuentra fuera de Madrid. A la pregunta de cuándo se le espera, la voz, ahora de manera casi grosera, le indica que es información reservada. Le dicta una dirección de e-mail por si quiere mandar un mensaje y le cuelga sin despedirse.

Se resigna y manda un mensaje muy cariñoso al comisario, explicando que está preocupado por su ausencia.

Cierra el ordenador y come frugalmente, pero su mente no descansa. Recuerda las partidas de ajedrez que jugaba con Javier. Vuelve al ordenador y repasa otra vez las entradas del buscador de Internet. Una de las más recientes se refiere a la entrega de la condecoración que le hizo el presidente. En la misma, se dice que también fueron condecorados el comisario Fernando Luengo y el inspector jefe Raúl Olaya. Decide empezar de nuevo con esos dos nombres. Hay menos apuntes de ambos, pero va atando cabos y entiende la importancia que han tenido los dos en los últimos casos de Javier. Empieza por Fernando Luengo. Después de media hora y doce llamadas, desiste. Lo más que ha conseguido es, al igual que con Javier, un e-mail adonde enviar un mensaje. Mira su reloj y ve que se le está haciendo tarde. «Tienes demasiada imaginación para ser un cura —se dice— y te estás metiendo donde no te han llamado. Déjalo ya y regresa a tus deberes.»

Remoloneando, cierra el ordenador, pero su tozudez puede más. Vuelve a abrirlo y se promete hacer solo una gestión más. Consigue el número de teléfono de la sección de Raúl Olaya y lo marca sin ninguna esperanza. Ante su sorpresa, una agradable voz juvenil le contesta al tercer timbrazo: «Inspector Olaya, dígame».

* * *

El acento catalán de su interlocutor hace que Raúl Olaya le tenga que pedir que repita la primera frase. Se pone en alerta cuando escucha las palabras «Javier Gallardo». Su interlocutor se identifica, y lo primero que hace Raúl es mirar la pantalla para apuntar el número, que pertenece a un teléfono fijo. Lo deja hablar sin interrumpirlo, y tras las explicaciones, Raúl se queda pensativo. Sabe que puede ser una trampa de alguno de los enemigos de Javier para averiguar su paradero, que no conoce ni él mismo. Respira profundamente antes de contestar a su interlocutor. «Escuche, padre —le solicita—. Le agradezco mucho la llamada. Tomo nota de todo y me pondré muy pronto en contacto con usted. ¿Tiene un número de móvil al que se le pueda llamar aparte de este?» Mosén se lo da antes de colgar; sabe que ha hecho todo lo que está en su mano.