Parálisis onírica


© 2019 Matías Villareal
© de esta edición, Tequisté ediciones, 2020

Coordinación editorial: M. Fernanda Karageorgiu
Corrección: Janice Winkler
Diseño editorial: Alejandro Arrojo
Arte de tapa: Mato Saw

1ª edición: enero de 2019
Producción editorial: Tequisté ediciones
contacto@txtediciones.com.ar
www.tequiste.com

ISBN: 978-987-4935-20-5

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LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

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Villareal, Matías
Parálisis onírica / Matías Villareal. - 1a ed. - Pilar : Tequisté. TXT, 2020.
Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4935-20-5

1. Novela. 2. Noveles Autobiográficas. I. Título.
CDD A863

PRÓLOGO

 

 

El niño está leyendo diarios, su tele está rota. Se pasa los días en su sillón de cuero consumido, del color de un caqui que no llega a madurar. Ya no hay miles de preguntas que rebotan en su cabeza. Descubre que se pierde en la lectura. Que leer es mirar letras y armarse todo el show en la cabeza. Ahora, da vuelta la página del diario y lee los avisos fúnebres. Se pregunta qué es la muerte y por qué  la gente expresa su dolor en pequeños avisos. 
Quiere ir a preguntárselo a su mamá, que descansa en su habitación después de haber soportado un golpe en la nariz que le costó sangre e hinchazón.
Piensa en la muerte y sólo se le ocurre ver a una persona muerta: su padre. Sus ojos se llenan de lágrimas, deja el diario sobre el cuero carcomido del sillón. Mira la puerta del living y recuerda como la noche anterior su padre salió disparado como un rayo mientras su madre gritaba de dolor. Recuerda el momento justo en el que su padre atropella el pequeño taburete en el que descansaba el televisor que tanto amaba. Ahora vacío, insulso e incompleto. De la misma forma que estaría la estatua de la libertad sin su antorcha. Recuerda la mirada de su padre, ese último contacto visual antes del horror, después del estallido que se escuchó producto del impacto del televisor contra el piso. Ahora, las lágrimas le brotan desde los ojos hasta la boca y puede saborearlas. No sabe qué es la muerte, pero debe ser algo más salado o quizás más amargo que el gusto de sus lágrimas y la pus imaginaria que se aloja en su garganta antes de llorar. Las paredes de su pequeño corazón se contraen, la dureza empieza a expandirse de a poco. Siente amargura, y esto recién empieza, aunque él no lo sepa ni esté preparado para lo peor. El chiquito llora y escucha a su mamá: lo está llamando, seguramente le va a pedir más hielo. 
Se limpia las lágrimas, rápido, y respira profundo. En su mente, las palabras de su abuela “Ahora sos el hombre de la casa. Las vas a tener que cuidar”. Se acuerda de que los hombres de casa no lloran. Son rudos. Se asoma a la habitación y las ve durmiendo a las dos. A su madre, hermosa, con la nariz inflada y restos de sangre seca sobre un repasador con flores blancas. Y a su lado, su hermanita bebé. A quien prometió cuidar para siempre; se asegura cada diez minutos de que esté respirando. El niño se acerca y besa la frente de su madre. Luego acerca la mejilla a la nariz de su hermana y siente el suave respirar de un ángel sin memoria.
Se aleja en puntas de pie. Mira la tele rota y vuelve a llorar un poco más. Observa el diario abierto y se acuerda de que en la contratapa hay historietas y hasta puede saber qué le depara el día de hoy porque también está el horóscopo. Pobre niño, todavía no sabe que las tragedias no se anuncian en los horóscopos. Pero él ya conoce una y quiere mantenerse alerta por si otra llega y no la ve venir.
Él ahora es el hombre de la casa y se tiene que cuidar de las cosas malas. Desdichado infante, que ahora está revisando los horóscopos de la pila de diarios que tiene. Intentando, de esa forma, averiguar si en algún momento de la vida va a sufrir otra vez. 

 

Invierno, 1996 (llueve)

NOTA DEL AUTOR

 

 

Todos los personajes que aparecen en este libro son reales. Los nombres fueron cambiados, ya que muchos se han ido de mi vida de diferentes formas: acompañados de la muerte, la traición o la distancia inevitable. No es un libro de denuncia, al contrario, me parece la mejor forma de entender mi infancia y abrazarla, mi desarrollo a través de los años, y es la única forma que tengo de agradecerles a mis padres por haberme dado la vida, por haber hecho lo mejor que pudieron. Y a cada libro en los que posé mis ojos y me supieron guiar, llenar de confianza para poder vivir la experiencia de escribir uno propio y entender la vida como un cuento, el pasado como un lienzo que se puede pintar con tonalidades oscuras y lumínicas.
 

“Cualquiera que viva un infierno durable o pasajero puede, para enfrentarse a él, recurrir a la técnica mental más gratificante de cuantas existen: contarse un cuento. El trabajador explotado imagina que es un prisionero de guerra, el prisionero de guerra imagina que es un caballero del Grial, etc. Toda miseria comporta su emblema y su heroísmo. El infortunado que puede llenar su pecho con un soplo de grandeza levanta la cabeza y ya no encuentra motivos para quejarse.”

 

Amélie Nothomb (Ácido Sulfúrico)

1996

 

 

 

CARLOS


En 1969, siendo las 20:35 en Buenos Aires, un bebé llegaba al mundo para ser parte de una camada de ocho hermanos. Lo llamaron Carlos y se acostumbró a ser el último en todo. 
Su opinión no era tenida en cuenta, sufría por ser uno de los hijos del medio. No había chances de recibir atención por parte de sus padres. Estaban demasiado ocupados dándoles órdenes a los hermanos mayores y consintiendo a los más pequeños. 
Guillermo Villarreal, “Guillo” para sus conocidos, fue el responsable de formar esa familia numerosa. Junto a Pánfila Rodríguez, su esposa, se encargaron de poblar la pequeña casa que tenían. La llenaron de hijos. Hacinados críos que, sin saberlo, fueron víctimas de la frustración alcohólica de un padre que no pudo mantenerlos y los mandó a trabajar a todos por igual. Guillo había incursionado en la creencia del proletariado y sus hijos fueron los encargados de pagar ese precio.
En 1977, con ocho años, Carlos empezó a trabajar en una panadería. Lavaba latas y comía masa cruda cuando nadie lo veía. A veces trabajaba más horas de lo que le pagaban. No le gustaba volver a su casa. Su padre había caído en una depresión que trató de mitigar con alcoholismo y golpes. Esos golpes los recibían las hermanas de Carlos. Incluso Pánfila logró ser un escudo humano para proteger a sus hijos de las agresiones etílicas de su marido. Carlos buscaba estar fuera de su casa la mayoría del tiempo posible. Lloraba mientras limpiaba latas y pensaba en sus compañeros de segundo grado, a quienes había tenido que renunciar para llevar unos pesos a su casa y que su padre pudiera comprar arroz y osobuco para todos. Y tres botellas de vino para él solo.
En 1989 Carlos se había convertido en un joven de veinte años y pelo largo; estaba dejando su vida en la panadería donde trabajaba desde los ocho. Su educación había quedado dinamitada y sepultada. Jamás retomó la escuela y trataba de anestesiar el maltrato que había recibido por parte de su padre incursionando en sus primeras borracheras, una íntima relación con el alcohol que lo convenció de salir de casa y no volver por días.
Era común verlo flaco, con las costillas a la vista, sin hambre y con una lata de cerveza en la mano. Era el combustible que había elegido en esos doce años de su vida para anestesiarse y no sentir tanto la destrucción que se había programado a sí mismo cada vez que armaba una línea de cocaína y usaba un billete de 2 australes para ingerirla por la nariz:  veinte minutos de euforia y reviente neuronal.
Ese mismo año, una ola de saqueos sacudió a la nación Argentina y Carlos Villarreal estaba decidido a cuidar lo que consideraba que era su fuente de trabajo, su hogar, su escape de la violencia y las escenas corrosivas que les hacía vivir su padre en esa pequeña casa hacinada de cuerpos adolescentes golpeados y llenos de rabia. 
Había decidido defender con uñas y dientes esa panadería. No podía imaginarse trabajando en otro lado. Esa panadería le permitía un sueldo para comprar drogas y no dejar de drogarse. La década del ochenta y la cocaína eran como un espíritu seductor que poseía a las personas que estaban vacías o rotas, haciéndoles creer que podían ser arregladas, y Carlos estaba convencido de que podía proteger el lugar.
Roberto Morelli era el dueño de la panadería y jefe de Carlos. A su vez, su trabajo secundario era vender bolsitas de cocaína. También les vendía a sus empleados, de esa forma él jamás perdía el dinero que les pagaba por trabajar. Había logrado inventar un sistema de esclavitud que funcionaba a la perfección con Carlos y sus compañeros, convertidos en adictos a la coca. 
Era fría la noche y Roberto puso un bolso sobre la mesa y lo abrió. Los ojos de los cuatro empleados se iluminaron con temor.
—Una pistola para cada uno. Si acá no entra ninguna lacra a robar pan, al final de la noche o de la semana les prometo que reciben aumento y 10 gramos para cada uno.
Eran deformes y no se parecían a las de las películas. Clavó su mirada en Carlos y los otros empleados, que no articulaban frases.
—Son caseras… Me enseñaron a fabricarlas cuando estuve preso. Ya saben: se mete alguien y disparan al techo. Nada de disparos en torso, cabeza o cara.
En los siguientes 15 minutos, Carlos Villarreal y sus compañeros aprendieron a manipular armas tumberas, armas caseras, fabricadas en cárceles. Se sentía poderoso de tener una escopeta aunque no fuera parecida a las que él había visto en manos de la policía o los militares. 
Estas escopetas eran diferentes. Daba miedo tenerlas en los brazos. La sensación de que al dispararlas, las balas podrían traicionar al destino y estallarles en las manos, la cara o la cabeza. 
Roberto Morelli los hizo tomar cocaína cuando a las doce y media de la noche ya asomaban en la calle las primeras personas  que iban en busca de almacenes o negocios para saquear. Al país le dolía la panza. Las personas salían con bolsas a gritar que querían alimentos. Carlos y sus compañeros estaban en el balcón, custodiando todo como si fuesen centinelas, aunque en el fondo sentían miedo de dañar a otras personas, de que los dañaran a ellos, de que todo se acabara para siempre. 
Empezaron a levantar las persianas. Un tumulto de gente se conglomeró frente a la persiana de la panadería y entre todos trataron de levantarla. Querían ingresar al interior del local y llevarse algo de lo que había ahí. Lo que se podía comer y lo que no se podía comer también; lo que no se comía, se robaba y luego se vendía. Cuando el grupo de personas agitadas por el hambre furioso llegó a levantar hasta la mitad de la persiana, Carlos Villarreal estaba luchando con la euforia en su cabeza y dio la orden de disparar al aire, al techo. Los cuatro empezaron a gritar y a disparar al aire.  Se miraban entre ellos con miedo. Disparaban armas caseras en un balcón mientras ahí abajo un grupo de zombis dominados por el hambre hacía todo lo posible por conseguir un pedazo de pan.
Y de forma súbita un grito puso a todos en silencio. Los centinelas del rey panadero y la población que aclamaba alimentos se paralizaron. El grito era de una mujer que estaba tirada en la vereda y se agarraba una de sus manos con la otra. Salía sangre a borbotones y en la mano herida faltaban el dedo pulgar y el índice. Comenzaron a llover piedrazos para los centinelas. Que se metieron en la casa de Roberto Morelli y temblaban tratando de entender lo que había pasado. 
Alguien le había disparado a una señora y le había arrancado los dedos. Empezaron a acusarse entre ellos mutuamente al mismo tiempo que lloraban. Carlos sabía, muy en su interior, que él había sido el responsable. Ya que había visto el momento justo en el que gatilló hacia el cielo, pero el perdigón rebelde de su escopeta casera dio de lleno en el techo del balcón y salió rebotando de forma violenta contra los dedos de esa mujer. Los vio desprenderse en cámara lenta, los vio siendo arrancados por el impacto del plomo al mismo tiempo que la mujer fruncía la cara y, presa de un dolor jamás experimentado, aceptaba que alguien o algo le había disparado.
Estaban sentados en el living de la casa de Roberto Morelli. Lloraban del miedo, y los piedrazos en la ventana sonaban cada vez con más intensidad. Afuera, una muchedumbre indignada pedía que salieran a dar la cara, mientras agitaban los dedos arrancados de la señora que había sido disparada por error. 
Levantaron la persiana de la panadería y entraron a saquear todo lo que había dentro. Desde una ventana del balcón, con la persiana baja, Roberto veía lo que sucedía, cómo se llevaban todo. Lloraba y gritaba de la bronca. Sus lágrimas se estancaban en la comisura de sus labios y bajaban pastosas de cocaína que sobraba de sus fosas nasales.
A las tres de la madrugada, los vecinos corrieron lejos de la panadería. Se escuchaban sirenas de policías. Carlos y sus compañeros asomaron la cabeza por uno de los ventanales que daba al balcón, y vieron camionetas. Uno de ellos gritó: —Son los del Grupo Halcón, son el Grupo Halcón. Avisen a Roberto. Vino el Grupo Halc…
La frase quedó incompleta y fue a causa de un estallido que se escuchó en la habitación que Roberto Morelli compartía con Leticia, su esposa. 
Corrieron a la habitación y los cuatro gritaron de horror. Lloraban y se sacudían sin saber qué hacer.
En la cama, y todavía con el arma en la mano, Roberto miraba hacia el techo con los ojos abiertos y muertos. Un hueco en la carne, todavía largando un humo débil, en su sien derecha dejaba en evidencia que había decido escapar de este mundo por no tolerar que le saquearan sus pertenencias. La sangre manaba de su cabeza y empapaba la cama matrimonial. Carlos Villarreal supo que ahora conocía el fin de todo. Bastó con verlo muerto en la cama para que el tiempo se detuviera y su cabeza se separara de su cuerpo. 
Cuando volvió en sí, estaba en una camioneta de La División Especial de Seguridad Halcón, con las manos esposadas y mirando a sus tres compañeros. Todos lloraban y eran presos del miedo de no saber a dónde los llevaban. Los fantasmas de los setenta se hicieron presentes y bailaron una danza macabra junto con el mismo miedo que emanaba de los cuatro ahí.
Los llevaron a una comisaría, los desnudaron y revisaron, los golpearon como nunca los habían golpeado. Los llevaron, sin ropa, al patio y se reían de ellos mientras tiritaban del frío cuando les tiraban agua con una manguera que parecía estar conectada a un iceberg. 
Los tiraron en una celda oscura. Sin comida, sin cigarrillos, sin la posibilidad de poder hablar con sus familiares. A los veinte años, Carlos Villarreal comenzaría su primera estadía en la cárcel de San Miguel. Su bautismo trágico fue sólo el inicio. Estuvieron encerrados cinco meses hasta conseguir salir de ahí.

 

1973

 

 

 

BEATRIZ


El 27 de febrero de 1973, a las siete y media de la mañana, un poco al norte y en el jardín de la República Argentina, daba su primer grito de vida Beatriz  García, hija de Olga Abasse y Guillermo García; hermana de Sandra y José Luis.
Sus primeros seis años los vivió en Tucumán, donde conoció las puestas de un sol norteño y comió praliné de la mano de su padre, que la llevaba a pasear y le mostraba distinto animales que aparecían en los campos aledaños a su casa. Cuando cumplió siete años, se trasladó a Buenos Aires junto a su hermana y sus padres vivieron en la localidad de San Martín, en los conventillos de Villa Martelli. 
Durante su estadía en Buenos Aires, Beatriz tuvo que afrontar un gran desafío, que incluía ir a un colegio que no le gustaba porque extrañaba constantemente a sus pequeños amigos de Tucumán.
Iba al colegio llorando y volvía de la misma forma. Su nariz sangraba cada vez que eso pasaba. Y la tristeza de haber salido de su lugar de origen logró que repitiera segundo grado. 
Los errores que cometía Beatriz se pagaban con gritos constantes: su mamá, Olga Abasse, la retaba a cualquier hora, en cualquier momento del día. 
A los 7 años, Beatriz no podía acostumbrarse a los ritmos de Buenos Aires. Su manera de demostrarlo era mojando la cama cuando estaba dormida. Lo que irritaba y crispaba los nervios de su madre.
Le habían dado una última chance de no mojar la cama. Si lo hacía, las medidas de castigo iban a cambiar. Así que Beatriz dejó de tomar líquido por la noche para no hacerse pis. Y dejó de dormir tranquila. A veces, iba al baño y se quedaba haciendo presión con su uretra para expulsar hasta la última gota de orina contenida en su interior. De esa forma, se aseguraba de no recibir un castigo.
Estaba durmiendo y soñaba con sus compañeros de clase, con las sonrisas que había dejado allá.
Todas las noches soñaba con una de mis mejores amigas de Tucumán. Ese día fue como siempre. Ella, la vino a visitar en sueños y se hicieron cosquillas hasta el estallido. 
Y la ensoñación de Beatriz se interrumpió cuando entendió que no se había hecho pis sólo en un sueño, era lo que había ocurrido también en el plano de los que estaban despiertos. Abrió los ojos en la oscuridad y sintió pánico. Su cama estaba nuevamente empapada con orina.
Beatriz temblaba, estaba amaneciendo y su madre tenía la costumbre de despertarla para arrancar el día. Se quedó paralizada en su cama y volvió a dormirse hasta que alguien le tiró del pelo y le preguntó con gritos por qué se había vuelto a hacer pis. Estaba muerta de terror y temblaba ante la cara iracunda de su madre. Y volvió a pasar. Volvió a mojar su cama porque tenía miedo. Su madre lo tomó como una provocación y accionó para “tratar de curarla”, como se justificó después. 
En el piso de su cuarto, Beatriz vio a su madre traer una pila de diarios y armar una pira con bollos de papel. Cuando la pira fue lo suficientemente grande como para que ella se pudiese sentar, la prendió fuego.
Se dirigió a Beatriz, que empezó a llorar gritando que no, que por favor no.  Cuando estuvo cerca, su madre la tomó del pelo y la arrastró al fuego con la intención de hacerla sentar sobre la pira, que ardía.
Beatriz lloró gritando que no le hicieran nada. Su madre la soltó del pelo cuando estaban muy cerca del fuego, se echó a reír y le dijo: Espero que ahora entiendas como se cura a las meonas. Te va a servir el día que decidas traer hijos al mundo. 
Beatriz tenía doce años cuando su madre la obligó a comer y ella no quería. El menú, como el de hacía cinco días venía siendo el mismo: arroz con huevos fritos y papas hervidas.
Comé, dale. No te hagas la artista que hay miles de chicos que no tienen para comer —le decía su madre mientras observaba el plato lleno. 
Beatriz detestaba esa comida por repetirla todos los días. Negaba con su cabeza mientras la miraba. Sus ojos se empaparon de lágrimas, su madre había estallado de furia y le había tirado el plato de arroz con huevos en la cabeza. Harta de la situación y al grito de —Comé, comé, hija de puta.
A los dieciséis años, Beatriz pasaba fuera de su casa la mayoría del tiempo. Mentía que iba al colegio y se escapaba con su banda de amigos “Los dueños de la chacra”.
La pandilla se bautizaba con ese nombre porque habían encontrado la forma de meterse en una chacra abandonada. El bendito punto de encuentro para reírse, tomar vino y fumar marihuana mientras escuchaban a Los Pasteles Verdes. En ese grupo de personas Beatriz se volvió la mejor amiga de Julio, “el chileno”.
El chileno tenía veinte años cuando conoció a Beatriz. En menos de tres meses se enamoró de ella para siempre y se lo confesó años después, pero sólo recibió un rechazo rotundo. La familia de Julio era numerosa e integrada por muchos menores de edad y sus hermanas, todas madres solteras. Las bocas tenían hambre combinada con carencia de trabajos. 
Julio y sus cuatro hermanos salían a robar para tener ingresos y mantener a la familia de nueve hermanos. Los saqueos fueron un alivio para ellos. Ya no robaban con armas de fuego, ahora sólo tenían que meterse en los negocios y sustraer mercadería ajena.
Habían salido a saquear el 05 de junio del año que corría, 1989. La pandilla entera y las chicas también. 
Beatriz no tenía la necesidad de hacerlo, pero quería ser rebelde y robarse algo que no tenía. Ella quería pañales para su primer sobrino, Emanuel. Se habían organizado con los “dueños de la chacra” y por la noche, en caravana, fueron todos al mismo comercio mayorista. El blanco perfecto para un montón de bocas hambrientas desesperadas en la noche. Más de cien personas esperaban en la puerta. Agitadas por el sentimiento de entrar y llevarse cada paquete de harina, azúcar, yerba y fideos. 
Cuando lograron, entre las personas amotinadas, tirar la puerta principal del mayorista, entraron a llevarse todo. Los hombres de la pandilla fueron por las cosas más pesadas. Beatriz corría llorando de felicidad de un lado a otro, libre como un murciélago en la noche estrellada, bajo sus brazos había bolsas de pañales. 
Su corazón se sacudió con violencia cuando la policía ya asomaba por las calles. Intentó llamar a sus amigos y alertarlos, pero ellos estaban ensañados con llevarse carritos llenos de mercadería. Alertados por sus gritos, corrieron con los carritos a cuestas y no pudieron escapar de la ley. Balas de goma se incrustaron en algunas piernas, en espaldas y brazos. Ella salió ilesa pero los veía caer uno por uno, como una bandada de pájaros que se cruzaban con un destino poco amigable. Algunos heridos, otros presos del susto. 
Beatriz corrió llorando, sentía que los había traicionado en la noche de los saqueos. 
Llegó a su casa con dos bolsones de pañales. Besó en la frente a su sobrino y se tiró en la cama a llorar hasta que se quedó dormida.
A la mañana siguiente, Beatriz fue a la casa de su mejor amigo y se enteró de que “los dueños de la chacra” estaban presos en la comisaría de San Miguel. No podían recibir visitas. Sólo podían tener contacto con el mundo exterior mediante cartas que, además, eran entregadas con la mitad de los paquetes de cigarrillos y galletitas que ella les mandaba todas las semanas a Julio y sus amigos. 
Entre las cartas que recibió, empezaron a aparecer otras dirigidas hacia ella, pero de ninguno de sus amigos.
Cartas firmadas con las iniciales C. V. le empezaron a llegar cada vez que iba a la visita. Empezó a contestarlas, ya que se encontró hablando con un muchacho cuatro años mayor que ella, que en pocas palabras le había explicado la sacudida violenta que dio su corazón cuando Julio le había mostrado una foto de ella una de esas noches en las que sólo les quedaba hablar de sus asuntos en el exterior y mirar fotos, extrañando hasta que dolía intensamente. Carlos quedó fascinado con la foto de aquella chica, y en silencio le escribió la primera carta a Beatriz. La primera de tantas en esos cinco meses de furia y encierro. 
Un lazo invisible y luminoso salía desde el corazón de Carlos Villarreal, aprisionado en la minúscula celda de la comisaría de San Miguel, y llegaba hasta el cuerpo de Beatriz García y la envolvía. El lazo del amor que la revitalizaba y la hacía pedalear con bolsas de comida hasta la prisión que la separaba de sus amigos, mientras sonreía y era feliz por sentir el sol en la cara.
Se juraron esperarse cuando él saliera de ese pozo. Algunos días pasaban volando y otros de forma muy lenta. Y Beatriz seguía escuchando “Los Pasteles Verdes” mientras se probaba ropa, abrazada al pensamiento de la cantidad de cosas que tenían para hacer con Carlos. Se prometieron ir directamente a un hotel a tener sexo. A despojarse de la ropa y de la ansiedad. Un auténtico apetito que a los dos los comprometía al mismo tiempo que les generaba deseos desenfrenados en el corazón.
Una mañana, no muy lejana, Beatriz despertó con una sonrisa en la cara y el canto de los pájaros en sus orejas. Se bañó y controló que su cuerpo estuviera liso y sin vellos. 
Se lavó los dientes dos veces y practicó caras de sensualidad frente al espejo. Ese día no fue a la comisaría en bici. Se subió a un colectivo y su cuerpo olía a perfume importado (el único perfume que su madre guardaba en un ropero). 
Fue sonriendo y practicando lo que iba a decir llegado el momento en que el sol empezase a caer y por fin, después de cinco meses, liberaran a Carlos Villarreal junto con todos los demás que esa noche habían caído. 

 

1990

 

 

 

El 25 de octubre de 1990, después de una temporada de romance intenso, Carlos Villarreal y Beatriz García contrajeron matrimonio. 
Él, con veintiún años y ella pisando los dieciocho, decidieron pronunciarse votos y se prometieron amor en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Se juraron amor de por vida hasta que la muerte los separe. Sellaron la unión con aplausos, lágrimas y risas. Dejaron su marca en el tiempo con fotos, vestidos de gala, y comiendo a lo grande, bailando hasta el amanecer, interactuando con las dos familias involucradas en la unión. Ahora en sus dedos descansaban unas alianzas de oro, gemelas, que los vinculaba de forma directa y legal.

 

1991

 

 

 

El calendario hace hincapié en el día catorce del mes de febrero, cuando Beatriz empezó a sentir náuseas y que una vida se alojaba en su vientre. Lo sentí desde mi primer atraso. Creyó que había un bebé en su interior, y una prueba de embarazo le dio la razón. 
Esperó sentada a Carlos y cuando lo vio atravesar la puerta, lo hizo sentar en la mesa. 
Le hizo un mate y, con los ojos llenos de lágrimas, anunció que estaba embarazada.
—Si es varón, le vamos a poner Carlos Fabián —le dijo él totalmente decidido. —Se va a llamar Matías. Es un varón, lo sé ya. Algo me lo dice en todo el cuerpo —le respondió Beatriz y se fue corriendo a vomitar. 
Cuando hubo terminado con sus espasmos, desde el baño gritó:
—Se va a llamar Matías Ezequiel. Ah, Feliz Día de los enamorados.
Su voz sonaba con eco. Carlos ya se había acostado en el sillón y estaba sumido en un profundo sueño reparador que acompañaba con ronquidos, que apagaron el trayecto de la voz de Beatriz. 


 

22 de octubre de 1991


Beatriz García se despierta a las cuatro de la madrugada. Su panza es enorme y un bebé ya formado del todo nada por sus entrañas y le recuerda que está vivo. Que están vivos los dos. Ella se toca la panza y sonríe. ¿Hoy salís, no?, se pregunta en voz alta. Carlos, a su lado, descansa con olor a alcohol en la boca. Ella lo mira, lo observa cuando duerme y se da cuenta de que puede amarlo sólo cuando está así de inerte y cuando no está haciendo estupideces o volviendo tarde a casa con los ojos enrojecidos.
Se da cuenta de que está dejando de sentir ese lazo que los unía. Mientras tanto, toca su panza y sonríe. No quiere amar a un hombre borracho y pestilente. Ella sólo tiene amor incondicional para el hijo que lleva en el vientre.
El sol amenaza con salir muy tímido y ella siente una punzada que le asegura que las contracciones no van a parar. 
Intenta despertar a Carlos y, como no consigue resultados, se levanta para preparar el bolso. Mete pañales, ropita de recién nacido, un perfume Baby Johnson, mientras se sostiene contra la pared porque una contracción asestó contra su estabilidad. Abre la canilla de la ducha y pone la radio a todo volumen en el equipo de música que ambos habían recibido como un regalo cuando se casaron.
Carlos salta de la cama sin entender nada. Como si depositaran a un ser vivo en una olla llena de realidad líquida e hirviente, libre de toda anestesia y borrachera que apaga el cuerpo junto con la cabeza. La mira y abre grande los ojos. Entiende lo que está pasando y comienza a ayudarla.
Las contracciones se vuelven más constantes a eso de las seis y media. Pero le llama la atención que no le duele como pensaba que le iba a doler. Quizás, sus expectativas del dolor de parir eran muy altas. También revolotea, en su cabeza, la idea de que si su bebé no le hace doler es porque algo malo está sucediendo. Piensa en un bebé flaco y sin fuerzas. Sin ganas de salir a conocer el mundo. La angustia invade su pecho. No siente dolores. Las contracciones disminuyen, pero el médico no puede entenderlo, el bebé parece venir en camino de todas formas.
Siendo las 07:32 de la mañana, y con una tormenta de primavera que estallaba en el cielo con relámpagos parecidos a raíces de luz, Beatriz alzó su grito de guerra en el mundo sólo dos veces para que su bebé pudiera ser expulsado de su cuerpo y así poder transitar el camino de la maternidad, al que adornaría con gemas de experiencia. Un camino que ya se había descubierto desde los inicios, con esas nauseas tan premonitorias, y que ahora estaba preparado para ser transitado.
La ausencia de dolor extremo que imaginaba sólo le dejó más tiempo para sonreír mientras se lo acercaban. Vio un cuerpo con muchos pelitos, un pelo negro azabache que adornaba la cabeza del recién nacido, que solamente lloró cuando le cachetearon las nalgas. Quedó enamorada de tan preciosa e hinchada creación que tenía en sus brazos. Le besó la frente para darle inicio al mismo lazo que los unía cuando él. Ahora estaban juntos para caminar en la vida. Carne con carne. Unidos para siempre en un mundo que se caía a pedazos, y del que mucho no importaba. Eran ellos dos, contra lo que pudiera pasar. Beatriz lloró de felicidad y bañó a su hijo en lágrimas.
Carlos no había hecho el curso para presenciar el parto. Se adjudicó débil para esas cosas. Y durante esas horas se la pasaba tomando vino y comiendo asados con amigos nuevos que conseguía todo el tiempo.
Cuando por fin pudo ver a su bebé en brazos, un brillo le iluminó los ojos, aunque no parecía entender lo que veía.
—Está hinchado, ¿no? —dijo el reciente padre, dudando, pero siendo sincero. Se notaba a leguas que jamás había tenido un bebé en brazos, ni a sus hermanos menores. 
—Sí. Y es hermoso. Ahora está hinchado —le dijo Beatriz, reacia con cualquier crítica que pudiera deformar el concepto de su obra de arte viviente y chiquita.
—Se va a llamar Matías Ezequiel —dijo Carlos para apaciguar la cara de ira de su esposa—. Tiene carita de Matías. Mi flaquito, hermoso. Con su pelo negro, parece un renacuajo.
Ambos rompieron en llanto y besaron al bebé en la frente. Sus corazones palpitaban excitados y los hilos de sus almas empezaron a enredarse los unos con los otros, a unirse en un mundo que era uno y parte de los tres al mismo tiempo, en una burbuja y una comunicación eterna entre sus miembros. La familia se había formado. Unidos para siempre. Tres que eran uno. 
¿El amor era eso?, se preguntaron los dos por dentro. Cada uno por su lado volvió a mirar al bebé de pelo negro que respiraba profundo y casi ni había llorado. No hizo falta responderse nada. La respuesta estaba presente siempre que posaran sus ojos sobre ese pequeño ser.

 

1996

 

 

 

Primeras parálisis

 

Papá tiene un gran problema con el alcohol y la cocaína, y yo estoy pisando los seis años de edad y sé que hay algo malo en mi casa. Ya no somos tres en la familia, mi hermana Belén llegó al mundo la calurosa mañana del veintisiete de febrero. Pero ni su neonata presencia, ninguna espada, pistola con sebitas ni los chasquibum pueden ahuyentar a semejante monstruo. Lo siento asomarse por la noche y caminar por la casa. Es una sombra negra, con olor a cerveza, que balbucea en un idioma desconocido. 
La primera vez que lo vi fue cuando mamá estaba sumida en un sueño profundo y yo esperaba a que papá volviera de su noche de euforia y reviente. Tenía esperanzas de que lo iba a escuchar entrar por la puerta del living antes de poder apagar mis ojos.
Mi papá siempre aparecía cuando yo estaba dormido y después lo encontraba desmayado en la cama. Pero esa noche lo vi por primera y única vez. Entró en la casa y yo estaba espiando por la puerta de mi habitación. Su mirada, perdida; su paquete de cigarros, casi vacío. 
Estaba sentado en la mesa y jugaba con una tarjeta. Daba golpes frenéticos y después apoyaba su nariz acompañada de lo que parecía un tubo chiquito. Respiraba profundo y tomaba cerveza.
Papá no se percataba de que yo espiaba sus rituales. Mamá dormía demasiado relajada, como si realmente buscara bucear en otros mundos en esas horas de descanso, de punto muerto. Nada estaba bien, esa noche empecé a sentirlo. 
A medida que papá se sonaba la nariz contra la mesa, unas telas negras que había traído colgando de sus ropas se lograron separar de su cuerpo y formaron una cosa negra que se arrastraba por el piso. Largué un pequeño grito de terror cuando vi la forma en la que esa cosa serpenteaba alrededor de mi padre. 
La cosa negra adquirió el tamaño necesario para aprisionar a mi papá sin que él se percatara de nada. Yo me fui a la cama y lloré contra la almohada. Mi papá me daba miedo. Tenía pesadillas recurrentes con esa escena. Lo amaba, pero sin esa cosa que se le había tirado encima. 
Entró a mi cuarto. Me dio un beso en la frente, cargado de un olor etílico, antes de sentarse a mirar televisión.
Durante todas las noches en las que papá no llegaba y yo lo esperaba, esa cosa, que se había pegado a él y a sus ropas paseaba por nuestra casa. Paseaba por las habitaciones y decía palabras que jamás llegué a entender. Cuando me dormía, enojado y decepcionado porque él no llegaba, sentía a esa cosa sentada sobre mi cama. El olor a lo que ahora sabía que se llamaba cerveza o birra, que embriagaba la atmósfera opresiva que se presentaba en la oscuridad. Mi cuerpo no se podía mover, fuerzas invisibles me apretaban los huesos y me cerraban la boca: no podía gritar un suplicio a mi mamá.
Los días de jardín y preescolar habían llegado, pero perdía mis fuerzas durante la noche, cuando esa cosa aparecía y me paralizaba. Había noches en las que mamá me llevaba a dormir con ella. Le daba miedo mi relato sobre la sensación que sentía en la oscuridad. Ella creía en un amplio catálogo de demonios que le había presentado la iglesia. Al mismo tiempo que también le temía a la frágil mente de un niño de cinco años que podría devenir en locura. Su pequeño hijo se sentía morir por las noches, escuchaba voces y sentía sus huesos quebrarse. 
¿Qué le está pasando a mi hijo?, era la pregunta que rebotaba en su cabeza.
Una noche River Plate, el equipo de fútbol por el cual papá había desarrollado una pasión folclórica y exagerada, había perdido la copa. Papá llegó con su olor habitual: una mezcla entre cigarros, sudor y alcohol. Mamá estaba cansada de protestar contra su accionar, pero ya no conseguía hacer nada. Cuando papá se emborrachaba, necesitaba tener la razón, y no hay nada más peligroso que un ser humano ebrio peleando por tener la razón.
En la tele, en el canal Nickelodeon, pasaban La vida moderna de Rocko, y yo observaba atento, hipnotizado, todo lo que pasaba en el capítulo, aunque mis orejas estaban pegadas a la puerta del cuarto de mis padres. Estaban discutiendo. Papá arrastraba las palabras, mientras que mamá aumentaba el tono, y los insultos se hacían más frecuentes. 
Me perdí el capítulo por no prestar atención. Sentí rabia y miedo. Empecé a tener la sensación de que algo no estaba bien.
Escuché gritos al mismo tiempo que se abrió la puerta del cuarto de mis padres. Papá salió corriendo y se llevó por delante el taburete donde descansaba nuestra tele de veinte pulgadas. La tele se estrelló contra el piso, y se rompió. 
Papá llegó a la puerta del living y me miró. Sus ojos estaban perdidos. Me los clavó dos segundos mientras yo seguía con la boca abierta. Rompiste la tele. ¿Por qué?, fue la primera frase que no pude decir. Algo me anuló la boca, mi habla estaba desaparecida y disfuncional. El shock de verlo capaz de destruir cosas. Como había empezado a destruir nuestros lazos. 
Papá se fue corriendo y mamá gritaba mi nombre. Mi hermanita, bebé en ese momento, pegaba alaridos propios del miedo y de haber sentido todo lo que pasaba.
Me acerqué a la habitación y las vi: Mamá estaba tirada contra la pared. Sostenía a Belén en sus brazos. Lloraba y de su nariz goteaba sangre que manchaba la ropa de su hija. 
Mi cabeza se había desprendido de mi cuerpo y no entendía lo que estaba pasando. Se rompieron mis esquemas. Mi-papá-acaba-de-romperle-la-nariz-a-mi-mamá
Cuando me encontré con esta escena, mis cinco años y la desesperación no coincidían. Era un ser humano demasiado pequeño para albergar y procesar todo lo que estaba pasando en ese momento. Estaba conociendo el lado B de un matrimonio. Ese lado B en donde todo el amor que se juraron al casarse ya no existe. Desaparece, se deteriora. Sólo convivían las agresiones y los golpes. Corrí hacia la casa de mi abuela, con lágrimas en los ojos, pensando en mi mamá y su nariz, su sangre, mi hermanita llorando, el viento me daba en la cara y el invierno me avisaba que llegaba para congelar todo a su paso. Mientras el barrio, sumido en un completo silencio propio de una noche helada, era el único que me acompañaba en ese instante en que el dolor y la desesperación tomaban control de mi cuerpo.
Mi abuela vino conmigo, y llamamos a la policía. No tardaron más de diez minutos en venir. Mi mamá le contó a mi abuela que mi papá le había dado un golpe cuando ella lo acusó de robarle plata. Cosa que era verdad. Mientras tanto, yo le preparaba hielos en un repasador con flores blancas para que se lo pusiera en la nariz.
Mi mamá me pidió perdón. Yo trataba de procesar lo ocurrido, cuando una luz azul que titilaba llegó a mi casa y se metió por la ventana. Mi abuela le resumió lo que había pasado, y subimos al patrullero. La primera vez que pisé una comisaría fue por causa de mi papá, mientras mi mamá hacía una declaración de esa película de terror que habíamos vivido, yo sostenía a mi hermanita en brazos. Cuando la declaración se acercaba a su fin, escuchamos gritos en la recepción de la comisaría.
A mi papá lo traían esposado al grito de ¿Así que te gusta pegarles a las mujeres? Ya vas a ver, mientras él, cuando me vio sentado y con mi hermanita en brazos, abrió los ojos haciendo una mueca extraña, como si hubiese empezado a sentir el peso de sus errores. Su mirada, tratando de forcejear con los policías mientras me gritaba hijo, perdoname, perdoname, por favor, y luchaba por quedarse a explicarme algo que a mí me había dejado aturdido y disociado. 
Esa fue la última vez que vi a mi papá y la última vez que quise verlo.

 

Buscando a papá en el horóscopo, esos años de odio hacia mi madre

 

En octubre, cuando cumplí seis años, aprendí a leer. A mi mamá se le ponían los ojos brillosos cada vez que me escuchaba unir letras y pronunciar cómo sonaban. Todo el tiempo me decía que era superdotado y hermoso. Pronto iba a empezar primer grado y me sentía feliz de saber leer. Mi mamá me decía que debía tener cuidado con las matemáticas.
No arreglaron el televisor, pero lo sacaron del living. Verlo ahí tirado y roto me hacía recordar a mi padre y no dejaba de llorar por días.
Para distraerme, mi abuela aparecía todos los viernes en casa y me traía diarios que sus empleadores acumulaban en bolsas de consorcio. 
En casa no había libros, pero practicaba lectura leyendo los diarios y así me enteré de que existía el horóscopo y que, según mi mamá, yo era de libra. Agarraba los diarios e iba directo al horóscopo. 
Tenía la esperanza de que el diario me fuera a avisar si papá quería volver para golpearnos o romper aún más nuestra televisión. 
La primavera rompió con el esquema invernal de ese año y todo floreció ahí afuera, menos en mí. Volví a casa un lunes por la mañana después de haber pasado un fin de semana en lo de mis primos que vivían en Saavedra. En el sillón color caqui inmaduro descansaba Eli, una de las mejores amigas de mamá. Le di un beso en la frente. Aumentó muchísimo de peso y verla tapada con la frazada gris me recordó a esas ballenas que habitan en el sur de Argentina. Quería tanto a Eli, siempre que la veía llorar por su padre, muerto de cáncer de garganta, me preguntaba cómo había hecho para quererlo tanto. Me perturbaba pensar en ataúdes, corrí al cuarto de mamá.
Cuando entré, presioné la perilla de la luz, y la escena que vi me desencajó, me despertó un odio y una agresividad que no me cabían en el cuerpo. Mi nariz empezó a chorrear sangre y al mismo tiempo todo mi cuerpo quería actuar. Pero me quedé quieto, paralizado de ver a mi mamá compartiendo su cama con otra persona que ya no era papá. Mamá había decidido tener un novio y no me había dicho nada. La descubrí in fraganti. Empecé a odiarla desde ese día. Me parecía una puta de mierda que no respetaba los tiempos ajenos. Mis tiempos. Me habían nombrado “el hombre de la casa” y, sin embargo, ahí estaba ella, rompiendo mi corazón con su ingratitud. Cuando la luz le molestó al punto de despertarla, gritó “Hijo, vení que te expli…” Mis tímpanos estaban sellados, así que levanté uno de sus zapatos con taco aguja y se lo tiré en la cara a su novio. Salí corriendo.
La sangre manaba de mi fosa nasal derecha. Corrí hasta la casa de mi abuela y lloré sin parar, hasta que pude explicarle lo que había visto. Mamá llegó a la media hora y discutió con mi abuela. Se olvidaron de que yo estaba escuchando todo.
Mamá quería ser feliz, intentar una nueva vida. Mi abuela le decía que era muy pronto. Que pensara en mí y en mi hermanita. 
No se pusieron de acuerdo y la tensión se sentía en el aire. Cuando mamá salió de la habitación de mi abuela, vino y se sentó, mirándome a los ojos. 
—Mati, tengo novio. Se llama Diego. —me dijo ella buscando el contacto de sus pupilas negras con las mías. 
—Qué me importa. Es tu vida. Hacé lo que quieras. Sos una put… —un cachetazo en mi mejilla derecha cortó la última palabra.
Ella me miró llorando. Yo también lloraba, pero en silencio, mientras sentía al odio hacerse cargo de mi sistema. Nacía desde lo más profundo de mi corazón de niño y se desparramaba por todo mi cuerpo. Sentía impulsos horribles por todo mi torrente sanguíneo. Había una electricidad de malestar constante que oprimía mi cerebro, y voces que por dentro me decían ella es una puta, ella es una puta, se buscó a otro hombre, vos no sabés ser el hombre de la casa.  Y así empezaron los años en los que odié a mi mamá.

1997

 

 

 

Psicólogos y hemorragias en los brazos de mamá

 

No puedo dormir. Los nervios me carcomen mi pequeña cabeza de niño. Cuando salga el sol y la noche se termine, estaré empezando primer grado. Tengo ansias de abandonar mi casa por un rato. Odio a mi mamá y a su estúpido novio, que trata de hablarme y caerme bien pero se le dejo bien en claro: es imposible que lo logre.