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Foca / Investigación / 146

Bernie Sanders con Huck Gutman

Un outsider hacia la Casa Blanca

Epílogo de: John Nichols

Traducción de: Francisco López Martín, Antonio Rivas González y Blanca Rodríguez Rodríguez

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LA AUTOBIOGRAFÍA POLÍTICA DEL CANDIDATO PRESIDENCIAL INSURGENTE

La campaña de Bernie Sanders para competir por la presidencia de los Estados Unidos ha movilizado a gentes de todo el país poniendo la justicia social, racial y económica en el centro del debate y alentando nuevamente la esperanza de que los estadounidenses puedan arrebatar el país de las manos de multimillonarios y cambiar así el curso de la historia.

En este libro, Sanders nos cuenta la historia de una vida polí­tica apasionada y comprometida. En él describe cómo, después de curtirse en el movimiento por los derechos civiles, contribuyó a levantar un movimiento político desde la base en Vermont, volviendo posible lo que se antojaba imposible: que, tras cuarenta años, un independiente –él mismo– volviera a ser elegido para ocupar un escaño en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Una trayectoria que continuó luego en el Senado, y finalmente, en la asombrosa carrera hacia la Casa Blanca.

«Apoyo a mi hermano Bernie Sanders, porque es un corredor de largo aliento, ejemplar en la lucha por la justicia durante más de cincuenta años. Ahora es el momento de que su voz profética sea escuchada a lo largo y ancho de nuestra desolada nación.»

Cornel West, autor de Race matters

«Bernie ha estado a la cabeza de todas y cada una de las luchas medioambientales de los últimos años.»

Bill McKibben, cofundador de 350.ORG

«Bernie es auténtico. Él no es de esa clase de gente que se lee de cabo a rabo las encuestas para saber qué ha de decir si quiere cosechar votos, no. Su rollo es comprometerse de manera inquebrantable con lo más elemental: la justicia, la igualdad y un saludable punto de vista económico.»

Ben Cohen, cofundador de Ben & Jerry y fundador de STAMPEDE: STAMP MONEY OUT OF POLITICS

Nacido (1941) y crecido en Brooklyn, Bernard Sanders destacó desde su tiempos universitarios por su compromiso político y social como activista y organizador de protestas como parte del Movimiento por los Derechos Civiles para el Congreso de Igualdad Racial y el Comité Coordinador Estudiantil No Violento. Aunque es demócrata desde 2015, sostiene el récord como el independiente con más antigüedad en la historia del Congreso estadounidense. Senador de los Estados Unidos por el estado de Vermont y precandidato del Partido Demócrata para las elecciones presidenciales de 2016, es el líder de la oposición en el Comité del Presupuesto del Senado desde enero de 2015.

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RAG

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Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

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Título original

Outsider in the White House

© Bernie Sanders, 1997, 2015

© del prefacio, Bernie Sanders, 2015

© del epílogo, John Nichols 2015

© Ediciones Akal, S. A., 2016

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-16842-55-1

AGRADECIMIENTOS

Quiero dar las gracias a la gente de Burlington (Vermont) y a la gente del estado de Vermont por el apoyo que me han prestado a lo largo de los años. Al salir del sistema bipartidista y convertirme en el miembro independiente del Congreso con más años de servicio en la historia de Estados Unidos, habéis hecho lo que no ha hecho ninguna otra comunidad ni ningún otro estado.

Muchas gracias por darme la oportunidad de serviros.

Gracias, Jane. Sin tu amor y tu apoyo desde que nos casamos, mucho de lo que cuenta este libro no habría sucedido.

Gracias, Levi. Has viajado por el estado conmigo para asistir a reuniones políticas desde que tenías un año. Tu amor, tu lealtad y tu amistad siempre me han sostenido.

Gracias, Heather, Carina y Dave. Me habéis permitido entrar en vuestra vida y habéis contribuido a enseñarme lo que significa la familia.

Gracias, Larry. Como hermano mayor, me abriste los ojos a un mundo de ideas que de otro modo nunca habría visto.

Gracias, Huck. Sin tu ayuda y tenacidad, este libro no existiría.

Gracias, Colin Robinson, por el decidido apoyo de la editorial Verso a este proyecto.

Ningún miembro del Congreso consigue demasiadas cosas si no cuenta con el apoyo de un equipo sólido y comprometido. En este sentido, tengo la inmensa suerte de contar con muchos colaboradores maravillosos y tenaces. Las siguientes personas han formado parte de mi equipo en el Congreso desde 1991, y agradezco a todos ellos sus esfuerzos: Paul Anderson, Mark Anderson, Lisa Barrett, Dan Barry, Stacey Blue, Debbie Bookchin, Doug Boucher, Steve Bressler, Mike Brown, Katie Clarke, Greg Coburn, Mike Cohen, Steve Crowley, Clarence Davis, Jim DeFilippis, Don Edwards, Christine Eldred, Molly Farrell, Phil Fiermonte, John Franco, Mark Galligan, Liz Gibbs-West, Dennis Gilbert, Bill Goold, Huck Gutman, Theresa Hamilton, Katharine Hanley, Adlai Hardin, Millie Hollis, Lisa Jacobson, Carolyn Kazdin, Nichole LaBrecque, Megan Lambert, Rachel Levin, Sa­scha Mayer, Florence McCloud-Thomas, Ginny McGrath, Chris Miller, Elizabeth Mundinger, Laura O’Brien, Eric Olson, Kirsa Phillips, Anthony Pollina, Jim Rader, Tyler Resch, Mary Richards, Jane Sanders, Jim Schumacher, Brendan Smith, Tom Smith, Sarah Swider, Doug Taylor, Eleanor Thompson, Jeff Weaver, Cynthia Weglarz, David Weinstein, Ruthan Wirman, Whitney Wirman y Tina Wisell.

Huck Gutman quiere dar las gracias a su mujer, Buff Lindau, por su amor, su apoyo y su generosidad inagotables. También desea dar las gracias a Bernie Sanders por mostrar a Vermont y a todo el país cómo es una política progresista cuando funciona con éxito en el mundo real.

PREFACIO

Cuando me dicen que soy demasiado serio, me lo tomo como un cumplido. Siempre he entendido la política como una actividad seria, donde está en juego el destino de naciones, ideales y seres humanos que no se conforman con ser meros títeres. Supongo que esta concepción me convierte en un outsider, en una rareza dentro de la política actual de Estados Unidos. Pero si mi dedicación a la política es más seria que la de esos candidatos que vuelan de una gala de recaudación de fondos de grandes donantes a otra, o de una cumbre patrocinada por los hermanos Koch a las «primarias» de Sheldon Adelson, no creo ser más serio que el pueblo estadounidense.

Los estadounidenses quieren que las campañas políticas sirvan para demostrar la postura de los candidatos sobre los temas importantes, no para recaudar fondos, hacer encuestas y publicar anuncios negativos que ahogan el debate sincero. En las elecciones deberían influir los movimientos de base y las coaliciones ines­peradas, no el culto a la personalidad o la chequera de los multimillonarios.

Desde el momento en que empecé a meterme en política, como estudiante de la Universidad de Chicago que luchaba por los derechos civiles, como activista por la paz en los tiempos de la guerra de Vietnam, como defensor de la lucha de los sindicatos y la gente corriente, lo que más me molestaba de la política electoral era su superficialidad. Los medios y los partidos parecían alentar a los votantes a tomar decisiones de enorme trascendencia sobre la base de si un candidato tenía una sonrisa radiante o pronunciaba una ocurrencia desdeñosa acerca de otro candidato, en lugar de hacerlo sobre la base de las ideas o de la filosofía, por no decir del idealismo. Nunca he querido formar parte de esa política sin alma. Y a lo largo de los años en que he hecho campaña a favor de determinadas causas y me he presentado como candidato a diversas elecciones, creo que lo he logrado en gran medida.

La primera edición de este libro, titulada Outsider in the House (Un outsider en la Cámara), se publicó hace veinte años, después de que me eligieran miembro por Vermont de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, pero mucho antes de que se me hubiera pasado por la cabeza la posibilidad de presentar mi candidatura a la presidencia del país. El libro es la historia de la implantación de una política progresista e independiente primero en una ciudad y después en un estado. Es la historia de una insurrección que primero obtuvo la alcaldía de Burlington –la ciudad más grande de Vermont– y después un asiento en el congreso estatal. Y lo que es más importante, es la historia de cómo hemos utilizado la autoridad que emanó de aquellas victorias para mejorar la vida de la gente que no cuenta con muchos aliados en los puestos de poder.

Los trabajadores de Vermont son los auténticos héroes de este libro. Se mantuvieron fieles a la lucha por la justicia económica y social, sin arrojar la toalla, mucho más tiempo del que los medios y las elites políticas esperaban. Y no sólo se mantuvieron fieles a la lucha, sino que invitaron a sus amigos y vecinos a participar en ella, incrementando la participación electoral en un punto porcentual cuando en el resto del país descendía. Siempre digo que nuestro mayor logro en Burlington no fue nuestra victoria inicial en la carrera por la alcaldía celebrada en 1981, por dulce que supiera. Nuestros mayores logros fueron las victorias en las elecciones subsiguientes, cuando el incremento en la participación de los votantes, especialmente entre la gente humilde y los jóvenes, nos permitió frenar los esfuerzos combinados de las elites económicas y políticas para derrotarnos. No superamos a nuestros oponentes en dinero sino en votos, como se supone que debe ser en una democracia.

Cuando hace poco volví a leer Outsider in the House, recordé hasta qué punto esta historia es la historia de una lucha. No es la historia de un éxito fácil o constante, sino de un trabajo arduo, de pequeños avances seguidos por retrocesos, de derrotas y victorias electorales, y de logros que pocos creíamos posibles hasta que se produjeron.

La política de la lucha está arraigada en los valores y en la visión de conjunto, y sobre todo en la confianza. Entraña un contrato entre el candidato y las personas que comparten los mismos valores, que abrazan la misma visión. El contrato no dice: «Si me votáis, arreglaré todos los problemas». El contrato dice: «Si salgo elegido, no sólo trabajaré para vosotros, sino con vosotros». Ese trabajo puede consistir en implementar un programa en el ámbito local o en promover determinadas leyes en el federal, pero lo más importante es la conexión que se establece entre las personas y sus representantes, porque esa conexión determina que en los salones del poder ha entrado alguien que luchará por los ciudadanos excluidos de ellos. Cuando los ciudadanos ven que se está librando esa batalla, se vuelven más fuertes. Plantean demandas más ambiciosas. Crean movimientos más poderosos. Fraguan una política cuyo objetivo no es tan sólo ganar unas elecciones, sino transformar una ciudad, un estado, una nación e incluso el mundo entero.

Yo abracé esta política de la lucha cuando era un joven activista que luchaba por la justicia racial. Entré en la política electoral porque creía que el activismo en pro de los derechos civiles, de las mujeres, de los trabajadores, del medio ambiente y de la paz tenía que reflejarse en nuestros votos y en los pasillos del poder. Empecé lentamente, perdiendo y aprendiendo. Al final, con la ayuda de amigos y aliados cuya lealtad y compromiso lo eran todo para mí y para nuestro común éxito, empezamos a ganar. Ganamos no sólo elecciones, sino también el progreso transformador que sólo llega cuando el activismo político se centra en algo más que en las próximas elecciones. Mi decisión de presentarme a las elecciones presidenciales de 2016 tuvo como base las experiencias relatadas en el texto original de Outsider in the House y las que fui atesorando tras su publicación en 1997, no sólo en la Cámara de Representantes y el Senado, sino sobre todo en piquetes, marchas, asambleas y manifestaciones contra la desigualdad económica, o protestando contra el empobrecimiento de los trabajadores y las comunidades provocado por políticas comerciales fallidas, o denunciando la indiferencia ante la dignidad y la humanidad más elementales, las guerras innecesarias, la injusticia racial, las catástrofes medioambientales.

Los veinte años que han transcurrido desde la publicación de este libro no han sido fáciles para los estadounidenses. La distancia entre ricos y pobres se ha ampliado hasta producir una quiebra en la sociedad civil e imposibilitar una economía sana. En lugar de abordar el problema de la pobreza, los políticos de ambos partidos la han criminalizado y han aceptado unos índices de encarcelamiento que son obscenos y racistas; los efectos devastadores del cambio climático se han ignorado; hemos aceptado unas prioridades según las cuales siempre podemos encontrar más dinero para la guerra pero nunca para invertirlo en programas de infraestructuras, educación o alimentación. Nuestra democracia se ha vuelto prácticamente disfuncional en virtud de sentencias del Tribunal Supremo que facilitan a los multimillonarios y las corporaciones comprar elecciones y dificultan a las personas de color y a los estudiantes participar en ellas. Estados Unidos ha ido degenerando en una plutocracia a medida que la democracia ha ido quedando ahogada por el dinero, la publicidad negativa y el colapso del periodismo riguroso.

Cuando anuncié mi candidatura a la presidencia, dije que haría falta una revolución política para que un socialista democrático de Vermont ganara las elecciones. Muchos expertos pensaron que con esas palabras estaba reconociendo la imposibilidad de obtener la victoria. No es verdad. Lo que hice fue describir lo que tenía que ocurrir para enmendar el daño que se ha hecho y recuperar un país que ahora está controlado por los oligarcas. A los expertos y consultores políticos les cuesta entenderlo. Pero la gente ha captado el mensaje. Miles, decenas de miles de personas acuden a nuestros mítines y mandan contribuciones de cinco o de diez dólares porque han entendido que, si todos damos lo que podemos, a lo mejor somos capaces de ganar a los multimillonarios.

Soy tan serio como dicen. No me gustan las campañas simbólicas. Decidí presentar mi candidatura a la presidencia porque creía que era necesario, porque creía que esta campaña podía traer una revolución política y porque creía que podíamos ganar. Lo hicimos en Burlington, lo hicimos en Vermont y lo estamos haciendo en todo el país. El cambio está en marcha, aun cuando parezca tenerlo todo en contra. Y el reconocimiento de los cambios que ya hemos realizado, de las victorias que ya hemos obtenido, nos inspira para luchar aún con más ahínco.

Cuando empecé a escribir la historia de mi trayectoria política, acepté la designación de outsider. Me he mantenido al margen de la tendencia imperante en la política estadounidense. He rechazado el statu quo. Me he quedado solo en algunas votaciones, he librado solo algunas batallas, he montado solo algunas campañas. Pero ahora no me siento solo. Hay muchas otras personas como yo, y nos estamos organizando para fijar un salario mínimo de 15 dólares por hora, para crear programas laborales que aborden el desempleo estructural, para tener un sistema de sanidad universal, para lograr una educación universitaria gratuita, para renovar nuestras ciudades, para reconstruir nuestras infraestructuras, para generar millones de puestos de trabajo, para reformar con equidad y humanidad un sistema de justicia penal destrozado y racista, para introducir una amplia reforma inmigratoria que permita el acceso a la ciudadanía.

En la actualidad, la mayoría de los estadounidenses somos outsiders; sobre todo, estamos alejados de los salones del poder donde se toman las decisiones sobre nuestra economía. Y lo estaremos mientras el equilibrio político esté inclinado en perjuicio de la gran masa del país, mientras el statu quo esté caracterizado por la desigualdad y la injusticia. Hará falta toda la energía de los nuevos movimientos de esta nueva época para realizar el cambio que necesitamos. Estos movimientos comenzaron al margen del sistema, pero ahora se están empezando a escuchar en su interior. Están cambiando nuestra política, nuestra legislación, nuestro país. Están logrando que las ciudades y los estados suban los salarios. Están llevando a abordar las disparidades raciales en las prácticas policiales y las políticas que llevan a la encarcelación en masa. Están exigiendo una reforma constitucional que revoque la sentencia del Tribunal Supremo que permite invertir a las empresas en las campañas electorales y que restaure unas elecciones libres y equitativas. Algo está pasando en Estados Unidos, algo que parece una revolución política. He sido una rareza en la Cámara de Representantes. He sido una rareza en el Senado. Ahora soy candidato a la presidencia. Creo que esta revolución política puede colocar a una rareza en la Casa Blanca, y que juntos podemos reformar nuestra política y nuestra gobernanza para que ninguno de nosotros volvamos a ser rarezas.

Creo que podemos ser serios y optimistas. Creo que podemos reconocer nuestras escasas posibilidades y forjar coaliciones que venzan los pronósticos.

La base para empezar no es una estrategia política. Es un sentido compartido de necesidad, la convicción de que debemos actuar. Creo que los estadounidenses, golpeados por las pérdidas de puestos de trabajo y el estancamiento de los salarios, indignados por la desigualdad y la injusticia, han llegado a esa convicción. Oigo a los estadounidenses decir alto y claro: «Ya basta». Esta gran nación y su gobierno pertenecen a todo el pueblo, no sólo a un puñado de multimillonarios, sus supercomités de acción política y sus cabilderos.

Vivimos en la nación más próspera de la historia, pero ese dato significa poco porque casi toda esa riqueza está controlada por un pequeño número de individuos. Algo muy grave ocurre cuando el 0,1 por ciento más rico de la población tiene tanto dinero como el 90 por ciento más pobre, y cuando el 99 por ciento de los ingresos van a parar al 1 por ciento más rico. Algo muy grave ocurre cuando una sola familia tiene un patrimonio superior al de los 130 millones de ciudadanos más pobres. Este tipo de economía inmoral e insostenible es incompatible con los presuntos valores que se supone defiende nuestro país. Las cosas tienen que cambiar, y juntos vamos a lograrlo.

El cambio empieza cuando decimos a los multimillonarios: «No podéis tenerlo todo. No podéis disfrutar de enormes exenciones fiscales mientras hay niños en este país que pasan hambre. No podéis seguir creando puestos de trabajo en China mientras millones de estadounidenses están buscando trabajo. No podéis ocultar vuestros beneficios en las islas Caimán y otros paraísos fiscales mientras en todos los rincones del país hay enormes necesidades desatendidas. Vuestra avaricia tiene que acabar. No podéis aprovecharos de todas las ventajas de Estados Unidos si os negáis a aceptar vuestras responsabilidades como estadounidenses».

Cuando decimos «Ya basta», estamos exigiendo un país y un futuro que satisfaga las necesidades de la gran mayoría de los estadounidenses: un país y un futuro en el que sea difícil comprar elecciones y fácil votar en ellas; un país y un futuro en el que los impuestos se inviertan en empleo e infraestructuras, no en prisiones y encarcelaciones; un país y un futuro en el que tengamos la mano de obra más preparada y en el que cada niño y cada adulto tengan el mayor abanico de oportunidades a su alcance; un país y un futuro donde demos los pasos necesarios para acabar con el racismo sistemático; un país y un futuro donde garanticemos de una vez por todas que nadie que trabaje cuarenta horas semanales vivirá en la pobreza.

No es el momento de pensar a pequeña escala. No podemos conformarnos con las políticas conservadoras y las ideas rancias. No podemos permitir que los multimillonarios utilicen su dinero y sus medios de información para manipularnos y dividirnos. Ha llegado la hora de que millones de familias trabajadoras –negras y blancas, latinas e indias, homosexuales y heterosexuales– se unan, revitalicen la democracia estadounidense, acaben con el colapso de la clase media y se aseguren de que nuestros hijos y nietos puedan disfrutar de un nivel de vida que les aporte salud, prosperidad, seguridad y alegría, y de que una vez más Estados Unidos se convierta en el líder mundial en la lucha por la economía y la justicia social, la calidad medioambiental y un mundo en paz.

Ha llegado la hora de convertir Estados Unidos en el país que la inmensa mayoría de la gente quiere que sea. Hará falta una revolución política para lograr este cambio. Pero las experiencias que relato en este libro me han enseñado que las revoluciones políticas son posibles. No las hacen los multimillonarios o los políticos convencionales. Las hacen los trabajadores que ven su trabajo amenazado, los estudiantes ahogados por las deudas, los jubilados con ingresos fijos, los bichos raros que entienden que ya basta y que entienden que deben organizarse, hacer campaña y votar por algo mejor. Cuando estamos unidos, no hay nada, absolutamente nada, que no podamos lograr.

Bernie Sanders

Septiembre de 2015

INTRODUCCIÓN

5 de noviembre de 1996. Hemos ganado. Éxito mayúsculo. A las 7:30 pm, sólo media hora después de que hayan cerrado los colegios electorales, la agencia de noticias Associated Press, basándose en encuestas a pie de urna, dice que vamos a ganar, y por una amplia mayoría.

Los resultados de las elecciones en las distintas ciudades van llegando por teléfono o los oímos por la radio. En Burlington, mi ciudad natal, donde siempre obtenemos buenos resultados, estamos cosechando un número de votos muy superior al habitual. Incluso hemos ganado en el feudo conservador de la nueva zona norte. Hemos ganado en Shelburne, una ciudad acomodada que no suele brindarnos mucho apoyo. Hemos ganado en Winooski por mayoría aplastante. Hemos ganado en Essex, la ciudad natal de mi oponente. Empiezan a llegar llamadas de la parte sur del estado. En Brattleboro vamos ganando casi por tres a uno. Increíble. Hasta vamos ganando en Rutland County, tradicionalmente el condado más republicano del estado. También vamos ganando en Bennington County, donde suelo perder.

A las diez en punto, Jane, los muchachos y yo estamos en el restaurante Mona’s, donde tiene lugar la reunión de la noche electoral. Hay mucha gente y mucho bullicio. Cuando nuestra celebración aparece en la televisión, la gente grita todavía más. Apenas me puedo oír cuando hablo en el micrófono. El ruido es ensordecedor. Al día siguiente, el periódico Rutland Herald describe mis palabras como «Sanders en estado puro»: «Sabemos que algo muy grave ocurre en este país cuando un 1 por ciento de la población es más rico que el 90 por ciento más pobre». No fue lo único que dije. Estaba muy contento.

Mi oponente republicana, Susan Sweetser, me llama para reconocer mi victoria y hablamos durante algunos minutos. A continuación sale por la televisión para dar las gracias a sus partidarios y desearme suerte. Jack Long, el candidato demócrata, aparece por sorpresa para felicitarme.

La amplitud de la victoria queda clara la mañana siguiente, cuando los periódicos publican los resultados de las elecciones por ciudades y condados: 55 por ciento de votos para Sanders, 32 por ciento para Sweetser, 9 por ciento para Long. Hemos ganado en todos los condados del estado y en casi todas las ciudades. ¿Quién podría haberlo imaginado? Las victorias de los independientes –y más aún por semejante margen– son raras. Son tan raras que, cuando USA Today publicó los resultados nacionales de las elecciones al Congreso, el apartado dedicado a Vermont decía lo siguiente: «Opción más votada: 56 por ciento; Jack Long (demócratas): 9 por ciento; Susan Sweetser (republicanos): 33 por ciento». Por lo visto, en la base de datos del periódico no figura la categoría «independientes».

El diario que tengo ante mí afirma lo siguiente: «Sanders es el independiente que ha sido elegido más veces miembro del Congreso, según Garrison Nelson, profesor de Ciencias políticas y experto en historia del Congreso». Gary, profesor en la Universidad de Vermont, sabe de lo que habla. Se dedica a eso. Quién lo iba a decir. Gracias, Vermont.

No obstante, las elecciones han sido duras, mucho más difíciles de lo que indican los resultados. Newt Gingrich y el líder de los republicanos en la Cámara de Representantes las habían convertido en objetivo prioritario y habían dedicado una inmensa suma de dinero a tratar de derrotarme. Algunos de los republicanos más poderosos del país vinieron a Vermont para apoyar a Sweetser, incluido Dick Armey, líder de la mayoría en la Cámara de Representantes; Haley Barbour, presidente del Comité Nacional Republicano; Steve Forbes, candidato a la presidencia; John Kasich, presidente del Comité de Presupuestos de la Cámara de Representantes, y Susan Molinari, principal ponente en la convención republicana. En mi calidad de presidente del Caucus Progresista de la Cámara de Representantes, de socialista democrático y de principal opositor al «Contract with America» (el programa de cabecera del sector más conservador del Partido Republicano), he sido una molestia para todos ellos desde hace cierto tiempo. Estaban desesperados por perderme de vista.

Mi campaña también era un blanco prioritario para el mundo empresarial estadounidense. Un grupo de grandes compañías organizadas por la Cámara de Comercio de Estados Unidos, la Asociación Nacional de Fabricantes (NAM) y la Federación Nacional de Empresas Independientes (NFIB) puso mi nombre en el primer lugar de su lista de «objetivos a batir» e invirtió decenas de miles de dólares en patrocinar anuncios negativos y deshonestos en las televisiones de Vermont y en una campaña de mensajes por correo a nivel nacional. En los últimos días de la carrera electoral, los ciudadanos de mi estado llegaron a ver cuatro anuncios televisivos diferentes en los que se me atacaba.

Las grandes fortunas de Vermont se emplearon a fondo para apoyar a mi rival republicana. Firmaron docenas de cheques de 1.000 dólares (el máximo legal) y asistieron a galas de 500 dólares por cubierto. También nos enfrentamos a la Asociación Nacional del Rifle (NRA), la Organización Nacional del Derecho al Trabajo y otras organizaciones ricas y conservadoras. La clase dirigente de Vermont y del país entero nunca había prestado tanta atención a las elecciones al Congreso en el pequeño estado de Vermont, donde se elige únicamente a un representante.

En cambio, como yo era un candidato independiente, mi campaña no contaba con el apoyo ni la infraestructura de un gran partido político. No disponíamos de contribuciones a la campaña procedentes de nuestra «oficina central» en Washington, ni teníamos «campañas coordinadas» con otros candidatos, ni podía hacerme fotos con el candidato presidencial en nuestra sede local, ni disponía del voto de familias con un largo y orgulloso historial de compromiso con los ideales de nuestro partido. Tuvimos que luchar por cada voto que obtuvimos. Y luchamos con ganas.

Estuvimos a la altura e hicimos nuestra mejor campaña en muchos años, tal vez la mejor de todas. Nuestra coalición –formada por sindicatos, organizaciones de mujeres, grupos ecologistas, jubilados y personas con bajos ingresos– realizó un magnífico trabajo. Reunimos casi un millón de dólares, recibimos más de 20.000 contribuciones, distribuimos a mano más de 100.000 folletos, hicimos decenas de llamadas telefónicas y enviamos más de 130.000 cartas. El equipo de campaña era fantástico, nuestros voluntarios se entregaron al máximo y todos los elementos encajaron el día de las elecciones.

Evidentemente, este libro es algo más que un manual sobre cómo organizar con éxito una campaña electoral al Congreso. Es una biografía política. Relata algunas de las victorias que he obtenido con mis colegas en Vermont, pero también numerosas campañas fallidas e iniciativas fracasadas. (¿Cómo podría ser de otra manera, dada la situación de la izquierda en Estados Unidos?)

Este libro trata sobre esperanzas y sueños que no veremos cumplidos a lo largo de nuestra vida. Trata sobre la fragilidad de la democracia en Estados Unidos, un país en el que la mayoría de los ciudadanos desconoce el nombre de su representante en el Congreso y la mitad de la población ha dejado de acudir a las urnas. Trata sobre un sistema político en el que una pequeña elite domina los dos partidos –y muchas de las cosas que suceden en Washington– gracias a su generosidad financiera.

Esta es una historia sobre la avaricia de las grandes empresas y su desprecio por la gente trabajadora, sobre intereses privados disfrazados de servicio público, sobre la traición del mundo empresarial a los trabajadores en su ansia de obtener beneficios astronómicos. El libro describe unos medios de comunicación nacionales controlados por grandes corporaciones que han ido convirtiendo las noticias en una forma de entretenimiento, que insultan a diario la inteligencia de los ciudadanos y que son todavía más ajenos a la realidad de la vida cotidiana que los políticos al uso.

Y también es un libro sobre Vermont, el gran estado de Vermont, el lugar que más me gusta de todo el mundo, y sobre Burling­ton, nuestra «gran ciudad» de 40.000 habitantes. Un libro que recorre nuestras pequeñas ciudades, donde vive la mayoría de habitantes de Vermont, y se detiene en nuestras ferias y desfiles para observar los especiales vínculos que unen a los ciudadanos de este pequeño estado.

Es un libro que trata sobre mis ocho años como alcalde de Burlington y sobre cómo el movimiento progresista ha contribuido a convertir la ciudad en una de las más fascinantes, democráticas y políticamente conscientes de todo el país. ¡Sí! La democracia puede funcionar. Es un libro sobre el Congreso de Estados Unidos, los buenos congresistas y los que no son tan buenos. Es un análisis sobre los dos grandes partidos políticos –ninguno de los cuales representa las necesidades de la gente trabajadora– y sobre las frustraciones y los logros obtenidos en la creación de un movimiento político progresista e independiente. El libro reseña algunas de las batallas en las que he participado: por unas prioridades lógicas en el presupuesto federal, por un sistema de sanidad nacional que garantice la atención médica a todos, por una política comercial que no represente las necesidades de las multinacionales sino las de la gente trabajadora, por terminar con el trato ventajista a las empresas y por unos programas de protección que sostengan a los más débiles y vulnerables.

Por encima de todo, este libro trata sobre la lucha para conservar los ideales de justicia económica y social, y sobre el optimismo necesario para que no mueran.

Ni que decir tiene que nunca me habría convertido en alcalde de Burlington ni en congresista sin la ayuda de docenas de amigos y compañeros muy cercanos que han trabajado a mi lado durante muchos, muchísimos años. Me han dado fuerza y me han apoyado. Gracias a todos ellos.