Inutilidad de los ojos

Abrir el ojo para saber, cerrar el ojo o, al menos, escuchar para saber aprender y para aprender a saber: éste es un primer esbozo del animal racional.

Jacques Derrida

Una paz, como de no haber existido o de no tener memoria, me paralizó durante varios segundos antes de congregar en mi cuerpo a todas las personas que he sido, apretadas para mirar desde las distintas capas de recuerdos compartidos con mi hermano y a través de los ojos de ahora, corridos de rímel y con restos de máscara de ojos azul marino, de textura grasienta como de mantequilla o de lágrima. Una paz que anunciaba la estridencia de la conciencia frente a mi hermano semitendido en aquel baño que también era azul, más claro, pero estaba rojo, mientras su sangre brotaba como si trasvasara la vida de su cuerpo a la casa y el canal Viajar sonaba en el salón vacío, hablando del irse en otro idioma, más dulce y ornamentado que la boca cuando se despide de veras. Y mi hermano Manuel recostado entre el suelo y la pared, su cuerpo blanco, nuestras ropas rojas, la casa escindiéndose de él, y él parecido a él, casi sin serlo.

La voz de fondo era de papá, despeinado, encendido su rostro y fuera de sí, gesticulando y cayendo como un animal encerrado, pidiendo a Dios por las esquinas de las habitaciones por las que derivaba sin control que mi hermano volviera como una aparición, con la imagen de antes, pero renovada, suave y enternecida, como la Virgen que dice su amigo Miguel se le presentó a él en el campo, un día, hace tiempo.

Ante una persona sin futuro el rostro se inclina. Parece que así sucede cuando los que amamos se mueren. Quizá por ello todos permanecimos doblados hacia mi hermano, mientras mi padre, como una Santa Teresa efervescente y plisada, torcía cuerpo y cabeza hacia arriba.

Papá, delirante, oblicuo y mirando al techo, pedía ver a mi hermano de otra manera. Yo, sintiendo un cuello absolutamente falible, casi incapaz de sostener la cabeza y la mirada, deseaba bajar los párpados y disgregar la imagen exterior, soñar repentinamente u olvidar, dormir o manipular mi percepción para confundir la realidad, queriendo descubrir un posible espejismo o una ficción imprecisa y extrema con sus costuras y botones. Deseaba que tanto amor contenido no explotara inútilmente demasiado tarde, ahora que todo parecía tan «inútil», tan «demasiado» y tan «tarde».

El amor resbalaba como el agua sobre el plástico incapaz de calmar la respiración angustiada, perfilando más si cabe la imagen intransigente de mi hermano quitándose la toalla del cuello, que era fuente y era cuello, como si dijera a la vida, antes dorada y disponible: «Maldita, no has hecho bastante». Y a nosotros: «Recordadme, es mi gesto y en este cuerpo enfermo mando yo por el tiempo en que esta sangre que es mía, pero ahora de la casa, deje de llegar a mi cabeza», que por unos segundos piensa: «Maldita vida que no…». Y en un aliento sin grandezas, y sin tiempo y sin aire, mi hermano se deja la frase sin terminar con ese olor a muerte tiritando de humano en las baldosas. Y la imagen de su rostro se paraliza derrotada mientras una mosca vuela, su cuerpo resbala entre nuestros dedos y nosotros nos movemos torpes gritando con ojos no humanos, queriendo recordarlo todo pero sin ver, queriendo olvidarlo todo y, sin embargo, memorizando cada detalle del instante que nos señala, con demasiada antelación, qué poco dura una vida, qué banal ahora todo lo que pudo haber sido.

Poco tardaron en amontonarse palabras tardías de amor reservadas para el instante pero atascadas por la escena y derramadas de pronto como un vómito inservible. Palabras y zarandeos que quisimos decir y hacer para sostenerlo aquí, desde un posible instante desmayado o de reversibilidad en el que tal vez podríamos haber ganado algo más de tiempo… Maldita vida que no

Nada evitó que todo el peso de la conciencia cayera sobre nuestros párpados, que buscaban mimetizarse en sus ojos grandes y oscuros, casi negros, para cambiar sus gestos, presionando por empujarle a este lado del dolor. Inténtalo, hermano, inténtalo… Pero un párpado ajeno no puede mover un párpado que sucumbe.

Repetidamente procuré desenfocar ese primer plano que aún me acompaña, suavizarlo con besos… Todavía ahora intento desencadenar imágenes de otros tiempos, mezclarlas con bromas pesadas que duran demasiado, con figuraciones y días de lucidez, pero todo lo concentrado en aquel rostro poseía la radicalidad de lo hipervisible, del aquí todo y aquí nada, punto y acantilado.

Llegué a imaginar un castillo sin salida. No suponía que aquellos muros, que aquel mapa, serían permeables, que de aquella imagen podríamos salir con los ojos cerrados y abrirlos pasado el tiempo. Su contundencia pesaba demasiado.

No sé exactamente cómo ni con qué cuidado extremo sacaron a Manuel de aquel cubo de baldosas porque yo no pude apartar la mirada ni un momento del fragmento ensangrentado del baño en que se acurrucó convertido en lugar y tiempo irreversibles. Allí, yo, o mi cuerpo sin mí, limpiaba los azulejos, que no sabía si frotar o besar. Arrodillada sobre el suelo manchado, notaba que mis ojos se atascaban entre bisagras de carne endurecida que chirriaban por dentro, aunque parecían de piel, que no me obedecían. Y queriendo buscar un atajo para suavizar la dureza de mis párpados, mis manos se empeñaban en llenar los vacíos de sentido que punzaban y, obstinadas, mecánicamente, mezclaban sangre con agua y recogían en un cubo la materialidad de la imagen de carne.

Esa guerra era desigual. Y la escena no tardó en identificar la vulnerabilidad de mi cuerpo, tan abierto al mundo. Porque la imagen de mi hermano hacía un tiempo que había cambiado temperatura y olor. Lo que antes olía a jazmín se abrió caliente mostrando la podredumbre de la enfermedad o de la despedida, ácida y espantosamente.

Aunque me mantuve con los ojos casi cerrados mientras disolvía en agua las manchas templadas de su verter incontrolado en la casa, la imagen igualmente entraba por mi nariz, fijando en mi memoria cómo, desde entonces, olerán los picos de intensidad de la vida cuando se nace, cuando se enferma o cuando se muere y en todos los casos se ama.

Y me parece que en aquel momento el agua no era agua, sino la ficción del tacto, el mito que reivindica lo sensible de la vida. Pero no sólo eso. Siendo reducto de un cuerpo que fue vivo, era también lo que arrastra y lo que borra, lo que diluye o tapia la prueba, el cuerpo vencido.

Juraría que tiene que ver, que todo mi empeño baldío se hizo frustración por tener manos y no haber podido apagar los ojos, diferenciar el agua que sana y limpia la herida del agua que empuja lo que queda.

Aunque ahora sienta con claridad de lágrima que de nada habría valido sellar los ojos o devolverlos al hoyo de su palabra, que la imagen se alojaría sin negociación allí donde consigue hacerse memoria y cuerpo, inmune a cualquier voluntad de borrado que no suponga desactivarme, hacerme otra. Se va un instante y vuelve.

La escena vuelve. Vuelve con sus objetos, convirtiendo el recuerdo en líquido espeso que no diferencia baldosa de mano, agua de sangre, integrándonos a todos en una masa, magma caliente, en un sonido desconsolado, como lo que se abandona sin remedio, sin querer, sin poder pronunciar. Algo iba mal en el lenguaje.

Y yo, incapaz de pronunciar las palabras de un posible pie de foto que describiera, sin un mar de subjetividad, lo visto. Me digo que el aliento de la imagen se apagó en nosotros y no en su cuerpo. Y la esencia del «no ser ya» se agarra con nudos allí donde el cuerpo con cabeza aparenta ser fluido y vísceras, pero es otra cosa: símbolo, pretensión, espíritu.

Buscando salir de la atracción de ojos y rostro blanco que era Manuel allí tendido, dulce como una escultura e hiriente en su gesto de inconformidad, mis ojos lograron dudar unos segundos de la realidad de lo vivido, demasiado realismo para la vida material. No puede ser. Es de noche y estoy durmiendo, o es metáfora de algo que pincha y, como quien lame su herida, se escribe de mentira o se hace ficción para que duela menos, nunca literalidad. Puedo borrarlo. Esto es invento.

Pero no. Fue. Ha sido. Hay testigos, estamos aquí, es verdad. La vida, como la muerte sin adornos, como la enfermedad, se derrama y huele demasiado para ser un cuento. Mejor no engañarse ni insistir en la reversibilidad y dejar que la imagen rebose sin estridencias en la habitación, que se disperse en las cosas para no concentrar la pena en unos ojos que han sido. Mejor desmenuzarla en objetos reparadores por ajenos: ese cepillo de dientes, ese espejo, ese techo, esa toalla que no fue la elegida. Mirarlos (esos ojos) es la peor condena.

Alguien tan cobarde como yo no merece un castigo de fuertes. Pero tampoco lo merece el pequeño León. La vida le atropella con todo esto y él resiste. Lo aparenta al menos. Aunque yo lo había subestimado. Acostumbrado a las imágenes de colores inodoros y planos de los cuentos y dibujos animados, supuse que quizá esta realidad le quitaría el habla o la conciencia. Sin embargo, ese día León se mantuvo todo el tiempo cerca de la escena, en la planta de abajo. Allí lo entretenían con atenciones y cariños exagerados y sólo llegó a ver la foto fija de después, su padre maquillado y como dormido. Él lo esperaba y, en ese tono impasible y sabio de los niños a los que no se les oculta lo efímero de la vida, callaba y se dejaba llevar de mano en mano, asustado más por la aglomeración de personas mayores que circulaban con llamativa normalidad por la casa que por el carácter incomprensiblemente definitivo de la imagen de su padre.

Mientras, arriba, el agua culminaba fascinada por recoger los restos de vida en las ya gotas, leves rastros, de sangre y transportarlos como en un río. Y es probable que la sangre les haga imaginar una escena épica, pero esa épica no existió externamente, fue como si una vida se rebelara dentro de un cuerpo. La sangre brotó de pronto, íntimamente, en alguien vivo con deseo de seguir: on, in-between, behind… Y claro que descubrir que la sangre que trasvasa o anula la vida no fue sutil. Mienten quienes convierten el instante en algo dócil e inadvertido. La vida se filtró líquida por el suelo para agarrarse a nosotros y a la casa. Y yo pensaba, ¿por qué no podrá germinar mi hermano del aura caliente de la sangre, como las plantas de las semillas, en los cimientos de esta casa?, ¿de qué manera podría mantenerse aquí más allá de haber habitado y muerto en este lugar determinado?

Todavía hoy, ni siquiera reiterando aquella imagen, obsesivamente, rindiéndole un duelo, queriendo agotarla, distraerla o enterrarla entre otras, se empequeñece. Es como si habitara aún en «tan marcado» presente que regresa como una proyección interna que quisiera compensar, excesiva y simbólicamente, la anterior materialidad de la vida, hacerlo impregnando las paredes y la casa de ilusiones y recuerdos con él, como capas inmunes a la lejía y al deseo.

Los que rezaban en la planta de abajo aquel día no habrían pensado que andaba desquiciada, sólo me habrían compadecido, si premeditadamente hubiera cambiado la máscara de ropa cotidiana y entonces ensangrentada por mi cuerpo desnudo expuesto ante ellos, salpicado y vestido por un hilo de sangre de Manuel para que algo suyo se filtrara dentro y brotara después, para que algo suyo viviera conmigo y yo pudiera amarlo. Algo tangible, distinto a los recuerdos que compartimos, algo hermanado con los genes y el pasado que igualan partes de nuestra historia. Pero me contuve y mecánicamente abrí el grifo y sufrí al ver que el desagüe se tragaba las manchas rojas y rosáceas suyas y mías.

Cuando las huellas materiales desaparecieron y comencé a resignarme a la imposible desactivación de mis ojos, a la conveniencia de no desnudarme para así seguir siendo invisible, salí al paso al deambular de papá por las habitaciones, acurrucándolo en una esquina y quitándole mi teléfono de la mano. Temblando, quería llamar a sus hermanos, pero la pantalla táctil se resistía a sus dedos de campesino, rudos y gruesos como muñecas de niño, incapaz de pulsar una tecla, porque con un solo dedo pulsaba todos los números al mismo tiempo. Quizá por ello reclamaba frustrado lo de Dios, que no necesita teléfono de última generación ni teclas excluyentes para sus manos. Quizá por ello papá pedía que mi hermano se le apareciera como contaba su amigo Miguel, que a él se le apareció la virgen, una virgen, un día.

Abajo, la gente que decía saber de muertes ocupaba la casa como un fluido oscuro y unánime y se nos acercaba y nos consolaban y decían, o yo entendí, que intentáramos suavizar la imagen, lamerla, para que no pinchara demasiado.

Después

Pasó un día. Todos miraron su reloj y se fueron.

Jan Ekato

Los días siguientes, ¿cómo decirles?… Nada mitiga a solas la versión extrema de la vida. Incluso en estos tiempos, en que los días siguientes parecieran programarse para tapar el daño con la risa, esconder las cosas de la muerte y sepultarlas con recuerdos postizos, dosis cotidianas de ansiolíticos, canciones pegadizas y actualización obsesiva de mil imágenes en la pantalla, acelerándolas al gusto, apenas dejando huecos entre las cosas para sufrir o exponernos abiertamente; reclamando novedades compulsivamente para nacer cada día, varias veces, sin morir un poco, un rato. Limpiar caché y comenzar, buscar y ver, acumular imágenes sin carne y con ellas enterrar lo que duele sin apreciar lo que aún vive en lo muerto, lo que de amor derramamos sin llegar a ser visto, o acaso escuchado.

Aquí, los días de después nos levantamos con todos los bellos recuerdos que pusimos encima para arroparnos caídos por los lados y la imagen estaba allí y la gente estaba fuera. Algunos se habían ido y nosotros seguíamos dentro.

Y yo, tentada a escapar, pensaba: ¿Acaso podría renegar de mi infancia, de mi relacionalidad, de mi tribu, de mi dependencia? Quizá sólo algunos hombres antiguos y faltos de autocrítica y los liberados de toda huella de dolor y de fascinación podrían no haber sido vulnerables ante dicha posibilidad, como ante la muerte, sólo si no hubieran amado y odiado libremente.

Me descubría a cada rato repitiendo estas palabras: in-between, under, behind… Sintiendo haber vivido tanto tiempo en un «entre», en un «detrás», «liminar», «periférica», «excéntricamente», «junto a», pero no «dentro», «erosionando» como una pregunta, «en la frontera», en un «amanece», «se hace de noche», siempre en el «hacia», «merodeando» sin estar ni ceder al «soy», que quizá, por contraste, de pronto todo se hacía respuesta: «Ha sido». Quien tuvo un nombre y mi amor se ha detenido definitivamente. Ha sucumbido, se ha hecho foto fija, pura centralidad y límite, soledad, rotunda esencia frente a la que se saliva, se gime o se supura. Irreversible, la muerte, es. Extrañamente quedará algo más que efímero epitafio (¡oh, dulzura!), representación y archivo.

Y no basta la escritura, pero es necesaria. Está oscuro y hay que agarrarse a los de al lado. Y la mano delibera entre el «somos» y el «sois», ambos nacidos de la mala conciencia. Tal vez por ello, sintiéndome vulnerable y a ratos libre, rodé y rodé y me descubrí dañada en la tribu, habitando pantallas y habitaciones, buscando a escondidas filósofos y poetas incendiarios, que no censuraran mi aptitud para sufrir sin perder mi facultad de desear, de aprender, de no sucumbir a la violencia; que no escondieran bajo la alfombra la materialidad que saliva, gime o supura.

Hubo días en los que sólo podía desbordar y poner diques, desbordar y poner diques, lamer los ojos y desbordar los diques, adentro. En algún momento descubrí, y lo hice con pasión, que nadie alcanza a hacer reflexiva la herida sólo habitándola sin compartirla con otros, que nadie sobrevive sin interpelar a otros. Y entonces aparecieron «ustedes», con sus dedos que pasan páginas, con sus señales verdes encendidas, online, muchos, pero solos, como nosotros, como yo. Y la pregunta surgió tras un gemido en su respiración, o en la mía: ¿quién está al otro lado de la puerta, quién dentro, quien mira desde el umbral y quién se ha ido?

León aprende a usar el botón play (1)

La repetición ritualizada de lo que nos hace vulnerables no nos hace menos vulnerables, sólo que finge agotar al ojo, para que mire otra capa del fondo, que se cree inmune.

Laura Bey

León se coloca frente al ordenador encendido y después de ver un capítulo de su serie favorita de dibujos animados pide ver un vídeo de tarántulas contra tarántulas. Si no pudiera ser, su segunda opción sería uno de tiburones; en su defecto, uno de serpientes comiendo hipopótamos y, en último lugar, uno de leones comiendo elefantes. Tiene prisa y elige al azar un enlace de la lista que dócilmente le proporcionamos YouTube y yo de entre las opciones que devuelve el buscador a las palabras «leones y elefantes».

León aprende a pulsar el botón play.

La escena, que se presenta como fragmento extraído de un documental, comienza enfocando las patas de un elefante adulto al que siguen otros de su tamaño y una cría. Comparten agua y suelo con los leones, que beben a unos metros; se observan. Anochece y la imagen nocturna deja ver en tonos oscuros cómo el pequeño elefante se aleja de su manada mientras varias leonas merodean hasta rodearlo. El primer salto llega de una de las felinas, que se lanza a morder el lomo de la cría, agarrándolo después de una pata trasera. Poco tardan las demás en echársele encima y morder las partes del elefante más cercanas a la estructura radial que han creado, sin dejar que la imagen de la cámara visualice con claridad al paquidermo, salvo una pata delantera que se mueve inquieta y espasmódicamente durante unos segundos, como queriendo dar marcha atrás en ese instante que, del lado del que sufre, palpita: Maldita vida que

Los elefantes dudan si acercarse a un número de depredadores muy superior al que habría merecido el pequeño. Tras unos instantes de crueldad naturalizada, sin colorines ni voces humanas como los de las películas animadas que León suele ver, sus ojos titubean frente al vídeo y quiere abrirlos más allá del límite de sus párpados, como si un mayor campo visual le permitiera identificar dónde se ubica el final del elefante, dónde la sangre y las garras convierten al animal en comida. Pero no tengo claro si León está percibiendo lo mismo que yo. Paralizada y tumbada la cría, ahora presa, es como una almendra, un exterior duro con un interior más tierno que otra especie devora.

Los leones convierten mordisco en bocado dejando ver al animal fragmentado en trozos de carne entre sus dientes. Leones y leonas con sus crías comen hasta el amanecer.

Con los rayos rojizos del día abandonan la dura piel y los huesos como carcasa que fue de vida y ahora es cueva de las moscas. Se acercan las hienas y la imagen se corta. 2 minutos y 45 segundos.

León reclama ver este vídeo una segunda vez.

Mientras la escena se repite en la pantalla, siento un malestar intuitivo por no haberlo impedido. Pero a mi completo desconocimiento e inutilidad al cuidado de León se une que, puestos a elegir, lo prefiero, porque mientras él ve el vídeo no mira la habitación: esas sillas, este enchufe, este sofá. Mientras él mira la pantalla también yo pongo a prueba hasta dónde puedo mirar sin taparme los ojos. Mi escenario no tiene, como el suyo, la luz crepuscular de África, sino la oscuridad de un semisótano con dos lámparas de luz baja y amarillenta. Pero esta habitación también está llena de restos despojados de vida. Esas sillas que antes usábamos como torre en los juegos y que han quedado acumuladas como huesos, después de que en ellas decenas de mujeres y algunos hombres rezaran en un círculo improvisado interminables rosarios. Este suelo que congregó a demasiada gente alrededor del cuerpo de mi hermano, este enchufe al que se conecta el ordenador y que hace unas semanas tenía enlazado el ataúd frigorífico, como cordón umbilical con la casa. El cuerpo tan frío y fuera tantísimo calor.

Imagino yo que, para León, la coincidencia de que la energía que alimenta esos vídeos venga del mismo enchufe que hace poco convirtió el cuerpo de su padre en una foto fija, como irreal, escondiendo sus heridas tras el maquillaje y el pegamento y borrando los rastros de la enfermedad, no es tan importante como que en ese lugar su padre estaba como dormido y fue visto por última vez. Por alguna razón, León sigue prefiriendo este rincón para jugar.

Él ignora que la plancha camuflada bajo la sábana de satén que congelaba el pecho de mi hermano actuaba como una captura de pantalla capaz de detener el tiempo y sus heridas por unas horas, como él aprende a detener el fotograma justo en el instante donde quiere descubrir una señal explícita de lo que separa la vida y la muerte del elefante.

Él desconoce que el ataúd no era una cama, sino una máquina de frío que pretendía parar el tiempo, aunque sea un poco. Él no advierte que el ordenador también puede serlo, pero que sobre todo hoy ambos son parte de nuestro límite.

Esta habitación no se adapta al murmullo del follaje de la sabana ni a los sonidos orquestales de los animalillos nocturnos que suenan tímidamente como fondo del vídeo de los leones y el elefante. Esta habitación, que parece estar en silencio, acoge el eco retardado de aquel murmullo con voz de mujer colectiva que, después de escucharlo cientos de veces en mi infancia, veo con la extrañeza de alguien de otra tribu sentada entre ellas. Y repite:

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!

Una y otra vez. Todo es repetir, como si quisiera ser consumido o contagiarnos en su invocar espontáneo un mundo espiritual e inasible, a un tal dios infiltrado incluso para nosotros, que escuchamos sin creer. «Dios mío», como nuevo comienzo inconsciente de muchas de nuestras frases desde entonces. ¡Oh, dios!replayDios te salve, reina y madre…

Y nosotros ahora ubicados donde antes estaba su rostro encerado e irreal; desde donde yo aprendo a mirar de nuevo la habitación, León aprende a usar el botón forward y reclama visualizar el fragmento del ataque una tercera vez.

El primer salto llega de una de las felinas, que se lanza a morder el lomo de la cría, agarrándolo de la pata trasera. Poco tardan las demás en echársele encima y morder las partes del elefante más cercanas a la estructura radial que han creado, sin dejar que la imagen de la cámara visualice ya nada del paquidermo, salvo una pata delantera que se mueve inquieta y espasmódicamente durante unos segundos… Los elefantes dudan si acercarse a un número de depredadores muy superior al que habría merecido el pequeño. Paralizada y tumbada la cría, ahora presa, es como una almendra, un exterior duro con un interior más tierno que otra especie devora. Los leones convierten mordisco en bocado dejando ver al animal fragmentado en trozos de carne entre sus dientes. Leones y leonas con sus crías comen hasta el amanecer. Con los rayos rojizos del día abandonan la dura piel y los huesos como carcasa que fue de vida y ahora es cueva de las moscas. Se acercan las hienas y la imagen se corta. 1 minuto y 41 segundos.