EL PODER DE LA DERROTA

 

 

 

Miguel Ángel Martínez

 

 Ediciones Trébedes

 


Primera edición en papel: Bubok Publishing S.L. (2008)


© Ediciones Trébedes

Rda. Buenavista 24, bloque 6, 3º D – 45005 – Toledo (España)

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ISBN DIGITAL: 978-84-92580-06-4

Portada Ediciones Trébedes

 

 

 

 

 

A mi mujer y a mis padres, y a todos los que han entendido que la mejor forma de transmitir la vida a otros es desgastando la propia vida por ellos.

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Amargura

La profesora

Carta del cura

El trabajo

Navidad

Tareas

Errante

Impactos

Segundo trimestre

Dificultades

Huida

Confusión

Semana Santa

Paréntesis

Buscando

Tercer trimestre

Crisis

Hijo mío

Cuaderno del Hospital

I

II

III

IV

V

Amargura

El mismo tren, la misma gente, todo igual pero teñido de amargura. Mi mente ausente en su trajín de levantar —inútil esfuerzo de mi débil voluntad de Sísifo— la pesada roca de la memoria, que vuelve a rodar abajo, cayendo una y otra, y otra vez, en el mismo sitio, en la misma llaga, en la misma sangrante llaga del recuerdo.

Pasamos por el túnel. Veo mi cara reflejada en la ventana. Me esfuerzo en observarme para que no se me note. Interpreto el papel de mí mismo. Pero no soy yo mismo. Esfuerzo inútil.

Salimos del túnel y la luz destruye mi reflejo. Contemplo el paisaje. El mismo paseo, las mismas acacias lo custodian, el mismo autobús, los mismos coches, malditos coches, todo igual pero en colores pardos: blanco pardo, verde pardo, rojo pardo... todo pardo, pardo oscuro. Los coches no, no son pardos, son negros, negro asfixiante, negro macizo de oscuridad tan profunda que llega a cegar la mirada.

El interventor se acerca.

—Buenos días —alargo mi billete—, le hemos echado de menos. ¿Una gripe? —le sonrío—. No tiene buena cara. Hay que cuidarse.

—Muchas gracias —casi sin voz, respondo.

Él se aleja. Apenas llegué a oír mis palabras, el dolor se me coló como un ladrón entre los labios entreabiertos y me atraviesa como un rayo. Siento rabia de esta mordaza de silencio que me atenaza el alma. Si pudiera gritar, al menos desahogarme. Pero ¿cómo contar en dos palabras que parte de mi vida se ha quebrado, que la sangre de mi sangre ya no fluye por sus venas? ¿Cómo explicar este dolor que aplasta y vicia el aire hasta sentir con asco el estar vivo?

Pierdo la vista en el difuso horizonte mientras lloro en lo profundo de mí mismo sin que nadie lo note, al menos eso creo.

Me rodea una soledad aplastante de seres extraños que viven en un mundo diferente, que no es mío, el auténtico. Ellos ignoran la verdad desnuda que es un corazón sufriendo. Hacen como que viven y no saben. Hacen como si estuvieran vivos pero ignoran que sólo están jugando a un juego bisoño e inocente que no se parece a la vida real más que en los trajes y en la forma de mover los labios cuando hablan.

Sigo llorando en mi cueva de silencio. Así hasta el final de mi trayecto.

La profesora

Era costumbre de la zona que los pueblos fueran feos. Éste no era una excepción. Las construcciones se agrupaban anárquicas a los lados de las calles, sin más orden que la numeración de sus portales, y no siempre. Casas de muro de piedra con balconada señorial se alternaban con otras encaladas con portones pintados de verde. No faltaban las construcciones modernas de ladrillo naranja con portales de aluminio, ni los solares cercados con desecho de rasillas y almenadas de afilados cristales de colores. Esa mezcla de estilos, sensibilidades y sobre todo esas ausencias estéticas a beneficio de un sentido práctico que parecen querer provocar desafiando al buen gusto, todo eso era lo que a sus ojos resultaba horroroso.

En esto ocupaba su cabeza cuando el autobús detuvo su marcha y la abandonó en aquel pueblo perdido. Miró a su alrededor y encontró poca cosa. La plaza no era más que un ensanchamiento de la carretera que atravesaba el pueblo. Tuvo que caminar un poco para encontrar a alguien. Eran las tres de la tarde a finales de agosto, hora de siesta o culebrón. Preguntó por su única referencia, la tía Carmela. La cosa parecía fácil, la torre de la iglesia era su guía, bordeando la iglesia y justo detrás, allí estaba su nueva morada.

No conocía a nadie del pueblo, la casa era la de su antecesora, que le había dado la referencia y le había conseguido el alquiler. La tía Carmela era la vecina, una vieja enjuta y briosa que le haría gustosa de ama de llaves a cambio de un poco de conversación. Fue fácil encontrarla. La tía Carmela estaba sentada a la puerta de su casa. No fue necesario preguntar, la esperaban.

El pueblo, siendo bastante vulgar, no carecía de sus peculiaridades. Pequeño pero con Instituto de Enseñanza Secundaria, por su escasez de habitantes importaba de los alrededores tanto a los profesores como a la mayoría de los alumnos. De hecho ella era la única profesora que residía en la localidad, seguramente porque era la única que no tenía carné de conducir.

La casa no estaba ni bien ni mal, nueva pero fea. Con entrada directa a la calle a través de un minúsculo porche que permitía albergar un par de tiestos. El interior le recordó inicialmente el apartamento en la playa, esa especie de bodegón inmobiliario que parece estar amueblado intencionadamente para no cogerle cariño.

Estaba resignada a su destino. Nada podía hacer contra él. Al menos conservaba la esperanza de poder desarrollar una labor profesional digna, pensando, como cualquier profesor novato, que si la España rural seguía sumida en cierto subdesarrollo era porque nadie se había propuesto lo contrario.

La hospitalidad de la tía Carmela le solucionó el problema logístico de la cena, lo que le permitió dedicar la tarde a tomar posesión de sus nuevos dominios. La anterior inquilina, que duró poco allí, dejó la casa como la encontró. Una casa nueva, construida porque algo había que hacer con una inesperada herencia, que encontró en el alquiler a profesores una buena forma de mantenerse. Ya se sabe que las casas vacías se deterioran rápido.

Llevaba consigo pocas cosas que no tardó en colocar en los fríos estantes. Se dio cuenta de la tarea que se le presentaba de convertir su nueva casa en su hogar, hacerla suya, habitarla. Dedicó la tarde en buscar las pocas tiendas del pueblo y comprar una primera tanda de imprescindibles. Limpió el baño y la cocina. Preparó la cama. Comprobó el funcionamiento del televisor que sólo sintonizaba dos canales que repetían continuamente las imágenes del fatal accidente de Diana de Gales (“Pobre mujer”, pensó). Probó el escaso confort de un sillón de orejas de cuero tan frío como el resto del inmueble. Guardó los ceniceros, inútiles para ella, en un cajón, limpió el polvo de los escasos estantes y colocó la foto de sus padres en el principal como gesto definitivo de toma de posesión de su nuevo hogar.

Antes de que la soledad rodeara su pensamiento le alcanzó la hora de la cena y fue a buscar a su vecina, cuya invitación le pareció muy desconsiderado despreciar.

La tía Carmela era una señora vieja, pequeña, delgada, de negro casi riguroso. Reunía en sí una diligencia impropia de su edad y un trato sobrio a la vez que delicado. Sabía escuchar sin preguntar inconvenientes. Esto sorprendió a la invitada que en su excursión comercial había podido experimentar cómo se trata en un pueblo pequeño a un forastero recién llegado. La sensación de ser examinada de arriba abajo, de afuera a adentro, las preguntas impertinentes: ¿y está casada? ¿Y tiene novio?... eso ya lo había podido comprobar. Acudía a la cita con cierta precaución. Sin embargo Carmela era distinta. Era una especie de psicoanalista rural que alimentaba la conversación con frases cortas o simples apoyos verbales para que su interlocutor se sintiera cómodamente en su discurso. De tarde en tarde dejaba caer alguna frase más larga que sonaba a versículo del libro de la Sabiduría. Al volver a casa, la recién llegada concluyó que había conocido a una buena persona.

Se durmió pensando cómo había pasado la velada contando todas sus ideas para decorar la casa y darle un toque mejor. Como en los diálogos de Platón ella expuso todo su pensamiento en una conversación asimétrica donde su interlocutora no aportaba más que “claro”, “y ¿cómo?”, “buena idea”, “no está mal”, “eso está bien”... y recordaba una de las frases sapienciales que se le grabaron: “La gente necesita vestir su casa como vestir su cuerpo, porque es parte de sí misma”. Se arropó enrollándose en la sábana pensando que enrollaba su casa con ella, respiró profundamente y se durmió.

Carta del cura

30 de septiembre de 1997

Querido Iñaki:

En primer lugar felicitarte por tu deslumbrante nombramiento: Delegado de Pastoral. Eso si que se llama llegar y besar el santo. ¡Vaya carrerón! Recién licenciado, vuelves de Roma y te encumbran en la cúspide de la organización diocesana. ¡Enhorabuena! ¡Disfruta tu suerte, que otros no tenemos tanta!