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Tres ejes en el Chile de hoy


Pareciera que el malestar se instaló en la sociedad, sin ánimo de moverse. Sumidos en una bruma que nos impide decidir por dónde avanzar, inseguros de si se puede ser innovador eficiente, solidario equitativo, sensible esteta, todo al mismo tiempo. Sin saber, tampoco, por qué nos descarrilamos. Tal vez no hay que buscar el camino perdido, quizá nos veremos obligados a trazar y construir uno nuevo. Quién sabe…

Fundamos hace ya siglos nuestro existir en una serie de atributos, en los que creíamos con sinceridad, con buenas o malas razones. Ellos nos fueron útiles, como ideales y horizontes de un deber ser.

Dimos valor a la sensatez, al pensamiento lógico, al orden de las leyes, entendiendo que la razón humana, esencial en la especie, era el único medio de avanzar como nación.

Nuestra naturaleza poderosa, incluso inclemente, madre dura, nos condujo por esa vía. Las fuerzas en juego, del terremoto y la erupción volcánica, de los hielos y mares australes, nos hicieron así: cautelosos, previsores y apegados al sentido común, rasgos de los que nos preciamos a la hora de enfrentar cada catástrofe.

Los mismos rigores del medioambiente nos acercaron a la ciencia y a la tecnología, en busca de respuestas más eficientes para adaptarnos a esas condiciones desafiantes. Entramos en esa lógica, excitados ante el vértigo de innovaciones cada vez más rápidas, y ello terminó siendo parte de nuestro modo de ser, eternamente seducidos por los artefactos que el mundo tecno-industrial entrega a los mercados. Si había que incorporarlos, ahí estábamos en primera fila. Listos para celebrar la irrupción del futuro en el gris presente.

Pero hoy, ni la Lógica ni la Técnica nos satisfacen de la misma manera. Ya sabemos que esta geografía nuestra, portadora de imágenes del Génesis como la percibieran viajeros de pasados siglos, con toda su fuerza y pureza, naturaleza joven y como recién creada, todavía en construcción, es muy delicada.

Cada vez más valorada por el arte y la ciencia, y por los viajeros y turistas, desde el altiplano andino hasta los hielos antárticos, pasando por el desierto de Atacama, los bosques de la Araucanía y los glaciares de la Patagonia, sus solemnes escenarios —que el destino dejó a nuestro cuidado— requieren de respuestas más eficientes que las actuales.

Necesitamos un salto adelante, otra Lógica y otra Técnica, para que Chile siga vivo en todo su esplendor natural.

Luego, también fundamos nuestra cultura en una gesta moral. El habitar de los pueblos precolombinos tenía ese signo, de comunidad trascendente, de comunidad cuyo sentido de vida residía en la vida colectiva, y ese rasgo de identidad nos siguió nutriendo en la Colonia. “Aquí no se viene a buscar oro”, dirían nuestros conquistadores del siglo xvi. El que lo buscara, debía ir a los imperios y reinos de México o del Perú con sus palacios y templos, joyas y tesoros reunidos por siglos. Aquí solo el mito evasivo, inmaterial, para quien quisiera ser digno de encontrar La Ciudad de los Césares. Solo visible para ojos puros…

Este Chile, que a la Corona costó más de lo que recibía, al que debió subsidiar cada año con el Real Situado, creció con una épica que, desde el poema de La Araucana en adelante, fue de signo moral; una empresa ética. Y es lo que acordaron los patriotas en las playas del archipiélago de Juan Fernández, en su destierro durante la Reconquista, cuando trazaron el deber ser de la República de Chile; por ello, la primera medalla al mérito instaurada tras la independencia definitiva, en reemplazo de títulos y grados, fue al mérito moral.

Y fue lo que escribió Benjamín Vicuña Mackenna, luego de años observando a los adelantados países occidentales, admirado de su progreso material. Descubrió que el ideario que buscaba, el destino de América Latina, era diferente; “moral”.

Si en los otros continentes estaban separados los blancos, los negros, los amarillos, los pieles rojas, aquí en América estamos todos. Los grandes llanos, las infinitas pampas, las altas montañas e infatigables selvas, estaban llamados a acoger a los perseguidos del viejo mundo, y también a demostrar que todas las razas podían convivir y fundirse en una humanidad capaz de ser libre, igualitaria, fraterna.

Desde mediados del siglo xix y a lo largo del siglo xx prosperaron los idearios sociales. De los liberales y los socialdemócratas, los socialcristianos y los comunistas, los socialistas y los conservadores, todos tuvieron espacios de poder para intentar encarnar sus propuestas. Nos preciábamos entonces de una historia de orden democrático, tan ordenada y previsible como son las cuatro estaciones en el fértil Valle Central, el de los vinos y las frutas.

Pero ya no estamos tan seguros de esa vocación. Y no solo por la violenta polarización que culminó en golpe militar y dictadura, sino porque después no hemos sabido trazar un horizonte ético como el que asentaran nuestros antepasados. Los jóvenes resienten, con razón, un ambiente regido por el comercio internacional, en que todo desarrollo se mide en porcentajes y lugares de participación en la economía global.

En una realidad desigual y nada de fraterna, agudamente competitiva, nada significa para los jóvenes el que Chile ingrese a la ocde como primer país sudamericano integrante de esa organización creada tras la Segunda Guerra Mundial para cautelar la paz y recuperar el camino del desarrollo. El compromiso que en su seno se adquirió, definido como la misión de “construir una economía más fuerte, más limpia y más justa”, no se vislumbra. No hay una épica social en el horizonte.

No es rara la actual desafección ante lo público, la pérdida de relevancia de los partidos políticos, la anomia social que se extiende como un sentir cada vez menos vago y más punzante; y es que ya no tenemos por delante —y nos duele— un horizonte ético que nos conmueva y seduzca.

En tercer lugar, y nuevamente como resultado de una naturaleza que nos permea e impregna, hemos cultivado una condición poética que, aunque es visible por la cantidad de poetas chilenos relevantes, iba mucho más allá; daba cuenta de un modo de ser y estar en el mundo, atento a las señales del Universo, a la armonía de las esferas, un modo contemplativo ante los misterios del cosmos, proyectado —como en las culturas ancestrales— a mantener vivo el diálogo humano con el infinito y la eternidad.

Es tanto el ruido ambiental, el murmullo digital, la vibración de las antenas desde lo alto de nuestros cerros, que las creaciones afines, de muchos artistas, intelectuales y científicos, en tantos casos poseídas por el espíritu de estos lugares, no logran ocupar el espacio social que permitiría su uso y goce. Crecen en dimensiones diferentes, ajenas a aquellas por las cuales transitan habitualmente la educación y los medios de comunicación.

Las tradiciones no se interrumpen con facilidad; a veces desaparecen de la vista pero avanzan bajo tierra. Es lo que parece estar sucediendo con la llamada Generación del Milenio. En ella creció una conciencia medioambiental muy sólida, que hoy se traduce, por ejemplo, en que pronto tendremos la mayor cantidad de profesionales con posgrados de orientación ecológica, más que nunca antes, lo que siembra la esperanza de que contaremos con la capacidad técnica necesaria para un aparato productivo cada vez más sustentable en las décadas siguientes.

Pero, ¿habrá capacidad social para seguirlos, de parte del aparato tecno-industrial? ¿Serán protagonistas de una agenda diferente? ¿Serán capaces de generar los relatos e imaginarios que reorienten el proceso político y económico, en un diálogo nuevo y necesario entre ciencia y arte? Es un desafío mayor en este momento.

La poética también se ve crecer con buena salud, desde el altiplano a la Patagonia, con gran cantidad de pequeños proyectos que están radicando familias jóvenes a todo lo largo del territorio, portadores de atributos convenientes para una efectiva, esperanzadora y urgente descentralización.

La duda, entonces, se concentra alrededor del duro núcleo político económico, que parece ser el sector menos reactivo a las necesidades de la época, el más ensimismado en su agenda propia, el menos permeable a las demandas de una población que padece un malestar que se alarga en el tiempo y no disminuye. Entretanto, las visiones del arte y las propuestas de la ciencia están fuera del escenario de “lo público”.


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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile


editorialedicionesuc@uc.cl

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Chile Geopoético

Miguel Laborde

Ilustraciones de Alejandra Acosta


© Inscripción Nº 433

Derechos reservados

Diciembre 2019

ISBN Edición Impresa: 978-956-14-2482-1

ISBN Edición Digital: 978-956-14-2483-8


Diseño: Francisca Galilea


CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Laborde, Miguel, autor.

Chile geopoético / Miguel Laborde.

1. Poética.

2. Poesía Chilena.

3. Geografía en literatura.

4. Naturaleza en la poesía.

I. t

2019 808.1+DDC23 RDA


Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com


Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2019

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Índice


Prólogo
Gastón Soublette

Kenneth White, poeta global

América Latina está en otro lugar

América, te estaban esperando…

Guerreros y guerreras del alba

El encuentro de los Andes con la Amazonía

Nuestro lugar es el mundo

Somos las tribus perdidas

La amistad de los delfines

Hacia la otra orilla

El descubridor del mundo (en Sudamérica)

Dos razas que se odian

La isla del hombre libre

Chile, lugar de utopías

El océano sumergido

El mapa del Chile que queremos

El Chile que pudimos ser

Pistas perdidas en la Patagonia

El “48” chileno y los patiperros

Este país está crudo

Yo no soy como tú

“Sentir la armonía del universo”

El planeta no es un globo (después de la globalización)

La palabra ya no está sola

Chilenos e ingleses silenciosamente desesperados

El primer poeta chileno

Pedro Prado y el llamado del albatros

Es la cultura, estúpido…

Tres ejes en el Chile de hoy

Prólogo

Miguel Laborde, como pensador, ha seguido una trayectoria que, en los tiempos que se viven, constituye una poética del orden natural necesaria para enriquecer la cultura imperante en un mundo amenazado por un probable colapso del ecosistema planetario. Hombre de carácter apacible, no parece ser un aliado entusiasta de los indignados que salen a la calle a marchar con otros indignados gritando consignas contra la insensatez de los poderosos. Miguel Laborde, desde otro frente —mucho más elevado—, aporta una reflexión y un mensaje dirigido al despertar de nuestra conciencia en esta hora difícil y amenazante, sumándose así a la larga lista de pensadores que se han destacado por su comprensión, en profundidad, de los problemas que le ha ido creando al mundo este modelo de civilización básicamente económico y tecnológico y que han aportado algo más que ciencia y proyectos de políticas ambientales.

Por eso, su sentido ecológico no tiende a ser específicamente científico ni técnico como el de los comisionados para ocuparse de este tema en los organismos internacionales, ni como el de los profesionales de la ecología, quienes detentan toda la información acerca del estado general del planeta y conciben posibles soluciones. El pensamiento de Laborde muestra con vigorosos trazos aquello que la ciencia no puede alcanzar con su racionalidad y tecnología.

En este libro que hoy nos entrega, se nota desde el principio, y ya con el solo título de la obra, que el poeta que hay en él propone como posible una integración de la visión poética del mundo con otras visiones laterales y paralelas. Por ese motivo, en su primer capítulo rinde homenaje al poeta y pensador escocés Kenneth White, el creador de una geografía poética, o de una poesía geográfica, justamente esa que en el libro se designa con el nombre de “Geopoética”.

La aventura terrestre a la que nos invita Miguel Laborde no es menor. Se afinca en verdades muy profundas acerca de la psique humana en relación con el entorno cósmico. Deja en evidencia la peligrosa insuficiencia del pensamiento científico y la necesidad de integrarnos a un todo orgánico de naturaleza que no admite ser conocido únicamente mediante la racionalidad ni ser manipulado con el intelecto utilitario.

Su actitud ante la naturaleza se asemeja a la del aborigen que se queda inmóvil, en un amoroso trance, ante el bosque, el río o la montaña. Y antes que el pensar, que nos elabora una visión del mundo, él parece responder a aquel refrán que dice: “Lo más maravilloso del mundo es, por supuesto, el mundo mismo”, citado por el cineasta Robert Zemeckis en su película El náufrago, justamente para invitar a un hombre dominado por la obsesión del tiempo útil a que despierte de su desvarío y admita, antes que nada, el esplendor natural de la isla desierta en que ha venido a parar su absurda existencia.

“Nos gozamos en el encuentro de la naturaleza con nuestro ser profundo” declara el autor de este libro, dejando en evidencia el hecho de que la verdadera experiencia humana de lo natural requiere de una psique sana, integrada, que no anula las aptitudes que hacen del hombre un ser para el goce y la belleza, para el misterio y la armonía.

Sorprenden algunos pasajes de este libro por la sencillez y transparencia con que el autor se muestra en la plena desnudez de su alma frente a un lector que no dejará de recordar que nos hallamos indefensos frente al avance arrollador de la máquina de los emprendimientos industriales. Asombra en ese sentido una cierta sabia inocencia suya, pues estando él informado de todos los horrores de la insensatez que genera el mito del progreso, sigue proclamando sus verdades por la vía de la fe y la esperanza. Una fe que tiene el aval de todo el pensamiento geopoético que le antecede desde El Emilio de J.J. Rousseau, pasando por Alexander von Humboldt para rematar en Juan Rulfo.

El trasfondo religioso, casi inconsciente, que desde lo profundo guía su pensamiento, le hace decir cosas como estas: “No creemos, como el humanismo europeo, que el ser humano sea el actor principal”, “Incierto es todo cuanto nos importa”, “¿Qué habría hecho la comunidad sin esos seres que se retiraban, como aquí en las oquedades de la cordillera de Nahuelbuta, para mejor entender el sentido del vivir?”. Y todo esto para concluir que el autor de este bello libro es un poeta místico no confesional, un místico natural (¿un chamán?), y si el momento histórico en que vivimos no admite la mística, la respuesta es que los que son como él son cada vez más numerosos en el mundo, y la fuerza que detentan es de otra naturaleza diferente a la que hace y deshace en la ciudad humana.

Desde el punto de vista literario, un libro como este, que corrió el riesgo de ser concebido por la vía de la protesta en un lenguaje de pura comunicación, es, por el contrario, un libro poético, de excelente prosa, de gran riqueza de imágenes y sorpresas de lógica e ilógica.

Su crítica al modelo de civilización vigente es lapidaria, pero de un furor contenido. Según él, las voces del bosque, del río y de la montaña fueron silenciadas en el “resonar vocinglero de ciudad adentro, donde el agua está capturada, el fuego prohibido, el aire contaminado, la tierra cubierta de cemento. Donde no existe el contacto con los elementos esenciales”.

Refiriéndose a Alexander von Humboldt y a su gran obra integradora titulada Cosmos, sostiene el autor que después de obras como aquella, de ese siglo xix en que los naturalistas aportaron su valioso conocimiento del mundo, “la ciencia se alejó de la experiencia del mundo como conjunto”. Justamente el olvido de la intuición fundamentalmente humana del gran todo, esa que han tenido los pueblos que han vivido integrados al orden natural.

En el desconcierto de la problemática del hombre contemporáneo con su maltratada Tellus Mater (madre tierra), Miguel Laborde nos enseña que la distante y discriminadora objetividad con que miramos la naturaleza, calificándola solo y sin más de “recursos naturales” —el intelecto mecánico y utilitario—, nos ha matado el alma, cortando el lazo de amor que nos permitía vivir con ella y morar en ella. La desafección que surge de una ciencia sin sabiduría, de una mente unidimensional, aquella que ve todo a través de una lógica de negocios.

En ese sentido adquieren una significación edificante afirmaciones del autor como esta: “El humano construye su sentido de vida en el diálogo con la Tierra”. Tal es lo que fue y lo que necesariamente tendrá que volver a ser.

La sabiduría dialéctica de todos los pueblos originarios, incluidos aquellos que lo fueron antes de crear grandes civilizaciones como los celtas de Europa o los chinos, poseyó la clave binaria del conocimiento primordial que nos da acceso al misterio del movimiento universal y de su sentido, pues la más amplia clasificación que se pueda hacer de la totalidad de los fenómenos resume todo acontecer en un principio creativo y otro receptivo, y eso empezando por lo que tenemos más cerca como son los órganos genitales masculino y femenino, los dos hemisferios cerebrales, las dos manos, el día y la noche, que para lo uno tenemos ojos, y para lo otro tenemos oídos. Y así se alinean todos los componentes de este inabarcable todo universal, en sus infinitos pares de opuestos complementarios, donde los pueblos originarios ven la ley no escrita del comportamiento sensato de la vida, aquello que nos da la medida (mesura) y nos abre un espacio con fronteras, más allá de las cuales empieza el riesgo de la mortífera ciencia del bien y del mal que mató el alma del padre mítico.

Pero más allá de las cuestiones de conocimiento, Miguel Laborde como poeta crea su versión del historial humano y nos obliga, por la ley del amor y la belleza, a aceptar que, según él, “el medioambiente nos aclaró u oscureció la piel, dilató o redujo los pulmones, alargó o acortó las extremidades, ensortijó o alisó el pelo, y así nos fue labrando, como si fuésemos esculturas incorporadas al paisaje”.

Unas tres o cuatro décadas atrás ningún intelectual chileno se habría atrevido, al menos en un texto propositivo antropológico, a formular afirmaciones tan cargadas de tensión poética, por temor a ser acusado de emocionalismo. Pero la sola expresión “incorporadas al paisaje” hoy nos hace vibrar en una sola cuerda los corazones de millones de seres humanos que están despertando del mal sueño de esta modernidad de postrimerías. Aunque por milenaria tradición todos debiéramos saber que el divino alfarero nos modeló en la arcilla de la sabana mesopotámica y nos incorporó al paisaje de Edén como esculturas vivientes, inseparables de toda la familia cósmica, enumerada en el septenario de una semana sideral.

Chile Geopoético es un libro que llegó bien a su hora en este Chile contaminado en sus aires y en sus aguas, arrasado en su territorio y en su patrimonio por la banalidad de muchos que detentan altas cuotas de poder. Su autor, nuestro “observador urbano”, es también, y por sobre todo, un observador cósmico que puede enseñar a los chilenos a ser nuevamente habitantes de la tierra y hallar en ella sabiduría, virtud y felicidad.

Gastón Soublette

América Latina está en otro lugar


Cuando se habla de los fundadores de este continente, casi siempre aparecen José Enrique Rodó, José Ingenieros, Pablo Neruda, Juan Montalvo y Octavio Paz, entre otros. Ocupan el rol del Dante, Voltaire, Cervantes o Goethe, en Europa. Rara vez se incluye el nombre del visionario mexicano Juan Rulfo entre nuestros padres fundadores; y es un lugar que se merece.

Aunque Juan Rulfo escribió pocos textos, y breves además, la huella que abrió es altamente sugerente, visionaria, de un ser sensible que caminó este continente como si fuera el primer ser humano que pisara estas tierras y se asombrara ante su potencia, a veces lujuriosa de naturaleza, en ocasiones violenta en su desolación.

Es un nombre que, al menos para mí, adquirió resonancia el día en que leí una entrevista a Gabriel García Márquez, donde decía que el realismo mágico se había iniciado con dos personas: María Luisa Bombal y Juan Rulfo. Ella con La última Niebla, de 1934; él con Pedro Páramo, de 1955. Alguna vez recordaría que tras conocer alguno de sus libros pasó un año sin leer a otro autor, hasta terminar recitando párrafos enteros de memoria de ese texto fundacional del mexicano, cuya atmósfera se haría presente en Cien años de soledad.

Waldemar Verdugo Fuentes, literato chileno, ha escrito sobre la hermosa amistad que los unió, ambos de textos breves, escasos, pero también de raíces comunes: perdieron a sus padres siendo niños, fueron de familias terratenientes ya empobrecidas. Ambos, hijos del siglo xx, aprendieron a apurar los textos, a hacerlos más veloces.

Rulfo volvió a crecer en mi imaginario al leer este año la celebrada tesis doctoral Hispanoamérica en diez novelas, de Fidel Sepúlveda, que obtuvo, muy merecidamente, el Premio Internacional del Instituto de Cooperación Iberoamericana. Este año apareció en Ediciones uc con apoyo de la dibam.

Premio merecido, porque Rulfo, de puro mestizo, deja fluir lo indio y lo hispano al mismo tiempo, en entrañable sintonía. Lo suyo era necesario para adentrarnos en nuestra sangre. Encontrar el rojo flujo originario, fluyendo en nuestras venas, algo que México ha sabido hacer mejor que otros; tal fue su sintonía con ese mundo, esencial, que en 1963 entró a trabajar al Instituto Nacional Indigenista y de ahí no se movió hasta morirse. De paso, en 1970 fundó la revista México Indígena.

William Ospina, el gran escritor colombiano, ha escrito que “es difícil ser hijo de dos razas que se odian”. Es cierto, pero en Rulfo encontramos la clave inversa, la búsqueda opuesta: lograr la fusión de dos culturas que, en sus libros, parecen nacidas para comprenderse. En ambas, razón y emoción andan enredadas, sin que una se sobreponga sobre la otra. De ahí venimos, sin saber a cuál creerle más. Es nuestra tragedia, pero también nuestra identidad. De pronto, es nuestra mayor virtud.

Rulfo no fue ensayista ni teórico. El encuentro carnal de la razón con la emoción se da mejor en el arte que en la mente; en la novela antes que en el texto intelectual. Nos encontramos, los latinoamericanos, más cómodos en la ficción. Sospechamos, con abierto recelo, de la ambición, a nuestros ojos exagerada, de los europeos, de intentar explicar toda la realidad. Admiramos el empeño, muy humano a su medida, pero ajeno.

Para nosotros, las cosas son como son y así hay que tomarlas. En lugar de intentar desentrañar las fuerzas que mueven el mundo, con asombro y contemplación nos quedamos, atónitos, observando el espectáculo del mundo siendo mundo. Al borde del éxtasis. Como los indios de nuestro origen.

Nos gozamos en el encuentro gozoso de la Naturaleza con nuestro ser profundo; la erupción volcánica la llevamos dentro, el huracán del Caribe, la tormenta andina, el aguacero amazónico. Como tanto se ha dicho, más que historia aquí somos geografía. No nos satisface en plenitud el tratado reflexivo que toma distancia para entender más; preferimos estar adentro, dejarnos avasallar por lo que existe, antes que, fríamente, pretender describirlo. Nos arrastra el ser, antes que el entender.

xxi

Es posible. El espacio tiempo de la tribu africana que recoge los frutos del cacao, es muy otro del que comparten quienes comen la tableta de chocolate, al final, en la plaza de Bruselas. Aunque el año calendario sea el mismo.

Lo que nos deja entrever Rulfo es que tenemos la libertad de ir a Comala, o no ir. Buscar nuestro origen, o no hacerlo. Darle la espalda al origen, o ir en su búsqueda. Podemos vivir como queramos, y esta libertad es la que nos abre, justamente, la posibilidad de encontrar otra dimensión, una que sea más ‘real’ —para nosotros— que la que nos dejó la Modernidad.

Podemos buscar Comala, donde las cosas sucedían como Rulfo las inventa: “Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época”.

Un paraíso. Pero, como sabemos —así es el mundo— por las acciones humanas puede transformarse en un infierno. Somos libres. De reconstruir el Paraíso, a retazos, por recuerdos, o de no hacerlo; y, en vez, lanzar misiles que naveguen el aire y se dejen caer en los océanos, destruyendo —fuego no divino— esa vida que sobrevive en el oscuro fondo del mar, abismo líquido donde todo comenzó.


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