Créditos

Cómo leer el agua


V.1: abril de 2020

Título original: How to Read Water


© de la traducción,Víctor Ruiz Aldana, 2018

© de las ilustraciones, Neil Gower

© de las fotografías, Tristan Gooley

© de la fotografía de la pág. 167, Top Photo Corporation/Shutterstock

© de la fotografía de la pág. 221, ChrisVanLennepPhoto/Shutterstock

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Sarah Smith - The Experiment

Adaptación de cubierta: Taller de los Libros

Corrección: Unai Velasco y Ana Robla


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-86-4

THEMA: WN

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita usar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Cómo leer el agua

Descubre los secretos de los lagos, mares y océanos

Tristan Gooley


Traducción de Víctor Ruiz Aldana
1

Sobre el autor

3

© Ben Queenborough


Tristan Gooley es navegante, aventurero y naturalista. Ha capitaneado un renacimiento en el raro arte de orientarse y moverse en la naturaleza. Ha liderado expediciones a los cinco continentes, ha escalado cumbres en tres de ellos (por ejemplo, el Kilimanjaro), se ha tirado en paracaídas desde un edificio en Australia y ha estudiado los métodos con los que se orientan en tierra y mar las tribus de las regiones más remotas de la Tierra. Es la única persona viva que ha cruzado en solitario el Atlántico en barco y en avión.

Escribe para el Sunday Times, el New York Times, The Wall Street Journal y ha colaborado con la BBC. Es miembro del Royal Institute of Navigation y de la Royal Geographical Society.

Cómo leer el agua

Un fascinante viaje por el lenguaje de la naturaleza y los secretos del agua

Desde Sussex hasta Omán, a través de los helados misterios de la Antártida y la exótica Polinesia, el aventurero y explorador Tristan Gooley nos revela los secretos de lagos, ríos y océanos que ha descubierto durante sus expediciones pioneras, y nos invita a acompañarlo en un viaje deslumbrante por los secretos del «oro azul».

El agua nos rodea y nos da la vida, y forma parte de nosotros. En parte libro de aventuras y en parte ensayo literario y filosófico, Cómo leer el agua es una increíble guía moderna para conectar con la naturaleza y una celebración de la curiosidad y el conocimiento.

El lector tiene en sus manos una feliz mezcla de viajes, ciencia y cultura. Una obra, en suma, imprescindible para todos los amantes de la naturaleza.



«El placer contagioso que Gooley siente al explorar el mundo se traduce en una escritura vital y alegre que hará las delicias de los lectores. De lectura obligada.»

The Sunday Times


«Gooley nos enseña en esta fascinante guía a observar e interpretar el agua, desde el lago de un parque hasta los mares del Pacífico.»

The Telegraph


«Un libro delicioso, repleto de curiosidades y de historias sobre el agua […] Empieza con humildad, arrojando guijarros a un charco, y termina a lo grande, en los confines de la Antártida. Si adoran el líquido elemento, aprenderán y disfrutarán lo indecible.»

The Wall Street Journal


«Un libro fascinante y sumamente accesible, perfecto para los amantes del agua y la naturaleza.»

Library Journal


«El libro perfecto para empezar a vivir tus propias aventuras.»

Ranulph Fiennes

Contenido


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Introducción: Extraños comienzos

1. Preparativos

2. Cómo ver el Pacífico en un estanque

3. Ondas terrestres

4. La falsa humildad del charco

5. Ríos y arroyos

6. El ascenso

7. Los lagos

8. El color del agua

9. La luz y el agua

10. El sonido del agua

11. Leyendo las olas

12. Interludio: delicias omaníes

13. La costa

14. La playa

15. Corrientes y mareas

16. Aguas nocturnas

17. La observación de barcos

18. Lo raro y lo extraordinario

Epílogo: Aguas inexploradas


Fuentes, notas y lecturas complementarias

Bibliografía

Agradecimientos

Sobre el autor


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Agradecimientos




No es oro todo lo que reluce, ni el nombre que aparece en la portada de un libro es el de su único autor. Una vez leí, no recuerdo dónde, que hay 38 etapas entre la entrega de un manuscrito «completo» y la publicación de un libro. Me reí ante la imposibilidad de aquella cifra mientras lo escribía y asentí a su precisión cuando llegó el día de su publicación.

El equipo que hay detrás de este libro hizo un trabajo brillante al acompañarme por todas esas etapas, y quisiera agradecerle dar las gracias a Maddy Price, Neil Gower, Rebecca Mundy, Caitriona Horne y al equipo de Sceptre por su inestimable ayuda y trabajo duro. Sin embargo, soy el responsable de cualquier error que pueda contener este libro, así como de todos sus disparates.

Hay demasiadas personas a las que me gustaría agradecer su ayuda en la exploración del tema de este libro como para hacerles justicia a todos. Sin embargo, me gustaría dar las gracias a las siguientes personas por sus esfuerzos durante los últimos años: John Pahl, Eric Staples, Stuart Crofts y mi hermana, Siobhan Machin; gracias.

También me gustaría dar las gracias a todos los que apoyan mi trabajo de una forma más indirecta, pero igual de valiosa: los que vienen a mis cursos, los que compran mis libros, los que me escriben y envían joyas de cerca y de lejos, los que corren la voz sobre lo que hago y, por tanto, lo hacen posible. ¡Sabéis quiénes sois y os saludo!

Agradezco a mi editor, Rupert Lancaster, por encargar este libro en el sentido más estricto de la palabra. Fue su entusiasmo y creer que este libro tenía que ser escrito y que tenía que ser yo quien lo escribiera lo que me hizo superar los miedos hacia los esfuerzos que requeriría. Es improbable que esto fuera una realidad sin su apoyo. Quiero agradecer a Rupert y a mi agente, Sophie Hicks, su infinita ayuda, paciencia y apoyo desde el encargo hasta la publicación.

Mis últimos agradecimientos son para mi familia, por aguantar a una criatura tan curiosa como yo. No hace mucho tiempo, me detuve en un río a señalarle algo a mi hijo pequeño. Movió la cabeza, suspiró y dijo: «Oh, no… ¡otra vez no!».

Introducción. Extraños comienzos


Podemos contemplar la misma extensión de agua todos los días durante un año y, aun así, no ver lo mismo dos veces seguidas. ¿Cómo puede un elemento comportarse con tanta diversidad? ¿Y qué significan realmente esas diferencias que vemos de un día para otro y en lugares diferentes? Este es un libro sobre pistas, señales y patrones físicos que podemos buscar en el agua, ya estemos frente a un charco o contemplando el vasto océano.

Con los años, se han escrito muchos libros que afirman hablar sobre el agua, pero incluso a los buenos les gusta engañarnos, pues tratan el agua como un mero recipiente. Consideran el agua como una caja en la que habitan criaturas o como una ventana por la que podemos ver cosas. En este libro no se relegará el agua a esa condición; al contrario, será el tema principal. Los animales y las plantas son muy interesantes y se ganarán su lugar si nos ayudan a explicar el comportamiento del agua que vemos, pero no a la inversa. Y nos centraremos en el agua en su forma líquida, no en el hielo, la nieve o el vapor. Aunque sea inusual en un libro sobre naturaleza, no mostraré ningún tipo de preferencia por lo orgánico frente a lo inorgánico: una boya es igual de válida que un percebe si eso nos ayuda a leer el agua. Eso hace que este libro se aparte de las obras tradicionales de historia natural, pero sigue siendo, sin ningún lugar a dudas, un libro sobre naturaleza.

El impacto del agua desde un punto de vista filosófico, fisiológico e incluso espiritual ha sido explorado exhaustivamente en la literatura. Las grandes mentes han profundizado en las experiencias de observación del agua durante milenios. El ya difunto Roger Deakin señaló que las jirafas eran el único mamífero que no podía nadar, y que tenemos una membrana entre el pulgar y el índice, al contrario que otros simios, lo cual contribuye a los poderosos argumentos que esgrime la popular teoría de que nos vemos atraídos hacia el agua, tanto biológica como filosóficamente. Aparentemente, el agua es beneficiosa para nuestras mentes, cuerpos y almas.

El antropólogo Loren Eiseley dijo una vez:

Si existe la magia en este planeta, esta se encuentra en el agua.1

Quizá sea cierto, pero lo que me fascina es nuestra habilidad para dar con un significado cuando analizamos las causas físicas que provocan los patrones que vemos en el agua. Ambas perspectivas, la filosófica y la práctica, dependen de dedicar tiempo a la observación, y creo firmemente que hay muchas más posibilidades si tenemos algo que buscar.

Entender las cosas que vemos y sus razones no disminuye la belleza del conjunto, sino todo lo contrario. Como descubrí hace unos años, cuando aprendes que puedes medir el tamaño de una gota de lluvia mirando los colores del arcoíris —cuanto más rojo, más grandes son las gotas— estos adquieren una nueva belleza, no la pierden. Lo mismo pasa con todas las señales que encontramos en los cuerpos de agua. Las mentes poéticas y las analíticas se encontrarán en el mismo muelle. Podemos apreciar la belleza del brillante camino que dibuja una puesta de sol y también gozar con la lectura de las pistas que hay en su forma.


En un Oslo sorprendentemente caluroso ayudé a limpiar los percebes y algas de la parte inferior de una lancha hinchable. Se estaban llevando a cabo los preparativos para enviar una de las embarcaciones más bellas que he visto jamás desde Noruega hasta Inglaterra.

Un viejo amigo no había podido ocupar su puesto como miembro de la tripulación para el trayecto, y yo no podría haber estado más contento de ocupar su lugar en aquel pontón noruego. Delante de mí tenía casi treinta metros de líneas perfectas, un yate moderno diseñado siguiendo el estilo clásico de los icónicos barcos clase J de los años treinta. El sol rebotaba contra el agua y contra el casco de un blanco inmaculado que soportaba maderas oscuras y de latón perfectamente bruñido.

Se rumoreaba que este precioso yate era la niña de los ojos de un arquitecto naval estadounidense que había contraído matrimonio con una rica heredera, cosa rara donde las haya: un sueño se cruzó con la cuenta bancaria adecuada. Se rumoreaba que la estufa de leña del lujoso salón tuvo que construirse de tal manera que fuera única, con un panel de cristal frontal encargado para la ocasión y con un coste de miles de dólares, para asegurarse de que esa excepcional estufa quedara perfecta en su nuevo hogar.

Una de nuestras tareas antes de levar anclas consistió en colocar unas cubiertas de plástico hecho expresamente a medida, grueso y transparente, sobre cada centímetro del lustroso interior forrado en caoba. Los marineros tenían permiso para mirar la madera a través del plástico, pero no para tocarla. Incluso el hecho de poner el pie en una embarcación como aquella era un privilegio, así que navegar en ella como tripulación al poco de comenzar mi carrera era casi demasiado bueno para ser cierto.

Soltamos amarras y guardamos las impecables estachas y las defensas blancas, puesto que no volveríamos a necesitarlas hasta la semana siguiente. El yate se deslizó a través del fiordo hacia el mar.

Pasaron un par de días y nos instalamos en la rutina de mar abierto. No tardamos demasiado en serpentear entre plataformas petrolíferas de acero, los apocalípticos dragones industriales del mar del Norte. El viento se detuvo y una neblina veraniega nos envolvió y comenzó a convertirse en una niebla en toda regla. Ocultó las plataformas de petróleo y gas, que solo se dejaban intuir mediante brillantes puntos de luz en la pantalla del radar y las ocasionales y enfurecidas llamas naranjas que rugían hacia el cielo a través de una neblina tan fiel a esa zona que tiene nombre propio: haar. Pasamos el rato preguntándonos unos a otros sobre arcanos conocimientos náuticos.

—Una bola, un bicono, una bola —me gritó desde el otro lado de cubierta Sam, el patrón escandinavo de pelo rubio vikingo, mientras me dirigía a mi turno en el timón.

—Un navío con maniobra restringida —contesté.

Sam sonrió y asintió. Hubo un breve silencio, que rompí con lo siguiente: «Una luz roja sobre una luz blanca y sobre dos luces amarillas, que destellan con intermitencia».

Sam se detuvo durante un segundo, mientras ajustaba un nudo, y miró hacia arriba.

—Un pesquero… entorpecido por las redes de pesca al cerco con jareta.

Esbozó una sonrisa. Creo que solo quería hacerme creer por un momento que lo había pillado. Pero era imposible que pasara, ni en ese momento, ni durante el viaje, ni nunca, probablemente. Era demasiado bueno. Sam me ponía a prueba solo para satisfacer mi orgullo de novato por los conocimientos que aún tenía frescos. Él sabía que hacía poco que había aprobado el examen de patrón de embarcaciones de recreo. Quizá tenía buenos recuerdos de ese momento en su propia carrera.

Sam me entretenía con algo más espantoso que las historias sobre la vida en el mar. Nada de lo que había visto en el mar era más terrorífico que enfrentarse al tribunal de la prueba oral de patrón en la Warsash Maritime Academy. Era obvio el placer que sentía Sam al narrar el ridículo nivel de detalle requerido en ese rito de acceso profesional. «Puede ser que te permitan un error, pero no dos, seguramente. Y si se huelen cualquier debilidad en tus conocimientos, son despiadados… ¡como depredadores!».

El rito de paso náutico me parecía bello en sí mismo.

Las calificaciones mitigan la baja autoestima que cualquier veinteañero confesaría sentir. Si alguien te da un pedazo de papel y te dice que has aprobado un examen, ellos saben más que tú, así que seguramente tú sabes algo. Y si sabes algo, quizá es que vales para algo.


Aunque debería haber disfrutado al máximo de aquel primer viaje profesional, aún albergaba una extraña duda. Incluso con aquel trozo de papel, junto con una fotografía identificativa, guardado en una bonita cartera de la Royal Yachting Association. Todavía me reconcomía una duda, que me asfixiaba como una cuerda de cáñamo escapándose de las manos. Esa ansiedad tomó la forma del capitán Abharah.2

Allá donde miraba, veía al capitán Abharah. No importaba por encima de qué barandilla cubierta de salitre echara un vistazo o a qué porción líquida de aquel gris mar del Norte dirigiera la mirada, allí estaba él. Incluso se retiraba conmigo cuando acababa mi guardia y venía conmigo a mi litera. Era un compañero persistente que me desconcertaba, y el pequeño detalle de que hubiera muerto mil años antes de que yo naciera no contribuía a menguar mi turbación.

El capitán Abharah empezó a trabajar como pastor en la provincia persa de Kermán. Un empleo en un barco pesquero lo llevó al mar y a trabajar como marinero en uno de los navíos que hacían la ruta comercial hasta la India, antes de lanzarse a navegar las traicioneras rutas marítimas de China. Por aquel entonces, se creía que nadie había sido capaz de viajar hasta allí y volver sin sufrir graves accidentes. Abharah lo hizo siete veces, y eso fue hacia finales del primer milenio.

¿Y cómo sabemos tanto de un hombre con unos orígenes tan humildes, de una parte tan remota del mundo y después de tantos años? Porque hizo algo que demostró unos conocimientos y un desparpajo extraordinarios. Lo bastante como para que su historia llegara hasta nuestros días.

Una vez, un marinero que también navegaba la temida ruta hacia China, el capitán Shahriyari, estaba en una preocupante calma en medio de la temporada de tifones cuando otearon un objeto oscuro en la lejanía. Bajaron un bote y enviaron cuatro marineros a investigar la misteriosa mancha. Cuando alcanzaron el objeto oscuro, descubrieron un rostro familiar: el respetado capitán Abharah estaba tranquilamente sentado en una canoa, con tan solo un odre lleno de agua.

Cuando volvieron e informaron de esa surrealista estampa a Shahriyari, este les preguntó por qué no habían rescatado al otro respetado capitán, que además estaba en apuros, y lo habían traído al barco. La tripulación contestó que lo habían intentado, pero que el capitán Abharah se había negado a cambiar su pequeña canoa por el majestuoso navío y había asegurado que se las apañaría bien por su cuenta y que solo vendría si le pagaban la sustancial suma de mil dinares.

El capitán Shahriyari y su tripulación le dieron vueltas a esa extraña petición, pero, teniendo en cuenta lo que se decía sobre la sabiduría de Abharah y su miedo a las extrañas condiciones meteorológicas que predominaban —y su preocupación por lo que les esperaba dada aquella calma—, aceptaron subir a Abharah a bordo. Ya en su nuevo barco, el capitán no tardó ni un segundo en reclamar sus mil dinares, y se los pagaron debidamente. Entonces les dijo al capitán Shahriyari y a su tripulación que se sentaran, escucharan y obedecieran sus órdenes. Y eso hicieron.

—¡Al-daqal al-akbar! —declamó el capitán Abharah.

Abharah le explicó al capitán y a su tripulación que corrían un grave peligro: debían lanzar por la borda el cargamento pesado, serrar el mástil principal y arrojarlo también. Además, les pidió que cortaran la cuerda del ancla principal y dejaran el barco a la deriva. La tripulación obedeció las órdenes de Abharah y se pusieron manos a la obra, aunque no tuvo que ser nada fácil: las tres cosas que un mercante valoraba por encima de todo lo demás eran el cargamento, el mástil y el ancla principal. Eran los símbolos tangibles de riqueza, transporte y seguridad, la razón de que hubieran arriesgado sus vidas y medios por protegerlos. Pero hicieron lo que les habían dicho y luego esperaron.

El tercer día se levantó una nube que parecía un faro, para luego disolverse y desplomarse de nuevo en el mar. Y, entonces, el tifón —al-khabb— los golpeó. Su furia duró tres días y tres noches. La nueva ligereza del barco permitió que se balanceara y deslizara entre olas y arrecifes como un tapón de corcho, y eso los salvó, en vez de inundarlos, destrozarlos y ahogarlos. El cuarto día, el viento se apaciguó y la tripulación fue capaz de continuar su camino sana y salva hasta su destino en China.

En el camino de regreso, ahora con un nuevo cargamento en el barco, el capitán Abharah ordenó detener el navío. Bajaron el bote de remos y enviaron a unos cuantos marineros a buscar y recuperar la gran ancla que habían soltado antes de la tormenta y abandonado en el arrecife.

La tripulación estaba estupefacta y preguntó al capitán Abharah cómo había sabido dónde buscar el ancla y cómo había previsto el tifón con tanta precisión. Les explicó que era algo extremadamente sencillo si conocías la luna, las mareas, los vientos y las señales en el agua.


Y así fue cómo la profunda intuición y entendimiento del capitán Abharah me atormentaron en aquel viaje desde Noruega. La sabiduría que permitía a Abharah leer las señales no se encontraba en ninguno de los exámenes que había aprobado; pero existía, sin lugar a dudas. Los antiguos marineros árabes disponían de una palabra para esa área de conocimientos que te permite leer las señales físicas en el agua: los pocos que gozan de esta habilidad poseen el isharat.3

Obviamente, pensé, esa sabiduría procede de fuentes diferentes a las de los exámenes oficiales: se halla, con el tiempo, en el mar. Y, por tanto, allí es adonde fui a adquirir dicha sabiduría pasando días, noches, semanas y meses.

Pero me equivocaba. Pasar tiempo en el mar en un yate moderno te enseña cómo gestionar un barco y una tripulación, cómo leer las líneas de una previsión del tiempo sinóptica, cómo hornear pan en una cocina que se tambalea y cómo disfrutar de pescado crudo con la ayuda de un poco de zumo de lima. Todo eso es utilísimo, pero, en esta era de asombrosos avances electrónicos, se aleja completamente de la visión de Abharah. Ya ninguna enseñanza nos ofrece esa sabiduría profunda: nada nos enseña a leer el agua. Lo he debatido a menudo con capitanes modernos con años de experiencia y todos opinan lo mismo, casi siempre con tristeza en sus ojos clavados en el horizonte.


Encantado por el tiempo que había pasado en el mar e igualmente frustrado por la falta de conocimientos que me había aportado para descifrar los patrones del agua a mi alrededor, cambié de rumbo. Hace muchos años me embarqué en un viaje similar, esta vez en busca de dicha sabiduría. Y, en cuanto comencé aquel viaje, pasó una cosa muy extraña: descubrí casi de inmediato que las pistas que desvelaban un conocimiento profundo sobre el agua que nos rodea no aumentaban a medida que nos alejábamos de la costa. Lo que vemos en las gotas de agua, los charcos y los riachuelos es igual de profundo y útil para entender lo que sucede que lo que puede detectarse desde un barco en medio del Atlántico.

En segundo lugar, y esto es consecuencia de lo primero, en realidad es más fácil aprender cosas sobre el agua con los pies en tierra firme que en un barco, aunque luego sea allí donde pretendas utilizar esos conocimientos. Por lo tanto, en este libro, y siempre que sea posible, ilustraré cómo estas lecciones no solo pueden aprenderse en tierra firme, sino también cómo experimentarlas y disfrutarlas allí. Puede que esto parezca algo completamente ideal e incluso descabellado, pero resulta que es un enfoque probado y demostrado que utilizan algunos de los más grandes lectores del agua que ha dado la humanidad.

Los navegantes de las islas del Pacífico han asombrado a los occidentales durante siglos.4 El capitán Cook se encontró con estos increíbles marineros en Tahití en 1774, cuando vio zarpar 330 navíos y 7 760 hombres, ante lo cual Cook y sus compañeros quedaron «completamente absortos de admiración».

Sin cartas náuticas, brújula ni sextante, los habitantes de las islas del Pacífico se orientaban a lo largo de enormes extensiones de océano, confiando tan solo en su interpretación de las señales naturales. En particular, la lectura del agua de los nativos del Pacífico nunca la ha superado nadie en ningún lugar de la Tierra. Conoceremos sus métodos en los próximos capítulos, pero los menciono aquí para comentar cómo transmiten esa habilidad única de generación en generación.

De igual manera que en árabe existe una palabra para el área de conocimiento sobre las señales del agua, también existe una expresión en el Pacífico: kapesani lemetau, el ‘habla del mar’, la ‘sabiduría del mar’.5 Los jóvenes estudiantes de las islas del Pacífico de este tipo de sabiduría salían a navegar con sus tutores, pero las partes más importantes de ese arte se transmitían en tierra firme. Muchas lecciones sobre las estrellas, el viento y las olas se impartían tierra adentro. Teeta Tatua, un tia borau o ‘navegante’, de las islas Gilbert y Kiribati del Pacífico, aprendió sus habilidades de su abuelo en la maneaba, una especie de casa comunal.6 Muchos otros las aprendieron usando una «isla de piedra» o «canoa de piedra». Esto es solo una simple ayuda para la enseñanza usada para demostrarle al estudiante cómo se comportaría el agua a su alrededor y cómo interpretarla estando cómodamente sentados en la playa.

Los habitantes de las islas del Pacífico deberían inspirarnos a apreciar lo que es posible y lo mucho que podemos aprender estando en tierra firme. Pero no debemos sentirnos intimidados por sus habilidades. En las ya clásicas palabras del legendario aborigen australiano y conservacionista Harold Lindsey: «No penséis que los nativos poseen poderes negados al hombre civilizado».7

No solo somos capaces de emular los métodos tradicionales, sino que podemos combinar esos conocimientos con la ciencia, conocimientos, experiencia y sabiduría más recientes. Ian Proctor, un estratega naval enormemente respetado que ha ayudado a equipos a ganar los premios más importantes del mundo, declaró que muchas carreras de vela se ganaban mucho antes de que nadie pusiera un pie en el barco.8 ¿Cómo? Leyendo las señales en el agua.


En las páginas siguientes he condensando los ejemplos del comportamiento del agua que creo que vale la pena observar. He seleccionado mis favoritos de entre una larga lista confeccionada durante años. Estas son las joyas que creo que sintetizan todo lo que es interesante y útil. Sin embargo, para ofreceros la mejor oportunidad de disfrutar este arte, hay dos obstáculos que debemos superar.

El primero es la manera en que los historiadores naturales han dividido el agua en sus reinos: se supone que estanques, ríos, lagos y mares son muy diferentes los unos de los otros. Si te centras exclusivamente en los animales y las plantas, es una aproximación bastante sensata: hay muy pocas criaturas o plantas que puedan encontrarse tanto en un lago de agua dulce como en el mar, aunque solo los separen unos pocos cientos de metros. A pesar de eso, el agua no respeta demasiado esos límites, y podemos aprender muchísimo sobre lo que sucede en el océano más grande del mundo mirando el estanque de un pueblecito. Así que, sea cual sea tu masa de agua preferida, las cosas que verás no estarán, y no pueden estar, restringidas a ningún capítulo en particular.

En segundo lugar, el estudio de las señales del agua no encaja a la perfección en un enfoque impaciente, con casillas de verificación. El agua no se mueve a tu antojo. Si encuentras una señal que te guste en este libro y vas a buscarla, quizá la encuentres al primer intento, pero lo más probable es que aparezca en el momento que sea, siempre que conserves la curiosidad suficiente como para continuar buscándola. Esto significa que el mejor enfoque es concebir este arte en su conjunto. Este libro está estructurado de tal manera que te permita embarcarte en una búsqueda para conocer todas las señales mientras seas consciente de que cada una es una pieza de un puzle mayor. Te preparará no solo para identificar señales individuales, sino también para conocer el agua en todos sus modos y bajo cualquier apariencia.

Habrá desafíos, frustraciones y, posiblemente, incluso un poco de confusión cuando descubras por primera vez algunos de los patrones más complejos. Te animo a pensar en las señales y pistas que nos encontraremos como «personajes»: algunos son directos, pero los más complejos a menudo son, con el tiempo, los más interesantes.

Por último, quizá te preguntes, con razón, por qué querrías hacer el esfuerzo de lanzarte a esta extraña búsqueda. Dejaré que Chad Kālepa Baybayan, un Pwo moderno —un maestro navegante— del Pacífico, responda a esa pregunta. Cuando entrevistaron a Chad en 2014 y le preguntaron si tenía algún sentido estudiar esos métodos en el mundo moderno, respondió:

Ciertamente es un conjunto de habilidades bastante especial que cualquiera querría dominar. Lo que permiten realmente es aguzar la mente, el intelecto y la habilidad humanos para descifrar códigos en el entorno […]. Para mí, no hay nada que me produzca más euforia.9

Los habitantes del Pacífico dan una gran importancia al proceso de aprendizaje de estas habilidades. La entrada en ese mundo selecto de extraños conocimientos y la iniciación que lo acompaña están llenos de ceremonias tradicionales. Los detalles de este entrenamiento y la iniciación difieren de una isla a otra, pero hay algunos puntos en común. Llevan un taparrabos especial, al iniciado lo espolvorean con cúrcuma e intercambian regalos con amigos y familiares. Durante el proceso, que puede durar hasta seis meses, se espera que permanezca célibe, beba pociones especiales de coco y se abstenga de beber agua. Con lo que me gustan los ritos de iniciación que aportan sabiduría, probablemente el lector se puede imaginar lo mucho que me fascina este.

Podrás elegir de qué manera quieres celebrar el aprendizaje sobre cómo leer el agua. Sin embargo, si vuelves a ver el agua de la misma manera después de leer este libro, entonces habré fracasado en mi misión y no habrá pociones de coco para mí.

Espero que disfrutes de la aventura.


Tristan

1. Preparativos


Nuestro viaje, como el de tantos otros grandes exploradores que vinieron antes, comienza en la cocina.

Una de las pocas expectativas que tenemos al observar el agua es que debería mantenerse horizontal, pero eso es algo que pasa en contadas ocasiones. Mira fijamente un vaso de agua y te darás cuenta de que la superficie del agua en el vaso no es plana, sino que se encorva ligeramente en las paredes: tiene un «menisco». La causa de esta curvatura de menisco es la atracción del agua hacia el vaso: el vaso la atrae y la fija a las paredes. La atracción entre el agua y el vaso convierte lo que en otras condiciones sería una superficie plana en un cuenco muy suave con un pequeño borde.

¿Qué utilidad tiene darse cuenta de algo así? En sí mismo, quizá no demasiada. Pero, si unes varias piezas, puede significar la primera piedra que nos ayudará a entender por qué llegan a desbordarse los ríos.

Una de las características del agua es que es atraída por el cristal. El cristal repele algunos líquidos, como el mercurio, el único metal líquido, y esto hace que se cree una forma de cuenco invertido o un «menisco convexo». La mayoría de líquidos muestran atracción o repulsión hacia otras sustancias. Los líquidos también se atraen débilmente a sí mismos: si no lo hicieran, se separarían y se volverían gaseosos. El agua atrae el agua.

Las moléculas de agua, con lo que nos machacaban nuestros profesores de ciencias, tienen dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno unidos firmemente. Pero lo que los profesores no nos contaron, al menos no los míos, es que los átomos de hidrógeno en una molécula de agua se ven atraídos por los átomos de hidrógeno de otras moléculas de agua cercanas. Y eso hace que el agua se una al agua. Quizá puede ayudarnos pensar en dos globos que se han frotado con un jersey de lana y que se atraen débilmente debido a la electricidad estática. La ciencia es similar, aunque a una escala diminuta.

Es muy fácil demostrar esta cualidad, que llamaremos la pegajosidad del agua. Coge un vaso de agua y vierte unas pocas gotas en una superficie plana, suave e impermeable, como la encimera de la cocina. Ahora baja la cabeza hasta que esté al nivel de las gotitas. ¿Ves que el agua se convierte en delicados y abultados charquitos? No se hunde hasta que está completamente plana y entonces se escurre de la mesa (un poco se escurrirá, si viertes la suficiente, pero también quedará otra poca). En vez de aplanarse por completo y escurrirse, verás un grupo de charquitos invertidos.

Esto sucede porque la atracción del agua entre sí, su pegajosidad o tensión, es suficientemente fuerte como para resistir la fuerza de la gravedad. La gravedad está intentando empujar el agua hacia abajo para aplanarla y hacer que caiga al suelo, pero la tensión del agua tiene la fuerza necesaria para resistirse. Es una de las razones por las que es más probable que debamos coger un trapo a una fregona si alguien tira un vaso de agua. El agua que permanece en la mesa atrae el resto e impide que se deslice toda hacia el suelo.

Elige dos de los charquitos más grandes que estén suficientemente cerca el uno del otro. Si pones un dedo en uno y lo arrastras hasta el otro y lo apartas, no pasará casi nada, el charco quizá se estira un poco, pero ya está. Fíjate en cómo tiende a retroceder un poco, mientras el agua que has deslizado con el dedo va volviendo lentamente a su lugar por la atracción del agua que ha dejado atrás. Si lo intentas en diferentes superficies, verás que la cantidad de agua y la velocidad a la que retrocede varían de una superficie a otra, porque depende de cuánto atrae cada superficie el agua. Pero prueba ahora a mover el dedo un poco más allá, hasta que los dos charquitos se toquen, y mira lo que pasa. El agua que retrocedía hacia su charquito inicial ya no vuelve. Ahora es atraída por su nuevo amigo: los diminutos charcos se unen y forman uno solo gracias a la pegajosidad del agua.

Tras uno de estos experimentos, cuando me disponía a limpiarlo todo y pasé el trapo sobre los charquitos, el agua hizo algo que hace siempre, pero en lo que no me había fijado hasta aquel momento. El paño absorbía un montón de agua, que para eso es su trabajo, pero el agua restante se quedaba planchada en una fina capa. Dicha capa tarda poco en volver a juntarse, lo cual forma cientos de diminutos charcos otra vez. A menudo están conectados, cosa que confiere a la zona mojada una apariencia moteada. Pruébalo y verás a qué me refiero.


A Leonardo da Vinci le fascinaba el agua, y estudió concienzudamente su pegajosidad. Le gustaba ver como las gotitas no siempre caían inmediatamente de la parte inferior de las ramas de los árboles. Da Vinci se fijó en que, cuando una gota es suficientemente grande, se resiste un poco a caer. Alrededor de 1508 percibió que, antes de que una gota caiga definitivamente, se estira hasta que forma un hilo de agua y que, cuando este es demasiado delgado como para soportar el peso de la gota, entonces, y solo entonces, cae.

Tú también puedes observar este efecto, ya que aparece de una manera bellísima en el borde de las hojas tras la lluvia. Si todavía está lloviendo mucho, el agua fluirá con fuerza por las ramas, las ramitas y las hojas, pero poco después de que pare de llover echa un vistazo a las puntas de las hojas de un árbol de hoja ancha o un arbusto. El agua se acumula y normalmente se desliza a través del fino nervio del centro de la hoja, antes de juntarse en la punta. La gota se queda ahí, donde la tensión o la pegajosidad del agua está luchando contra la gravedad: antes de que se acumule suficiente agua, la gravedad gana la batalla y la gota cae. En ese momento, la hoja a menudo rebota con elegancia y el proceso vuelve a comenzar.

El lugar en el que la tensión del agua es más evidente es la superficie. Dado que las moléculas de agua cercanas a la superficie se están sintiendo atraídas por las moléculas que se encuentran debajo, pero no hay otras moléculas que las estén haciendo subir, eso hace que la superficie se tense, lo cual a su vez otorga al agua una especie de fina piel. Hay un sencillo experimento que puedes realizar para demostrar dos cosas fundamentales: que el agua tiene una piel formada por la tensión de la superficie y que esa tensión es el resultado del débil enlace entre los átomos de hidrógeno en cada molécula de agua.

Para este truco —es decir, para este serio experimento— vamos a demostrar que la tensión de la superficie del agua crea una piel suficientemente resistente como para aguantar un ligero peso metálico. Para ello vamos a observar cómo flota una aguja en el agua. La única parte complicada es la primera, porque debemos dejar la aguja muy lentamente y con cuidado, porque de lo contrario atravesará la superficie del agua y se hundirá hasta el fondo. Hay un truco para hacerlo: coloca la aguja sobre un trocito de papel secante (es algo complicado encontrarlo hoy en día, pero suele haber en la mayoría de papelerías). El papel secante se irá saturando poco a poco y se hundirá hasta el fondo, y la aguja se quedará flotando.

Esto demuestra que la tensión de la superficie del agua es suficientemente fuerte como para aguantar una pequeña pieza de metal, pero ahora tenemos que demostrar que es el enlace eléctrico de las moléculas lo que crea esa piel. Podemos debilitar los enlaces entre las moléculas de agua añadiendo un poco de detergente al agua. Cualquier lavavajillas servirá; los detergentes funcionan, en parte, porque tienen cargas que anulan la atracción eléctrica del agua. La aguja se hunde.

Si te acercas a una gran extensión de agua dulce, como un estanque o un lago, cuando se aproxima el verano, es probable que te encuentres todo un mundo de insectos. Y observándolos comprobarás el experimento de la capa del agua a gran escala. Dirígete hacia el sol y agáchate si quieres obtener los mejores efectos; estos insectos son muy sensibles a las cosas que se abalanzan sobre ellos, así que tu mejor opción si quieres pillarlos de improviso es que te muevas lentamente y con sigilo con la luz de frente. En un día soleado, si tu sombra está detrás de ti cuando llegues al agua, verás muchos más insectos.

Habrá muchos insectos voladores y muchos bajo el agua, pero algunos de los más interesantes son los que descansan sobre la superficie. ¿Por qué no se hunden? Nosotros nos hundiríamos, sin lugar a dudas. Es debido a que la tensión superficial del agua es más fuerte que la fuerza de la gravedad sobre los insectos pequeños. Para unos seres torpes como nosotros es justo lo contrario, pero al menos hace que nadar sea bastante más divertido. No te preocupes demasiado por lo que son estos insectos en este punto: lo descubriremos a su debido tiempo, pero vale la pena admirar cómo la naturaleza ha evolucionado para aprovechar al máximo la tensión superficial del agua. Esta es una de las muchísimas razones por las que los detergentes y el agua en su estado salvaje no se llevan demasiado bien.

La misma tensión que hace que el agua se pegue a sí misma y a las paredes de los vasos también es la responsable de algo llamado capilaridad. Todos estamos mínimamente familiarizados con la idea de que los líquidos no siempre obedecen a la gravedad: cuando metemos la punta de un pincel en agua vemos como el agua sube por las cerdas, a pesar de que nuestro conocimiento sobre la gravedad nos diga que el agua no debería ascender de esa manera.

El motivo de esta capilaridad es la simple combinación de los dos efectos que hemos visto. El agua es atraída por varias superficies, como el cristal o las fibras de un pincel, y también se atrae a sí misma. Así que, cuando una abertura es lo suficientemente estrecha, sucede algo curioso: el efecto menisco hace que la superficie del agua sea atraída por el material que la contiene y que, por lo tanto, ascienda; y, puesto que la abertura es estrecha, toda la superficie del líquido se eleva. Entonces, como el agua se está adhiriendo a sí misma, el agua que está por debajo de la superficie también es atraída y sube. Cuanto más estrecha sea la abertura, hasta cierto punto, más espectacular será el efecto.

Cada planta que nos rodea, desde una brizna de hierba hasta un fuerte roble, depende de la capilaridad para conseguir que el agua suba desde la tierra hasta las hojas más altas. Sabemos que no hay bombas en los árboles y, sin embargo, miles de litros, toneladas de agua, llegan de alguna manera del suelo a la copa de árboles altísimos; esto no sería posible sin la capilaridad.

Volviendo a la cocina, la razón por la que las bayetas, el papel y otros materiales meticulosamente tejidos van tan bien para secar el agua es que los han diseñado específicamente para maximizar su capilaridad. Hay algo extrañamente satisfactorio en cómo un trapo de calidad absorbe el agua que lo envuelve, como un imán, sin que tengas que moverlo. Esa es la satisfacción de la capilaridad.

Ya es hora de observar ese efecto en un contexto más salvaje. La próxima vez que pases cerca de un riachuelo, un arroyo o una zanja que tenga barro en los márgenes, échale un vistazo. Lo normal sería que el barro fuera oscuro y estuviera mojado en las partes que salpica el agua, pero fíjate en que sigue estando mojado por encima de donde salpica, muy por encima de donde parece capaz de llegar.

El barro que hay por encima del nivel del agua es una mezcla de partículas y huecos llenos de aire, algo así como un pequeño panal de finos tubos. El agua sube por esos huecos debido a la capilaridad, lo que da como resultado que el barro se sature por encima del nivel del agua en una zanja o arroyo. La distancia hasta la que puede ascender el agua depende de diversos factores, como la pureza —el agua limpia sube más alto que el agua contaminada—, pero el principal es el tamaño de los huecos entre las partículas. El agua sube muchísimo más alto en suelos de partículas redondeadas, como el limo, que en otros tipos de suelos, como los arenosos. En los extremos, el agua puede ascender mucho en la arcilla, pero a duras penas subirá en la grava.

La presión atmosférica también afecta a la cantidad de agua que asciende a través del suelo y que se mantiene en suspensión. Esto significa que cuando hay una bajada repentina de la presión atmosférica, como cuando se acercan tormentas, el suelo es incapaz de mantener esa agua capilar y esta se drena muy rápidamente hacia los arroyos, lo que aumenta la posibilidad de inundaciones durante la tormenta.1


Vale la pena hacer una pequeña digresión en este momento para demostrar cómo se puede combinar la observación de cosas pequeñas con observaciones más grandes para obtener un conocimiento más profundo sobre lo que sucede. Vamos a ver cómo un experimento de cocina rudimentario puede combinarse con un paseo por la playa para ayudarnos a predecir si un río puede desbordarse.

La altura del mar está influida por el estado de las mareas, que a su vez se ven influidas por muchas cosas que iré explicando, pero por ahora solo mencionaré que entre ellas se encuentra la presión atmosférica. Cuando hay una baja presión atmosférica, el mar estará más alto que cuando la presión es alta; es habitual una diferencia de unos 30 cm entre sistemas de presiones muy altas o muy bajas. Para ayudarte a recordarlo, piensa en un sistema de alta presión y sus preciosos cielos azules presionando el horizonte hacia abajo haciendo descender el mar.

Imagina que estás en una zona costera que conoces bien y que, de repente, reparas en que el mar parece más alto de lo que jamás lo habías visto, incluso en pleamar. Eso puede llevarte a sospechar que la presión atmosférica ha disminuido bastante. Eso, a su vez, significa que eres capaz de predecir no solo que se acerca el mal tiempo, que es lo más probable si el barómetro ha bajado, sino también el riesgo de inundaciones, ya que una parte del agua que estaba manteniéndose gracias a su capilaridad por encima de todos esos arroyos, zanjas y ríos está a punto de liberarse, mucho antes de que caiga la primera gota de lluvia.

Cuando aprendemos qué mirar y en qué influye cada cosa, cualquier porción de agua que vemos será preciosa y fascinante, y podremos obtener pistas de algo más. Aprendemos a ver el agua como parte de una intrincada red, o una matriz, si lo prefieres. Ha habido épocas en que a estos conocimientos se les ha llamado magia y, más recientemente, física: no es ni lo uno ni lo otro. Son el fruto de tener un poco de curiosidad, conciencia y voluntad para unir el dibujo de puntos.

En el torbellino de conocimientos de este capítulo hemos observado el agua en la cocina, en las hojas, en los arroyos y en el mar. En nuestro viaje para emular a los grandes, como Superaga, el experto del agua hindú del siglo iv que «disponía de un profundo conocimiento del valor de las señales», debemos acostumbrarnos a la idea de que comprender la naturaleza del agua en una zona nos ayudará a comprenderla en otra.

2. Cómo ver el Pacífico en un estanque


A pesar de nuestros frecuentes viajes a la costa para nadar en el mar, la pasión de mi familia por el agua y la natación nos poseyó definitivamente hace unos años y comenzamos a maquinar un plan. En un país con suelos de creta no hay demasiada agua estancada, ya que tiende a filtrarse hacia abajo, y las opciones para nadar al aire libre en estanques son limitadas. Nos pareció que era un claro caso de Mahoma y la montaña. Si no podíamos encontrar un estanque salvaje en el que bañarnos, pues… Ahora hay un estanque la mar de digno en nuestro jardín en el que nos bañamos la mayor parte del año.

Hay un montón de trabajos de jardinería que detesto; el mantenimiento del estanque, sin embargo, me fascina. Siempre hay cosas que hacer cualquier fin de semana: cepillarlo, quitar la suciedad, limpiarlo de plantas acuáticas, poner coto al excesivo entusiasmo de las algas. Lo extraño es que nunca me canso de esas faenas. El resultado de esa diversión, sumado a mi amor y fascinación por el agua, es que me he pasado una ingente cantidad de tiempo mirando mi estanque. Solo esta mañana he contado catorce ranas y me he maravillado con el negro que rezuman sus huevos al llenar los agujeros en las bases cortadas al ras de las plantas que anteceden a la primavera.

El año pasado estaba a punto de salir porque había quedado con alguien, pero me detuve a mirar en el borde del estanque, como hago siempre, incluso cuando llego tarde a los sitios. Entonces intenté «abandonar la escena», como diría un policía. Pero fui incapaz. El magnetismo habitual que siento por el agua era incluso más fuerte de lo normal. Mirando el reloj, el trocito sensato de mi cerebro incordiaba a la parte más grande, la irreverente, para que se moviera, pero había algo en el agua que no me dejaba marchar. Fue en ese momento cuando lo vi, o, bueno, cuando comprendí qué era, porque ver y comprender no son lo mismo en absoluto.

Nuestros cerebros están tan ocupados recibiendo tal cantidad de información de nuestros sentidos que confían en un filtro para poder con todo. Existe un sistema automático de priorización en el software de nuestras cabezas que criba constantemente la información que nuestros ojos les transmiten para cosas de importancia urgente. En términos evolutivos, hubo un momento en que lo que más nos interesaba eran los depredadores y las presas (amenazas y oportunidades). Y tanto los depredadores como las presas se mueven, de ahí que nos demos cuenta del movimiento en cualquier escenario antes de detectar pistas más sutiles. Por ejemplo, todo el mundo ve el conejo que cruza la carretera, pero son muy pocos los que detectan el montón de hojas a un lado; eso sí, al menos hasta que el viento atrapa las hojas y genera un movimiento que las hace volar y cruzar la carretera.

Cuando miramos una extensión de agua, el mismo filtro está en funcionamiento. Veremos antes el movimiento que cualquier otro cambio sutil en los colores o las sombras. El viento soplaba con fuerza aquel día y agitaba la superficie del estanque. En uno de los extremos hay unas cuantas rocas sumergidas a medias que usamos como pasiles. Lo que atrajo mi mirada fueron las ondas que el viento estaba creando en la superficie del agua del estanque, pero no era el simple efecto que hemos visto miles de veces lo que me cautivó. Lo que estaba observando, e intentando descifrar, era que los patrones en el agua alrededor de las piedras resonaban con el conocimiento de cómo se comporta el agua en una parte muy diferente del mundo.


En 1773, el capitán Cook estaba en alerta extrema al navegar cerca de una traicionera zona del Pacífico llamada el archipiélago Tuamotu. Las islas recibieron el apodo de «Archipiélago Peligroso» por marineros que habían sabido de demasiados barcos destrozados en sus arrecifes.1