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¡Cambiará tu perspectiva del ministerio pastoral para siempre!

José Mª Baena a través de su dilatada experiencia ministerial nos descubre el corazón del pastor: su humanidad, fragilidad y fortalezas; nos compartirá de sus éxitos, errores y fracasos, marco en el que el Espíritu Santo fragua la vida ministerial de un pastor.

Su lectura te identifica, independientemente de tu rol en la iglesia; constatando que, en la vida del creyente, los éxitos son –en realidad– el resultado de muchos fracasos, a través de los cuales el Espíritu Santo forja, tanto el carácter de un creyente, como el de un pastor que sabe cuidar a las ovejas, porque se siente y vive también como oveja.

Jesús Caramés.

Rector Facultad de Teología A.D.

PERSONA, PASTOR Y
MÁRTIR

En defensa de quienes son llamados al ministerio pastoral

José Mª Baena Acebal

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Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS

(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: clie@clie.es

http://www.clie.es

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© 2020 por José Mª Baena Acebal

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 447)».

© 2020 por Editorial CLIE

Persona, pastor y mártir

ISBN: 978-84-17131-98-2

eISBN: 978-84-17131-99-9

Ministerios cristianos

Recursos pastorales

Acerca del autor

José Mª Baena Acebal graduado en Teología por la Facultad de Teología de las Asambleas de Dios; Diplomado en Enseñanza Religiosa Evangélica por el CSEE (España) y Pastor del Centro Cristiano Internacional Asambleas de Dios, de Sevilla (España). Profesor de Enseñanza Religiosa Evangélica (ESO) y de la Facultad de Teología de las Asambleas de Dios en La Carlota (Córdoba). Ha sido Presidente de las Asambleas de Dios en España y de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas (FEREDE).

ÍNDICE

UNA PALABRA DEL AUTOR

INTRODUCCIÓN

I PARTE

Persona

1.Ser humano

2.Hombre y mujer

3.Esposo, padre… hijo, hermano

4.¿Tienen amigos los pastores?

5.Creyente antes que ministro

6.Piensa, siente, sufre, trabaja, disfruta, ¿descansa?

7.Necesidades personales

8.¿Cómo nos ven lo fieles?

9.¿Cómo nos vemos a nosotros mismos?

10.¿Cómo nos ve Dios?

II PARTE

Pastor

11.Llamamiento

12.Preparación

13.El binomio autoridad-obediencia

14.Los retos del ministerio pastoral

15.Liderazgo

16.Delegando autoridad

17.Los peligros del ministerio

18.Pero… ¿quién paga?

III PARTE

Y ¡Mártir!

19.El sentido de la palabra mártir

20.Peso y coste del ministerio pastoral

21.Salud física, emocional y espiritual

22.Dar cuentas

23.¿Merece la pena?

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

Una palabra del autor

Este es un libro puramente vivencial, al menos eso pretendo que sea, alejándome de lo meramente teórico para centrarme en lo aprendido durante más de cuarenta años de ministerio, el cual pude comenzar muy joven, con apenas veintitrés años —me refiero al ministerio reconocido y ordenado, como pastor de una iglesia.

Algo he aprendido a través de todos estos años: en primer lugar, de la misma palabra de Dios y, especialmente, del ministerio del apóstol Pablo, al que continuamente me veré obligado a referirme, pues, aunque apóstol, ejerció necesariamente de pastor para atender las comunidades cristianas (iglesias locales) que abrió en sus viajes misioneros. Su manera de actuar, explícita en el Libro de los Hechos, escrito por su compañero de ministerio, el médico Lucas, y lo expuesto en sus cartas, alumbran nuestro camino. En segundo lugar, del propio Espíritu Santo, que es quien dirige, siendo el encargado de que la obra de Dios se lleve a efecto. Nuestros maestros y mentores que nos precedieron nos transmitieron la visión, y no pocos conocimientos y experiencias personales que, sin duda, también han moldeado nuestro ministerio, así como nuestros feligreses, nuestros colaboradores y nuestros colegas, han aportado mucho a lo que hoy somos. Y, por supuesto de los errores cometidos y los éxitos alcanzados. De los primeros me considero único responsable; de los segundos tengo que dar la gloria a Dios, porque nada podríamos hacer si él no lo hace. Si hemos tenido capacidad para aprender y mantenemos la mente y el corazón abiertos a seguir aprendiendo, mucho habremos añadido y seguiremos añadiendo a cuanto hoy sabemos y somos, en tanto que ministros del evangelio de Jesucristo.

Tengo un profundo respeto por el ministerio pastoral, pues refleja la acción de Dios a favor de sus criaturas, a las que tan profundamente ama, al punto de haber dado a su hijo Jesucristo por su rescate. Tomo en cuenta el consejo del escritor del Libro de Proverbios, el rey Salomón, sabedor de la necesidad de liderar convenientemente a todo un pueblo puesto bajo su custodia y dirección, cuando escribe, “Sé diligente en conocer el estado de tus ovejas y mira con cuidado por tus rebaños, porque las riquezas no duran para siempre, ni una corona es para generaciones perpetuas” (Pr 27:23-24). El tiempo pasa erosionándolo todo sin excepción, nuestra vida y ministerio incluidos. Nada dura para siempre en esta vida. Por eso hemos de situarnos en el tiempo y en la historia, con la correcta perspectiva. Nadie mejor que Dios mismo para hacerlo por medio de su Espíritu, siempre y cuando nosotros sepamos ser obedientes y fieles a su visión y propósito.

Deseo, pues, dedicar este libro a cuantos han consagrado su vida a este tipo de ministerio, pagando un precio elevado por ello, y a sus familias. Al hacerlo, honro también a los míos, mi esposa y mis hijos, porque no es fácil ser esposa, hijo o hija de pastor. Todos ellos forman parte de este ministerio tan extraordinario, verdadero privilegio que disfrutamos quienes, llamados por Dios, lo ejercemos a pesar de nuestras limitaciones e imperfecciones.

A Dios sea la gloria por siempre.

José Mª Baena

Sevilla, diciembre de 2019

INTRODUCCIÓN

El título de este libro parece estar sobrecargado de dramatismo, sobre todo por el término final de mártir, pero les aseguro que, siendo ya de por sí dramática la vida, y mucho más la de un pastor o una pastora, el uso de esa palabra tiene su porqué, no siendo mi objetivo al emplearlo el de dramatizar en exceso. En primer lugar, mártir significa en su origen griego testigo, y posteriormente, debido a las persecuciones cruentas que sufrieron los cristianos —testigos de la fe de Cristo— adquirió el significado que hoy tiene, referido a alguien que da su vida por una causa cualquiera, no necesariamente de carácter religioso. Aquí, en este título, tiene mucho de su significado original y bastante del segundo, pues quien se dedica al ministerio pastoral, como quien se dedica a otros ministerios cristianos, ofrece su vida al servicio de las almas, de sus feligreses, de su iglesia, como si fuera al Señor; al menos así debe ser.

Aunque la historia nos ofrece multitud de casos en los que ese ofrecimiento fue total, en el sentido que, debido a su condición de dirigentes y responsables de sus iglesias, muchos pastores pagaron literalmente con su vida frente a la persecución de las autoridades civiles —y en ocasiones, también religiosas— de los países en los que desempeñaban sus ministerios. No está tan lejana la persecución sufrida en los países comunistas, ni tampoco la sufrida en España durante y después de la guerra civil. En la actualidad esa persecución se vive en determinados países islámicos y en otros donde la libertad de pensamiento, y por ende la religiosa, no existen. Con todo, el objetivo de este libro es subrayar la entrega y el precio que los llamados al ministerio pastoral y sus familias han de pagar por cumplir el propósito de sus vidas, que no es otro que servir a su Señor, a la vez que sirven a sus prójimos, sean estos miembros de sus iglesias o no. Jesús declaró a sus discípulos cuál era el propósito de su vida: “Porque el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos”. (Mr 10:45). Y así es también con quienes hemos escogido dedicarnos al ministerio cristiano. En el caso de Jesús, debido a su naturaleza divina perfectamente entroncada con la humana, su sacrificio servía para rescatar a la raza humana de su condición pecadora y deshacer la ruptura entre el ser humano y Dios. Nosotros somos llamados a dar la vida, quizá no en forma cruenta, pero sí en entrega total y sacrificada a favor de las almas —entiéndase personas en el sentido integral. De ahí la palabra mártir, porque tal dedicación requiere pagar un alto precio, tema que iremos desgranando a lo largo del libro. Recordemos, no obstante, el testimonio personal del mismo apóstol Pablo, quien escribía a los corintios en su segunda carta, acerca de su ministerio apostólico-pastoral:

En trabajos, más abundante; en azotes, sin número; en cárceles, más; en peligros de muerte, muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he sido náufrago en alta mar; en caminos, muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez. Y además de otras cosas, lo que sobre mí se añade cada día: la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar y yo no me indigno? (2 Co 11.23–29).

He enfatizado las palabras que ponen de manifiesto las dificultades que el propio Pablo tuvo que enfrentar para llevar adelante su ministerio siendo apóstol y pastor. Bien se diría por las veces que repite la palabra peligros, que el ministerio pastoral es un oficio peligroso. Creo, pues, que el calificativo del título está plenamente justificado, siendo verdad que busco con él un cierto efecto en el lector. Pero sigamos adelante.

En la antigüedad clásica, el oficio de pastor gozaba de cierto aura de prestigio o añoranza «romántica»1, dando lugar a un tipo de literatura, sobre todo lírica, llamada pastoril o bucólica, Una muestra de esa literatura es el gran poeta latino Virgilio y sus Églogas. La cuarta es para algunos cristianos, especialmente en el campo católico romano, una profecía del Mesías:

Tú, al ahora naciente niño, por quien la vieja raza de hierro

termina y surge en todo el mundo la nueva dorada,

se propicia ¡oh casta Lucina!: pues ya reina tu Apolos.

Por ti, cónsul, comenzará esta edad gloriosa,

¡oh Polión!, e iniciarán su marcha los meses magníficos,

tú conduciendo. Si aún quedaran vestigios de nuestro crimen,

nulos a perpetuidad los harán por miedo las naciones.

Recibirá el niño de los dioses la vida, y con los dioses verá

mezclados a los héroes, y él mismo será visto entre ellos;

con las patrias virtudes regirá a todo el orbe en paz.

Por ti, ¡oh niño!, la tierra inculta dará sus primicias,

la trepadora hiedra cundirá junto al nardo salvaje,

y las egipcias habas se juntarán al alegre acanto.

Henchidas de leche las ubres volverán al redil por sí solas

las cabras, y a los grandes leones no temerán los rebaños.

Tu misma cuna brotará para ti acariciantes flores.

Y morirá la serpiente, y la falaz venenosa hierba

morirá; por doquier nacerá al amomo asirio.2

Pero, por mucho que algunos de los padres de la iglesia, en tiempos de valoración de lo que los clásicos nos habían legado, y tratando de cristianizarlos en alguna manera, quisieran ver en Virgilio un “profeta”, él era tan solo un poeta pagano. Sus mejores exégetas entienden que hablaba de un futuro emperador romano.

Las Escrituras hebreas también tienen su muestra de esta literatura pastoril, con un ejemplar inigualado e inigualable, como es el Salmo 23, cuyo autor es David, pastor él mismo antes que rey y profeta:

Jehová es mi pastor, nada me faltará.

En lugares de delicados pastos me hará descansar;

junto a aguas de reposo me pastoreará.

Confortará mi alma.

Me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.

Aunque ande en valle de sombra de muerte,

no temeré mal alguno,

porque tú estarás conmigo;

tu vara y tu cayado me infundirán aliento.

Aderezas mesa delante de mí

en presencia de mis angustiadores;

unges mi cabeza con aceite;

mi copa está rebosando.

Ciertamente, el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,

y en la casa de Jehová moraré por largos días.3

La belleza de este salmo no tiene parangón en la literatura universal. ¡Cuántas veces ha servido de consuelo a millones de creyentes en momentos, tanto de tribulación o angustia, como de sosiego! El príncipe de los predicadores, Spurgeon, lo comenta en su Tesoro de David, editado por CLIE, que hoy tenemos el privilegio de poder leer los hablantes del idioma de Cervantes gracias al trabajo de toda una vida de dedicación de mi buen amigo Eliseo Vila, que lo ha traducido y lo ha enriquecido con comentarios propios.

Ante el rey Saúl, David cuenta su experiencia pastoril: “Tu siervo era pastor de las ovejas de su padre. Cuando venía un león o un oso, y se llevaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, lo hería y se lo arrancaba de la boca; y si se revolvía contra mí, le echaba mano a la quijada, lo hería y lo mataba. Ya fuera león o fuera oso, tu siervo lo mataba…” (1 Sm 17:34-36). Su relato desvela los peligros de su profesión, pero también un detalle importante: su soledad ante sus responsabilidades de cuidar el rebaño y el peligro. Los pastores trabajan solos en el monte. David tenía que valerse por sí mismo, aunque dada su trayectoria posterior y la valentía con que se enfrentó al gigante Goliat, podemos asegurar que había aprendido a confiar en su Dios, pues él mismo declara: “Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, él también me librará de manos de este filisteo”. (1 Sm 17:37). En pleno enfrentamiento, siendo objeto del más absoluto menosprecio por parte del gigante, David le contesta: “Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina; pero yo voy contra ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado. Jehová te entregará hoy en mis manos, yo te venceré y te cortaré la cabeza”. (1 Sm 17:45-46).

En una entrevista publicada por el periódico El Mundo4 a uno de los todavía restantes pastores de Galicia, los periodistas Marcos Sueiro y Román Nóvoa, recogen el testimonio de Francisco Quintas:

La rutina es siempre la misma pero no deja de ser apasionante porque siempre pasan cosas” dice Francisco. Y es que los peligros que acechan a los animales no solo son naturales, sino que tienen que ver con la rentabilidad de una actividad sacrificada y no especialmente bien remunerada”.

A continuación, explican:

«Hoy en día, en la zona de Allariz, ya solo quedan tres [pastores]. Francisco relata que uno de los últimos que llegó ya se marchó». Y es interesante lo que siguen diciendo: «Francisco pasa prácticamente el día en el monte, desde las diez de la mañana hasta las ocho de la tarde, aunque puede haber variaciones dependiendo de la estación del año. Su compañía son los perros adiestrados para cuidar a los animales y algún turista o deportista que se deje ver por la zona de Guimarás. No echa de menos la presencia humana pero sus quejas tienen que ver con lo sacrificado del trabajo y lo poco reconocido que está».

¡Es increíble la similitud que el oficio de Francisco tiene con el de los pastores de almas! Duras y arduas horas de trabajo en soledad, sacrificio, mala remuneración, escaso reconocimiento… Algunos renuncian y se van.

La conclusión de la entrevista es animadora:

Los pastores [se refiere a Francisco y su ayudante Antonio] tienen la piel curtida y las manos endurecidas, su rostro refleja el cansancio. Los dos saben que «hoy por hoy no van dejar la profesión». Saben que desde el monte no les escucha mucha gente, pero también saben que tienen razones, y que el asunto del pastoreo debe tomarse en serio y por el bien de todos. (El énfasis es del autor de la entrevista).

Los dirigentes de las iglesias, entre otros títulos, como obispo o anciano, son llamados pastores, porque su labor espiritual es similar a la de los pastores del monte. En mi libro Pastores para el Siglo XXI dedico un capítulo a comentar la alegoría de Jesús como “el Buen Pastor”, referida por el evangelista San Juan, a la vez que también se le identifica con “la Puerta del aprisco”. Así que este libro de ahora va sobre la realidad de la vida de quienes en la iglesia de Dios son llamados a ejercer este precioso ministerio, por mucho que tenga sus desafíos y sus riesgos, pero como dice Francisco, el pastor de Allariz, también es una labor apasionante.

Nos fijaremos en primer lugar en el hecho que el pastor o la pastora son personas, seres humanos comunes y corrientes. En segundo lugar, son pastores. Ya sé que muchos no aceptarán este planteamiento de pastores y pastoras y puede que se sientan tentados a dejar de seguir leyendo este libro, pero me apresuro a recordarles, como lo hacía en mi libro anteriormente citado que, como mínimo, habitualmente los pastores están casados y tienen una esposa que, aunque no en todas las culturas, en muchos sitios son llamadas “la pastora”. Por último, ya nos hemos referido al calificativo de mártir, que no necesita más justificación.

El libro consta, pues, de tres partes, con sus correspondientes capítulos. Anticipo que es más un libro testimonial, de reconocimiento a la labor esforzada y sacrificada de hombres y mujeres —sin olvidar sus hijos— que han consagrado sus vidas a servir a Dios y al prójimo, y que además de la soledad que muchas veces experimentan, padecen la incomprensión generalizada y la falta de reconocimiento y de apoyo. Sé que hay quienes, siendo pastores, no saben nada de esto; que todo les va bien, que conocen el éxito, son famosos y las gentes los idolatra, que sus hijos estudian en los mejores colegios y universidades y no saben nada de penurias ni de conflictos internos. Estos son una minoría si los comparamos con los miles de pastores que trabajan casi anónimamente, que se esfuerzan por llevar adelante sus congregaciones, luchando contra toda clase de adversidades. No juzgaré ni a los primeros por su éxito y bienestar, ni a los segundos por su situación, muchas veces triste. Mi deseo es que este libro pueda servir de ánimo y de inspiración al lector, cualquiera que sea su situación en la obra de Dios.

Mi convicción es, junto con el apóstol Pedro, que “cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros [nosotros todos, los que nos dedicamos a este hermoso ministerio] recibiréis [recibiremos] la corona incorruptible de gloria” (1 P 5:4).

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1. Soy consciente de que el uso de este término aquí es un anacronismo absoluto, puesto que lo romántico es producto de un movimiento artístico, filosófico y sentimental del siglo XIX, llamado por eso romanticismo, que viene de la palabra roman, novela, y que promueve el gusto por lo novelesco, la recuperación de lo clásico, con toda su carga de añoranza por una época desaparecida y sus valores.

2. http://www.iesjaumei.es/depts/cas/lit-univ/tema1/bucolica4.pdf

3. RVR95, de las Sociedades Bíblicas Unidas.

4. http://www.elmundo.es/elmundo/2011/04/17/galicia/1303039492.html

I PARTE

Persona

CAPÍTULO 1

Ser humano

Aunque parezca una obviedad, hemos de decir en primer lugar, que el pastor5 es un ser humano, como el resto de sus semejantes. Dice el autor de la carta a los Hebreos que quienes sirven a Dios —se refiere específicamente al sumo sacerdote de los hebreos, pero vale para todos los demás siervos de Dios— “es escogido de entre los hombres” y “él también está rodeado de debilidad” (He 5:1-2). Tal cosa, aunque pueda parecer un problema, es en realidad una gran ventaja, porque por esa misma razón, añade el texto, “él puede mostrarse paciente con los ignorantes y extraviados”. ¡Gracias, Señor, por darnos pastores imperfectos! ¡Qué sería de nosotros si no lo fueran! ¿Quién se compadecería de nosotros por nuestros fallos y errores? Solo quien es consciente de sus propias limitaciones y fallos puede sentir empatía e identificarse con quien tropieza y yerra. Solo quien ha tropezado antes, puede aconsejar a otros para que no lo hagan, o para reparar las consecuencias del tropiezo.6

El apóstol Pablo, en su constante defensa ante los corintios, escribe estas palabras impregnadas de cierto malestar: “¿Quién enferma y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar y yo no me indigno? Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad” (2 Co 11:29-30). Habla de experiencias y emociones típicas de cualquier ser humano. Pablo, a quien hoy consideramos un héroe de la fe, y ciertamente lo fue, se consideraba una persona muy normal, sujeta a padecimiento como todo el mundo. Unas frases más adelante, en esa misma carta, habla de su misterioso «aguijón en la carne», que nadie ha sabido aclarar —y dudo que podamos hacerlo nunca. Pero lo que está claro es que para él suponía un handicap importante del que pedía ser liberado. La respuesta divina es un axioma de la fe: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co 12:9). La respuesta de Pablo es clara: “Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en insultos, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte. (2 Co 12:10).

Hay que precaverse de los perfectos, porque tal perfección es falsa. Solo Dios es perfecto y, aunque nuestra meta es “ser perfectos, como él es perfecto”, tal estado solo lo alcanzaremos cuando seamos transformados en su reino. Esa perfección que muchos proclaman de sí mismos no es sino pedantería, orgullo, y es dañina, destructiva, cruel.

Insistiendo en la imperfección propia de cada ser humano, Pablo sigue diciendo: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros, (2 Co 4:7). Una imagen muy expresiva: vasos de barro, materia humilde usada por los humildes; no vasijas de oro o plata, propias de los ricos y poderosos de este mundo. Vasijas aparentemente sin honra, quebradizas y frágiles, pero útiles por haber sido santificadas —limpiadas y consagradas para ser usadas por Dios— por eso le recuerda a Timoteo, “Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor y dispuesto para toda buena obra. (2 Ti 2:21).

Ciertamente el pastor es un instrumento en las manos de Dios, como cualquier otro ministerio, como cualquier otro creyente; pero no hemos de olvidar que ha sido llamado por Dios con un propósito específico. Pablo confiesa: “Esta confianza la tenemos mediante Cristo para con Dios. No que estemos capacitados para hacer algo por nosotros mismos; al contrario, nuestra capacidad proviene de Dios, el cual asimismo nos capacitó para ser ministros de un nuevo pacto (2 Co 3:4-6). Ejercer el ministerio pastoral es un privilegio, pero un privilegio no exento de exigencias, de dificultades, de problemas; como las monedas, tiene su cara y su cruz. Nada podríamos hacer, si no fuera por la ayuda divina, garantizada siempre para quienes él llama. Pablo reconoce su incapacidad demostrada, pero a la misma vez da el crédito a Dios por cuanto ha hecho en él y por él: “No soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo” (1 Co 15:9-10).

Siguiendo con los argumentos de Pablo, merece la pena profundizar en todo cuanto él dice respecto al ministerio: “Por lo cual, teniendo nosotros este ministerio según la misericordia que hemos recibido, no desmayamos. Antes bien renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios. Por el contrario, manifestando la verdad, nos recomendamos, delante de Dios, a toda conciencia humana” (2 Co 4:1-2).

El pastor, siendo un ser humano, tampoco es menos que eso. Como tal, es digno de respeto y consideración por parte de sus semejantes. Para empezar, sea hombre o mujer, es «imagen de Dios» —como todo ser humano, por supuesto, del que dice la Escritura: “«¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites?». Lo has hecho poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de honra. Lo hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies” (Sal 8:4-6). Pertenecer al género humano nos confiere una dignidad que nada ni nadie nos puede negar. Todo ser humano es digno de respeto y consideración, sea cual sea su raza, condición, creencia o increencia, etc. El pastor, además, representa a Dios ante su congregación, pues ha recibido de Dios una autoridad delegada de la que en su día también dará cuentas. El pastor no es el felpudo de la congregación en el que todo el mundo se limpia los zapatos, ni el jarrillo de manos útil para todo, ni el cubo en donde verter nuestras basuras y vómitos. Tampoco un ídolo al que rendir culto. Desempeñar un ministerio así es una honra, y “nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios” (He 5:4); por tanto, ha de ser honrado por aquellos a quienes sirve como él ha de honrarlos a ellos y todos a Dios.

¿Qué enseñanza podemos obtener de todo esto?

Pues que quienes nos pastorean son personas frágiles, sensibles, imperfectos, simplemente humanos, que también yerran, sufren y padecen, ni más ni menos que el resto de los mortales. Y garantizo al lector que es mejor tener a un pastor profundamente humano, vaso frágil e imperfecto, aunque lleno del Espíritu Santo, que alguien subido por las nubes, «súper santo», «híper espiritual», aparente —por tanto, ficticio, por no decir falso— y lleno de sí mismo, fatuo e incapaz de comprender y de ayudar a los seres normales, imperfectos, que le rodean.

Sí, no lo olvides: los pastores somos seres humanos, gente normal y corriente. Los súper héroes están en las películas y en los tebeos7. Aunque haya por ahí algunos que se han hecho muy famosos, gracias a la TV y otros medios, la inmensa mayoría de quienes ejercen el ministerio pastoral son gente casi anónima, solo conocidos en sus parroquias; que trabajan duro, incansables, para alimentar a un rebaño no siempre dócil y no siempre capaz de reconocer el trabajo y esfuerzo de sus pastores, intentando a la vez que el reino de Dios crezca y se extienda. En la mayoría de las culturas, salvo las de raíces evangélicas profundas, ser pastor no implica ningún reconocimiento social, sino a veces todo lo contrario. De ellos nos ocuparemos a lo largo de este libro, y a esta multitud casi anónima se lo dedico.

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5. A lo largo del libro me referiré, salvo cuando lo requiera la exposición del texto, al pastor en género masculino. Lo hago, no por razones sexistas, sino por economía de lenguaje y por evitar los retorcimientos propios del llamado “lenguaje políticamente correcto”. El término pastor tiene, pues, en este libro un significado absolutamente inclusivo, para varón o hembra indistintamente. El idioma español es amplio y generalmente inclusivo, aunque los políticos hayan sucumbido al esnobismo y la cursilería del “todos y todas, etc.” (es curioso, porque el “todos” es inclusivo, mientras que el “todos y todas” es intrínsecamente discriminatorio).

6. No quiero con esto decir que para aconsejar o ayudar a alguien tengamos que haber vivido exactamente las mismas experiencias, pues sería imposible. Para aconsejar a un adicto, no es necesario haberlo sido, necesariamente; o que para corregir a un bebedor o un adúltero, tengamos que haber sido antes bebedores o adúlteros. Pero sí debemos de conocer nuestras propias debilidades íntimas, para ayudar al prójimo, y mantenernos humildes, tal como nos aconseja el apóstol Pablo refiriéndose a la corrección del error en el prójimo: “Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gl 6:1–2).

7. Permítaseme usar esta palabra española; antigua, pero muy bonita y expresiva (TBO), que me lleva a mi infancia, en vez de la extendida “cómic”, de origen foráneo, de final incompleto y a la vez agresivo.

CAPÍTULO 2

Hombre y mujer

En el primer capítulo dejamos claro que el pastor es un ser humano, normal y corriente. La propia naturaleza nos enseña que el género humano está compuesto por hombres y mujeres, casi a partes iguales.

Aunque sé que habrá quienes no estarán de acuerdo con lo que voy a decir, los pastores pueden ser, en consecuencia, hombres o mujeres.8 No parece razonable —ni racional ni bíblicamente— que Dios haya inhabilitado para ciertas tareas a media humanidad. La Biblia muestra lo contrario. Es la deriva humana tras la caída la que ha hecho bascular las cosas hacia una sola parte, tal como Dios se lo anunció a Eva. Pero, en su trato más cercano con el ser humano, tras el pacto con Abram, Dios «libera» a Sarai de aquella «i», que en hebreo denota pertenencia, y Sarai se convirtió en Sara a secas; dejó de ser «mi Princesa», para ser «Princesa» por sí misma, dueña de su destino y no propiedad de nadie, digna de participar por sí misma en el pacto con Dios.

Jesús concedió a la mujer un nuevo papel social, pues son muchos los pasajes de los evangelios en los que él mismo rompe moldes y trata con ellas de manera especial, chocante para su tiempo (y desgraciadamente, también para algunos en el nuestro): la samaritana; María, la hermana de Lázaro; la Magdalena, etc. Hasta se deja financiar por ciertas mujeres en sus actividades como maestro. El cristianismo primitivo durante el primer siglo también contribuyó a una “liberación” de la mujer que, por desgracia, fue diluyéndose en el tiempo, volviendo a la tendencia previa de predominio en todo del varón.

Pablo, al recordarle a Timoteo, como también lo hará con Tito, los requisitos que ha de reunir un pastor, le dice que ha de ser «marido de una mujer» (1 Ti 3:2; Tit 1:6). No entraré a debatir las posibles interpretaciones del texto, solo al hecho de que, por lo general el pastor está casado, tiene esposa y esa esposa es «la pastora». Lo cierto es que el pastorado es cosa de dos: el marido y la mujer. Dos seres humanos —personas— como ha quedado claro antes, con características personales propias, pero que trabajan juntos y en armonía en la obra de Dios, formando el equipo de trabajo básico. Al complementarse mutuamente, pueden ayudar tanto a hombres como a mujeres, cada uno según sus necesidades específicas. Hay problemas de hombres, y hay problemas de mujeres. Una es la psicología masculina y otra muy distinta la femenina. Cada sexo responde a estímulos diferentes en muchos asuntos que les son propios; responden emocionalmente en forma diferente, y necesitan ser comprendidos cada uno según su carácter propio. La mejor fórmula pastoral es la compuesta por un hombre y una mujer. No es que no pueda ser de otra manera, pero es evidente que juntos podrán hacer frente en mejor y mayor manera a los retos que plantea el ministerio pastoral. No olvidemos que “en el Señor, ni el varón es sin la mujer ni la mujer sin el varón” (1 Co 11:11). Ciertamente es este un texto aislado, sacado de su contexto, pero creo que algo interesante puede transmitirnos a nosotros hoy y aquí, pues expresa todo un principio.

Ser pastor implica muchas cosas. Los requisitos pastorales a los que me he referido antes, expuestos por Pablo en su primera carta a Timoteo y en la única que nos consta que escribiera a Tito, son muchos y exigentes. Las esposas no se escapan de estos requisitos. Si no es fácil ser pastor, tampoco lo es ser esposa o cónyuge de pastor. Con frecuencia son ellas las que sufren los mayores ataques por parte de quienes tratan de atacar al ministerio. También ellas soportan una gran parte de la presión propia del ministerio, pues mientras el marido se dedica en cuerpo y alma a los fieles, ellas cargan en muchas ocasiones con la responsabilidad de los hijos y del hogar —sin olvidar la atención y el cuidado del marido, que también cuenta— en una situación de gran soledad y, en muchas ocasiones, de incomprensión.

Dice el pastor brasileño Jaime Kemp en su libro Pastores en Perigo, “Creo que una de las personas más sacrificadas y machacadas de la iglesia evangélica es la esposa del pastor”.9 Es una realidad constatada continuamente en las iglesias y en las familias pastorales.

Nuestro modelo pastoral hoy es, generalmente, el de un hombre, «el pastor», casado con su esposa, «la pastora», aunque no siempre se la reconozca así. Él pastor puede haber sido contratado, o no. Si disfruta de la bendición de recibir un sueldo, se espera de él que responda con eficiencia a ese sueldo que se le paga. Pero las más de las veces la iglesia no solo requiere que el pastor trabaje para la congregación que le paga, sino que lo haga también la esposa a título gratuito. Y de los hijos, ya hablaremos cuando llegue el momento.

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8. En mi libro Pastores para el siglo XXI, (CLIE, 2018) dedico todo un capítulo a defender la posibilidad de que las mujeres ejerzan el ministerio, incluido el ministerio pastoral. No repetiré aquí los mismos argumentos, pues están disponibles en el citado libro. Daré, pues, por sentado tal posición teológica.

9. Jaime Kemp, Pastores en perigo, Hagnos, Saô Paulo, 2006, 170.

CAPÍTULO 3

Esposo, padre… hijo, hermano

Así pues, el pastor es una persona; hombre o mujer. Pero sus condicionamientos no quedan ahí, pues no es un ser humano aislado en medio del universo o de la comunidad cristiana: como nacido tiene o ha tenido padre y madre, es posible que hermanos o hermanas y, como dijimos en el capítulo anterior, por lo normal tiene esposa si es varón, o esposo si es mujer.

¿Qué quiere decir esta otra obviedad?

Algo muy sencillo, pero en lo que desgraciadamente no siempre reparamos en la práctica: que además de las funciones propias de su ministerio, el pastor tiene otras funciones naturales a las que también ha de atender; que no es un ser aislado en medio de la sociedad o, incluso, de la iglesia. Digo esto por un doble motivo: por un lado, porque en ocasiones el mismo pastor olvida esas responsabilidades en perjuicio de sus familiares más directos y, por tanto, de su propio ministerio. Por otro lado, es la propia iglesia —es decir, quienes la componen, personas igualmente, hombres y mujeres como él o como ella, que también tienen familia a la que atender— la que lo olvida, exigiendo de sus pastores una dedicación que supera lo correcto y olvida sus otras responsabilidades como miembro de una familia cristiana.

Los pastores tenemos familia, somos familia, porque además la familia forma parte del plan de Dios desde el comienzo de los tiempos. El texto de referencia más antiguo es: “Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gn 2:24). El hombre, cuando se une en matrimonio a su mujer, constituye con ella una nueva unidad, «una sola carne», que, en la manera de entender las cosas del mundo hebreo, no se refiere solo a lo físico, pues aquí, como en otros textos, cuando se habla de «carne» se está refiriendo a todo el ser humano. El hombre y la mujer, unidos en matrimonio, son uno, no dos: una mitad y otra mitad (Eva es el desdoblamiento de Adán, uno de sus costados, no solo una costilla, que es una traducción imperfecta: «hueso de mis huesos y carne de mi carne», diría Adán; es decir, parte de sí mismo). Ambos han debido abandonar a sus respectivos padres, para poder ser plenamente lo que ahora les toca ser: esposo y esposa y, en consecuencia, posibles padre y madre a su vez. Pero ese abandono de sus padres no es un abandono total y definitivo, pues como hijos, aunque ahora sean una entidad independiente, les toca la responsabilidad de atenderlos en su vejez. Se trata de constituir una entidad familiar a parte e independiente, pero no excluyente.

Dice la Escritura: “Si alguna viuda tiene hijos o nietos, aprendan estos primero a ser piadosos para con su propia familia y a recompensar a sus padres, porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios (…) Manda también esto, para que sean irreprochables, porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo”. (1 Ti 5:4,7-8).

Conocí en una capital europea a un pastor de cierta edad, mayor que yo, por cierto, que cuidaba con esmero a su padre anciano. No eran pocas las responsabilidades, ni las atenciones que debía prodigarle. Para mí fue un ejemplo de devoción. Todo un testimonio. Y todo el mundo sabe lo que significa cuidar a una persona anciana, dependiente en su totalidad del cuidado y del amor de sus familiares más próximos. Una responsabilidad así significa tiempo, energías, gastos, y una atención permanente hacia la persona anciana. Afortunadamente, en el caso mencionado aquí, la congregación era plenamente consciente de la situación de su pastor y no había problema ni reproche alguno, pero no siempre es así. Hay situaciones en las que las congregaciones se manifiestan muy exigentes y egoístas, llegando a la desconsideración hacia sus pastores. Así es en general la naturaleza humana, y las iglesias están compuestas por seres humanos, tan humanos como los pastores y sus familias. ¿Has vivido alguna vez ciertas reuniones de los consejos de iglesia, o asambleas generales, en los que prevalecen criterios que jamás deberían primar en el tratamiento de los «asuntos» del Reino? Las cosas no deberían de ser así, pero desgraciadamente, con cierta frecuencia lo son. A veces la mezquindad llega a niveles impensables. Todo depende del nivel de espiritualidad de las congregaciones o, mejor dicho, de los creyentes. Es evidente que donde prevalece la espiritualidad, donde gobierna el Espíritu y el amor de Dios es fruto natural y abundante, las situaciones negativas y desagradables se producirán en bastante menor medida que cuando imperan la carnalidad y los intereses personales. El apóstol Pablo resalta en su carta a los filipenses el interés de Timoteo por los hermanos, pero lo hace en contraste con lo que parecía ser bastante normal, “pues todos —escribe— buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús. (Flp 2:21).

Además de los padres, los pastores pueden tener hermanos, otro foco de atención y de dedicación en la medida que corresponda, aunque normalmente menos comprometida. Simplemente lo menciono aquí en el sentido de que también esa relación puede existir y demandar cierto nivel de dedicación. En ocasiones, son inconversos, pero no por eso dejan de ser hermanos por los que hemos de preocuparnos, especialmente para que conozcan al Señor a través de nuestro testimonio.

Pero el punto de conflicto más importante para los pastores en cuanto a sus relaciones familiares y la iglesia suele darse mayormente en lo que tiene que ver con su esposa y con los hijos.

Hasta hace no mucho tiempo, la mayor parte de los pastores eran varones. Por eso me refiero aquí a la esposa del pastor como posible foco del problema: hablo de los ataques dirigidos contra ella por parte de creyentes inmaduros y caprichosos, a fin de desestabilizar el ministerio pastoral o como medio de socavar la autoridad pastoral. Siempre ha sido más fácil atacarla a ella, por diversas razones.

Conociendo muchas parejas pastorales, puedo decir que el equilibrio ministerial puede ser muy diverso: en algunos casos el mayor peso aparente del ministerio recae sobre él, ocupando ella una posición discreta, donde no se la nota mucho, lo cual no quiere decir que no ejerza una influencia decisiva sobre su marido e incluso sobre la iglesia. En este caso, puede suceder que se la ignore, o que se la ataque, precisamente por su discreción, reclamándosele que sea de otra manera, más «activa», más «líder», más de todo. Nadie conoce su labor equilibrante, ni sus oraciones o consejos, ni su trabajo anónimo y desinteresado pero eficaz en muchas áreas de ministerio. En otros casos, puede que la esposa y el esposo vayan bastante a la par en cuanto a su trabajo, visibilidad y efectividad ministerial. Tanto él como ella están al mismo nivel y la iglesia así lo percibe y lo reconoce. En este caso no faltarán quienes opinen que ella toma demasiado protagonismo en el ministerio, o que él le deja demasiado espacio y que se deja gobernar, o cualquier otra apreciación descalificadora. Por último, en el otro extremo, hay parejas ministeriales en las que ella tiene más ministerio pastoral que él. No se crea el lector que esto no puede ser, o que tal cosa es una anomalía bíblica. Es un hecho en muchas parejas pastorales; sucede, y no parece que Dios lo desapruebe, pues si bendice su labor será por algo. En estos casos, quizá el más atacado pueda ser él, o ambos a una vez. Me refiero a situaciones naturales, en las que no hay abuso ni desorden, sino que de manera natural y sin conflicto así sucede. No me refiero en absoluto a esos otros casos, que también existen, en los que la mujer «domina» sobre el marido ahogando su personalidad y, con una falta de respeto absoluta, lo somete para que se haga lo que ella dice, menoscabando y suplantando así su autoridad. Una situación así no es en absoluto deseable y debe ser corregida, por supuesto.

Recordemos, pues, que el pastorado es cosa de dos, porque esos dos son uno. De ahí la importancia que tiene la elección del cónyuge para aquellos y aquellas que son llamados al ministerio, porque decidirse por la persona equivocada puede arruinar el ministerio, e incluso la vida cristiana, mientras que hacer la elección correcta en la voluntad de Dios significará el éxito y la bendición, no en vano la voluntad de Dios es «lo bueno, lo agradable y lo perfecto». Los jóvenes que se sienten llamados al ministerio deben ser conscientes de esto, y buscar a Dios y el consejo de sus mayores (padres, pastores, etc.) antes de dejarse llevar por las apariencias y la emoción, y tomar decisiones de las que se lamentarán toda o buena parte de sus vidas. Si hoy el divorcio afecta a tantos creyentes, cuando no debería ser así, es en muchas ocasiones debido a la ligereza y poca espiritualidad con que tantas veces los jóvenes abordan el asunto de su futuro matrimonial.

Por último, es bastante normal que una pareja tenga hijos y, en consecuencia, que los pastores, si estamos casados, como es lo natural, también los tengamos. Mis pastores que me instruyeron en la palabra de Dios y me guiaron al ministerio, no tenían hijos. Eran personas extraordinarias, de una dedicación total a la obra de Dios. Su visión que nos transmitieron, inmensa. Su corazón en pleno estaba en las cosas de Dios. Pero el no tener hijos les hacía carecer de un punto de comprensión hacia ciertas situaciones que ellos trataban en consecuencia con una cierta rudeza y falta de flexibilidad.