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Plan Colombia. Atrocidades, aliados de Estados unidos y activismo comunitario

Resumen

En Plan Colombia John Lindsay-Poland narra la masacre ocurrida en 2005 en la Comunidad de Paz de San José de Apartadó y la subsiguiente investigación, encubrimiento oficial y respuesta de la comunidad internacional. Examina cómo la asistencia militar multimillonaria provista por EE. UU. así como la indiferencia oficial, contribuyeron a las atrocidades cometidas por el ejército colombiano. Con base en su activismo en derechos humanos y entrevistas a oficiales del ejército, miembros de las comunidades y defensores y defensoras de derechos humanos, Lindsay-Poland describe iniciativas de base en Colombia y EE. UU. que resistieron las políticas de militarización y crearon alternativas a la guerra. A pesar de contar con pocos recursos, estas iniciativas ofrecieron modelos para construir relaciones justas y pacíficas entre Estados Unidos y otras naciones. Sin embargo, a pesar de las muertes de civiles y las atrocidades documentadas, Washington consideró que la campaña contrainsurgente del Plan Colombia fue tan exitosa que se convirtió en un modelo dominante para la intervención militar estadounidense alrededor del mundo.

Palabras clave: Plan Colombia, narcotráfico, Colombia, Estados Unidos, relaciones internacionales, planes de desarrollo, política y gobierno.

Plan Colombia. U.S. Ally Atrocities and Community Activism

Abstract

In Plan Colombia John Lindsay-Poland narrates a 2005 massacre in the San José de Apartadó Peace Community and the subsequent investigation, official cover-up, and response from the international community. He examines how the multibillion-dollar U.S. military aid and official indifference contributed to the Colombian military's atrocities. Drawing on his human rights activism and interviews with military officers, community members, and human rights defenders, Lindsay-Poland describes grassroots initiatives in Colombia and the United States that resisted militarized policy and created alternatives to war. Although they had few resources, these initiatives offered models for constructing just and peaceful relationships between the United States and other nations. Yet, despite the civilian death toll and documented atrocities, Washington, DC, considered Plan Colombia's counterinsurgency campaign to be so successful that it became the dominant blueprint for U.S. military intervention around the world.

Keywords: Plan Colombia, drug trafficking, Colombia, United States, international relations, development plans, politics and government.

 

Citación sugerida / Suggested citation
Lindsay-Poland, John. Plan Colombia. Atrocidades, aliados de Estados unidos y activismo comunitario. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2020.
https://doi.org/10.12804/tp9789587844412

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PLAN COLOMBIA

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PLAN COLOMBIA

Atrocidades, aliados de Estados Unidos
y activismo comunitario

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JOHN LINDSAY-POLAND

Traducción de

Andrea Parra

Lindsay-Poland, John

Plan Colombia. Atrocidades, aliados de Estados Unidos y activismo comunitario / John Lindsay-Poland; traducción Andrea Parra. -- Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2020.

Incluye referencias bibliográficas.

1. Plan Colombia. 2. Narcotráfico - Colombia - Estados Unidos. 3. Relaciones internacionales - Colombia - Estados Unidos. 4. Planes de desarrollo - Colombia - 1999. 5. Colombia - Política y gobierno - 1999. I. John Lindsay-Poland II. Universidad del Rosario III. Título.

 

303.6 SCDD 20

Catalogación en la fuente -- Universidad del Rosario. CRAI

JAGH

Mayo 22 de 2020

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

Las opiniones expresadas en el presente texto son exclusivas del autor y no reflejan y/o representan necesariamente la postura oficial de la Universidad del Rosario.

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Ciencia Política

© Editorial Universidad del Rosario

© Universidad del Rosario

© John Lindsay-Poland

© Andrea Parra, por la traducción

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 Nº 12B-41, oficina 501

Teléfono 297 02 00

editorial.urosario.edu.co

Primera edición en español: Bogotá D. C., 2020

ISBN: 978-958-784-440-5 (impreso)

ISBN: 978-958-784-441-2 (ePub)

ISBN: 978-958-784-442-9 (pdf)

https://doi.org/10.12804/tp9789587844412

Primera edición en inglés: Plan Colombia. U.S. Ally Atrocities and Community Activism,
Duke University Press, 2018

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Diseño de cubierta: Juan Ramírez

Diagramación: Precolombi EU-David Reyes

Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

Hecho en Colombia

Made in Colombia

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo por escrito de la Editorial Universidad del Rosario.

Dedicado a todas las personas de la

Comunidad de Paz de

San José de Apartadó

y

a Helen Lindsay

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Mapa 1. Colombia. Por Douglas Mackey

Autor

John Lindsay-Poland es Asociado de Justicia Restaurativa en la organización American Friends Service Committee y autor de Emperadores en la jungla: La historia escondida de Estados Unidos en Panamá, publicado por el Instituto de Estudios Nacionales de la Universidad de Panamá, 2003.

Contenido

Abreviaturas

Agradecimientos

Prólogo

Introducción. Desafíos al excepcionalismo estadounidense

1. La guerra más larga de todas. Influencia militar de Estados Unidos en Colombia, 1952-1995

2. Guerra en la Frontera

3. Cómo se vendió el Plan Colombia

4. “Queremos testigos”. Acompañamiento humanitario en San José de Apartadó

5. El mapa de nuestra guerra. La asistencia militar a Colombia y sus usos

6. Matando el futuro

7. Proyectos de vida

8. Secuelas y encubrimiento de la masacre

9. Generalizado y sistemático. Dinámicas del asesinato “legalizado”

10. El efecto estadounidense. Impacto sobre los “falsos positivos”

11. Investigación de la masacre

12. Un encuentro con el poder

13. Guerra Judicial

14. Lecciones aprendidas de la política pública estadounidense

Conclusiones. Arco de impunidad

Bibliografía

Abreviaturas

ACCU

Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá

ACIN

Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca

ACOOC

Acción Colectiva de Objetores y Objetoras de Conciencia

AFL-CIO

American Federation of Labor and Congress of Industrial Organizations (Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales)

ANUC

Asociación Nacional de Usuarios Campesinos

ASFADDES

Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos

ATCC

Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare

AUC

Autodefensas Unidas de Colombia

CCEEU

Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos

CIA

Central Intelligence Agency (Agencia Central de Inteligencia)

CINEP

Centro de Investigación y Educación Popular

CSN

Colombia Support Network (Red de Apoyo a Colombia)

DAS

Departamento Administrativo de Seguridad

DEA

Drug Enforcement Administration (Agencia policial contra las drogas)

DIH

Derecho internacional humanitario

DRL

Bureau of Democracy, Human Rights, and Labor (Oficina de democracia, derechos humanos y trabajo)

ELN

Ejército de Liberación Nacional

EPL

Ejército Popular de Liberación

FARC

Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Después de los acuerdos de paz se convirtieron en el partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común

FBI

Federal Bureau of Investigation (Oficina Federal de Investigación)

Fedegan

Federación Colombiana de Ganaderos

FMF

Foreign Military Funding (Financiación Militar Exterior)

FOR

Fellowship of Reconciliation (Movimiento por la Reconciliación)

GAULA

Grupos de Acción Unificada por la Libertad Personal

IMET

International Military Education and Training (Educación y Capacitación Militar Internacional)

Insitop

Informe de Situación de Tropas

ISS

Infrastructure Security Strategy (Estrategia de Seguridad de Infraestructura)

JCET

Joint Combined Exchange Training (Capacitación Conjunta y Combinada de Intercambio)

JPM

Justicia Penal Militar

JSOU

Joint Special Operations University (Universidad de Operaciones Especiales Conjuntas)

NSA

National Security Agency (Agencia Nacional de Seguridad)

OEA

Organización de Estados Americanos

ONG

Organización(es) no gubernamental(es)

ONIC

Organización Nacional Indígena de Colombia

ONU

Organización de Naciones Unidas

OTAN

Organización del Tratado del Atlántico Norte

PBI

Brigadas Internacionales de Paz (Peace Brigades International)

PNC

Policía Nacional de Colombia

Pepes

Perseguidos por Pablo Escobar

PGN

Procuraduría General de la Nación

Recorre

Red Nacional de Iniciativas Ciudadanas por la Paz y contra la Guerra

RIME

Regional de Inteligencia Militar del Ejército

Sintrainagro

Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria Agropecuaria

SOA

School of the Americas (Escuela de las Américas del Ejército de Estados Unidos)

SouthCom

U.S. Southern Command (Comando Sur de Estados Unidos)

UP

Unión Patriótica

USOC

U.S. Office on Colombia (Oficina de EE. UU. sobre Colombia)

WHINSEC

Western Hemisphere Institute for Security Cooperation (Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad)

WOLA

Washington Office on Latin America (Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos)

Agradecimientos

No hay manera posible de enumerar a todas las personas que a sabiendas o no, contribuyeron a esta investigación y a la elaboración de este libro. A pesar de ello, les guardo profunda gratitud.

Colombia aún vive un conflicto violento en el que la información se usa para castigar y hacer daño a quienes alzan su voz o a aquellos de quienes se habla.

Muchas personas defensoras de derechos humanos, oficiales retirados del ejército, funcionarios civiles y víctimas de violaciones de derechos humanos hablaron conmigo extraoficialmente o con la condición de que su identidad no fuera revelada, mientras que otras personas lo hicieron sin esa condición.

Por nombre, agradezco primero a los líderes y las lideresas y a miembros de la Comunidad de Paz de San José, incluyendo a quienes hicieron visitas a Estados Unidos gracias a la gestión del Movimiento de Reconciliación (Fellowship of Reconciliation FOR): Gildardo Tuberquia, Javier Sánchez, Brigida González, Renato Areiza, Jesús Emilio Tuberquia. Agradezco también a Cecilia Zárate-Laun de Colombia Support Network y a Eduar Lancheros por presentarme en la Comunidad de Paz. Sus muertes son una pérdida enorme.

No podría haber escrito este libro sin haber colaborado en proyectos previos con Alberto Yepes, Adriana Pestana y otros miembros de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos. Muchos defensores y defensoras de derechos humanos en Bogotá, Medellín, Apartadó, Huila, y Arauca organizaron entrevistas, me dieron información de contacto y me ofrecieron sus perspectivas. Entre ellas están el Padre Javier Giraldo, Liliana Uribe de la Corporación Justicia Libertad, Rosa Liliana Ortiz del Observatorio Surcolombiano de Derechos Humanos y otros más que son muchos o cuya vida corre riesgo si divulgo su identidad. Gabriel Arias, Camilo Bernal y Michael Reed Hurtado de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas por los Derechos Humanos en Colombia siempre fueron de gran ayuda.

Los oficiales del ejército tanto colombiano como estadounidense, soldados y funcionarios diplomáticos que generosamente me concedieron entrevistas, aunque con frecuencia de manera extraoficial o en comentarios aparte, fueron de gran ayuda para entender tanto sus instituciones como la asistencia militar estadounidense a Colombia. Maiah Jaskoski de la Naval Postgraduate School y Kara Oryan y José Torres de la National Defense University me ayudaron a contactar y entrevistar docentes y egresados de sus instituciones. El personal del Congreso de EE. UU. fue de gran ayuda informando mi análisis o dándome acceso a información. Estas personas incluyen Tim Rieser, Sascha Foertsch, Michael Kuiken, Asher Smith, Cindy Buhl, Teddy Miller, Emily Mendrala y Jonathan Stivers.

Muchas personas generosamente compartieron conmigo documentos y otra información clave, incluyendo a Moira Birss, Gwen Burnyeat, Leah Carroll, Michael Evans, David Feller, Janice Gallagher, Lisa Haugaard, Adam Isacson, Oliver Kaplan, Sarah Kinosian, María Milena Méndez, Jorge Molano, Diana Murcia, Paul Paz y Mino, personal de Peace Brigades International (PBI) Colombia, Renata Rendón, Francesc Riera, William Rozo, Christian Salazar, Matt Schroeder, Arlene Tickner, Paola Torres, Gustavo Trejos, Alirio Uribe, Sarah Weintraub y Paul Wolf. Karen Mejía y Liliana Ávila García me ayudaron a solicitar información en Colombia.

He aprendido mucho de mis pares intelectuales y cronistas, incluyendo a Sandra Álvarez, Enrique Daza, Nadja Drost, Jenny Escobar, Chris Kraul, Francisco Leal Buitrago, Alex Sierra, Winifred Tate, Curt Wands y Michael Weintraub.

Tomás Monarrez, Emiliano Huet-Vaughn, Lucia Chiappara y Gitanjali Shukla me ayudaron con gran generosidad a entender relaciones estadísticas en derechos humanos y datos de cooperación, mientras que Camice Revier, Emily Schmitz, Isabel Moris, Daniel Horgan, Seth Kershner y Leah Vincent me ayudaron en el manejo de datos. David Figueroa y Jamie Connatser transcribieron varias entrevistas.

Estoy profundamente agradecido con Jesús Abad Colorado y Jutta Meier Wiedenbach por haberme dado su amable permiso para usar las impresionantes fotografías que tomaron en San José de Apartadó. Fue una fortuna que James Groleau hiciera el arte de la portada. Douglas Mackey muy gentilmente produjo los mapas usados en este libro.

Siempre estaré agradecido con Cristina Espinel y Charlie Roberts por su hospitalidad a lo largo de tantos años. Los equipos de PBI y FOR, Sara Koopman y Alberto Yepes muy amablemente me recibieron en Colombia.

FOR y American Friends Service Committee han sido hogares que me han prestado mucho apoyo para esta investigación y escritura. El apoyo de FOR para el trabajo en Colombia jugó un papel crítico para mi proceso de aprendizaje a lo largo de los años. Agradezco al personal de FOR, especialmente a Jutta Meier Wiedenbach, Susana Pimiento, Liza Smith, Candice Camargo, Pat Clark y Mark Johnson así como al equipo de FOR en Colombia que trabajaban allí durante el período descrito en este libro, incluyendo Patricia Abbott, Isaac Beachy, Moira Birss, Kevin Coulombe, Chris Courtheyn, Joe DeRaymond, Mireille Evans, Denise Fraga, Janice Gallagher, Brad Grabs, Marion Hiptmair, Amanda Jack, Paul Kozak, Aimee Krouskop, Marcie Ley, Dan Malakoff, Chris Moore-Backman, Mayra Moreno, Camila Nieves, Jon Patberg, Lily Ray, Renata Rendón, Nico Udu-gama, Gilberto Villaseñor, y Sarah Weintraub.

La editorial de Duke University ha sido de gran apoyo con enorme paciencia y agradezco especialmente a Gisela Fosado, Lydia Rose Rappoport-Hankins, Stephanie Gomez Menzies y Liz Smith. Mis sinceros agradecimientos a las cuatro personas que ofrecieron comentarios anónimos al manuscrito.

Agradezco a Andrea Parra por su hábil traducción del manuscrito y a Carolina Rudas por su asistencia en la traducción. También agradezco la financiación obtenida para esta investigación, de Open Society Foundations, Appleton Foundation, Fund for Nonviolence, Latin America Working Group y Nonviolent Peaceforce. Global Exchange, Pacifistas sin Fronteras y el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo aprobaron recursos adicionales para viajar a Colombia.

También estoy muy agradecido con Juan Felipe Córdoba, Ingrith Torres Torres y todo el equipo de la Editorial de la Universidad Rosario, por comprometerse generosamente con la publicación del texto en Colombia y en español y hacerlo tan hábilmente.

Agradezco especialmente a un grupo de personas por su apoyo moral y amistad. He sido extremadamente afortunado de estar bien acompañado durante la escritura de este libro por Chris Courtheyn, Peter Cousins, Cristina Espinel, Dana Frank, Charlie Roberts, Janey Skinner, Jenine Spotnitz y Winifred Tate, quienes leyeron y comentaron apartados o la totalidad del texto. Con Dana Frank tengo una deuda particular por la detallada lectura que hizo del manuscrito cuando realmente se necesitaba. Leah Carroll, Jenny Escobar, Patrick Sullivan y David Vine me dieron ánimos en momentos cruciales. Gracias a Lora Lumpe por sus preguntas, ediciones y ayuda institucional y a Janice Gallagher por su investigación y acompañamiento.

Como siempre, agradezco profundamente a mi madre, Helen Lindsay, quien me mostró cómo ser activista y a James Groleau, el amor de mi vida.

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Mapa 2. Apartadó. Por Douglas Mackey

Prólogo

La fuerza no funciona como sus defensores parecen creer, pues usarla no muestra a la víctima la grandeza de su adversario. Al contrario, revela su debilidad e incluso su pánico; dicha revelación infunde a la víctima con paciencia. Más aún, en última instancia es fatal generar demasiadas víctimas, pues el vencedor no puede hacer nada con ellas, porque ya no le pertenecen a él sino a sí mismas.

JAMES BALDWIN, No Name in the Street

En la mañana del día en que lo asesinaron, lunes 21 de febrero de 2005, Luis Eduardo Guerra se despertó en casa de su madrastra, Miryam Tuberquia, en una pequeña vereda de la serranía colombiana de Abibe llamada Mulatos. Durante los tres días previos, se había desarrollado un brutal combate entre el ejército, tropas paramilitares aliadas de éste y la guerrilla en medio del denso follaje y empinadas trochas cercanas a su casa.

El sábado en la tarde, Luis Eduardo se fue a pie hasta Mulatos desde su casa en el centro de San José de Apartadó, junto con su hijo Diener, de once años de edad y su novia, Beyanira Areiza. Tenía la costumbre de visitar a Miryam más o menos una vez al mes y ese día tenía planes de recoger granos de cacao en el terreno adyacente a la casa, en donde también cultivaba maíz y fríjoles. Pensaba volver a San José al día siguiente. El domingo, sin embargo, el combate se intensificó y decidieron quedarse en la casa de Mulatos por precaución. El ejército había asesinado un guerrillero conocido como Macho Rusio en una vereda cercana.

Luis Eduardo no empacó su almuerzo cuando salió de la casa el lunes en la mañana cerca de las 7:00 a. m. y le dijo a Miryam que volvería como a las 3:00 p. m. Salió acompañado por Diener, Beyanira y su medio hermano Darío, a quien le decían El Gurre.1 La serranía de Abibe, localizada en el noroccidente colombiano se compone de tierras escarpadas, tropicales y muy fértiles. Los caminos conectan las veredas que quedan en la serranía; las personas se movilizan a pie, en mula o a caballo, con frecuencia atravesando lodo rocoso, pues reciben más de 2500 mm de lluvia al año. De hecho, la zona en la que se ubica la casa de Miryam es conocida como El Barro. El corregimiento de San José se extiende a lo largo de más de 300 kilómetros cuadrados en el costado occidental de la serranía. El terreno escarpado y su ubicación lo hicieron un lugar preferido por civiles que querían escapar la violencia política, así como insurgentes y otros grupos armados —primero Liberales que peleaban contra Conservadores entre 1948 y 1956 y desde finales de los sesenta, la guerrilla de izquierda, incluyendo las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).2 En los años noventa, el ejército, en alianza con grupos paramilitares de derecha, disputaban con la guerrilla el control de la zona, lo que ocasionaba frecuentes combates en áreas cercanas a caseríos campesinos y tierras de cultivo. En respuesta a esta situación, Luis Eduardo Guerra y otros campesinos en San José de Apartadó se declararon públicamente Comunidad de Paz en 1997. Ello significaba que no prestarían apoyo a ningún grupo armado, no se unirían a sus filas, no les venderían comida, no les darían información, ni transportarían sus armas. Se trataba de una estrategia de supervivencia ya que los grupos armados tomaban represalias en contra de civiles que colaboraran con el enemigo y también lo hicieron para poder quedarse y seguir trabajando la tierra.

El territorio que Luis Eduardo y su familia atravesaron aquel día era intensamente hermoso, con una rica diversidad de flora y fauna: árboles de maderas duras como la ceiba y la caoba colombiana, varias especies de palma, árboles florecidos que producen unos frutos de cáscara espinosa que parecen almendras, un sotobosque frondoso con docenas de tipos de orquídeas, trepadoras, bromelias y brillantes flores como las que se conocen como aves del paraíso, que colgaban cerca del camino. La serranía de Abibe es también el hogar de muchas especies de aves y en ocasiones, sus habitantes encuentran monos y tigrillos deambulando por ahí. Si no fuese por la guerra, podría ser un parque nacional.3

Esa mañana, mientras Luis Eduardo y sus familiares caminaban entre las pandas aguas del Río Mulatos, soldados y paramilitares espiaban el grupo desde río arriba y se escondieron para emboscarles.4 Cuando vieron los soldados, el Gurre les dijo que huyeran, pero Luis Eduardo se negó, diciendo que no tenía nada que esconder y de todas maneras, su hijo Diener, que tenía una grave herida en su pierna no habría podido correr. El Gurre decidió escapar y los hombres armados atacaron a Luis Eduardo, Beyanira y a Diener con machetes, decapitando al pequeño. Dejaron sus cuerpos a la orilla del río, expuestos al calor tropical y a los animales.

Más arriba en la montaña, a menos de una hora de camino, en una vereda llamada La Resbalosa, hubo fuego cruzado entre una tropa compuesta por ejército y paramilitares y un miembro de la milicia guerrillera llamado Alejandro Pérez, quien murió en el combate. La tropa también arrojó un mortero a una casa cercana que atravesó el techo de la cocina y cayó en la cabeza de Sandra Tuberquia causándole la muerte; la explosión se oyó desde las faldas montañosas del área.

Su esposo, Alfonso Bolívar Tuberquia, estaba escondido cerca con otros hombres del lugar, pero después de oír los disparos y la explosión corrió a su casa. Cuando llegó, los hombres armados tenían a sus dos pequeños hijos, Natalia y Santiago, de seis años y 18 meses de edad respectivamente, a quienes habían sacado de debajo de la cama, donde se habían escondido. El pequeño Santiago todavía estaba amamantando.5 Alfonso le suplicó a los hombres que no mataran a sus niños y que se lo llevaran a él. Pero los hombres los mataron a los tres con machetes y los cubrieron con una pila de hojas de cacao.

Dos días después, Renata Rendón, Trish Abbott y Joe DeRaymond estaban sentados en el patio trasero de una pequeña casa de madera en la vereda de La Unión, ubicado a seis horas a pie de Mulatos, cuando recibieron las alarmantes noticias. Rendón, entonces de 26 años de edad, creció en la ciudad de Nueva York, hija de un nativo de Medellín. Abbott, de 24 años, provenía de Newcastle, Inglaterra y había llegado a Colombia apenas hacía un mes, mientras que DeRaymond era bastante mayor, de 54 años, un hombre taciturno de la región de las plantas siderúrgicas de Pensilvania Oriental que había sido auxiliar jurídico en su país. Los tres trabajaban para la organización estadounidense Movimiento de Reconciliación (Fellowship of Reconciliation, FOR), cuya misión es promover la paz y que había establecido un equipo de dos a tres personas voluntarias en San José tres años antes, con el fin de prestar acompañamiento y aumentar la seguridad de sus residentes.

El día anterior, a inicios de la tarde del 22 de febrero, habían escuchado un helicóptero del ejército lanzar tres cohetes y disparar ametralladoras durante veinte minutos. El helicóptero sobrevoló La Unión, pasando frente a una cruz de gran tamaño ubicada en la cima de una montaña a las afueras del pueblo, poco antes de que terminara el combate. Luego todo quedó en calma.

Wilson David, un joven líder comunitario con cara angelical y que hablaba muy rápido, llegó a la casa con rostro cenizo y temblando, a contarles que Luis Eduardo Guerra, su familia y otras cinco personas habían sido masacradas en un caserío en las montañas. Ocho personas habían sido asesinadas, incluyendo tres niños. Wilson les preguntó a los extranjeros si lo acompañarían a él y a otros líderes y lideresas al centro del pueblo, desde donde un grupo más grande partiría hasta el lugar de la masacre. Respondieron que sí.

El viernes temprano, un grupo de cerca de cien personas de la comunidad, así como Rendón y Abbott, dos personas voluntarias internacionales en temas de salud y activistas de derechos humanos, salieron del centro de San José para atravesar las empinadas trochas hasta La Resbalosa.

Al llegar a la casa en la que un testigo había descubierto la tumba poco profunda y aun fresca en La Resbalosa, fueron testigos de cómo los investigadores de la fiscalía desenterraron los cuerpos trozados de la familia de Alfonso Tuberquia. Sin embargo, los cuerpos de Luis Eduardo, Beyanira y Diener no estaban allí. “Por un momento pensamos que tal vez Luis Eduardo había sobrevivido” dijo después otro líder comunitario, Gildardo Tuberquia (no era familiar de las víctimas).

Fue entonces cuando escucharon que los otros cuerpos habían sido encontrados a orillas del Río Mulatos, a una hora de camino por la montaña. Una delegación se separó del grupo y se encaminó hacia el lugar, en donde encontró los restos de Luis Eduardo, Beyanira y Diener. El cráneo del muchacho estaba separado del resto del cuerpo. El grupo de la comunidad y los acompañantes internacionales hicieron vigilia cerca de los cuerpos para evitar que llegaran aves carroñeras. Esperaron toda la noche y todo el día siguiente y de nuevo toda la noche, mientras la batería del teléfono satelital de los voluntarios internacionales se descargaba y empezaron a considerar sacar ellos mismos los cuerpos. Sin embargo, finalmente llegó una unidad legal de investigación en la mañana del domingo para hacer el levantamiento de los cuerpos y recolectar evidencia.

Para el momento de la masacre, habían sido asesinadas 115 personas pertenecientes a la Comunidad de Paz desde que se declararon como tal en 1997, mientras que otras tantas habían sido desaparecidas forzosamente, bombardeadas, heridas, amenazadas, desplazadas, torturadas o detenidas ilegalmente. Los paramilitares, que operaron con el visto bueno de la Brigada Decimoséptima del ejército, o los militares mismos, habían asesinado 97 miembros de la comunidad, mientras que la guerrilla de las FARC había asesinado 19.6

¿Por qué los actores armados, especialmente la alianza ejército-paramilitares, designaron como objetivo de una violencia brutal e incansable a una comunidad que abiertamente se comprometió con la no violencia y se rehusó a apoyarlos? ¿Qué amenaza representaban? ¿Por qué asesinaron a Luis Eduardo Guerra y a Alfonso Bolívar y a las mujeres y los niños de sus familias? ¿Y por qué los militares participaron tan descaradamente, sin siquiera ocultar sus uniformes o negar su responsabilidad directa?

La comunidad representaba una piedra en el zapato para los adversarios, quienes consideraban inaceptable que las comunidades de las zonas en las que operaban, no cooperaran con ellos. Los paramilitares tomaron control de la región de Urabá en el noroccidente colombiano a punta de sangre y bala entre 1995 y 1998, desterrando a las guerrillas armadas y la Izquierda de los sindicatos, los poblados y la mayoría de las comunidades rurales en donde habitaban personas campesinas y afrocolombianas. Incluso las poblaciones que durante ese período se autodenominaron comunidades de paz con acompañamiento de la Iglesia Católica, posteriormente bajaron sus perfiles, terminaron conviviendo con guerrilleros o paramilitares o se desplazaron a pueblos más grandes en donde sus proyectos de paz y neutralidad se disiparon. A excepción de algunas comunidades indígenas y afrocolombianas, la Comunidad de Paz de San José de Apartadó demostró ser la única excepción frente al monopolio de la fuerza ejercida por el ejército y los paramilitares sobre la población de la zona.

Con todo, estas respuestas generan nuevas preguntas. ¿Cuál fue el papel de Estados Unidos, tanto a nivel de política gubernamental —materializada principalmente a través del programa de miles de millones de dólares de asistencia militar conocido como Plan Colombia— como a nivel de la ciudadanía estadounidense que buscaba apoyar la comunidad y otras iniciativas similares? ¿Qué pudo haber prevenido estos crímenes? Y ¿Cuáles son las implicaciones del papel histórico que Estados Unidos ha jugado en la guerra colombiana en relación con el rol que ejerce en otros lugares del mundo?

Dar respuesta a estas preguntas requiere comprender el contexto del conflicto armado colombiano, así como la intervención estadounidense en el mismo.

Notas

1 Fiscalía General de la Nación. Testimonio de Myriam Tuberquia, Radicado 2138 el 9 de diciembre de 2005, Cuaderno 6, 258-261; 20 de diciembre de 2007, Cuaderno 11, 180-186.

2 Clara Inés García, Urabá: Región, Actores y Conflicto, 1960-1990. (Bogotá: CEREC, 1996), p. 48.

3 World Wildlife Federation. Northern South America: Northern Colombia. Consultado 15 de diciembre de 2019. http://www.worldwildlife.org/ecoregions/nt0137.

4 Molano, Jorge. 2012. “Demanda de Casación”. Manuscrito inédito. En archivo con el autor.

5 Ibid.

6 Algunos de los asesinados no eran miembros formales de la Comunidad de Paz, pero están listados en la base de datos de la comunidad. CINEP, 2005. “San Josesito de Apartadó: La Otra Versión”. Noche y Niebla.

Introducción

Desafíos al excepcionalismo estadounidense

Colombia (...) nos enseñó que la batalla por la narrativa es tal vez la lucha más importante de todas.

GENERAL JOHN F. KELLY, “Colombia’s Resolve Merits Support”

¿Cuál es el futuro de la intervención militar estadounidense en el mundo? Desde la Guerra Fría, los tomadores de decisiones en Washington se han comprometido cada vez más a fortalecer la capacidad militar de sus aliados a través de asistencia y adquisición de armamento, tal y como quedó de manera explícita en la estrategia militar de EE. UU. de 2015, la cual enfatiza las ideas de “desarrollar la capacidad de los aliados” y la “interoperabilidad”. Los líderes militares afirman en esa estrategia que el éxito “dependerá cada vez más de qué tanto nuestro instrumento militar pueda apoyar otros instrumentos de poder y habilitar nuestra red de aliados y socios”.1 La primera revisión de la estrategia, expedida por el presidente Trump en 2017, mantiene el énfasis en “un fuerte compromiso y una colaboración cercana con aliados y socios puesto que estos magnifican el poder de los Estados Unidos y extienden su influencia”.2

Colombia es el modelo más frecuentemente citado para este tipo de asistencia militar, tal y como lo proclama un amplio espectro de pensadores del establecimiento. Resultante de lo anterior, se instala una narrativa sobre Colombia como el “pupilo destacado” y los oficiales estadounidenses presentan a Colombia como el modelo a emular en otros conflictos. La asistencia militar de EE. UU. a Colombia desde la segunda mitad de los años noventa hasta 2017, en particular la serie de paquetes de cooperación conocidos como Plan Colombia, hoy sirve y —puede decirse que seguirá sirviendo— como el principal modelo de implementación de estrategia militar estadounidense.

Desentrañar el contexto en el que tienen lugar las decisiones sobre la intervención estadounidense —y sobre cómo los debates de política pública que interpretan el Plan Colombia informan esas decisiones— es por lo tanto, esencial para comprender los criterios y valores que delimitan la intervención militar de EE. UU. También es fundamental entender los resultados de la política exterior estadounidense en Colombia y las razones por las cuales las lecciones aprendidas por parte de la mayoría de quienes hacen política pública en Washington, por un lado, y por quienes defienden los derechos humanos por el otro, son diametralmente opuestas.

Estados Unidos ha mantenido y aumentado su dependencia en la capacitación y provisión de equipos a fuerzas armadas extranjeras, especialmente desde 2001 y es probable que continúe haciéndolo. Una versión de 2012 de la estrategia militar estadounidense a nivel global sostiene que “buscaremos ser el aliado preferencial en asuntos de seguridad, buscaremos nuevas alianzas con un mayor número de naciones —incluyendo aquellas en África y Latinoamérica […] utilizando ejercicios, presencia rotativa y capacidades de asesoría”.3 Dicha dependencia en sus socios se materializó en la asistencia estadounidense prestada a las fuerzas armadas y policiales al menos a 152 países en 2016. Entre 2010 y 2014, EE. UU. destinó más de 96 mil millones de dólares en asistencia militar y policial internacional, monto que representa el triple de lo gastado en ese rubro durante la década anterior.4

Aun así, como lo reportó la publicación Congressional Quarterly en 2013, “los altos mandos militares y quienes les respaldan, resaltan [que] es mucho más económico entrenar a otros para que combatan a nivel local que enviar personal militar estadounidense a hacerlo directamente”.5 Los despliegues masivos de tropas estadounidenses en Irak y Afganistán entre 2001 y 2009 demostraron ser grandes fiascos en diferentes niveles y tanto las lecciones como las críticas resultantes de dichas fallas establecieron un estándar mucho más alto para el envío de tropas de EE. UU. a otros lugares del mundo. Los enormes costos heredados de esas guerras en el presupuesto federal significaron la restricción de los gastos y la profundización de incentivos para operar en mayor medida a través de Estados clientes, los cuales terminan asumiendo una mayor parte de los costos.

El Plan Colombia como modelo

Durante el punto más alto de las operaciones de guerra de Estados Unidos en Irak y Afganistán, entre 2002 y 2008, Colombia tenía más personal militar y policial entrenado por EE. UU. que el que había en esos países en donde el país del Norte libraba una guerra con sus propias tropas. Un paquete masivo de cooperación antidrogas, militar y económico aprobado en el año 2000, conocido como Plan Colombia, se transformó, después de los ataques de septiembre 11 de 2001, en un programa abiertamente contrainsurgente con un compromiso de alto nivel por parte de EE. UU. con el Estado y el ejército de Colombia.

Veinticinco años después de que el presidente George H. W. Bush declarara una guerra contra las drogas en Latinoamérica en 1989, en monografías militares y testimonios ante el Congreso se usaban frases como “el milagro colombiano”, “camino a la recuperación” y “de vuelta del borde del abismo”.6 Colombia es el “modelo para ganar la batalla contra las insurgencias violentas” y “uno de los lugares en donde hicimos bien las cosas”, en palabras de un comandante militar a cargo de la región.7 Tales elogios son hechos rutinariamente tanto por demócratas como por republicanos y tanto por líderes militares como civiles. Colombia es “una de las grandes historias de Latinoamérica”, dijo John Kerry en su audiencia de confirmación como Secretario de Estado en 2013, o “un modelo de esperanza”, según el exdirector de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) David Petraeus.8 Los oficiales estadounidenses tampoco escatiman en elogios para el expresidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) y sus ministros, quienes, como me dijo un oficial del Pentágono en 2010, eran “los hombres precisos en el momento preciso–la teoría del gran hombre en plural”.9

Adicionalmente, Estados Unidos ahora financia personal colombiano para que capacite fuerzas militares y policiales en Centroamérica, México y otros países que aún no son certificados como “casos de éxito”. En efecto, Colombia se ha convertido en un “supercliente” de EE. UU. y su uso para capacitar las fuerzas armadas de otras naciones es citado como evidencia de que la capacitación dada fue un éxito. La práctica de usar a Colombia para entrenar los ejércitos de otras naciones fue iniciada en la antigua Escuela de las Américas (SOA por sus siglas en inglés), localizada en Fort Benning, Georgia, en donde el número de instructores colombianos casi se duplicó entre 2001 y 2011, a pesar de los riesgos de que la instrucción colombiana estuviera replicando las graves faltas de ética evidenciadas en la colaboración entre la policía y el ejército de Colombia con escuadrones de la muerte paramilitares y su involucramiento directo en muertes violentas de civiles.10

Washington reiteró este discurso cuando el presidente Juan Manuel Santos, Ministro de Defensa de la administración Uribe de 2006 a 2009, se comprometió a lograr una salida negociada de la guerra con la guerrilla de izquierda FARC en 2012. Para 2016, cuando se firmaron los acuerdos de paz, el argumento era que el compromiso de Estados Unidos con las fuerzas armadas de Colombia había traído la paz, lo que debía ser recompensado por Washington. Pero incluso en tiempos de paz, dicha recompensa incluía el aumento de la asistencia militar para expandir la presencia del ejército, supuestamente para prevenir “el vacío” generado por la desmovilización de las FARC, el cual podía ser ocupado por organizaciones criminales existentes.11 El Estado aliado que Estados Unidos rescata, reconstruye o apoya con su asistencia internacional, es casi siempre en principio de naturaleza militar, seguido cercanamente de un Estado que promueve la comercialización y privatización de sus propias funciones.

El Plan Colombia surge de una trayectoria de intervenciones estadounidenses en Colombia y otros lugares, así como de premisas de la élite para la realización de dichas intervenciones, como veremos más adelante, pero enfrentó actores de base que desafiaron tales premisas. Este libro demostrará que la asistencia militar estadounidense realizada durante el Plan Colombia, a la vez que servía como modelo para intervenciones futuras, tenía un impacto principalmente negativo sobre el respeto por los derechos humanos y la igualdad social.

Despliegue de tropas versus fuerzas clientelistas

Cuando el gobierno de Barack Obama anunció el aumento de tropas estadounidenses en Afganistán en 2009, el costo anual proyectado de su despliegue era de un millón de dólares por cada soldado, sin incluir costos post-misión, tales como beneficios médicos y pensión de discapacidad para veteranos, reemplazo de equipos, intereses sobre préstamos y costos de oportunidad.12 Obviamente, los soldados mismos nunca vieron la mayor parte de ese dinero. Sin embargo, los costos derivados del cuidado en salud a largo plazo para los veteranos de los conflictos de Irak y Afganistán —un área de disputa en sí misma entre quienes buscan disminuir los costos y los veteranos que requieren servicios— alcanzarán su pico treinta a cuarenta años después del despliegue militar y sumarán otros 300 mil dólares o más en moneda actual por cada soldado. Estos costos son más elevados que los derivados de conflictos anteriores, en tanto más veteranos sobreviven después de ser heridos o diagnosticados con condiciones de salud derivadas del trauma a la vez que los costos del sistema de salud se han disparado.13 En definitiva, los costos contractuales de transportar estos soldados, crear nuevas bases e instalaciones militares, entregar combustible y otros implementos, proveer “protección de los efectivos” y armarlos con toda la panoplia tecnológica del siglo XXI, eran mucho más altos que los de entrenar, armar y pagar a soldados afganos en su propio territorio.14

No es de sorprenderse entonces que a la vez que Obama enviaba 33 000 tropas adicionales para el “pico” que se presentó en 2010, Estados Unidos estaba tratando de expandir, tan rápido como se pudiera, el ejército y la policía de Afganistán, destinando grandes sumas de dinero en capacitación y equipamiento. Obama hizo el cálculo político de que dicho pico sólo duraría un tiempo limitado, después de lo cual los soldados serían retirados dejando que los afganos fueran quienes combatieran los enemigos de Washington. Esta es la razón por la que Afganistán fue el mayor receptor de asistencia militar y policial durante este período y por mucho: Entre 2010 y 2012, los tres años que duró el pico, el costo se estimó en más de 30 mil millones de dólares, casi la mitad de toda la asistencia militar y policial de EE. UU. a nivel mundial en esos años.15 Sin embargo, este monto representaba sólo una fracción de lo que se requería para el despliegue directo de tropas estadounidenses en Irak y Afganistán, que de forma constante superaba los 100 mil millones de dólares anuales entre 2006 y 2012.16

El énfasis en la conformación de ejércitos aliados continuó después de la presidencia de Obama. En 2017, el ejército estadounidense estableció seis brigadas, cada una con quinientos oficiales y soldados, con el único fin de entrenar y asesorar los ejércitos de otras naciones e incluso de crear una academia para capacitar entrenadores de fuerzas armadas extranjeras.17 Una de las primeras decisiones en política pública militar de Donald Trump fue enviarle un mensaje a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) indicándoles que debían asumir más costos de la alianza.18 Dicho cambio en cómo se ve el pago de las cuentas militares internacionales podría replicar el acuerdo que hizo Washington con Japón, bajo el cual esta nación le paga a EE. UU. por los costos de tener bases militares estadounidenses en su territorio. Sin embargo, también podría llevar a la reducción del número de tropas estadounidenses en Europa y la mayor dependencia en tropas de la OTAN para la intervención en conflictos en los que Washington expresa interés, como se hizo en Afganistán.

En comparación con el envío de tropas estadounidenses, la asistencia internacional militar con frecuencia es ventajosa financieramente para los EE. UU. de una manera que con frecuencia no es visible: lo que se inicia como una subvención de asistencia, en particular en la forma de equipamiento, se transforma en altos niveles de compras por parte del Estado cliente del mismo equipamiento a compañías proveedoras estadounidenses. Esta evolución de la asistencia hacia las compraventas es consistente con otras áreas comerciales: Una empresa regala un producto, el cliente recibe capacitación en cómo usarlo y se acostumbra a él, luego necesita reemplazarlo, repararlo o ampliarlo. Lo más probable es que el cliente vuelva donde el “donante” inicial para comprarle modelos adicionales del producto.

Los quinquenios entre 1999 y 2013 ilustran dicho fenómeno en Colombia, (ver figura I.1). En los primeros años del Plan Colombia y en los que le precedieron, entre 1999 y 2003, la asistencia militar y policial de EE. UU. fue de 2.300 millones de dólares, más de cuatro veces la cantidad de ventas militares para el mismo período. La asistencia alcanzó un pico entre 2003 y 2007, después de lo cual descendió de manera constante. Al mismo tiempo, la venta de armamento estadounidense a Colombia se multiplicó, quintuplicándose de 326 millones de dólares entre 1997 y 1999 a 1.700 millones entre 2012 y 2014. El aumento en dichas ventas no es una coincidencia: De manera insistente, oficiales estadounidenses presionaron a Colombia para que cambiara las especificaciones de las compras del equipo aéreo que la empresa Lockheed Martin deseaba proveer y que Estados Unidos aducía que estaban sesgadas a favor de la empresa brasilera Embraer, por ejemplo.19 El resultado fue que Estados Unidos empezó a proveer aún más equipo militar a Colombia por medio de ventas, en tanto la asistencia militar oficial disminuía.

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Figura I.1. Asistencia militar y policial estadounidense y venta de armas a Colombia, 1997-2014.

Fuente: Security Assistance Monitor, https://securityassistance.org.

El mismo patrón de grandes paquetes de asistencia militar seguidos de un vasto incremento en ventas de armas se repite en México e Irak. En tanto la asistencia militar estadounidense al ejército y a la policía de México a través de la Iniciativa Mérida alcanzó su pico en 2009 con 682 millones de dólares y bajó a 75 millones en 2015, los acuerdos de venta de armas aumentaron a un promedio de 1000 millones de dólares anuales entre 2012 y 2014. En Irak, después de prohibirse la venta de armas en los inicios de la guerra, Estados Unidos le dio luz verde a las ventas equivalentes a 3900 millones en 2008 y otros 17.000 millones de dólares en los siguientes seis años.20

La administración Trump envió señales tempranas en 2017 indicando que la venta de armas priorizaría clientes poderosos como Arabia Saudita, Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos, a la vez que propuso grandes cortes en la asistencia para los ejércitos en África, Latinoamérica y Asia. A pesar de las promesas de fortalecer las fuerzas armadas estadounidenses hechas por Trump, su presupuesto de 2018 pedía un aumento en personal militar activo de menos del 0.5%, que aun así, equivale a más de 100.000 tropas, que es inferior a los niveles de 2010, cuando Obama envió tropas para el “pico” en Afganistán.21 Si bajo el gobierno Trump el Pentágono quería enviar un gran número de nuevas tropas estadounidenses, claramente no tenía ningún apuro.

La decisión de si Estados Unidos se concentra en apoyar las fuerzas armadas aliadas o envía sus propias tropas, se toma en función de si los países comparten una visión estratégica, así como del nivel de confianza que existe entre los ejércitos. Si los líderes de dichas naciones comparten una visión del mundo y unos objetivos comunes y los estrategas estadounidenses confían en ellos (aunque tal confianza y congruencia son con frecuencia parciales y frágiles), se puede contar con los aliados de EE. UU. para llevar a cabo los objetivos para los que se genera la asistencia. De otra forma, los formuladores de las políticas imperiales aprobarán envíos directos de las tropas estadounidenses, ya sea a las bases militares y navales, o a participar directamente en la guerra.

Costos políticos de la intervención

El rechazo existente al envío de un gran número de soldados estadounidenses a conflictos armados en otros países no es sólo una preocupación del Pentágono o de quienes intentan hacer el balance del presupuesto federal. Los costos humanos y políticos de las heridas y muertes de personal estadounidense hacen que comprometer un gran número de tropas en terreno sea mucho más difícil para los líderes políticos. Típicamente, cuando se ordena el envío de tropas, estas permanecerán desplegadas durante varios años y desde la guerra de Corea la opinión pública se ha opuesto a todas las guerras lideradas por E.E. UU. a medida que se extienden en el tiempo.22 Esta oposición a la intervención masiva de E.E. UU. en guerras extranjeras, proveniente tanto de arriba como de abajo, tiene grandes implicaciones para las actividades del imperio del norte.

Adicionalmente, las tropas estadounidenses que intervienen directamente en países musulmanes son generalmente percibidas como invasiones y generan un rechazo religioso y nacionalista que fortalece a los oponentes. Un estudio de la Universidad de Chicago encontró que el 95% de los ataques suicidas a nivel global entre 1980 y 2010 ocurrieron en respuesta a la ocupación extranjera.23 El retiro de fuerzas armadas estadounidenses de Irak, que inició en 2009, fue en gran parte, resultado del rechazo generalizado en Irak de la extensa presencia militar estadounidense.24

Con frecuencia, las acciones militares de menor alcance que los despliegues militares masivos de tropas estadounidenses, también generan mucha oposición. Cuando el presidente Obama planteó el prospecto de que el Congreso autorizara la guerra de EE. UU. en Siria en 2013 en respuesta a los ataques químicos que ocasionaron la muerte de cientos de civiles, la dimensión de la oposición popular en todo el espectro político, obligó tanto a Obama como al Congreso a retirar el plan. Una razón central para dicha oposición era el convencimiento de que los bombardeos implicarían un compromiso a largo plazo en Siria; especialmente cuando el Secretario de Estado John Kerry se rehusó a descartar el envío de tropas y misiones de alto costo.25

Obama pidió que el público y el Congreso dieran su opinión sobre un ataque militar directo, pero rara vez se le pregunta al público sobre asistencia militar internacional. Después de que la administración Obama se retractara de optar por una intervención militar en Siria, decidió enviar asistencia a los rebeldes sin someterla a escrutinio público. Cuando se hacen consultas públicas sobre temas de entrenamiento y abastecimiento a los ejércitos de otras naciones, se obtienen resultados mixtos y varían dependiendo del país que recibe la asistencia, las noticias al momento de hacer la encuesta y la forma en que se plantea la pregunta.2627