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JAVIER L. IBARZ

LA
BIBLIOTECA
DE ISMARA

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El Concurso literario Primum Fictum ha sido organizado por Librooks con la colaboración de Associació Literària La Mordida.

Primera edición: diciembre de 2015

© Javier L. Ibarz, 2015

© De esta edición:

LIBROOKS BARCELONA, S.L.

Tel. +34 930 110 110

info@librooks.es

www.librooks.es

Ilustración de la cubierta: Marta Martínez García

ISBN: 978-84-944569-1-6

eISBN: 978-84-948376-4-7

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor.

A Clara, siempre en mi corazón. Este libro está dedicado, sobre todo, a ti.

Y a Teresa, mi madre, que bastante tiene con serlo.

A Mercedes, Teresa y Mónica. A Arán, Guillermo y Hugo.

A Pachi, Teresa, Juan e Inés. A Roman y a Ramón. Y a Carlos.

A Teresa, madre e hija, y a Jesús, padre e hijo.

Y a Javier. Esta novela es también tuya.

A Natalia, Víctor, Sancho y Rebeca. A M.a Carmen, Víctor, Noelia y Patricia, a José Luis padre e hijo, a Elena, madre e hija, a Jorge y Silvia. A Mercedes, Marisa y Mario.

Y también a Enrique: descansa donde quiera que estés.

Y finalmente a Carlos, Joe, Santiago, Jorge, Marine, Sergio, Luz, Alfonso, Simón, Aurora, Paco, Manuel, Andrés… y tantos y tantos otros que me ayudaron incluso sin saberlo.

Gracias.

Gorgas

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Ismara

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ÍNDICE

Prólogo

I. El accidente

II. Gabriel

III. La Hermandad

IV. El nuevo profesor

V. Tarde de compras

VI. La huida

VII. Lucas

VIII. Pau

IX. Alquimia

X. El instituto nuevo

XI. La fiesta de Bosca

XII. La Hermandad se acerca

XIII. Las dudas de Clara

XIV. Gabriel se sincera

XV. Vacaciones

XVI. Hay que decirle la verdad

XVII. Una noche fuera de casa

XVIII. Clara se ha ido

XIX. Daniel y Clara

XX. La directora del instituto

XXI. La identidad real

XXII. Natalia

XXIII. La sociedad de los alquimistas

XXIV. Buscando a Clara

XXV. En los dominios de Ramyr

XXVI. Ramyr, el monstruo

XXVII. Los calabozos

XXVIII. El Antiste

XXIX. El destino de los Riglos

XXX. La tabla esmeralda

XXXI. Muerte en Ismara

XXXII. ¡Raptados!

XXXIII. ¿Un golem tiene alma?

XXXIV. La batalla

XXXV. La Jamii

XXXVI. El secreto de Clara

XXXVII. No más aventuras, por favor

PRÓLOGO

Una difusa luz ambarina anunciaba el crepúsculo cuando una figura encapuchada entró en la gran cámara.

—Mi señor —dijo, arrodillándose—. Hemos encontrado al Oponente. Los Riglos, finalmente, han salido a la luz.

—¿Estamos seguros de que es quien buscamos? —preguntó una sombra espigada, elegante y siniestra, apartándose del ventanal hexagonal que iluminaba la estancia.

—Sin estudios y pruebas que lo confirmen, Antiste, todo parece indicar que es así.

La sombra volvió a mirar a la ciudad que se abría a sus pies. Su voz sonó rotunda.

—No esperaremos ningún análisis. Es mejor que muera cuanto antes. La Hermandad se ocupará.

Hubo un segundo de duda.

—¿En la superficie, señor?

—Serán discretos. Saben hacerlo cuando es necesario. Ve.

La figura encapuchada no se movió.

—¿A qué esperas? —añadió, impaciente, la sombra—. ¿Quieres morir tú también?

—¡En absoluto, mi señor! —Había auténtico miedo en la respuesta—. Solo pienso si no sería mejor comprobar si es realmente el Oponente antes de que desaparezca.

—Ya le harás la autopsia después y entonces sabremos si hemos eliminado lo que nunca debió nacer. Y ahora vete. No tengo más tiempo para ti.

Antiste —dijo la figura con una reverencia, y se retiró. La noche estaba cayendo sobre la ciudad, y luminarias de color ámbar comenzaban a encenderse en todos los edificios.

La sombra sonrió con una mueca gélida. Acabar con el Oponente era el primer paso para recuperar lo que era suyo por derecho. Y luego el mundo sería un lugar mejor.

Mejor… para las sombras.

I

EL ACCIDENTE

1

—¡Ojalá te mueras! —Clara dio un portazo y se lanzó sobre la cama, desesperada. Su madre, una vez más, haciendo el comentario que más podía dolerle mientras su padre no se molestaba siquiera en intentar entenderla. Enterró la cabeza entre los almohadones y suspiró.

—Clara. —Una voz masculina, enfadada, se oyó al otro lado de la puerta—. Abre.

Clara no respondió. La rabia la devoraba por dentro. Todos sabían de lo que era capaz cuando se enfadaba, pero desearle la muerte a alguien, y más a una madre, era… no se le ocurría un adjetivo lo bastante fuerte. Esta vez se había pasado. Debería pedir perdón.

—Me da igual cómo te pongas —continuó su padre—. Estoy muy, muy cabreado contigo. No creo que mamá se merezca que la trates así.

«Tampoco yo me lo merezco» quiso contestar ella, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Replicar ahora solo serviría para empeorar las cosas.

—El silencio no es la mejor actitud —añadió él, impaciente—, pero tú sabrás lo que haces. Ya tienes quince años, así que no creas que vamos a esperar a que se te pase la rabieta y entres en razón. Salimos ahora mismo. Si vas a venir con nosotros, será mejor que te decidas ya.

Tras unos segundos de silencio, Clara emitió un gruñido.

—Muy bien —concluyó su padre—. Nosotros nos vamos; pero ni se te ocurra salir de casa. Te quedarás aquí, meditando sobre lo que has dicho. Hablaremos a la vuelta.

Eso fue todo. Apenas se apagó la conversación y oyó que la puerta se cerraba, su primer impulso fue salir detrás de sus padres y pedirles perdón, pero ese momento pasó pronto.

La rabia volvió para aferrarse a su garganta. Quería romper algo. Se sentó en la cama, agarró la almohada y la mordió hasta sentir cómo los dientes atravesaban la tela. Un grito subió desde su pecho, raspando sus cuerdas vocales como un papel de lija. Pero no encontró alivio.

No tendría que haberlo dicho.

¿Y si llamaba a su madre al móvil? No, no era una buena idea. Cuando hablaban en caliente terminaban gritándose y diciéndose cosas que no sentían. Y tampoco era la única que se había pasado; ellos también deberían disculparse. Lo mejor sería esperar a que las cosas se calmaran.

Eso intentó a lo largo de la mañana; calmarse.

Internet, whatsapp, vídeos, mensajes en el muro… pero las imágenes de la discusión se resistían a desaparecer. Era esa casa la que no la dejaba en paz. Si seguía allí encerrada se volvería loca. Tenía que irse a dar una vuelta. Daba igual que se lo hubieran prohibido; ¿cómo se iban a enterar en la sierra de lo que estaba haciendo en Madrid? A las tres y media salió a la calle. Sola, sin vigilancia, con toda la tarde por delante, era libre. Y esa libertad había que disfrutarla con los amigos.

Pero no consiguió quedar con nadie. Los que no tenían un plan de críos tipo «estoy en Guadalajara con mis abuelos», se habían ido al cine o no tenían ganas de salir.

La fabulosa tarde que había imaginado terminaría con ella haciéndole compañía a los lagartos de piedra que colgaban del alero de su casa.

De vuelta en su cuarto, tuvo que volver a enfrentarse con el asunto que había intentado esquivar: la discusión. Ahora parecía más grave. Porque todo el mundo sabía que Clara se cegaba discutiendo y que podía soltar sapos y culebras por la boca, pero había cosas que no se le debían decir a nadie (y menos, a una madre). En cuanto volvieran de la sierra, les pediría perdón. No lo diría más. Nunca.

Encendió la tele, hizo zapping en busca de alguna serie para reírse un rato, terminó el cuento corto que tenía como trabajo de Lengua… Se le daba bien escribir, pero tampoco había que volverse loca. Un cuento de tres hojas sobre un junco que crecía en un lodazal cumplía más que de sobra. Sin releerlo, fue al despacho de su padre a imprimirlo.

No había papel en la impresora. Revolvió toda la habitación en busca de folios y encontró un envoltorio medio vacío en el que quedaban unos diez. Más que suficientes. Encendió la impresora e imprimió el documento. Rebuscó en los cajones del escritorio una carpeta para guardarlo y entonces vio, al fondo, bastante escondido, un paquetito envuelto con papel de regalo.

La curiosidad le pudo. Abrió el cajón y dio la vuelta al paquete. Tenía adosada una tarjeta, con su propio nombre escrito en el dorso. Se sonrió. No podía ser un regalo de navidad, porque aún quedaba mucho para diciembre. Y su cumpleaños era en febrero. Intentó resistirse a leer la tarjeta, sin éxito. Quiso volver a dejarlo. Si sus padres llegaban ahora… solo una ojeada y ya está. Solo leer lo que le había puesto.

«Hoy hace cinco años que me enseñaste tu primer cuento y me dejaste maravillado. Este es solo un pequeño detalle para que recuerdes la gran escritora que eres y lo mucho que te quiero».

Se acordaba perfectamente. La ilusión que había visto en los ojos de su padre cuando leía la página y media que ella había escrito… Desde entonces, el dieciocho de octubre de cada año, su padre le regalaba algo. Aún quedaban dos días, y Clara se moría de ganas de abrir ese paquete.

Lo palpó con cuidado. Parecía un libro pequeño, con tapas duras. Se contuvo. No quería dejarse llevar y acabar abriéndolo. Volvió a ponerlo en su sitio y cerró el cajón. Le encantaban las sorpresas. Recordaba con especial cariño los misteriosos regalos que había recibido por correo cada cumpleaños. En el sexto llegó el último paquete, como siempre sin remite. Un libro: El pequeño alquimista, y luego el silencio. No hubo más paquetes sorpresa. Más tarde llegaría a la conclusión de que el misterioso donante tenía que ser su padre, pero siempre que lo comentaban, él zanjaba el tema diciéndole que no tuvo nada que ver, y que dejara de darle vueltas. Seguramente le tomaba el pelo.

Pero esa magia de los regalos inesperados, la intriga y el cosquilleo que encierran los envoltorios, eran parte de Clara desde entonces. Y aún conservaba ese último libro como un tesoro. Tal vez de esos envíos misteriosos sin remite nació su amor por las historias y los libros, y aunque últimamente no encontraba mucho tiempo para leer, al menos seguía escribiendo siempre que podía.

Abandonó sus reflexiones. Grapó el cuento recién impreso, lo colocó en una carpeta y salió del despacho.

Esperó hasta las nueve y media para cenar con sus padres, pero como no llegaron, se calentó un par de sanjacobos y se los comió en el salón, frente a la tele. Luego se tumbó en el sofá, zapeó un rato más y en unos minutos se quedó dormida.

Se despertó sobresaltada. Eran casi las dos de la madrugada y sus padres aún no estaban en casa. Miró las llamadas perdidas; nada. Llamó a su padre. «Teléfono apagado o fuera de cobertura en este momento». Y lo mismo el de su madre.

Clara insistió, pero ninguno de los teléfonos daba señal. No era normal que se retrasaran tanto. ¿Y si les había pasado algo? Rechazó la idea. Seguro que les había salido algún plan «de padres» y se habían quedado más tiempo en la sierra. Cuando volvieran les iba a echar una bronca descomunal por retrasarse tanto sin avisar. Así podría dar un poco la vuelta a la tortilla. Era reconfortante tener algo que echarles en cara.

Se recostó de nuevo en el sofá y al poco volvía a estar dormida.

El despertador sonó a las siete y media. Nadie andaba preparando desayunos en la cocina. Entre legañas comprobó que la habitación de sus padres seguía vacía.

Entonces se asustó de verdad.

Llamó a Fernando Navarro, su tutor en el instituto y el mejor amigo de su padre.

—No sé nada, Clara, pero no te preocupes —le dijo este, tranquilizador—. Se les habrá acabado la batería o les habrán robado el teléfono, o qué sé yo. Tú ven a clase, que en cuanto tenga alguna noticia te lo diré.

Eran las ocho de la mañana y a las ocho y media empezaba la clase de Tecnología. Preparó sus cosas y salió, no sin antes echar una ojeada al cajón donde estaba el regalo. Hubiera dado su brazo derecho por saber lo que era.

Cuando llegó al instituto le pidió a Fernando que le permitiera tener encendido el móvil en clase, por si sus padres finalmente llamaban.

—Lo siento, Clara —le contestó—. Si quieres, lo dejas en la sala de profesores y te lo traerán si suena, pero en el aula los móviles se apagan, sí o sí. Son las normas. Como haga una excepción contigo, tendré que hacerla con todos. Y no te preocupes. A lo largo de la mañana tendremos noticias y seguro que son buenas.

Clara aceptó, resignada. No había dormido bien y no tenía fuerzas para montar el show. Prefirió apagarlo y llevarlo consigo. De ese modo podría encenderlo entre clase y clase.

La primera hora pasó. Y luego, la segunda. Y en cada descanso encendía el móvil, sin noticia alguna. Hacia el mediodía, en clase de Sociales, la llamaron al despacho del director.

Allí estaba Fernando, y también un policía nacional que jugueteaba, nervioso, con su gorra. El corazón de Clara empezó a latir con violencia.

El policía quiso hablar y Fernando le detuvo:

—Deje que sea yo quien se lo diga.

Clara comprendió que algo terrible había sucedido.

—¿Están mal? —Y ante la mirada esquiva del director, que le confirmaba sus peores presagios, preguntó—: ¿en qué hospital…?

El policía solo negaba con la cabeza. Y alguien empezó a hablar de un terrible accidente. Oyó un grito y, por un instante, pensó que era molesto tenerlo tan cerca hasta que se dio cuenta de que era ella misma quien gritaba. Sus padres, decía alguien, habían muerto. Pero no podía ser: ayer mismo había hablado con ellos. No tenían más que preguntar, investigar con más cuidado; seguro que era otra gente, seguro que se habían confundido de coche, seguro que eran unos ladrones que les habían robado, seguro que estaban heridos y por eso no daban señales, seguro que aparecían… Y su cabeza observaba a distancia toda esa escena mientras su cuerpo lloraba, se debatía y protestaba, abrazándose a Fernando, y el policía giraba la gorra una y otra vez.

2

Clara veía cómo la tarde desaparecía lentamente tras la ventana del tanatorio.

Fernando intentaba darle cariño con una cierta torpeza, sosteniéndole la mano. De cuando en cuando le acercaba un pañuelo de papel para secarle las lágrimas. Los padres de Clara no habían hecho testamento y Fernando intentaba solucionar lo que estaba en su mano haciéndole las preguntas imprescindibles para no agobiarla, pero consciente de que el tiempo jugaba en su contra. Nadie tenía mucha idea de lo que iba a ser de ella. Aunque Fernando estaba dispuesto a alojarla en su casa, en ausencia de parientes directos la decisión debía de tomarla Servicios Sociales. Hasta ahora, él había ejercido de interlocutor con la Comunidad de Madrid, pero si quería optar a ser su tutor, les esperaba una larga serie de papeleos.

Al día siguiente tendría lugar el entierro.

Sus amigos habían ido llegando por turnos a lo largo de un día interminable, pero Clara no les había prestado mucha atención. Y a esa hora de la tarde, solo quedaban los más allegados.

Clara pensaba en otra cosa, algo que le martilleaba el cerebro a cada momento: ella había deseado la muerte de su madre y ahora era huérfana. Daba igual que la razón le dijera que era una coincidencia, en su interior sabía quién era la culpable.

Ella.

Tenía el poder de matar a voluntad; no tenía más que desearlo y la persona elegida caería muerta. En un instante podía pasar de sentírse como el ser más poderoso del mundo a dejarse dominar por el autodesprecio. Por culpa de ese supuesto poder que nunca había pedido, sus padres ya no estaban con ella. No solo era una criminal. No solo era un ser miserable, abyecto y rastrero. Además era estúpida. Había deseado la muerte de lo que más quería en el mundo y la había obtenido. Ahora tenía que vivir una vida sin ellos. Toda una existencia de tortura, sin siquiera el alivio de la confesión. ¿A quién podía contárselo? ¿Habría alguien que pudiera entenderla, ponerse en su lugar y perdonar lo que ni ella misma era capaz de perdonar?

Una idea terrible se introdujo en su mente con insidia. Tal vez una vida así no mereciera ser vivida, quizá lo más justo sería morir también. A lo mejor bastaba con inyectarse aire en las venas, o tirarse por una ventana, o tragarse una mezcla de medicinas y productos de limpieza; entonces recibiría su castigo y todo el dolor desaparecería para siempre.

Quiso tomar algo de aire, pero el enorme ventanal del tanatorio no podía abrirse. Apoyó la cabeza en el cristal y la fría superficie la calmó un poco. Fijó la mirada en el parquecillo que se extendía a sus pies.

Una sombra pareció moverse entre los setos. Tal vez fuera un pony, o un perro de buen tamaño. Fue tan solo un segundo y luego desapareció. En otras circunstancias, Clara hubiera intentado averiguar de qué se trataba, pero ahora le daba igual.

Apartó la mirada del exterior y, al volverse de nuevo hacia la sala, vio la puerta ornada de coronas tras la que yacían los cuerpos de sus padres. El dolor le nubló los ojos.

No era cierto. Todo eso no podía ser real; la muerte de sus padres no había sucedido. Era una broma absurda, macabra, un chiste estúpido, de un terrible mal gusto, o un error, pero ellos no podían estar muertos. En cualquier momento aparecerían para confesarle que todo eso era una inocentada, una apuesta o una pesadilla, que su vida podría volver a ser como antes y ella se enfadaría con ellos por tener tan poca gracia, les diría que se habían pasado tres pueblos, pero al final los perdonaría y todos se sentirían felices de nuevo. Tendría la oportunidad de retractarse de sus palabras, de responsabilizarse de sus insultos, de ser redimida.

Y sin embargo allí estaba, en el tanatorio, más sola que nunca, rodeada de gente con la que no podía compartir la verdad. Si pudiera volver atrás y deshacer lo hecho, si pudiera conseguir que la vida retrocediera, si pudiera cambiar el pasado, eliminar aunque solo fuera esa mañana de domingo y conseguir que sus padres volvieran de nuevo… Si pudiera, al menos, subirse con ellos a ese coche y compartir su destino…

Su profesor de francés, el responsable de que odiara el idioma suspendiéndole dos exámenes seguidos, se acercó con cara compungida para decirle cuánto lo sentía y Clara pensó que era más de lo que podía soportar.

No entendía los ritos de la muerte. Gente a la que no conocía de nada, gente que jamás había mostrado el más mínimo interés en ella o gente que directamente no la soportaba, iba ahora a rendirle pleitesía como si fuera la reina, a abrazarla y a darle el pésame. Los odiaba a todos.

Pero sobre todo se odiaba a sí misma.

Se fue al baño.

En el espejo no reconoció a esa muchacha de quince años y pelo castaño que la miraba con sus hermosos ojos almendrados de color madera, estragados ahora por el llanto. Era como si esa mecha violeta que asomaba entre sus cabellos ya no fuera suya. Como si el óvalo perfecto de la cara y la nariz, que a ella no le hacía demasiada gracia, no pertenecieran ya a su rostro. Eran rasgos armoniosos y equilibrados, y ella una joven hermosa, pero no quería aceptarlo. Solo podía pensar que esa boca carnosa y bien dibujada había deseado la muerte de su madre.

Se refrescó la cara.

Había dormido en casa de Fernando, que se estaba portando realmente bien. Ese hombre de barba poblada, mejillas sonrosadas y oronda barriga era lo más parecido a una familia que Clara había tenido jamás. No había conocido a ningún pariente de sus padres. Los dos se habían quedado huérfanos muy pronto, y ahora Fernando era todo lo que le quedaba.

Pero, pensaba Clara, él no podía protegerla de sus obsesivos pensamientos, porque no sospechaba que existieran y ella no podía confesárselos. Nadie, ni siquiera Fernando, comprendería por qué lo había hecho, ni entendería cómo alguien puede desear la muerte de las personas que más quiere. Él no podía salvarla de sí misma, ni sería capaz de perdonarla si alguna vez supiera que ella era una asesina.

II

GABRIEL

1

Un desconocido se detuvo frente a la sala donde se encontraban los ataúdes. Mediría algo más de un metro setenta y cinco, complexión delgada y nariz rotunda, con el cabello entreverado de canas recogido en una impoluta coleta. Habló un momento con un par de profesores y estos le señalaron a Clara. Asintió brevemente con la cabeza y se dirigió hacia ella. Cuando llegó a su altura, se presentó, mientras Fernando la miraba con curiosidad.

—Hola, Clara. Soy tu tío Gabriel.

Clara levantó la vista, incrédula.

—¿Quién?

—Tu tío Gabriel, el hermano de tu padre.

—¿Mi padre… tenía un hermano?

—Sí. Yo. He venido para hacerme cargo de todo.

—¿Cómo que «hacerse cargo»? —interrumpió Fernando.

Clara los miró, extrañada. No sabría decir porqué, pero notaba algo raro en esa conversación, como si no fuera del todo real. Como si esas dos personas se conocieran de antes pero quisieran fingir que no era así.

—Soy el padrino de Clara y su único pariente vivo —explicó el extraño—. He venido en cuanto supe de la muerte de César. Voy a ser su tutor de hoy en adelante.

Clara miraba desconcertada al recién llegado. Sus padres jamás habían hablado de ningún pariente. Sin embargo, allí estaba Gabriel y aparentaba tenerlo todo bajo control. Clara reconoció en él algunos rasgos de su padre; los ojos claros, algo en el porte… Tenía un cierto aire de familia, sin duda. Pero si lo que decía era cierto, eso planteaba un montón de preguntas: ¿cómo podía ser su padrino alguien a quien ella no conocía? ¿Dónde había estado todo ese tiempo? ¿Por qué nunca la había visitado? Y, sobre todo, ¿cómo era posible que nadie le hubiera comentado nunca nada de él? Para ella fue demasiado. Algo en su cabeza hizo clic y se desentendió. Solo quería que ese día acabara, que alguien se diera cuenta de que todo ese dolor lo había causado ella y le proporcionara el castigo que merecía; que le permitieran ajustar cuentas y pagar su crimen. Y tener así, por fin, algo de paz.

Su tío traía consigo los papeles de la comunidad, un viejo libro de familia, su DNI, todo lo que podía probar que era quien decía. Habló largo rato con Fernando, le dejó tiempo para que se despidiera de Clara y después estrechó su mano, le dio las gracias con amabilidad y se llevó consigo a su sobrina.

Un elegante coche negro, algo pasado de moda, los esperaba en la puerta. Junto a él, un hombre trajeado. Gabriel los presentó.

—Óscar, Clara. Clara, Óscar. —Óscar era un hombre cercano al metro ochenta, al que, bajo un traje de corte impecable, se le adivinaba atlético y flexible. Un coche con chófer. Evidentemente, su tío tenía dinero.

—¿A dónde vamos? —preguntó Clara.

—A tu casa; allí estarás más tranquila. Mañana será el entierro y tienes que reponer fuerzas. Necesitas descansar un poco.

—No necesito descansar —replicó Clara, llorosa—; necesito a mis padres.

Su tío acusó el golpe y sus ojos brillaron con dureza.

—Por desgracia, esa es la única cosa que no puedo conseguir. Ni tú tampoco. Tus padres no van a volver. Y tienes que empezar a vivir con eso.

Clara sintió como si la hubieran abofeteado. Le odió, con todas sus fuerzas. ¿Qué hacía ese monstruo allí? ¿Por qué tenía que hacerse cargo de ella alguien a quien ni siquiera conocía? ¿Por qué nunca nadie le había hablado de él?

Los tres subieron en el ascensor y entraron en la casa. Todos los muebles, todos los rincones, parecían hablarle de su madre, cuya muerte había deseado, y de su padre, que la había acompañado en ese absurdo accidente.

—De momento, hasta que podamos organizarnos en Madrid, nos alojaremos aquí —dijo Gabriel.

Clara pensó en rebelarse, negarse a esa invasión, echarles a los dos y que la dejaran tranquila. Al levantar la vista, su mirada se cruzó con la de Gabriel, que la observaba con una intensidad casi dolorosa. En su mano llevaba una cajita.

—Ábrela —le pidió su tío.

Clara lo hizo. Dentro había una medalla octogonal, lisa por completo salvo por unas finas incisiones paralelas, a un par de milímetros del borde.

—Este medallón era de tu padre —dijo Gabriel mientras sacaba la joya de la cajita—. Yo tengo uno igual.

Y le mostró el que llevaba colgado alrededor del cuello. Era también octogonal, solo que trabajado con unas intrincadas filigranas.

—Los dos lo llevábamos cuando éramos niños. Luego… luego nos distanciamos. Creo que ahora deberías tenerlo tú.

Clara miró el medallón. Era bonito. Sencillo, de plata. Y se sentía cálido y agradable al tacto. Llevarlo puesto sería como si su padre y ella compartieran algo más que una joya. Pensó en el paquetito con su nombre guardado en el cajón y si tendría algún significado que los dos últimos regalos de su padre le hubieran llegado después de su muerte. Las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas. Gabriel no dijo nada y salió de la habitación.

Óscar le trajo un vaso de leche y Clara, sin protestar demasiado, se lo tomó. Apenas ingerido, durmió sin sueños toda la noche.

2

Se despertó sobresaltada. Notó el tacto del medallón contra su pecho y lo miró. Juraría que ahora tenía unas filigranas que no estaban allí ayer. Debía de haberlo visto por la otra cara, porque, pensó, lo que estaba claro es que una joya no podía cambiar de aspecto.

Sin reflexionar, como un autómata, fue a la habitación de sus padres. Iba a llamar con los nudillos y a decir «mamá, déjame entrar», para acurrucarse medio dormida junto a ella y apurar un poco más el sueño, cuando recordó de nuevo el accidente y el corazón le dio un vuelco.

No podría hacerlo nunca más.

Al darse la vuelta para ir a la cocina, pegó un grito, sobresaltada por una sombra. Óscar, vestido de pies a cabeza, como dispuesto a ponerse en marcha en cualquier momento, la esperaba en el pasillo, junto al despacho de su padre.

—¿Quieres alguna cosa? —preguntó el hombre con una voz cálida y agradable. Clara lo miró, estupefacta. La voz le pegaba, pero la amabilidad con la que hablaba, no. Había esperado un tono más severo, ronco, agresivo. Negó con la cabeza y lo esquivó en su camino a la cocina.

No recordaba nada de esa noche y se encontraba extrañamente relajada. ¿Le habrían puesto algo en la leche? «¡Qué tontería!», se dijo. Mejor que no se dejara llevar por su imaginación. La situación ya era bastante rara de por sí, sin necesidad de añadirle literatura.

Y, en cualquier caso, se sentía con fuerzas. Triste, arrasada, inconsolable, pero fuerte.

Al ver la vieja caja de galletas, recordó a su madre alcanzándosela todas las mañanas a lo largo de su vida. La vio desde su altura de cuatro, de diez, de doce años. Su rostro se volvía hacia ella y sonreía…

El dolor le retorció el estómago y tuvo que correr a su cuarto. Pasó por delante de Óscar como una exhalación, entró en su habitación y cerró la puerta con pestillo. Se sumergió entre las sábanas, deseando con todas sus fuerzas poder retroceder dos días y que alguien le impidiera pronunciar esas palabras y causar ese accidente.

No hubo respuesta.

3

Los días que siguieron al entierro su tío se mostró muy respetuoso. Dejó que Clara llorara todo lo necesario, consintió que durmiera hasta muy tarde, y le permitió no volver al instituto hasta que se sintiera con fuerzas, mientras se encargaba de solucionar la ingente burocracia que hace falta para morir en el siglo XXI.

Pero los nichos lucían ya el nombre de sus padres en letras de bronce y Gabriel se estaba haciendo cargo de todos los gastos. El dolor se empapaba lentamente de normalidad.

Fernando se dejó caer de cuando en cuando para verla y ella se lo agradeció. La sensación de que su tío y él se conocían de antes le parecía a Clara cada vez más peregrina. O quizá es que estaba asumiendo su nueva situación.

En cuanto a Óscar y su tío, Clara, poco a poco, les iba tomando cariño. No le quedaba otra familia.

Una mañana, al pasar por delante del despacho de su padre, vio a Gabriel leyendo unos papeles manuscritos. Hubiera jurado que lloraba, pero él, al oírla, le rehuyó la mirada y preguntó:

—¿Qué quieres, Clara? ¿Necesitas algo? —mientras se pasaba la mano por los ojos.

—No, nada, tío. Iba a prepararme una tostada. ¿Te preparo otra?

—No… o, mejor, sí. Con tomate y aceite, por favor. Tengo que terminar un par de cosas, pero en cuanto acabe, voy a la cocina y te ayudo.

Clara asintió. Antes de salir, vio cómo su tío metía los papeles en un sobre en el que estaba escrito «Gabriel», con la letra de su padre.

—¿Una carta de papá? —preguntó.

—Sí —contestó él, lacónico.

—Tío. —La duda le rondaba desde que Gabriel apareciera en el tanatorio, pero no había encontrado el momento de resolverla. Hasta ahora—. ¿Por qué mi padre nunca me habló de ti?

Los ojos del hombre se nublaron con un brillo vidrioso.

—Sabía que no tardarías en hacerme esta pregunta. —Le indicó con un gesto que se sentara y suspiró—. Es una larga historia: César, tu padre, era mi hermano mayor y nos queríamos mucho. Pero hace ya varios años, antes de que nacieras, tuvimos una discusión terrible, ninguno quiso retractarse y eso nos separó. Ni siquiera tu nacimiento pudo volvernos a unir, pero mantuvimos el contacto, hasta que, cuando cumpliste seis años, volvimos a discutir y esa vez fue la definitiva. Desde entonces ni siquiera respondió a mis llamadas o a mis cartas. Hasta hoy.

—¿Y por qué discutisteis?

Él dudó antes de contestar, y empezó a hablar con lentitud, como si cada palabra le costara un gran esfuerzo.

—Fueron disputas entre hermanos, asuntos que nunca deberían haber llegado tan lejos, nada que no hubiéramos podido solucionar de saber… —Tragó saliva antes de continuar—. Tal vez, cuando haya pasado más tiempo y duela menos, pueda contártelo. No digo que no fuera importante, solo que los dos nos queríamos y deberíamos haber pensado más en el bien de nuestra familia; haber sabido llevar mejor nuestras diferencias. Pero de nada vale lamentarse: ahora estoy aquí y no voy a permitir que te suceda nada malo.

Clara lo miró. Aunque no tenía hermanos, conocía de primera mano las discusiones familiares. A lo mejor eso también estaba en los genes de los Carrasco… Sintió deseos de abrazarle, pero no lo hizo. Apenas se acercó para darle un beso en la mejilla. Gabriel sonrió, pero no fue capaz de corresponderle. Tras unos segundos incómodos, ella se levantó y salió del despacho.

Una semana más tarde, Gabriel la instó a volver a clase, pero Clara aún no se veía capaz y su tío lo aceptó, siempre y cuando se comprometiera a conseguir los apuntes para no perder demasiado el ritmo.

Y por fin se sintió con fuerzas para hacer lo que había postergado tantos días; entrar de nuevo, a solas, en el despacho de su padre, en esa habitación donde tantas veces habían hablado, reído e incluso discutido. Los ojos le ardían cuando se acercó al cajón donde, días atrás, había descubierto el regalo. Inspiró hondo, tragó saliva y sacó el paquetito. Lo sostuvo un instante entre sus manos, intentando manejar los sentimientos que se agolpaban en su cabeza y terminó llevándoselo a su habitación. Sentada en la cama, sintiéndose más sola que nunca, se enjugó las lágrimas y lo abrió.

No era un libro, sino una libreta para tomar notas, un cuaderno negro de viaje que se cerraba con un elástico. En la contraportada, su padre le había escrito una dedicatoria:

«Un buen escritor siempre lleva encima una libreta de notas, y las que se cierran con goma son las mejores. Úsala y disfrútala. Te quiero».

Un medallón y una libreta. Eso era lo último que le había dejado. Nunca más le daría otro regalo, ni habría más «te quiero», ni más besos; con lágrimas en los ojos, Clara se dio cuenta de que las que acababa de leer eran las últimas palabras de su padre. El dolor la partió en dos. Abrazó la libreta y se acurrucó en la cama, hecha un ovillo.

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Óscar y su tío la dejaron bastante libre toda la semana, haciéndole saber tan solo que estaban allí. Pero llegado el domingo, Gabriel insistió en que tenía que volver al instituto.

La vuelta fue dura. El otoño estaba bastante avanzado y los días eran tan fríos y desapacibles como el ánimo de Clara. Al principio todos la trataron como si fuera de cristal, en especial los profesores. Aprendió a fingir que se encontraba bien para cortar esas miradas de compasión que la enervaban. Su vida fue volviendo poco a poco a la rutina y la gente empezó a comportarse con ella como antes. La tristeza se convirtió en una compañera silenciosa y el sufrimiento mismo también cambió; en unas semanas, dejó de ser una opresión constante en el pecho para irse transformando en punzadas de un dolor agudo, inesperadas, intensas, pero cada vez más espaciadas.

Los días fueron pasando y Clara se sumió en un estado semisonámbulo en el que no tomaba decisiones, sino que las delegaba en su tío, en sus profesores, en sus amigos. No quería pensar ni elegir. Tal vez las cosas se irían resolviendo o tal vez no.

De momento, no le importaba.

III

LA HERMANDAD

1

Fernando Navarro, tutor de Clara y jefe del departamento de Lengua, llevaba nueve años como profesor del IES Lope de Vega. Exactamente desde que Gabriel perdiera el contacto con su familia, en el sexto cumpleaños de Clara. Había cumplido con creces el objetivo de acercarse al hermano de Gabriel y convertirse en su amigo. Pero su misión también consistía en evitar que a Clara le sucedieran desgracias, y en eso había fracasado, de un modo terrible, por razones que todavía no lograba explicarse. Tal vez por eso se había volcado con tanta intensidad en esta otra misión. Tal vez por eso, esa noche aún seguía en el instituto trabajando a contrarreloj.

El bedel se había retirado a las nueve a regañadientes, después de repetirle una y otra vez que no se olvidara de cerrar bien todas las puertas. Tras asegurarle que lo haría y que podía irse tranquilo, Fernando había vuelto a su despacho a seguir trabajando. Ahora eran casi las doce de la noche y el resultado estaba allí, extendido sobre la mesa. Había logrado desencriptar por completo el manuscrito descubierto en los subterráneos de Lyon: un intrincado alfabeto jeroglífico que ocultaba un texto escrito en griego clásico. Fernando había organizado el nuevo texto respetando la distribución y la estructura del original. Rebeca se encargaría ahora de traducirlo y Fernando procedió a enviarle el documento escaneado y toda la documentación necesaria mediante un servidor seguro.

Cuando tuvo la confirmación de que lo había recibido sin problemas, envolvió con cuidado el original en un grueso papel e introdujo el paquete resultante en una caja de madera bellamente trabajada. Ahora debía devolverlo al despacho de María Benedé.

El edificio donde el instituto se encontraba era un antiguo palacio del siglo XVIII reformado hacia 1970, y en el despacho de María habían dejado una pared de piedra vista sin cubrir, tras eliminar del muro el revoco original. Fernando sacó un medallón de su pecho, un octógono de plata con sutiles y elegantes filigranas, y lo apoyó en uno de los sillares. Un rectángulo de unos ciento cincuenta por noventa centímetros se empezó a destacar; una pequeña puerta en el muro. Fernando presionó sobre el batiente y la portezuela giró sobre sus goznes. Colocó el manuscrito dentro del hueco no demasiado profundo que se abría tras ella, cerró la puerta, retiró el medallón y la abertura desapareció del muro como si nunca hubiera estado allí.

Volvió a su despacho y destruyó en el triturador de papeles las pocas notas que había apuntado fuera del portátil. Recogió sus cosas y dio una vuelta por el instituto. Una vez hubo comprobado que aulas y despachos estaban bien cerrados, dejó las llaves en la portería, se aseguró de que alarmas y mecanismos de seguridad estuvieran conectados, cerró con varias vueltas la puerta de entrada y salió del edificio.

Atravesó la plaza del Dos de Mayo camino del parking. Empezaban a bajar de verdad las temperaturas y Fernando se subió el cuello del abrigo para protegerse del ambiente nocturno. Se dio cuenta de que llevaba desatado el cordón de un zapato y se agachó a atárselo. Al hacerlo, escuchó un ruido, sutil, a su espalda, como el que hace involuntariamente alguien que no quiere ser oído. Los sentidos se le agudizaron y todo su cuerpo se puso en tensión. Quizá no fuera nada, pero en su situación no podía arriesgarse. Tenía que llegar a su coche de inmediato.

Corrió hacia la entrada del aparcamiento. El sonido a su espalda cambió; unas patas de considerable tamaño iniciaban también una carrera.

Lo habían localizado.

Corrió aún más rápido. Llegó al parking resoplando y bajó por las escaleras hasta la planta menos dos, donde tenía aparcado su automóvil. Los pulmones le ardían.

Su coche era el único que había en ese nivel. Accionó la apertura automática y las luces parpadearon dos veces a lo lejos. Solo tenía que ponerlo en marcha y salir, sin maniobras. Los jadeos tras él eran más y más cercanos.

El coche estaba apenas a unos metros cuando una bestia, parecida a un lobo grande y oscuro, surgió de entre las sombras, se lanzó en dirección a Fernando y, saltando por encima del vehículo, se plantó entre el coche y él, bloqueándole el paso. Era un lyko, sin duda, uno de los feri de la Hermandad.

El profesor dribló con agilidad; la bestia intentó seguirle pero resbaló sobre el asfalto del aparcamiento. Fernando rodeó el coche, abrió la puerta del copiloto e intentó encerrarse dentro del vehículo. El animal logró introducir una pata entre el marco y la puerta. Fernando, sujetando la manija, tiraba hacia sí mientras pisoteaba la garra del lyko. Unos golpes sobre el capó le advirtieron que otro animal se había subido al techo del vehículo.

Dos lykos. El dueño no andaría lejos.

Intentó una maniobra arriesgada: abrió un poco la puerta; la bestia retiró la pata dolorida, Fernando pudo cerrarla de nuevo y bajó los pestillos de seguridad. Ahora solo tenía que poner el coche en marcha. Metió la llave mientras las bestias zarandeaban el vehículo.

Entonces lo vio, parado delante del coche, con la espada desenvainada, una capa con capucha gris y el característico emblema hexagonal en el lado izquierdo: un miembro de la Hermandad. Un monje. Un esbirro asesino.

El encapuchado subió de un salto al capó y al caer incrustó la espada en el motor. El coche emitió un gorgoteo antes de detenerse.

—¿Dónde está? —gritó el intruso con voz áspera.

Fernando analizó rápidamente el panorama. Lykos a los lados y el Hermano sobre el capó. Ninguna posibilidad de huida: tenía que presentar batalla. Saltó el respaldo de los asientos delanteros, desmontó los de atrás para acceder al maletero y empezó a levantar el falso suelo bajo el que guardaba su propia espada, mientras el monje bajaba del coche y lo rodeaba asestando un mandoble tras otro. El esbirro consiguió perforar la puerta trasera y el arma fue a incrustarse en la pierna de Fernando, atravesándole el gemelo derecho. Fernando aulló de dolor. Tiró de la espada que guardaba en el maletero y, al hacerlo, la cruz de la empuñadura se enganchó en un saliente. El profesor forcejeó para soltarla mientras el cruzado extraía su mandoble para volver a clavarlo de nuevo, esta vez más arriba, traspasándole el muslo. Fernando ahogó un juramento.

—¿Dónde está? —repitió el encapuchado, sacando el arma y blandiéndola en el aire.

El profesor consiguió liberar por fin la espada, un magnífico mandoble decorado con filigranas al igual que su medallón. Maniobró dentro del coche con dificultad, quitó los seguros de las puertas y salió del auto por el lado contrario al de su atacante. Una vez fuera, cojeando, enarboló el arma. Mientras vigilaba los movimientos del monje gris, echó mano al medallón e intentó concentrarse para pedir ayuda, pero las dos bestias se lanzaron contra él.

De un tajo, segó la cabeza de la que venía por su derecha, que sufrió un par de espasmos antes de quedarse inmóvil.

El monje dio un gruñido de disgusto.

La otra bestia se abalanzó sobre Fernando y le hincó los dientes con furia en el brazo izquierdo. Fernando intentó defenderse con la espada, pero el arma era demasiado larga para hincársela sujetándola por la empuñadura. La tomó por la mitad de la hoja y clavó la punta en el cuello del lyko.

El cruzado aprovechó para acercarse y atravesar a Fernando por la espalda. Al sentir en sus entrañas la fría hoja de acero, este se revolvió, golpeó con la empuñadura de la suya la boca de su agresor y le saltó dos dientes. El monje ni se inmutó. Tan solo hincó aún más su espada y la retorció con saña.

Fernando cayó al suelo, agonizante. Se llevó la mano al bolsillo y sacó una ampolla de vidrio recubierta de plata que intentó acercarse a la boca. El monje gris le pisó la muñeca, apartó el recipiente con el otro pie y lo aplastó contra el pavimento del parking. Un líquido verdoso se derramó del frasquito, brilló un segundo y fue absorbido por el suelo, que se volvió de un negro intenso, como recién asfaltado.

El cruzado empuñó el arma y cortó de un tajo la cabeza de Fernando.

El medallón octogonal del profesor emitió un apagado brillo verde y sus filigranas empezaron a desaparecer. Una especie de vaho verdoso salió de la joya y recorrió como una onda expansiva el aparcamiento, perdiéndose en el infinito.

2

Gabriel y Óscar conversaban en el despacho cuando lo notaron. Esa extraña desazón, tan temida. Gabriel echo mano a su pecho y miró el medallón. Las filigranas brillaban con una luz mortecina. Eran malas noticias.

—Fernando ha caído. Nos han localizado.

—No —replicó Óscar—, solo lo han localizado a él. Si supieran dónde estamos, habrían organizado una ofensiva y en este momento estaríamos luchando.

—Pero si han localizado a Fernando, tal vez ya han encontrado… —Gabriel calló. Ambos sabían lo que eso significaba.

—Confiemos en que no. Lo único claro es que andan muy cerca.

—Salgamos. Tendremos que ocuparnos del cadáver.

—No, Gabriel —le detuvo Óscar—. Pueden haber dejado un merodeador esperando que se presente alguien. Por mucho que nos duela, no podemos hacer nada hasta mañana. La mejor manera de no despertar sospechas es seguir con nuestra rutina hasta que podamos volver a Ismara.

—Ismara. —Gabriel negó con la cabeza—. No lo veo claro. Clara todavía no está preparada.

—Estaría segura —insistió Óscar—. Piénsalo bien; allí nadie la alcanzaría, sabríamos en todo momento dónde está… Todo son ventajas.

—No para ella —replicó Gabriel—. Estuviera dispuesto a enviarme esa carta o no, mi hermano dejó muy clara su voluntad: quería, por encima de todo, que Clara se criara alejada de mí, de los nuestros. Que yo no le contara nada de, en sus propias palabras, «mis absurdas ideas sobre el mundo, reales o no». Murió por mi culpa, porque yo no fui capaz de mostrarle la verdad sin ofenderle. No voy a traicionar su última voluntad. No… —La voz se le quebró—. Mientras Clara no tenga edad para decidir por sí misma, intentaré darle una vida normal.

—Estupendo. Solo tienes que convencer de eso a los que nos están matando.

—No la llevaré a Ismara, Óscar.

—Muy bien. Pues entonces sigamos con el plan original. Vayámonos a Bosca. No estaremos en Ismara, pero sí cerca.

—Bosca… Antes estaba de acuerdo, pero ahora… No sé si es buena idea volver a abrir el refugio en la boca del lobo.

—El lobo solo puede ver su propia boca si la ve reflejada —contestó Óscar—. Y los lobos no se miran al espejo. Es lo que dices siempre.

—Cuando solo éramos tú y yo. Ahora es distinto. Ahora la tenemos a ella. Ahora podemos perderlo todo. —Gabriel se frotó los ojos, cansado, y suspiró—. Fernando muerto… No puedo creerlo.

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Clara estaba dormida en su cuarto, pero algo extraño, como una desazón, la sacó del sueño, y en el duermevela le pareció ver brillar el medallón que le había regalado su tío. Pensó que debía ser un reflejo, o la luz de la ventana. A través de la puerta llegaba la voz apagada de su tío hablando con Óscar, pero solo entendió unas pocas palabras inconexas: «lobo», «muerto», «Fernando».

Sin duda estaba soñando. Se arrebujó en la cama y volvió a dormirse casi de inmediato.

3

Las alarmas del instituto Lope de Vega se pusieron en marcha en cuanto el Hermano rompió los cristales de una ventana del segundo piso. Tenía poco tiempo, pero sabía que el lyko le advertiría en cuanto alguien se acercara. Recorrió a toda prisa los interminables pasillos, acompañado por el sonido metálico de sus botas. Llegó a la planta de despachos y localizó el de Fernando. Cerrado con llave.

Reventó la puerta de una patada. En el interior, todo parecía escrupulosamente ordenado. Se entregó a una búsqueda frenética, tumbando estanterías, rompiendo cerraduras, partiendo a espadazos los cajones y destrozándolo todo. Pero nada. Allí no parecía estar lo que buscaba.

Iba al despacho contiguo, dispuesto a hacer lo mismo, cuando oyó la llamada de advertencia del lyko: alguien se acercaba. Pateó la puerta, entró y rebuscó a toda prisa pero sin resultados.

El lyko seguía gruñendo en la calle.

Echó una última mirada, se encaramó a la ventana del despacho, saltó desde el alféizar y aterrizó en el suelo limpiamente, dispersando el impacto de la caída con una precisa voltereta.

El lyko fue a su encuentro. En su grupa, embutidos dentro de una especie de arnés, llevaba los restos del otro animal. No podían correr el riesgo de que un feri llegara a ser analizado.

Dos coches de la policía se detuvieron en la calle San Bernardo, a la entrada del instituto. El encapuchado agarró el medallón hexagonal que llevaba al cuello, vio las filigranas de la joya iluminarse en ámbar, señalando hacia el sudeste, y salió a todo correr en esa dirección.

Una alcantarilla mostraba unos caracteres anaranjados fosforescentes. El monje levantó la tapa como si no pesara nada y el animal y él desaparecieron en su interior.

La tapa cayó sin apenas ruido y el brillo ambarino se extinguió mientras, en la fachada lateral del IES Lope de Vega, los policías descubrían la ventana rota.

4

Rebeca era una mujer nerviosa, menuda, que dependiendo de cómo fuera vestida podía aparentar tanto quince años como los treinta que tenía en realidad. Se había pasado toda la noche pendiente de recibir los documentos que le enviaba Fernando a través del servidor seguro habitual. Y ahora que los tenía, no podía esperar.

En cuanto abrió el archivo, comprobó satisfecha el meticuloso trabajo de su colega. La transcripción de las páginas originales al griego estaba distribuida respetando la estructura del manuscrito y las ilustraciones habían sido insertadas en los espacios correspondientes. Bien. En muchos legajos de esa época, tan importante era lo que se decía como dónde se decía.

Preparó un buen número de hojas de papel fotográfico A3 y empezó a imprimir el documento a tamaño un poco superior al real.

Lo ideal hubiera sido poder trabajar sobre el manuscrito y no sobre una copia, pero a ella no se le daba tan bien descifrar claves y una buena digitalización también tenía sus ventajas. Poder ampliar el documento era una de ellas, y otra, que podían trabajar más personas sobre el mismo manuscrito en lugares diferentes. Había excelentes medios técnicos en el siglo XXI.

Se preparó una infusión mientras esperaba a que la impresora terminara su trabajo. Tomó la taza caliente con las dos manos y suspiró. Tras la ventana la vieja Oviedo se empapaba con lentitud bajo una lluvia menuda. Tiempo atrás, la investigación se hubiera hecho en la Biblioteca de Ismara, donde ese documento habría tenido un lugar de honor. Pero gran parte de los fondos, especialmente aquellos que hablaban de la historia del Alquimista Oscuro, fueron robados o destruidos. Los pocos investigadores que trabajaban en la Biblioteca, y Rebeca no era uno de ellos, se encontraban una y otra vez con ejemplares catalogados en los índices que habían desaparecido para siempre. Tal vez en este manuscrito se hallaran las claves necesarias para…

Un pitido en la impresora le indicó que se había quedado sin papel. Fue a solucionarlo y reparó en la última hoja que acababa de salir. Estaba bellamente ilustrada, aunque no era el dibujo lo que le llamó la atención, sino una frase escrita en latín, no en caracteres griegos: Ex sanguine nihil. Pero si el manuscrito estaba codificado y en griego clásico… ¿Era un error de Fernando? Cotejó la página con la imagen del original que tenía en pantalla. La frase estaba en latín en ambos documentos.

Un momento… ¿qué era esa especie de brillo metálico? No parecía casual. De hecho, la forma era semejante a una ro, una «erre» griega. Comparó las dos copias, pero en la imagen del original no se veía tan claro. Quizá era un problema de la luz del escáner, o de la tinta de la impresora o tal vez… Mañana llamaría a Fernando para preguntarle. Dio otro sorbo a la infusión y continuó imprimiendo.