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Los éxtasis de Teresa

Marisa Bou

ISBN: 978-84-15930-59-4

© Marisa Bou , 2015

© Punto de Vista Editores, 2015

http://puntodevistaeditores.com

info@puntodevistaeditores.com

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Índice

La autora

Agradecimientos

Prólogo
El lector extasiado

Exclamaciones del alma a Dios

La España feliz y próspera

Soy Alicia, la poli cotilla

Amigas y confidentes

1946

Como siempre

De chica de barrio a mujer de ciudad

El balcón de las delicias

El hombre tranquilo

La floristería

El reflejo en el agua

Amistades peligrosas

Elián, el luminoso

En honor a la verdad

La mujer líquida

La niña de sus ojos

La original

Pater familias

Rebelde sin causa

Sólo fue un instante

Un niño hiperactivo

El estibador que quiso ser futbolista

La matriarca

Los pinos de Roma

Los reencuentros

Tiempo de soledad

Vivir en libertad

Una historia de los 60

Una fotografía memorable

Rozarse, frustrarse

Teresa, fatiga y entusiasmo

Los desengaños

La niña madre

Esta casa es una ruina

Cuando las cosas no tienen remedio

Alicia contra la reina de corazones

El baile de Teresa

El Torero

Embarazoso

Dos vidas diferentes

Alicia en el país de las maravillas

Celos del aire

Corriendo tras un conejo

Vivo sin vivir en mí

Cuando la Benemérita andaba al acecho

Pudorosa Alicia

No, cariño, a mí no

Penúltimo capítulo de una azarosa vida

Epílogo

La autora

Marisa Bou (Valencia, 1946) estudió Historia y Psicología en la Universidad de Valencia, aunque no se licenció. Ha escrito artículos para diferentes medios (Anatomía de la Historia, el blog de Punto de Vista Editores, Valencia Plaza o Los Ojos de Hipatia...) y también relatos cortos, algunos de ellos publicados en suplementos dominicales de la prensa local y de los que reúne una selección para editarlos, por primera vez, en el formato de libro.

A mis hijos −José Luis, César, David, Daniel y Óscar−, que lo son todo para mí y hacen que mi existencia tenga un verdadero sentido.

¿Y si fueras de verdad lo que otros perciben, y no lo que tú imaginas ser, igual que no eres quien tú ves en el espejo, y que tu voz no suena como tú la escuchas?”

Antonio Muñoz Molina, Sefarad.

Agradecimientos

Hace años que conozco a Justo Serna. Un hombre cabal, amigo inquebrantable, escritor desbordante, casi diría que compulsivo, y un gran comunicador. En nuestras largas conversaciones, que casi siempre versaban sobre los libros y sus autores, sobre el gran continente de saber que en ellos se encierra, yo le explicaba que toda mi vida había estado escribiendo relatos, influida por mis lecturas y espoleada por mis ansias de contar. Pero que nunca los iba a publicar, pues pensaba que no iban a interesar a nadie. A medida que creció nuestra amistad él me fue instando a escribir más y más. Así fue como, al fin, hizo aflorar el río de palabras que yo ignoraba que había en mí. Y que, gracias a él, ya nunca intentaré contener. Vaya con este mi primer libro todo mi cariño y mi agradecimiento por sus sabios consejos.

Y a José Luis Ibáñez Salas, editor infatigable y escritor de estilo muy personal, inteligente y ameno, cargado de saberes, que me ha prestado una impagable ayuda a la hora de dar forma a lo escrito. Me ha guiado, corregido, animado cuando desfallecía, me ha hecho reír cuando estaba a punto de llorar por la tensión y ha conseguido que este libro que van a leer resulte agradable al primer vistazo. Gracias, amigo, por lanzarte a editar esta obra tan gentilmente, así, sin paracaídas.

Prólogo
El lector extasiado

Los éxtasis de Teresa es un libro de recuerdos y es a la vez una obra ficticia. Pero no es novela, aunque la autora, Marisa Bou, se valga de ciertos recursos del género. No es un volumen nostálgico; tampoco es mera evocación. Yo lo veo, por el contrario, como una pesquisa interior, un examen de conciencia y a la postre como un escrutinio colectivo. Al igual que el caso de Teresa de Jesús, epifanía a la que tanto debemos quienes no creemos que creemos. Aquí, el ejemplo de la santa no es recurso ornamental; es referencia última. No hay camino de perfección cuyos obstáculos podamos saltar o evitar. Como a Teresa de Jesús una vida ordinaria se nos convierte en una lucha interior.

Los éxtasis... es una rememoración y es al mismo tiempo una invención. La autora no nos relata la historia de todos nosotros; tampoco la suya. Si fuera autobiografía, también sería parcial, pues no todo lo que se sabe puede ser contado. Lo mismo digo, pero al revés: no todo puede ser contado porque una parte de lo que se vive es pura fantasía que no se verbaliza y que pronto olvidamos. Además, Teresa no es la narradora. Quienes cuentan, quienes confiesan, son dos mujeres que se llaman Alicia y Teresa. La primera lleva la voz cantante. O eso cree..., porque no dice nada que no le haya precisado antes Teresa.

La conciencia última es de ésta, aunque la precisión y los detalles los leamos por mediación de Alicia. Como en una novela de William Faulkner, lo que se lee no es lo que se ha vivido, sino lo que alguien revela vicariamente para nosotros. O el recuerdo de lo que se recordó. Teresa es la protagonista de esta historia y sólo aparece de cuando en cuando como contrapunto: confirmando, matizando o desmintiendo lo que su amiga e interlocutora Alicia nos ha señalado.

Por su parte, Alicia es juiciosa y compasiva, quizá llena de escrúpulos. Se entrega, aunque tiene un punto de suficiencia: sabe que su amiga Teresa ha padecido mucho y por ello nos cuenta con benevolencia una vida que no es únicamente triste. Se relata con gran aspaviento y luego resulta que las cosas tienen matices. En cambio, Teresa sobrelleva una herida, un narcisismo dañado, por el que se queja, se queja... a pesar de ser una anciana feliz.

O no tan anciana, que ella se hace la viejecita para inspirarnos ternura. De entrada, Teresa no destaca por su simpatía o por su empatía. Tiene un punto arisco y soberbio que entrevemos en este relato. Pero podemos comprenderla. Ha padecido una vida de júbilo (esos hijos que son su tesoro) y de decepción y ruina: con ese señor llamado Gonzalo y apodado el Torero. Vamos, aquel que fue su marido.

¿Qué vamos a leer cuando abrimos esta obra? ¿Historia, memoria, ficción? La historia es una actividad intelectual, una averiguación, un esfuerzo analítico gracias al cual alguien selecciona un objeto del pasado estudiándolo con documentos, con los vestigios que quedan. ¿Cuando un historiador acude al archivo para consultar unas fuentes hace lo mismo que cuando un individuo recuerda? Radicalmente no.

En la memoria hay una parte consciente y voluntaria, sí: cuando nos valemos de lo aprendido para no tener que volver a experimentar hacemos también un esfuerzo deliberado. Pero en la memoria hay mucho de mecanismo emocional: en numerosas ocasiones se pone en marcha a partir de estímulos propiamente externos, justo cuando se activan recuerdos de experiencias propias o ajenas que forman parte de la identidad y que regresan al margen de nuestras voluntades. En el libro de Marisa Bou esto se aprecia con gran finura. La autora realiza una reconstrucción de verdades y ficciones, de recuerdos y de recuerdos de recuerdos.

Un sabor, un sonido, un roce, una canción, etcétera, nos despiertan, nos quitan el aturdimiento o la indiferencia: hechos que son pretéritos asociados a determinadas sensaciones vuelven ahora, de repente, con fuerza. Colocamos una nueva cuenta en el ábaco. Algo nos impresiona y ese choque sensible nos hace exhumar un acontecimiento pasado. Pero el recuerdo no es sólo el acontecimiento: son el hecho y su sentido, el significado que tiene para nosotros.

Recordamos un suceso personal y el dolor que nos ocasionó; o evocamos involuntariamente un episodio placentero y la impresión que ello nos dejó. Es a esta memoria azarosa a la que principalmente se refiere Marcel Proust en un célebre pasaje de Por el camino de Swan (Du côté de chez Swann, 1913), obra que cito en versión de Pedro Salinas. Exagerando el peso de la chiripa, el novelista francés dice:

“Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no le encontremos nunca”.

Sin duda, Proust subraya lo fortuito, lo casual, de la memoria: esa sensación que cualquier cosa externa nos puede provocar. Según ese punto de vista, las personas estamos enteramente expuestas a estímulos que nos emocionan, que nos trastornan y seríamos prácticamente peleles: individuos cuya principal función cognitiva –la de recordar– es producto de lo aleatorio, de las circunstancias que nos rodean y que no elegimos. No vivimos en un laboratorio en el que todo esté bajo control. Vivimos en espacios abiertos en donde la rutina es parte; la otra es el azar.

Uno hace esfuerzos de memoria y qué obtiene a cambio. Nada o poca cosa, dice Proust. Todo es más impredecible y es menos controlable de lo queremos aceptar. Desde luego, al novelista podríamos oponerle algo bien cierto. La inteligencia y la voluntad intervienen en lo que recordamos: las reglas mnemotécnicas, por ejemplo, nos permiten evocar datos siempre que queremos y con una utilidad instrumental.

Pero hay más. Las instituciones son agregados humanos que se basan en recuerdos compartidos. Las cosas prácticas de la vida ordinaria o funcional las recordamos así, conscientemente, y gracias a ello marcha el mundo: marcha gracias a que es previsible por el recuerdo consciente y cumplido; y marcha, en fin, gracias a los automatismos humanos.

Pero hay otra parte fundamental de la existencia que no depende de lo consciente. Tampoco de la voluntad. Es la memoria involuntaria, la memoria sensible, esa a la que se refiere Proust con obstinación. Mucho de lo que nos sucede se debe a los efectos de lo recordado azarosamente. Me refiero a ese episodio archiconocido que el novelista francés narró en las primeras páginas de su libro: la impresión que causa mojar una magdalena en el té. Concretamente, en ese pasaje, dice:

“…me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo…”

Hay muchas maneras de recordar. Voluntaria o involuntariamente. A partir de un bollo pueden desatarse la impresión y la conmoción. A partir de la chiripa pueden evocarse episodios enterrados: los episodios y su sentido. Marisa Bou no moja la magdalena en el té, pero su escritura evoca los perfiles personales y todo un mundo: el de su generación, aquellas personas que vivieron la juventud en los sesenta. Hay rasgos, hay huellas y hay restos irrepetibles, sucesos que sólo a Marisa Bou pertenecieron.

Yo he tenido la suerte de leer este libro en mantillas, cuando únicamente era un esbozo, un plan de evasión. O de recuperación. Ahora es un proyecto consumado, un libro en el que habla preferentemente Alicia y en el que aprendemos todos. Me felicito por haber alentado a estas tres personas: a Marisa, a Teresa y a Alicia. El resultado es un acierto. Conmueve, irrita, divierte, apena. Con esta obra, la vida de Teresa cobra dimensiones imprevistas. Hay intriga y hay descripción y hay una sabia descomposición del relato. Precisamente porque no es la existencia conforme sucede, sino su recuerdo o recuerdos de recuerdos, es por lo que la historia atrapa, capta.

Justo Serna

Exclamaciones del alma a Dios

Si queréis que esté holgando,
quiero por amor holgar,
si me mandáis trabajar,
morir quiero trabajando;
decid dónde, cómo y cuándo,
decid dulce amor decid:
¿qué mandáis hacer de mí?

Querría gozar de grandísima gloria. Es como uno que
está, la candela en la mano, que le falta poco para morir muerte
que la desea; está gozando en aquella agonía con el mayor deleite
que se puede decir. No me parece que es otra cosa sino un morir
casi del todo a todas las cosas del mundo y estar gozando de Dios.

Muchas veces estaba así como desatinada y embriagada en este
amor, y jamás había podido entender cómo era. Bien entendía que
era Dios, mas no podía entender cómo obraba aquí; porque en
hecho de verdad están casi del todo unidas las potencias, mas no
tan engolfadas que no obren. Gustado he en extremo de haberlo
ahora entendido.
¿Bendito sea el Señor, que así me ha regalado!

Querría dar
voces en alabanzas el alma, y está que no cabe en sí; un
desasosiego sabroso. Ya se abren las flores, ya comienzan a dar
olor. Aquí querría el alma que todos la viesen y entendiesen su
gloria para alabanzas de Dios, y que la ayudasen a ella, y darles
parte de su gozo, porque no puede tanto gozar

Rompa vuestra merced esto que he dicho, si le pareciere, y tómelo
Por carta para sí, y perdóneme, que he estado muy atrevida.

Razonablemente está dicho de este modo de oración y lo que ha
de hacer el alma o, por mejor decir, hace Dios en ella, que es el que
toma ya el oficio de hortelano y quiere que ella huelgue. Sólo
consiente la voluntad en aquellas mercedes que goza. Y se ha de
ofrecer a todo lo que en ella quisiere hacer la verdadera sabiduría,
porque es menester ánimo, cierto. Porque es tanto el gozo, que
parece algunas veces no queda un punto para acabar el ánima de
salir de este cuerpo. ¡Y qué venturosa muerte sería!

Yo sé
persona que, con no ser poeta, que le acaecía hacer de presto
coplas muy sentidas declarando su pena bien, no hechas de su
entendimiento, sino que, para más gozar la gloria que tan sabrosa
pena le daba, se quejaba de ella a su Dios. Todo su cuerpo y alma
querría se despedazase para mostrar el gozo que con esta pena
siente.
¿Qué se le pondrá entonces delante de tormentos, que no le
fuese sabroso pasarlos por su Señor?

En toda la oración y modos de ella que queda dicho, alguna cosa
trabaja el hortelano; aunque en estas postreras va el trabajo
acompañado de tanta gloria y consuelo del alma, que jamás querría
salir de él, y así no se siente por trabajo, sino por gloria.
Acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza.
Entiéndese que se goza un bien, adonde juntos se encierran todos
los bienes, mas no se comprende este bien. Ocúpanse todos los
sentidos en este gozo, de manera que no queda ninguno
desocupado para poder en otra cosa, exterior ni interiormente.
Antes dábaseles licencia para que, como digo, hagan algunas
muestras del gran gozo que sienten; acá el alma goza más sin
comparación, y puédese dar a entender muy menos, porque no
queda poder en el cuerpo, ni el alma le tiene para poder comunicar
aquel gozo.

No pongáis tesoro semejante adonde aún no está
─como ha de estar─ perdida del todo la codicia de consolaciones de
la vida, que lo gastará mal gastado.
¿Cómo dais la fuerza de esta
ciudad y llaves de la fortaleza de ella a tan cobarde alcaide, que al
primer combate de los enemigos los deja entrar dentro?

¡Oh ánima mía, qué batalla tan admirable has tenido en esta pena, y cuán al
pie de la letra pasa así! Pues mi Amado a mí, y yo a mi Amado:
¿quién será el
que se meta a despartir y a matar dos fuegos tan encendidos? Será trabajar en
balde, porque ya se ha tornado en uno.

Santa Teresa de Jesús