Cubierta

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JOSEPH RATZINGER

ESCATOLOGÍA

La muerte y la vida eterna

Traducción de

S. TALAVERO TOVAR y R. H. BERNET

Herder

Texto oculto para el índice

Título original: Eschatologie
Traducción: Severiano Talavero Tovar y Roberto H. Bernet
Diseño de cubierta: Claudio Bado
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 2007, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano
© 2007, Verlag Friedrich Pustet, Ratisbona
© 2007, Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-2970-5

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

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ÍNDICE

Prefacio para la nueva edición

Prólogo a la primera edición

Abreviaturas

Introducción

§ 1.La problemática

1. Situación actual de la pregunta por la escatología

2. Los presupuestos históricos de la situación actual

Capítulo primero

EL PROBLEMA ESCATOLÓGICO, CUESTIÓN ESENCIAL

§ 2. El aspecto exegético

1. Metodología

2. Importancia del anuncio del reino de Dios por parte de Jesús

3. La proximidad de la parusía

§ 3. Palabra y realidad en la perspectiva

1. Panorama de las soluciones

a) Karl Barth

b) Rudolf Bultmann

c) Oscar Cullmann

d) C. H. Dodd

e) Teología de la esperanza. Teología política

2. Balance provisional

Capítulo segundo

MUERTE E INMORTALIDAD. DIMENSIÓN INDIVIDUAL DE LO ESCATOLÓGICO

§ 4. Teología de la muerte

1. Planteamiento del problema

2. Presupuestos histórico-filosóficos de la cuestión

a) La perspectiva dominante

b) Intento de revisión

3. Desarrollo de la cuestión en el pensamiento bíblico

a) Antiguo Testamento

b) Explicación que ofrece el Nuevo Testamento sobre la muerte y la vida

4. Conclusiones para la visión cristiana de la muerte

a) El sí a la vida en su totalidad

b) El sentido del sufrimiento

§ 5. Inmortalidad del alma y resurrección de los muertos

I. Planteamiento del problema

II. El material bíblico

1. La resurrección de los muertos

2. La «situación intermedia» entre muerte y resurrección

3. Resultados y consecuencias

III. Los documentos del magisterio de la Iglesia

IV. El desarrollo en la teología

1. La herencia de la Antigüedad

2. El nuevo concepto de alma

3. El carácter dialogal de la inmortalidad

4. El hombre está destinado a la inmortalidad por su misma condición de criatura

5. Resumen: rasgos determinantes de la fe cristiana en la vida eterna

Capítulo tercero

LA VIDA FUTURA

§6. La resurrección de los muertos y el retorno de Cristo

I. ¿Qué significa «resurrección de los muertos»?

1. La problemática

2. Material tradicional

a) Nuevo Testamento.

b) Explicación de la fórmula «resurrección de la carne» en los tres primeros siglos

c) La disputa sobre el cuerpo resucitado en la historia de la teología

3. ¿Qué significa «resurrección en el último día»?

4. Cuestión sobre la corporeidad de la resurrección

II. Retorno de Cristo y juicio final

1. El material bíblico

a) Los signos del retorno de Cristo

b) El retorno de Cristo

c) El juicio

2. Valoración teológica

§ 7. Infierno, purgatorio, cielo

I. El infierno

II. El purgatorio

1. Problemas que plantea el material bíblico

2. Lo permanente de la doctrina sobre el purgatorio

III. El cielo

EPÍLOGO PARA LA 6.ª EDICIÓN ALEMANA

I. Sobre la disputa acerca de la resurrección y la inmortalidad

II. El radio más amplio del tema escatológico

Anexo

ENTRE LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN

I. Una declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre cuestiones de escatología

II. El trasfondo de las controversias modernas

III. Contenido y problemática de los nuevos intentos de solución

IV. Líneas fundamentales para un nuevo consenso

Indice de pasajes citados

Indice de nombres

Indice analítico

Información adicional

Ficha del libro

Cuando en 1977 Joseph Ratzinger, entonces profesor de Teología recién designado obispo de Múnich, presentaba éste su primer libro, la Escatología apenas dejaba de ser una ciencia auxiliar de la Teología para ocupar el centro del pensamiento teológico como «Doctrina de las postrimerías (muerte, juicio, infierno y gloria)». Para el autor, esta evolución se relacionaba con la conciencia de hundimiento que acosaba cada vez más a los espíritus desde finales del siglo xix, conciencia trágicamente confirmada por las devastadoras guerras del siglo xx, que acabaron por provocar el desmoronamiento de un cristianismo cultural hasta entonces lleno de optimismo. Esta obra sigue siendo plenamente fundamental, a pesar del tiempo transcurrido y de la discusión antropológica y teológica que se inició con ella y a la que él fue dando respuesta en las sucesivas ediciones alemanas e incluso en el prólogo redactado siendo ya Papa. La presente edición incluye la traducción de todos estos nuevos textos.

Biografía:

Joseph Ratzinger (1927) es ordenado sacerdote en 1951 y dos años después se doctora en Teología por la Universidad de Múnich. Tras participar en el Concilio Vaticano II como teólogo consultor del arzobispo de Colonia sigue su carrera académica y en 1969 es nombrado vicerrector de la Universidad de Ratisbona. En el año 1977, el Papa Pablo VI le nombra arzobispo de Múnich y cardenal. Será en noviembre de 1981 cuando se convierta en prefecto de la congregación para la doctrina de la fe, cargo que ostenta hasta que es nombrado Papa el 19 de abril de 2005, en el segundo día del cónclave y al cuarto escrutinio.

Otros títulos de interés:

Luz del mundo (ebook)

Llum del món (ebook)

El resplandor de Dios en nuestro tiempo (ebook)

El nuevo pueblo de Dios

La bendición de la Navidad

Revelación y tradición

Servidor de vuestra alegría

Teoría de los principios teológicos

Karl Rahner / Joseph Ratzinger

Episcopado y primado

ÍNDICE ANALÍTICO

Abrahán, Aevum, Alegría, Alma, Amor, Anticristo, Antiguo Testamento, Antropología, – de la relación, Apocalíptica judía, Aristotelismo, Ascensión de Cristo, Asunción de María, Bautismo, Budismo, Cambiar el mundo, Catecismo holandés, Cielo, Ciencias, – de la naturaleza, Comisión Teológica Internacional (CTI), Comunidad, Comunión con Dios, – de los santos, Conciencia de hundimiento, Conducta, Conocimiento científico, – histórico, Cosmos, Credo, Cristología, Cruz, Cuerpo, – de Cristo, Culto a los muertos, – mistérico, – político, Decisión final (hipótesis), Derecho natural, Desescatologización, Desmitologización, Didaché, Escatología, Dios, – comunión con Dios, – visión de Dios, Emancipación, Enfermedad, Escatología consecuente, – existencial, – politizada, – realizada, – temporal, Esenios, Espera próxima, Esperanza, – en el Antiguo Testamento, – línea profética de la esperanza, – práctica de la esperanza, Espíritu, Espiritualización, Estoicismo, Eternidad, Ética política, Eucaristía, Exégesis, Existencialismo, Fariseos, Felicidad, Filosofía, – de Aristóteles, – estoica, – existencialista, – griega, – platónica, Fin del mundo, Franciscanos, Futuro, Gnosis, Gracia, Hermenéutica, Historia, – de la salvación, Idealismo, Ilustración griega, – israelita, – moderna, Imágenes, Individualización del cristianismo, Infierno, Inmortalidad del alma, Intercesión, Jesús histórico, – persona de, Juicio, – final, Justicia, Justificación, Lázaro, Liberación, – teología de la liberación, Libertad, Martirio, Marxismo, Más allá, Materia, Mesianismo, Mesías, Metafísica, Método histórico-crítico, Missale Romanum, Misterios, v. Culto mistérico, Moisés, Moral, Muerte, – en la historia de las culturas, – en la sociedad de hoy, – sueño de la muerte, Mundo, cambiar el mundo, – fin del, Naturaleza, v. Ciencias de la naturaleza, Derecho natural, Oración, Orden franciscana, Paraíso, Parusía, Pasado, Penitencia, Pensamiento griego, Persona, – de Jesús, Platonismo, Pneumatología, Política, – culto político, – ética, Positivismo, Práctica de cambiar el mundo, – de la esperanza, Presente, Profetas, Purgatorio, Quiliasmo (milenarismo), Realidad, Redención, Reino de Dios, Relación, Religión, Resurrección, – de Jesús, – de la carne, – de los muertos, – del cuerpo, Retorno de Cristo, Roma, Sacramento, Saduceos, Salvación, – actualidad de la salvación, – del alma, – historia de la, Santos, Secularización, Ser, Sheol, Signos del retorno de Cristo, Situación intermedia, Sueño de la muerte, Sufrimiento, Templo de Jerusalén, Teología de la esperanza, – de la historia, – de la liberación, – de la raza negra, – de la revolución, [Teología], – del judaísmo primitivo, – liberal, – política, Tiempo, Tiempo futuro, – pasado, – presente, Trabajo, Último día, Utopía, Verdad, Vida, – eterna, Visión de Dios.

ANEXO

ENTRE LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN

Reflexiones complementarias sobre la cuestión de la «situación intermedia»

I. UNA DECLARACIÓN DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE SOBRE CUESTIONES DE ESCATOLOGÍA

Con fecha del 17 de mayo de 1979, la Congregación para la Doctrina de la Fe de la Santa Sede publicó con aprobación papal una «Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología» dirigida «a todos los obispos miembros de las Conferencias Episcopales». Esta carta parte de una convicción que, según afirma, ha cristalizado con creciente claridad en los recientes Sínodos de los Obispos en el sentido de que la Iglesia de hoy se encuentra frente a dos necesidades: por una parte, tiene que mantener fidelidad perfecta a las verdades fundamentales de la fe; y, por la otra, está el hecho de que, en medio de los revolucionarios cambios espirituales de esta época, la tarea de la interpretación se ha hecho especialmente urgente a fin de que la fe una y única llegue a ser comunicable también en la actualidad. Interpretación y fidelidad pueden entrar en una cierta tensión entre sí, pero, justamente en tal tensión, forman una unidad indisoluble. Sólo permanece fiel a la verdad quien hace que la verdad sea nuevamente accesible, quien la transmite realmente; pero, al mismo tiempo, sólo quien permanece fiel a ella la interpreta correctamente. Una interpretación que no sea fiel no es ya interpretación sino falsificación. Por eso, la insistencia en la fidelidad no representa una negativa a la interpretación, no es una invitación a una «reiteración estéril de fórmulas» sino, muy por el contrario, la exigencia más decidida de realizar una interpretación que haga justicia a la cosa misma. Si al final de mi interpretación ya no puedo seguir sosteniendo con honestidad la palabra que he estado interpretando, si ya no puedo pronunciarla sinceramente, he fallado en mi interpretación. «Hay que dejar en pie la palabra» dice una conocida sentencia de Martín Lutero que podría escribirse como encabezamiento para designar la tarea fundamental de toda interpretación que quiera hacer justicia a su propia exigencia.

La fidelidad de la que habla la mencionada carta se refiere a las «verdades fundamentales de la fe». ¿Qué son tales verdades, propiamente hablando? La carta de Roma remite para ello al símbolo bautismal. En una bella formulación, la carta lo designa como una descripción que reseña el camino del designio de Dios desde la creación hasta la plenitud en la resurrección de los muertos. La referencia al símbolo bautismal no sólo es objetiva y está llena de sentido porque puede invocar como respaldo a la Biblia y a los Santos Padres,1 sino porque hace visible la relación indisoluble que existe entre fe y vida, entre fe, oración y culto: las «verdades de fe» no son un bagaje ideológico que el cristiano tenga que cargar sobre sus espaldas junto a otras cosas. Uno llega a ser cristiano a través del bautismo, pero el bautismo es un ser entregado y un entregarse a la forma comunitaria de la fe en el Dios Trino. Por eso, la condición de miembros de la Iglesia se realiza concretamente en la oración comunitaria de la profesión de fe, que es al mismo tiempo una presencia del bautismo y un encaminarse hacia el Señor que está presente. Si ya no puedo rezar más con una actitud interior afirmativa el Credo o algunas de sus partes, se ve afectado el mismo contenido de la fe, la misma pertenencia a la comunidad de oración y de profesión de fe de la Iglesia. La profesión de fe, que de ese modo es colocada en el centro, no es a su vez una colección de proposiciones sino (como también lo indica la declaración romana) una estructura en la que se expresa la «coherencia» interna, la unidad de lo que se cree como una totalidad única. De ese modo, no se pueden tachar ciertas partes sin destruir el conjunto.2

Partiendo de estos presupuestos, la carta romana aborda el artículo del Credo que tiene que ver con la esperanza en la vida eterna y dice sobre él: «Si el cristiano no está seguro del contenido de las palabras «vida eterna», las promesas del Evangelio, el sentido de la creación y de la redención desaparecen, e incluso la misma vida terrena queda desposeída de toda esperanza (cfr. Heb 11,1)». Pero justamente ése es el peligro que la Congregación para la Doctrina de la Fe ve en la actualidad: «¿Cómo no ver que la duda se insinúa con sutileza en lo más profundo de los espíritus?». La carta hace referencia a que, hoy en día, se tratan abiertamente cuestiones de controversia de la teología cuyo objeto y peso la mayoría de los fieles no puede estimar. «Se oye discutir sobre la existencia del alma, sobre el significado de la supervivencia; asimismo, se pregunta qué relación hay entre la muerte del cristiano y la resurrección universal. Todo ello desorienta al pueblo cristiano, al no reconocer ya su vocabulario y sus nociones familiares.» Aquí se pone de manifiesto otro aspecto característico del texto romano: como otorga importancia a la comunicabilidad de las ideas en el lenguaje, tiene que otorgarla también a la continuidad sincrónica y diacrónica del lenguaje y a la relación entre el lenguaje de la oración (que en la Iglesia es esencialmente diacrónico y, así, «católico») y el lenguaje de la teología. Como las «verdades fundamentales de la fe» pertenecen a todos los fieles, es más, como constituyen el contenido concreto de la unidad de la Iglesia, el lenguaje fundamental de la fe no puede ser un lenguaje especializado, y el lenguaje como portador de la unidad no puede ser manipulado arbitrariamente. La teología como ciencia necesita del lenguaje especializado; en cuanto interpretación, intentará traducir siempre de nuevo los contenidos de su objeto de investigación. Pero tanto una como otra cosa están relacionadas con el lenguaje fundamental de la fe que sólo puede seguir desarrollándose comunitariamente en la serena continuidad de la Iglesia orante y no puede soportar discontinuidades abruptas. La carta romana menciona con gran énfasis las dos tareas —nuevamente, no contradictorias sino complementarias— que aquí se plantean: por una parte, la teología debe investigar, discutir, experimentar; por la otra, ella no puede darse su propio objeto sino que está siempre referida a la «esencia de la fe», que es fe de la Iglesia. Penetrar en esa esencia, desarrollarla, y no modificarla o reemplazarla es la tarea de la teología, una tarea que precisamente así es de veras suficientemente exigente.3

El texto romano desarrolla a partir de estas actitudes metódicas su afirmación, cuyo contenido esencial puede resumirse en dos puntos:

1. La resurrección de los muertos que profesamos en el Credo abarca a todo el hombre; «para los elegidos no es sino la extensión de la misma resurrección de Cristo a los hombres».

2. Para la situación intermedia que se da «entre» muerte y resurrección rige que «la Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo “yo” humano. Para designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra “alma”». La carta romana no ignora que la palabra «alma» aparece en la Biblia con diferentes significados, pero constata al respecto «que no se da razón alguna válida para rechazarla»; antes bien, considera «que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos». Así pues, la palabra «alma» como portadora de un aspecto fundamental de la esperanza cristiana se cuenta aquí como parte del lenguaje fundamental de la fe anclado en la oración de la Iglesia, el cual resulta imprescindible para la comunión en la realidad que es objeto de la fe y que, por eso, tampoco está simplemente a disposición de los teólogos.

El magisterio de la Iglesia ha intervenido con esta carta en una disputa teológica en la que consideró tocada la frontera de la teología: la disolución del concepto de alma que se perfilaba con creciente nitidez desde hacía una década y media no se presenta más como una mera disputa interna en el seno de la ciencia. Aquí se toca el sustrato lingüístico de la fe, su lenguaje fundamental, y, con él, se alcanza también el límite donde, más allá de la interpretación, corre peligro de perderse también el mismo contenido interpretado. ¿De qué se trata aquí? Por supuesto, en el restringido marco de un artículo no puede visualizarse todo el panorama de las cuestiones relacionadas, con sus múltiples niveles: sólo cabe tratar de señalar algunas líneas de tendencia.

II. EL TRASFONDO DE LAS CONTROVERSIAS MODERNAS

Tal como he indicado anteriormente, el Nuevo Testamento no contiene un concepto firmemente delineado de «alma». Él mira más bien desde la resurrección del Señor hacia nuestra propia resurrección, en la que nuestra suerte se hará definitivamente una con la del Resucitado. Pero el Nuevo Testamento advierte también (en total continuidad con la fe del judaísmo contemporáneo) que, entre muerte y resurrección, el hombre no se hunde en la nada. Las descripciones de esa situación intermedia, que antes habían operado con palabras como paraíso, seno de Abrahán, estar bajo el altar, permanecer en el «lugar del refrigerio», etc., son integradas ahora visiblemente en el contexto de la cristología: quien muere permanece junto al Señor; quien permanece en el Señor no muere. Dos cosas quedan claras:

1. El hombre sigue viviendo «junto al Señor» también antes de la resurrección.

2. Esta permanencia en la vida no es todavía idéntica con la resurrección, que sólo llegará «al fin de los días» y que será la plena irrupción del señorío de Dios sobre el mundo.

Al comienzo nadie se preocupó mucho por el instrumental antropológico de estas afirmaciones. Sólo en un proceso muy lento se fue formando a partir de esos datos fundamentales de la fe el concepto cristiano del hombre integrado por cuerpo y alma. Así, el «alma» pasó a describirse como la portadora de esa «situación intermedia». Se puede decir que la configuración de estos conceptos sólo llegó a una cierta conclusión con Tomás de Aquino, o sea, en la alta Edad Media. Por supuesto, ya desde la época de los Santos Padres la palabra «alma» se había convertido en un vocablo fundamental de la fe y de la oración de la cristiandad en el que se expresaba la certeza de la indestructible continuidad del yo humano, que perdura más allá de la muerte. Así se desarrolló una imagen del hombre en la que la «inmortalidad del alma» y la «resurrección de los muertos» no son afirmaciones contrapuestas sino complementarias para los grados de una única certidumbre de esperanza. Un primer asalto a esa certeza se dio con Lutero, para quien la utilizabilidad del concepto de alma se hizo dudosa justamente por las mismas razones que en nuestro siglo han traído consigo la crisis de dicho concepto también en la Iglesia católica. Hasta entonces, el lenguaje de la esperanza había crecido en la comunidad de la fe, que en su unidad diacrónica había garantizado al mismo tiempo la identidad del objeto de nuestra fe en el proceso del paulatino desarrollo de las palabras y en la formación de una visión integral de la realidad en la que se basa la fe: desarrollo e identidad no eran polos contrapuestos porque el sujeto común de la Iglesia los mantenía unidos. Pero, para Lutero, la Iglesia no era ya garantía alguna de identidad sino, por el contrario, la arbitraria corruptora de la pureza de la palabra. Ahora, la tradición ya no es más la vitalidad permanente de lo originario sino su antagonista. El verdadero sentido del comienzo debe buscarse en la comprensión histórica de la Biblia en contra de la comprensión viva de la Iglesia. El desarrollo ya no es categoría alguna porque falta su portador. Con ello se hace ineludible la fijación a la terminología bíblica así como también el rechazo del concepto de alma, que había expresado una síntesis de elementos particulares de la concepción bíblica que no está verbalmente presente en la Biblia misma. Con esa separación de origen y tradición se relaciona en Lutero una resistencia interna contra lo griego, contra el elemento filosófico dentro de lo cristiano. El cristianismo histórico se basa en una fusión de la herencia bíblica con el pensamiento griego.4 Ahora hay que deshacer de nuevo esa síntesis y buscar un cristianismo no helénico.

Como en muchos otros ámbitos, también aquí la radicalidad de Lutero demostró ser una anticipación en la historia del espíritu que sólo mucho tiempo después habría de desarrollar plenamente su acción. En un principio, en la ortodoxia luterana siguió vigente en gran medida la figura de la tradición eclesiástica de la fe, aunque con signo diferente y con determinadas modificaciones. Sólo con la gran crisis de la tradición que significó la Ilustración y con la victoria del historicismo que se fue imponiendo paulatinamente durante el siglo XIX llegó a desplegar ampliamente su acción el cambio de postura ante la tradición en el que el historiador se coloca fuera del sujeto vivo de la tradición, no lee más la historia hacia adelante sino hacia atrás y, de ese modo, procura preservar puro su sentido originario. En la teología católica, la crisis estaba preparada desde la asunción de la interpretación histórico crítica de la Biblia, que fue legitimada asimismo por la encíclica bíblica de Pío XII.5 La filosofía tradicional escolástica no estaba pertrechada para procesar los problemas filosóficos planteados por esa nueva exégesis. La crisis se puso abiertamente de manifiesto a partir del concilio Vaticano II, en el que, bajo la impresión de una innovación total, el continuum de tradición que había regido hasta ese momento terminó convirtiéndose en el ámbito abandonado de lo «preconciliar». Se suscitó así la impresión de que había que esbozar de nuevo el cristianismo en todos los campos. De ese modo, las preguntas pendientes que también había en el campo de la escatología adquirieron el ímpetu de las fuerzas de los elementos, que casi sin esfuerzo alguno sacaron de en medio el conjunto estructurado de la tradición. Expresión elocuente de la rapidez de este proceso es el hecho de que el Catecismo holandés —publicado sólo un año después de concluido el Concilio— dejara tras de sí la doctrina de la inmortalidad del alma humana y, en lugar de ella, hablara de una (muy insuficientemente aclarada) antropología de los grados de la resurrección.6 Incluso el misal de Pablo VI sólo se atreve tímidamente aquí y a allá a hablar sobre el alma, mientras que elude lo más posible articular la idea. El ritual de exequias alemán deja totalmente de hablar del alma, por lo menos hasta donde yo puedo verlo.

El hecho de que un elemento tan hondamente arraigado y tan central de la fe y de la oración cristianas pudiese desaparecer tan rápidamente no puede sino suscitar asombro. Tal proceso no debe atribuirse en primer término al cambio de la visión acerca del hombre, sino que (como en el caso de Lutero) es antes que nada expresión de una relación radicalmente modificada para con la tradición. En tal sentido se hace aquí visible una crisis general de lo católico, caracterizado esencialmente por una determinada relación con la tradición. Justamente esta relación propia de lo católico con la tradición se hace aquí incomprensible. Pero hay que proseguir: se hace incomprensible porque se encuentra en contradicción con la comprensión de la historia propia del mundo tecnificado y con su racionalidad antihistórica. Por el otro lado se comprende a su vez la eficacia de la nueva visión y la singular pérdida de lo católico en el mundo moderno.

Intentemos captar la idea desde otra perspectiva. Aplicando a otro terreno una imagen de Kolakowski7 podría decirse que el trato del método histórico crítico con el objeto puede compararse con una suerte de necrofilia: los datos singulares son mantenidos en su particular punto histórico concreto y fijados a su posición de entonces. Como se ha dicho, se intenta alcanzar una preservación lo más pura posible de los puntos del pasado en cuanto puntos. En relación con la fe cristiana, esto significa que se procura aislar la forma más antigua respecto de sus configuraciones posteriores a fin de alcanzar por fin el mensaje de Cristo en su «pureza». Una vez encontrado el Jesús de la fuente de los logia, todo lo demás se declara como agregado humano cuyos factores de surgimiento pueden combinarse después. El verdadero administrador de llaves de tal mensaje comprendido arqueológicamente sólo puede ser el historiador. Que en la historia pueda haber un sujeto continuo en el que desarrollo sea fidelidad y que posea potestad en sí mismo queda aquí fuera del campo visual.

Para una actitud semejante, la síntesis antropológica en la que la tradición cristiana unió los diferentes elementos de la fe bíblica tiene que perder su significación y hasta volverse sospechosa. De hecho, en el Nuevo Testamento no puede encontrarse literal y unitariamente el concepto tradicional de alma. Para la orientación que ha asumido el pensamiento teológico después del Concilio han sido decisivos otros dos motivos. En primer lugar hay que hablar del reforzado retorno de un sentimiento antihelénico, que en la historiografía de los dogmas se había convertido prácticamente desde sus inicios en su categoría expositiva fundamental.8 Su contenido, su significado y sus límites nunca han sido propiamente elaborados. La actitud negativa ante lo griego se ha visto favorecida por dos actitudes fundamentales presentes en la actualidad: por una parte, el escepticismo contra la ontología, contra el discurso sobre el ser, que resulta contrario y hasta parece inaceptable para la actitud tanto funcional como activa del pensamiento actual. En la teología se ha contrapuesto de buen grado al pensamiento ontológico, denunciado como estático, la actitud histórica y dinámica de la Biblia. También se ha contrapuesto lo ontológico como objetivo a lo dialógico y lo personal. A ello se ha agregado como segundo momento un temor, casi un pánico, ante el reproche de dualismo. Considerar al hombre como un ser compuesto de cuerpo y alma, creer en una supervivencia del alma entre la muerte del cuerpo y su resurrección parecía una traición al reconocimiento bíblico y moderno de la unidad del ser humano, de la unidad de la creación. Decir semejante cosa se consideraba visiblemente como una caída de la idea bíblica de creación hasta un dualismo griego que divide el mundo en espíritu y materia.

III. CONTENIDO Y PROBLEMÁTICA DE LOS NUEVOS INTENTOS DE SOLUCIÓN

Pero ¿qué esperanza le queda propiamente al ser humano más allá de la muerte si se niega la posibilidad de separación (y de distinción) de cuerpo y alma? La idea de Lutero estaba orientada a presentar al ser humano entre la muerte y la resurrección como dormido. Pero entonces cabe preguntar: ¿quién es el que duerme? Al cuerpo, que poco a poco se descompone, no puede aplicarse el concepto de «dormir». Y si existe algo que subsista y pueda diferenciarse del cuerpo, ¿por qué no se le puede llamar alma? A la inversa, si el dormir es una expresión de la provisional interrupción de la existencia del ser humano, entonces ese hombre no existe más en su identidad. La resurrección es entonces una nueva creación, y el hombre resucitado podrá ser igual, pero no ha de ser el mismo que el difunto, que, consecuentemente, en la muerte termina definitivamente en cuanto ser humano individual y concreto. Pero entonces no se ha mantenido justamente la doctrina de la resurrección en cuya defensa se había salido. Por lo demás, hoy sabemos que, con la expresión del «dormir», la Biblia no designa en modo alguno un estado de inconsciencia ni menos aún la interrupción de la existencia del muerto. Esa expresión era simplemente una palabra corriente que podía llenarse de diferentes contenidos y que los cristianos llenaron con la representación de la vida (consciente) con el Señor.9

Frente a tales aporías del pensamiento, algunos teólogos católicos, comenzando en la década de 1950 y más fuertemente a partir del concilio Vaticano II, se pusieron en búsqueda de una salida diferente. Siguiendo ideas de E. Troeltsch y de K. Barth, esos teólogos enfatizan la completa inconmensurabilidad de tiempo y eternidad. El que muere sale del tiempo, entra en el «fin del mundo», que no es el último día del calendario sino justamente lo «otro» respecto de los días de este eón. Barth había intentado explicarse con estas consideraciones la espera de Jesús y de los primeros cristianos del inminente fin del mundo: el fin de los tiempos linda muy inmediatamente con el tiempo y se introduce en medio del tiempo. Tal planteamiento se utilizó entonces para explicar la resurrección: si en la muerte se sale al no tiempo, al fin del mundo, se entra con ello en el retorno de Cristo y en la resurrección de los muertos. Por tanto, no hay «situación intermedia» alguna, no se necesita alma ninguna para seguir sosteniendo la identidad del hombre. Consecuentemente, el «estar con el Señor» y la resurrección de entre los muertos son lo mismo. Parecía haberse descubierto el huevo de Colón: la resurrección acontece en la muerte.

Pero, aun así, surge una pregunta. Según esas consideraciones, el hombre es simplemente indivisible. Sin el cuerpo, no hay hombre. Tal era, precisamente, la razón por la que había que buscar este camino de pensamiento. Pero, después de la muerte, el cuerpo del hombre se queda indudablemente en el tiempo y el espacio. No resucita sino que es colocado en la tumba. Por tanto, para el cuerpo no rige la destemporalización que reina del otro lado de la muerte. ¿Para quién rige, entonces, si es que nada en el hombre puede separarse del cuerpo? ¿O hay, entonces, algo que siga siendo distinguible del cuerpo en su descomposición espacio-temporal y que salga fuera del tiempo, de ese tiempo que en la muerte toma por fin plena posesión del cuerpo? Ahora bien: si existe un «algo» semejante, ¿por qué no llamarlo alma? Y ¿con qué derecho puede llamársele cuerpo, siendo manifiesto que no tiene nada que ver con el cuerpo histórico del hombre y con su materialidad? ¿Cómo es que no se trata de un dualismo si, después de la muerte, se postula la existencia de un segundo cuerpo (¿acaso es preciso hacerlo?) cuyo origen y modo de existir siguen estando, por lo demás, en la oscuridad?

Pero surge todavía un segundo grupo de preguntas. ¿Cómo es que la historia puede haber terminado ya en algún lugar (fuera de Dios mismo) mientras que, en realidad, está todavía en camino? ¿No se ha malentendido y simplificado indebidamente aquí la idea de la inconmensurabilidad entre «tiempo de este mundo» y «tiempo del otro mundo», en sí misma correcta (puesto que de «eternidad» sólo debería hablarse con relación a Dios mismo)? ¿ Qué futuro puede esperarse entonces para la historia y el cosmos? ¿Llegan éstos alguna vez como totalidad a la plenitud, o sigue en pie un dualismo eterno entre el tiempo y la eternidad, a la que el tiempo jamás llega? Las respuestas dadas a estas preguntas no son unitarias y tienden a dejar la cuestión abierta.10 Pero la lógica interna de todo el argumento tiende a considerar superfluo un fin también temporal de la historia y una plenificación del cosmos. Si la resurrección ya ha tenido lugar y, en ella, el individuo ha entrado ya en el fin del mundo, que ya se ha producido, las consecuencias mencionadas son lo único lógico.

Pero si se empieza a sopesar las ganancias y pérdidas de toda esta operación intelectual, el resultado no puede ser sino dudoso. En el fondo, con el rechazo del alma cae también la resurrección, pues una resurrección que no alcance también la materia y el mundo concreto de la historia no es resurrección alguna. Y si se quiere dotar a una palabra de tantos instrumentos hermenéuticos adicionales como para poder utilizarla al final en contra de su sentido literal inmediato, entonces palabra e idea no están en una recta relación. El lenguaje (y eso se muestra aquí concretamente) no es ilimitadamente manipulable. No discuto en absoluto que, con las nuevas reflexiones cuya orientación fundamental he intentado resumir aquí brevísimamente, se han impulsado reconocimientos particulares de importancia. Desde muchos puntos de vista ha sido también totalmente provechoso y justificado hacer alguna vez el experimento argumental de comprobar si se podían describir los contenidos en cuestión con una terminología nueva y renunciando al concepto de alma. Pero quien considere imparcialmente el resultado deberá admitir que no es posible. No se puede retroceder simplemente dos mil años y situarse en el lenguaje de la Biblia. Felizmente, G. Lohfink ha expresado esto como exégeta de manera inequívoca: el biblicismo no constituye posibilidad alguna.11 Además, también el nuevo camino va lingüística y conceptualmente mucho más allá de la Biblia, y hasta forma su terminología de manera mucho más incisiva de lo que lo hacía la tradición. Por esa vía no podía obtenerse la «palabra pura» de la Biblia ni tampoco la mejor lógica del pensamiento. Y para eso perdió su lenguaje el anuncio de la palabra. En efecto: si bien por último se puede enseñar a los fieles que no hay inmortalidad del alma, el que su amigo muerto haya resucitado al momento es algo que ningún lenguaje del anuncio de la fe puede hacer inteligible, porque la utilización de «resurrección» es una típica lingua docta, un lenguaje erudito historicista, y en modo alguno una expresión posible de una fe creída y entendida en común. Y todo esto sin mencionar que las vueltas hermenéuticas que son necesarias como telón de fondo para la inteligibilidad de la fórmula nunca podrían entrar en el anuncio de la fe: con ello, el teólogo se interna, también como erudito, en un gueto teológico del lenguaje y del pensamiento en el que nadie comulga con él, ni lingüística ni conceptualmente. Por eso, la referencia hecha por la Congregación para la Doctrina de la Fe a un irrenunciable «sustento» lingüístico dado en la palabra «alma» respecto de su significado es objetivamente forzosa. Por eso también es correcto que la Congregación intervenga aquí para defender al mismo tiempo la resurrección de todo el hombre y la inmortalidad del alma como magnitudes que se pertenecen una a otra.12

IV. LÍNEAS FUNDAMENTALES PARA UN NUEVO CONSENSO

En el ámbito de la actual discusión filosófica, el temor al concepto de alma y el miedo concomitante a un veredicto de dualismo se ha quedado ya hace mucho tiempo sin objeto. J. Seifert ha analizado con agudeza los equívocos contenidos en la expresión «dualismo» y ha elaborado ocho diferentes posiciones que suelen colocarse a la fuerza dentro de esa denominación y que de ese modo son hechas objeto de una sospecha que no puede guardar correspondencia con lo que cada una de ellas quiere decir.13 Entre los desarrollos más importantes que se han producido en la discusión filosófica de la cuestión se cuenta el hecho de que el notable neurofisiólogo J. Eccles (premio Nobel) y el filósofo C. Popper, considerado como positivista, hayan coincidido en el rechazo del monismo y del materialismo neurofisiológico. El rechazo de esa forma de ver, que el primero ha realizado en los términos de las ciencias naturales y el segundo a través de un análisis estrictamente lógico, ha conducido a la elaboración de una «marcada posición dualista» en la que, sin embargo, la palabra dualismo se entiende, sin carga valorativa alguna, como expresión de la relativa autonomía de la conciencia y de su instrumento corporal.14 Los autores han publicado su obra con el elocuente título El yo y su cerebro: ya en ese título se destaca la tesis del libro, según la cual el yo posee el cerebro como su substrato fisiológico y lo utiliza como su instrumento. Como es correcto en el sentido de su método, Eccles deja abierta la pregunta por la inmortalidad del yo: «El surgimiento al igual que la desaparición de nuestra existencia son, tal como se reconoce en el último plano del problema cuerpo-alma, las dos caras del mismo misterio. ¿Qué se hace de nuestra conciencia después de la muerte del cerebro? Su maravilloso instrumento se descompone y no responde más a su toma de contacto cognoscitivo. ¿Se renovará nuevamente el yo en otra forma de manifestarse? Esta pregunta está fuera de lo que la ciencia puede conocer, y un científico debería cuidarse de pronunciar aquí precipitadamente un no definitivo».15 Sin duda, un teólogo que defienda hoy en día en el sentido de la tradición cristiana la existencia y la inmortalidad del alma se encontrará con oposición desde muchos flancos. Pero no está postulando cosas que filosófica o científicamente carezcan de sentido y no puedan sostenerse. Por el contrario: frente a las toscas simplificaciones intelectuales y a la desmemoria histórica que amenazan con extenderse ampliamente, aboga por un pensamiento más preciso y universal y puede estar seguro de que no está solo en ello. Por el contrario, con la teoría de la resurrección en la muerte derriba los puentes de la comunidad de pensamiento que comunican con la filosofía del mismo modo que destruye a los que conducen a la historia del pensamiento cristiano: la modificación de la relación entre fe y razón así como la modificación de la relación con la tradición, con la unidad interna de la historia de la fe, es incluso el verdadero trasfondo metódico de ese modo de proceder.

En la primera mitad de nuestras consideraciones hemos visto la ruptura de la continuidad de la tradición como problema fundamental en el trasfondo de la revolución producida en algunos temas teológicos particulares: la historia ya no es presencia transmitida de forma fiable a través del continuum de la tradición, sino que debe ser reencontrada a partir de lo pasado por un proceso de reconstrucción realizado según el método histórico. Y ahora se muestra como segundo aspecto de la crisis la pérdida de seguridad en la relación entre fe y razón. Así como el método histórico pretende destilar hasta la pureza lo pasado y fijarlo en su figura primigenia, así lo teológico debe ser liberado de los agregados filosóficos. La desconfianza de la razón histórica hacia la razón filosófica desempeña aquí el papel decisivo. A todo ello, sólo raras veces se toma conciencia de que en ambos casos se trata de la razón, y de que, en consecuencia, la reconstrucción histórica no puede, justamente, presentar la fe de forma «pura» ante la mirada intelectual. Desde luego, esta pregunta no se puede ni se pretende discutir aquí en sus detalles. Permítaseme intentar hacer dos comentarios sobre la pregunta que aquí se plantea acerca de si la vinculación de la fe en la resurrección con la fe en la inmortalidad del alma no se basaría en una inapropiada asunción de la filosofía dentro de la fe.

1. Desde el punto de vista histórico se puede documentar de forma inequívoca que el concepto de alma de la tradición cristiana no constituye en modo alguno una simple asunción del pensamiento filosófico. Independientemente de la tradición cristiana, dicho concepto no se encontraba en ninguna parte en la forma en que tal tradición lo ha concebido. Ese concepto ha asumido conocimientos preexistentes, elementos conceptuales y lingüísticos de diferente tipo, los ha purificado y transformado a partir de la fe y los ha refundido en una nueva unidad que surgió a partir de la lógica de la fe e hizo que esa misma lógica pudiese articularse. Lo novedoso de lo cristiano halló su expresión más fuerte en la fórmula del «alma como forma del cuerpo». Tomás de Aquino tomó esa fórmula de Aristóteles pero la llevó a un significado fundamentalmente nuevo respecto del pensamiento del Estagirita. Así, el concilio de Vienne pudo encontrar en la fórmula de Tomás la expresión válida de la antropología cristiana y la defendió en medio de los enfrentamientos de la época como una forma del lenguaje de la fe.16 Desde la fe en la creación y desde la correspondiente esperanza cristiana se ha alcanzado aquí una posición situada más allá del monismo y del dualismo, que debería contarse entre los elementos fundamentales inamisibles del saber antropológico. Por lo demás, un cristiano (y un pensador, en general) no debería considerar el monismo como una postura menos peligrosa y fatal que el dualismo. Partiendo de la fórmula antropológica de Tomás puedo coincidir totalmente con la afirmación de Greshake —si se la entiende correctamente— donde dice: «[...] para mí, el concepto de un alma exenta de cuerpo es un no concepto».17 El hecho de que el hombre se «interioriza» como materia durante toda su vida y que, consecuentemente, no se desprende de esa relación tampoco en la muerte sino que la lleva en sí mismo es para mí algo totalmente claro desde este punto de partida; sólo así adquiere sentido también la relación con la resurrección.18 Pero porque así sea no es necesario negar el concepto de alma ni reemplazar el alma por un nuevo cuerpo. No hay tipo alguno de cuerpo que retenga el alma, sino que el alma, que subsiste, retiene interiorizada en sí misma la materia de su vida y está así tendida hacia Cristo resucitado, hacia la nueva unidad de espíritu y materia que en él se ha inaugurado.19 En consecuencia, lo único apropiado desde la lógica del lenguaje es hablar de una supervivencia del alma. El concepto cristiano de alma incluye necesariamente los elementos que Greshake critica. Gustoso admito que es preciso traerlos siempre de nuevo a la memoria.

2. Pero por más que se justifique traer a la memoria la permanente integración en el alma de la materia convertida en cuerpo, los acentos se desplazan si es que todo parece indicar que esa misma es la condición propia y esencial de la vida eterna. Tal cosa es errónea. La materia es ante todo la condición de la muerte para la vida. Pero ¿en qué se basa, entonces, el que esperemos una vida eterna para el hombre? ¿Qué factor puede garantizarla? Esta pregunta central ha terminado por quedar totalmente fuera del campo visual a través de las disputas en torno al dualismo y el monismo. También podríamos preguntar de la siguiente manera: ¿qué lleva al ser humano a tener el ansia de perdurar? No es el yo aislado sino la experiencia del amor: el amor quiere la eternidad del amado y, por eso, también la propia eternidad. Así, la respuesta cristiana a nuestro problema es: la inmortalidad no anida en el hombre mismo sino en una relación, en la relación hacia lo que es eterno y lo que otorga sentido a la eternidad. Esto permanente que puede dar vida y dar plenitud a la vida es la verdad, es el amor. El hombre puede vivir eternamente porque es capaz de tener relación con lo que da eternidad. Y a aquello que da sustento a esa relación en el hombre lo llamamos «alma». El alma no es otra cosa que la capacidad del hombre de relacionarse con la verdad, con el amor eterno. Ahora se ve correctamente la sucesión de las realidades: la verdad, que es amor, y que se llama Dios, da al ser humano eternidad; y porque en el espíritu del hombre, en el alma humana, está integrada la materia, ésta alcanza en él la posibilidad de ser plenificada en la resurrección.

En este contexto la relación de la fe con la filosofía que la precede puede ilustrarse con un ejemplo. Platón reconoció que la inmortalidad sólo puede provenir de lo que es inmortal, de la verdad, y que, por eso, la esperanza de vida eterna para el hombre se funda en su relación con la verdad. Pero la verdad seguía siendo, en definitiva, un concepto abstracto. Mas cuando entró en el mundo Aquél que podía decir de sí: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6), se modificó también desde sus mismas bases el significado de las afirmaciones platónicas. La fórmula de que la verdad otorga inmortalidad podía seguir en pie sin cortapisas, pero pasaba a fundirse con otra fórmula: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá...» (Jn 11,25). La fórmula se había convertido en un camino: en la relación con Cristo puede amarse la verdad y, por eso, el «estar con el Señor» es vivir, «sea que estemos despiertos o dormidos» (véase 1 Tes 5,10; Rom 14,8).

Y porque así es, la fe en la inmortalidad y en la resurrección es en última instancia idéntica con la fe en Dios, sólo puede fundarse en ella y adquiere también a partir de ella su carácter plenamente lógico. Y porque, para nosotros, Dios sólo se hace concreto en Cristo, nuestra esperanza sólo se hace concreta en la fe en Cristo. Pero eso no hace superflua la razón sino que une las tantativas e intentos propios de la razón y les da sustento. Sin embargo, la relación con Cristo no surge a partir de las reconstrucciones de la razón histórica sino por la potestad de la historia comunitaria de fe, es decir, en la Iglesia. Este hecho no hace tampoco superflua la razón histórica sino que otorga a los conocimientos que ella adquiere un centro integrador. Para el futuro de la teología será fundamental que ella entre nuevamente en una relación positiva con la unidad viviente de la historia cristiana en la Iglesia. Sólo entonces tratará sobre algo viviente. Sólo entonces podrán subsistir juntos desarrollo e identidad, y sólo donde el desarrollo es posible en identidad hay vida. Pero entonces volverá a hacerse claro que el lenguaje de la fe que ha crecido en la comunidad de fe es una realidad viva que no puede reemplazarse arbitrariamente. Sólo quien puede hablar en comunidad puede vivir también en comunidad.20

PREFACIO PARA LA NUEVA EDICIÓN

En el otoño de 1969, cuando acepté el llamamiento a ocupar una cátedra en la recientemente fundada Universidad de Ratisbona, me reencontré allí con el profesor Johann Auer, con quien me unían hermosos años de trabajo en común en la Universidad de Bonn. Auer había desarrollado ya en Bonn el proyecto de un Curso de teología dogmática (Kleine Katholische Dogmatik) que, publicado en su versión original en formato de bolsillo, debía poder ser para los estudiantes un «florilegio de puntos básicos para sus reflexiones teológicas y para sus meditaciones religiosas» (como reza en el Prefacio común a todos los tomos de la obra). Él ya había terminado de escribir el 5.º tomo —titulado El Evangelio de la gracia, fruto de su trayectoria docente, iniciada en 1947— y lo había entregado a la editorial Pustet. También estaban avanzados los trabajos preparatorios para el resto de los tomos. A mi llegada a Ratisbona, Auer y el editor, doctor Friedrich Pustet, me insistieron en que participara en el proyecto, de modo que se tornara en un obra en común. Como yo ya había acordado con la editorial Wewel la publicación de una obra de teología dogmática, dudé en aceptar la propuesta, pero me dejé persuadir por la invitación de mi amigo. Finalmente, al terminar el primero de los dos fascículos que me correspondía redactar —éste sobre la escatología—, fui nombrado arzobispo de Múnich y Frisinga, de modo que el volumen, publicado por la misma fecha de mi consagración episcopal, terminó siendo mi única aportación a esta empresa común. La otra aportación para cuya elaboración se había pensado en mí —la introducción a la Teología— no llegó a escribirse porque el profesor Auer fue llamado en 1989 a partir de esta vida antes de que pudiese iniciar la labor de redacción.