port_digital.jpg

contra_digital.jpg

Ensayos
568

ITXU DÍAZ

Dios siempre llama
mil veces

Prólogo de Javi Nieves

log_ee.jpg

© 2015
El autor
y
Ediciones Encuentro, S.A., Madrid

Diseño de la cubierta: Chiara Ceresa

ISBN epub: 978-84-9055-333-6

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid
Tel. 902 999 689
www.ediciones-encuentro.es

ÍNDICE

PRÓLOGO
Javi Nieves

Cuando estaba en la Universidad pasé una tarde entera con mis compañeros discutiendo un tema que con el paso del tiempo sigue rondándome la cabeza. Hablamos de ello entre cervezas como si tratáramos algo cotidiano, incluso superficial y entre risas, pero encerraba una cuestión realmente profunda y que aún sigo planteándome con el paso del tiempo. La pregunta era la siguiente: Si la persona más cruel y sanguinaria que haya pisado la Tierra en toda su historia se arrepiente en el último segundo de su vida y pide perdón de corazón, arrepintiéndose por todo lo que ha hecho ¿Dios lo aceptaría y le tendría a su lado? Los argumentos que se escucharon aquella tarde fueron de todo tipo, algunos hablaban del hijo pródigo y otros de San Agustín o María Magdalena, pero nada de eso daba respuesta a la cuestión, ¡hablamos del último segundo de tu vida!, decían algunos, no hay tiempo de actuar de ninguna manera y demostrar con hechos que le amamos, ¿Dios perdona hasta ese extremo?, ¿es capaz de amar tanto?, ¿aunque hayas sido un sanguinario toda tu vida?, ¿y el dolor causado? Son ese tipo de preguntas llevadas al límite que nos planteamos en nuestra inquieta época universitaria, pero ahí quedan.

Dios llama y espera, llama y espera, mil veces y mil veces mil, es incansable, es persistente y sutil y además no le vale cualquier respuesta, esta debe ser sincera, libre y consecuente. Pero para complicarse aún más las cosas, no ha elegido llamar a los perfectos, ni a los mejores, ni siquiera a los “buenos”. Se ha empeñado en buscar entre lo más difícil y cuanto más complicado se lo ponemos mayor es su empeño. No hay más que ver la panda que eligió Jesús como Apóstoles para darse cuenta de que Dios no busca a los perfectos, había cobardes, impulsivos y con genio, arrogantes e incluso un traidor.

En este libro encontramos relaciones personales, historias de Tú a tú, que forman parte de lo más íntimo de cada uno. Tan íntimo como una relación de pareja. Esta claro que no le vamos contando por ahí, a cualquiera que nos encontramos, cómo conocimos a nuestra mujer y como empezamos a enamorarnos, porque además de cursis nos podrían tildar de pesados. Pero cuando vemos una pareja que se quiere, se nota, no hace falta que digan constantemente que se quieren, eso transciende, se ve, eso también ocurre con la relación con Dios.

Este libro está plagado de historias personales, de relaciones, de amor, de cómo se conocieron dos personas y como comenzaron una relación. Cuando te encuentras con Dios comienzas, si así lo quieres, una relación personal, intima y que definitivamente cambia tu vida, forma parte de lo más íntimo, algunos no pueden guardárselo y sienten la necesidad de gritarlo a los cuatro vientos, otros menos impulsivos lo viven más en la intimidad y otros anhelan que se les note, así, tal cual, que se note sin tener que contarlo ni ocultarlo, simplemente que no se pueda disimular y les delaten los hechos.

En este libro hay historias de todo tipo, de los que quieren gritarlo, de los que descubrieron a Dios en su lecho de muerte o de los que cambiaron su vida radicalmente.

Conozco a Itxu en múltiples facetas, como inquieto apasionado de la música, como emprendedor incansable, como escritor brillante y delirante, como ácido observador de la realidad, pero en todas sus facetas hay algo en común: su inquietud permanente por aprender y su afán por sorprender con lo que cuenta. Realmente sorprende encontrar todas estas historias que forman parte de lo más privado de cada uno y sirven de aliento al lector. Este es un trabajo apasionado que Itxu ha realizado con delicadeza. Cuando lo leas te darás cuenta de cómo trabaja Dios con cada uno de nosotros de forma única y personal, de cómo llama mil veces y si no encuentra respuesta lo seguirá haciendo hasta el último segundo de nuestra vida, sólo espera un sí por respuesta, y se lo podemos dar en cualquier momento de nuestra vida, no tendrá en cuenta si hemos tardado mucho o poco, solo tendrá valor un verdadero sí de corazón, aunque sea lo último que hagamos en la vida.

INTRODUCCIÓN

Haz un esfuerzo por situarte en los ojos de Dios. Sólo será un instante. Ahí ves toda la eternidad. La historia de la Historia. Los pensamientos más ocultos, los hechos más conocidos. Las vidas particulares. Las heroicidades, los errores, el bien, y la maldad. Y tu propia vida. Eso que dicen algunos sacerdotes al penitente hacia el final de la confesión, «el bien que hagas y el mal que puedas sufrir», es un bonito resumen de tu paso por la tierra, y del de todos.

En los ojos de Dios, todo puedes verlo de pronto en perspectiva infinita, a través de los siglos y los tiempos. Imagina que su mirada, desde lo alto, es así, como en puzzle. Y precisamente así, como en un puzzle, Dios encauza los corazones uno a uno, como quien coloca con esmero cada una de las piezas. Pero este juego tiene una importante particularidad: no hay aquí dos piezas iguales, ni por tanto dos espacios iguales previstos para ellas. Es la grandeza de la libertad que nos han concedido. Que todo encaje al fin es obra de Dios.

Tantas piezas como intervenciones divinas, tantas vidas como llamadas, directas o indirectas, de Dios a cada hombre. Y no se cansa. Que la insistencia de Dios en esperarnos, por suerte, es infinita como su misericordia. Por eso decimos que llama mil veces, porque para los niños mil significa a menudo todo lo máximo que se puede alcanzar contando cifras. Mil es siempre, y es a todas horas, y es bajo toda condición, y es para toda la eternidad, y es a todos los hombres, y es infinito.

Lo que tienen en común John Wayne, Juan Pablo II, la película The Blues Brothers, Amy MacDonald, el milagro eucarístico de Daroca, los cristianos martirizados en la guerra siria, y el guionista de Instinto Básico, es que nos señalan, de forma sutil o clamorosa, el camino que conduce a Dios. Por eso me he decidido a contar estas historias, muchas de ellas surgidas de mis propias conversaciones con los protagonistas —como en la conversión de la Testigo de Jehová Mary Karr—, de experiencias en mis propias carnes —como la extraña paz que emana del Santuario de Lourdes—, o de investigaciones a fondo durante largos periodos —como encontrar el documento que certifica la entrada en la Iglesia Católica de El Duque—.

Historias anónimas de viajes espirituales que constituyen asombrosas y desconocidas aventuras, rostros populares que descubrieron a Dios cuando se arrastraban por el barro, hombres y mujeres que hacen el bien sin fe, situándose sin saberlo en la antesala de Dios, milagros de nuestro tiempo con los que el Espíritu Santo parece gritarnos al oído, e incluso retazos personales de las cosas, los sentimientos, y los santos, que Dios ha cruzado en mi camino. Todo en unas páginas escritas con el afán de mostrar al lector la verdad de los hechos, como cronista privilegiado de algunas de las marcas más bellas que Dios va dejando en la tierra; faros y luces en la niebla, para almas perdidas en la noche oscura.

1. MIL FORMAS DE QUERER

Dios ama a los conversos. Qué obviedad, Dios ama a todo el mundo. Pero Dios ama a los conversos. Lo vemos en las Escrituras. Lo sabemos. Y por eso, sin desmerecer en absoluto la biografía de aquellos que viven junto a Dios durante toda su vida, nos conmueven las historias de personas que han descubierto de pronto a Dios desde las procedencias, los modos, y las épocas mas variadas. Son tantas las llamadas de Dios como formas de querer a cada una de sus criaturas. Muchas de estas conversiones nos helarán la sangre, porque eran sencillamente imposibles. Pero, a la luz de la Historia de la Humanidad, si algo divierte de verdad a Dios, es quebrar de forma recurrente la humana nadería de lo imposible.

LA ÚLTIMA GESTA DE JOHN WAYNE

El Duque. Un desierto de arena. La figura de un caballo. Y Wayne, John Wayne, asomado a una colina. O agachando la cabeza para mirar con suficiente desdén al enemigo que le está encañonando. O con esa inolvidable forma de andar, paseando su carisma por los mejores westerns. No es casualidad que ostente el récord de mayor cantidad de papeles como protagonista de la historia del cine: en 142 películas. Representaba al ideal norteamericano dentro y fuera de la pantalla. Icono de los conservadores, tipo largo de 1,93, con una vida intensa, y un declive de salud a partir de mediados de los 60, cuando le detectan cáncer de pulmón, falleció finalmente a los 72 años, el 11 de junio de 1979, tiñendo de luto para siempre la historia del cine clásico norteamericano, y dejando una extraordinaria y amplísima colección de películas para la posteridad.

Parte de la leyenda afirma que John Wayne, que fue protestante toda su vida, murió católico. Desde 1979 hasta hoy se han escrito numerosas versiones sobre los últimos días de El Duque y su supuesta conversión. Algunas son fiables y resumen con acierto lo esencial de lo acontecido en las últimas horas de vida del artista, pero la mayoría son inexactas, contradictorias o, incluso, deliberadamente falsas.

El testimonio de sus biógrafos y de sus propios amigos y familiares ha contribuido a sembrar la confusión sobre la última gran noticia en la vida de John Wayne. El periodista Alam Dumas admitió, poco antes de morir, que su popular historia sobre la conversión de John Wayne era totalmente falsa, que se la había inventado de principio a fin. Era una extraña fabulación según la cual un niño habría enviado una carta al actor pidiéndole que se convirtiera y admitiera a Jesús como su salvador. Un testimonio bonito, pero falso, según su propio autor. De ahí que nunca hasta ahora hayamos podido conocer un testimonio que, sin duda, dejaría una huella profunda de esperanza en miles y miles de seguidores del viejo rey del Oeste.

La conversión de un mito

Hoy podemos presentar un documento periodístico que pone fin al cruce de rumores, confirmando el bautismo del actor a partir de una fuente oficial, debidamente contrastada. Se trata de una portada de The Voice, una antigua publicación católica de carácter local, correspondiente al 15 de junio de 1979, cuatro días después de la muerte de John Wayne. En ella, además de una información protagonizada por el papa Juan Pablo II, encontramos un recuadro que recoge el breve comunicado del padre Robert Curtist, confirmando haber bautizado y asistido al popular actor el día anterior a su muerte:

«John Wayne fue recibido en la Iglesia Católica el día antes de morir. Mr. Wayne estaba consciente en ese momento. Nosotros no revelaremos ninguna información adicional, ya que es una cuestión privada entre el sacerdote y el penitente».

Ninguno de los autores que se han entretenido escribiendo biografías de Wayne se ha molestado en buscar en esa suerte de hoja de comunicaciones parroquiales. Como es natural, en los días que siguieron a su muerte, el breve comunicado del sacerdote Robert Curtist quedó eclipsado por el enorme volumen de noticias y reportajes sobre su extensa carrera artística, centrándose todo en el luto por el más grande del cine clásico.

El hombre que no podía morir

Había una cierta —y absurda— sensación de que John Wayne no podía morir. El golpe fue fuerte, porque después de la noticia de su muerte no aparecía el alivio de un «The End» y las trompetas alegres entre los créditos. Aquello era real. El Duque, rudo, varón invencible, era mortal. Y el cine debía recordarlo para siempre, en todas y cada una de sus hazañas frente a la cámara. Pero la discreta portada de The Voice de aquel 15 de junio de 1979 guardaba para la posteridad el verdadero momento culminante de la vida del protagonista de clásicos del cine como La Diligencia, El Hombre Tranquilo o El hombre que mató a Liberty Balance: su conversión.

De un tiempo a esta parte, numerosas hemerotecas de periódicos americanos han sido incorporadas a la red. Gracias a ellas es posible acceder a nuevas reseñas periodísticas que, en los días posteriores a la muerte de John Wayne, recogieron el comunicado oficial del sacerdote que bautizó al actor, y que hasta ahora permanecían perdidas o tal vez archivadas en remotos cajones familiares.

Patrick Wayne, uno de los hijos de John Wayne, aporta más detalles sobre cómo pudo producirse el bautismo de su padre, en un relato firmado por el crítico de cine Tony Medley. En junio de 1975 el actor estaba gravemente enfermo y llevaba varios días en coma. Tan sólo había despertado durante unas horas dos días antes de su muerte. Según el relato de Patrick, su padre despertó de nuevo del coma en el momento de recibir la visita del sacerdote. Ambos permanecieron a solas durante un cuarto de hora: «Los dejé solos durante 15 minutos y pude escucharlos hablar. Cuando el capellán salió me dijo que había bautizado a papá».

Todas las piezas del relato de Medley coinciden con otros testimonios, y con la citada publicación oficial en fecha, hora y lugar. Y eso hace que los católicos podamos celebrar que, en efecto, el cowboy más querido del Far West se puso con humildad su sombrero en el pecho, dejando al aire su calva ya tan pronunciada y sus facciones hinchadas por la enfermedad, y se estregó a Dios justo antes de morir, en paz. Como en el mejor final de la mejor de sus películas.

Una vida de valores

Lo normal cuando uno difunde el bien es terminar abrazando el bien. Lo corriente, cuando uno se convierte en la imagen de ese conjunto de valores que hacen al hombre más digno, es terminar por confundirse con ellos hasta el extremo. En sus cientos de apariciones en la pantalla, John Wayne encarnó muchas de las cosas que nos hacen, sencillamente, ser mejores. No fue un papel casual. La mayoría de los críticos coinciden en señalar que Wayne sólo aceptaba aquellos papeles que fueran coherentes con su forma de pensar. Por eso su cine terminó siendo él, y su personaje, su persona. Una armonía sólo al alcance de los más grandes.

El oeste fue el escenario perfecto para tratar asuntos mucho más importantes y actuales que lo que encierra el argumento de cualquier Western. El honor. La nobleza. La valentía. La sinceridad. La responsabilidad. La bondad. La lealtad. Son, todos ellos, valores que sustentan al hombre, que le permiten pisar fuerte por donde pasa. Son las aspiraciones que elevan a la persona por encima de su tendencia natural a la traición, a la cobardía, a la mentira, y en general, a cualquier clase de maldad.

Pero hay algo aún más importante en el personaje de John Wayne. Busquen alguna película en la que aparezca como un hombre inmensamente bondadoso, colmado de virtudes y valores, carente de cualquier defecto, como si fuera un ser de otro planeta. No la encontrarán. No encontrarán en ninguna de sus interpretaciones a un ser angelical, generosamente entregado a su entorno, derrochando caridad, simpatía, bondad y amor. A John Wayne lo verán pegado al mundo, peleando —muchas veces literalmente— por respetar un código de valores, por ser fiel a las cosas en las que cree, por superar su característica hosquedad. Por eso lo verán, sobre todo, luchando contra sí mismo. Peleando contra su carácter, su orgullo y su maravilloso carisma. Jugándose el pellejo por enfrentarse al mal sin obtener recompensa alguna. Lo encontrarán luchando por ser un buen hombre, en un entorno como el del Oeste, plagado de malos y tontos, a partes iguales.

He ahí la clave de su filmografía. John Wayne no es un héroe. No es sólo eso. Es un tipo que conquista su heroicidad en cada película, en cada historia, intentando ser fiel a las cosas en las que cree, sin aceptar a cambio ningún premio terrenal. De ahí al bautismo católico, sólo mediaba su propia historia personal, la que transcurrió detrás de las cámaras. Algo que no podía ser un obstáculo demasiado grande en las últimas horas de su vida, para quien había contribuido tanto con su imagen y su cine a difundir todos esos valores humanos que, con muy poco, pueden confundirse con virtudes cristianas.

EL LETRERO QUE ATRAJO A MARY KARR

Dolorosa infancia en una pequeña ciudad industrial, al sureste de Texas. Nacida en 1955, a la escritora Mary Karr le robaron la niñez en el alcoholismo de su padres, creciendo en una familia rota, y matando su inocencia en las grotescas reuniones de los amigos de papá, que se reunían en casa para beber y fanfarronear los días que no tenían trabajo en la refinería. Estas juergas de adultos, a los ojos de una niña, dieron años después título a sus memorias de infancia, ‘El Club de los Mentirosos’, indiscutible bestseller de 1995. Tenía entonces 40 años. Era una poeta de prestigio. Era infeliz. Su matrimonio había fracasado. Y era alcohólica. Si alguna vez en la vida algo le había salido razonablemente bien, no lo recordaba.

La clave del éxito literario de Mary Karr se encuentra en su poesía. La escritora consigue traspasar el lirismo de sus poemas a la narrativa, asaltando literalmente el corazón del lector. Además, los versos de Karr, desde su estreno a finales de los 80, son esencialmente autobiográficos, y le sirven de bálsamo a la autora, que vive al fin con vértigo la gran paradoja: cuanto más vacía y deprimida se encuentra, más libros vende sobre su propio fracaso vital. Los poetas, los artistas bohemios, a menudo están condenados a ese callejón sin salida.

El libro que no quiso escribir

«Si me hubieran dicho un año antes que comenzaría a llevar a mi hijo a la iglesia regularmente, que acabaría susurrando mis pecados en el confesionario o que terminaría rezando el rosario de rodillas, me habría reído a carcajadas», confiesa Mary Carr en su libro Lit, su tercer volumen de memorias. Cuando se anunció la publicación de la tercera parte de la decadente biografía de la escritora y poeta americana, todos esperaban más de lo mismo. Sus relatos de miseria y desesperanza. Sus desventuras juveniles. Las consecuencias de su adicción al alcohol y a las drogas. Todo estaba ya escrito y muy bien escrito, y todo había contribuido a hacer de Karr uno de los referentes de la literatura norteamericana, en el terreno de los libros de memorias de juventud. Era otro jarrón roto. Es como si la gente se consolase al descubrir la habilidad, esmero y constancia de algunas personas para fracasar en la vida.

Su relato era sincero y salvaje. Estaba construido con extraordinaria belleza y trufado con pequeñas dosis de humor. ¿Qué otra cosa podía quedarle? Es la fórmula con la que había logrado cautivar a los críticos literarios, a los medios especializados y a miles de lectores. Con su autobiografía la escritora entraba por primera vez en el terreno de la narrativa, y lo hacia por la puerta grande, después de treinta años dedicados en exclusiva a la poesía.

Todo empezó en 1995, cuando sacudió el panorama literario americano con The Liars’ Club (El Club de los Mentirosos). Karr había logrado sobrevivir a la locura de su propia madre, alcohólica y aficionada a las armas, y contaba en sus páginas cada hazaña pormenorizadamente, sin ahorrarse detalles terribles, dolorosos, o escabrosos. Volvió a repetir el mismo éxito en el año 2000 con Cherry, en donde narraba las aventuras de su adolescencia, sus escarceos con las drogas, y su paso por decenas de identidades, buscando su lugar en el mundo sin éxito.

Tras el gran volumen de ventas de ambos libros, Karr recibió cuantiosas ofertas para escribir un tercer volumen de sus memorias, pero las rechazó. A la escritora le aterraba la idea de llevar su relato más allá de los años de infancia y juventud. «Ya no soy una adolescente de 16 años que toma LSD porque no conoce nada mejor», protestaba la escritora, «soy una alcohólica de 30 años que grita como un niño». Para la propia autora, contar las últimas dos décadas de su vida resultaba demasiado duro, porque no se trataba de relatar inocencias y excesos de juventud, sino de convertir «de repente en culpable» a la protagonista de su relato.

Dos años después cambió de idea y comenzó a trabajar en el nuevo escrito autobiográfico, pactando finalmente su edición y recibiendo un adelanto por parte de la editorial. Cuando el texto superaba las mil páginas, Karr se arrepintió, lo eliminó, y sopesó la idea de vender su apartamento en Manhattan para devolver el adelanto a la editorial.

Por fin, siete años después, tras descartar cientos de páginas, Karr entregó el manuscrito definitivo de Lit, que apareció en las tiendas en 2009. En la trama del nuevo libro, continuaba con su vida destructiva, flirteando incluso con el suicidio, y militando en el más radical agnosticismo. Pero a medida que avanza el texto, una suave luz de esperanza va creciendo, proponiéndole tímidamente una salida a su tormento.

La oración de una agnóstica

Después de cumplir los treinta años, Mary Karr tocó fondo. Su alcoholismo le había arrebatado por completo su personalidad y le estaba arruinando la vida. Karr podía acostarse ebria de madrugada, y levantarse de cama pocas horas después para beberse otras seis latas de cerveza. Era desesperadamente alcohólica. Y esa desesperación fue la que le llevó a aceptar el consejo de un amigo, que le sugirió que lanzase al cielo una plegaria. La que sea. Como sea.

Karr, cansada de caer constantemente en las trampas de la bebida, alzó una mañana su voz tímida «al ser superior» que pudiera escucharla al otro lado. «Poder superior», rezaba la escritora al amanecer, repitiendo la fórmula recomendada por su amigo, «por favor, mantenme sobria hoy». Y por la noche, después de haberlo conseguido, rezaba de nuevo: «Gracias por mantenerme sobria hoy». Así, con la sencillez y el asombro de un milagro cotidiano, lograba la escritora permanecer lúcida para atender y cuidar a su hijo de cinco años, fruto de su matrimonio con el poeta Michael Milburn.

Fue precisamente su hijo quien le dijo, pocos días después, que quería visitar una iglesia. La escritora, extrañada y contrariada, le preguntó: «¿para qué?». «Para ver si Dios existe», respondió el pequeño. La madre accedió a su petición y ambos visitaron varias iglesias. Karr se sentaba a leer un libro y a tomar café cerca de cada una de ellas, mientras el chico «buscaba a Dios». Tras la búsqueda, el niño se quedó convencido de la existencia de Dios. La escritora, en cambio, se reafirmó en su tesis de que las religiones «sólo son un fenómeno social» que la gente necesita para sentirse bien. Tal vez eso era todo lo que podía adivinarse sobre la fe, desde la terraza de la cafetería que hay junto a la iglesia.

Bienvenidos pecadores

La vida de Karr transcurría así, debatiéndose entre el agnosticismo militante y las escuetas e indefinidas plegarias «al ser superior» que le ayudaba a mantenerse serena. Un día Karr se detuvo frente a una iglesia católica en Siracusa, en Nueva York. Le llamó la atención el cartel de la entrada: «Bienvenidos pecadores». «Yo creía que tenía más probabilidades de convertirme en bailarina a mis 40 años, que de entrar en la Iglesia Católica», reconocía años después la escritora. Pero ante aquella pancarta se quedó paralizada. Al fin y al cabo, era el primer guiño de aprecio que recibía en muchos años, entre tanto desprecio. A Mery Karr nunca nadie le había dicho «bienvenida», sin más. Por eso decidió —parece que sus pies iban por libre aquel día— entrar en la iglesia y asistir a misa, en una experiencia que califica como «un viaje asombroso». Sentada en un banco, le sorprendió «la sencillez» de los fieles y la «carnalidad de la iglesia: había un cuerpo en la cruz». En efecto, la liturgia no era ruidosa y atolondrada, tampoco apocalíptica: pero allí había un hombre crucificado, en el centro del templo, que chillaba en el más estruendoso de los silencios.

Lit