Eros a contraluz
El erotismo en la cuentística de Germán Espinosa


Orlando Araújo Fontalvo



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Para Orlando Araújo Bossio, porque se pueden
fracturar los huesos del hombre, en tanto no se quebrante
su fuerza creativa más poderosa: el eros.

SECULARIZACIÓN Y LAICIZACIÓN:
El PODER POLÍTICO Y ECLESIÁSTICO EN LA DEFINICIÓN DE LA NACIÓN COLOMBIANA

El gran significante en torno al cual giran la colonización y la
descolonización americanas, y las ambigüedades y limitaciones de
las reformas culturales hispánicas ha sido la Iglesia católica.
(Subirats, 2003, p. 216)

En términos generales, Germán Espinosa siempre declaró admirar la ideología del cristianismo[27], sobre todo las ideas contenidas en los Evangelios; no obstante, en sus cuentos, y en general en toda su obra, se evidencia una actitud crítica no solo frente a los postulados de la Iglesia católica, sino, principalmente, frente a la modernidad que surge en Colombia amparada en la élite dirigente, los partidos políticos y el catolicismo hispánico.

Pienso que, aunque haya renunciado a la práctica del cristianismo, digamos a ir a misa a confesarme, a comulgar, en el fondo sigo siendo un cristiano que está muy de acuerdo con la prédica de los Evangelios. Pienso que son lo más bello que se ha escrito (soy también un asiduo relector de la Biblia). Creo que la doctrina de Cristo es inobjetable, pero que la Iglesia ha hecho todo lo posible por destruirla, por convertirla en un instrumento de poder. (Espinosa, A., 2000, p. 180)

Para comprender la trascendencia de esta idea en el estudio de la propuesta cuentística de Germán Espinosa, es necesario examinar la dinámica del poder político y eclesiástico tanto en Colombia como en la propia España[28]. No debe olvidarse que, como sostiene Eduardo Subirats (2004), aquello que recibe el nombre de hispanidad, bien puede entenderse como una larga y sangrienta tradición de intolerancia y miradas cortas, que surge de tres traumas históricos bien definidos: la expulsión de moros y judíos de la Península Ibérica; la Conquista de América, que ya en 1542 el fraile dominico Bartolomé de las Casas prefiere llamar “destrucción de las Indias” (véase De las Casas, 1986); y las secuelas culturales, políticas e ideológicas que se derivan de los dos primeros traumas y desembocan en lo que califica como una modernidad rota o decapitada. Es decir, es preciso ensanchar los límites espacio temporales para vislumbrar la conexión histórica que propicia el surgimiento y consolidación, en suelo español y colombiano, de verdaderas “naciones católicas”[29], cuyos ordenamientos político-religiosos cierran el paso a las reformas teológicas, epistemológicas y políticas “sin las que no era posible constituir el significado filosófico y político de la modernidad” (Subirats, 2004, p. 153).

Cabe aclarar que, de ninguna manera, los apartados que siguen en el presente capítulo pretenden ofrecer una visión maniquea de acontecimientos sensibles del mundo hispánico. El objetivo no consiste en exaltar a las víctimas ni regocijarse en la cruenta memoria de religiosos, monarcas y guerreros. De lo que se trata es de comprender plenamente la posición ideológica asumida por Germán Espinosa en su obra, su actitud transgresora, anticlerical y, sobre todo, el sentido cabal de la propuesta erótica cifrada en sus cuentos.

Del mismo modo, debe señalarse que a causa de la propensión histórica de la obra de Germán Espinosa, que abarca períodos tan amplios, resulta imprescindible este recorrido historiográfico que remonta al siglo XV la argumentación del presente trabajo investigativo[30].

Antecedentes de la nación católica

El mismo año del desembarco del almirante Cristóbal Colón en Guanahani, los Reyes Católicos consiguen expulsar a Boabdil, último rey musulmán de Granada, y Antonio de Nebrija publica la primera edición de su Gramática castellana. El primer hecho constituye el preludio de la Conquista de América; el segundo, el fin de la Reconquista ibérica; el tercero, el fundamento para el auge de la lengua y la expansión del imperio. Es preciso recordar que 1492 es también el año de expedición del decreto de la Alhambra, mediante el cual Fernando de Aragón, bajo pena de muerte o de expulsión, exige la conversión de todos los judíos al catolicismo, lo que entraña “un largo proceso de destrucción de lenguas, cultos religiosos y formas de vida de hispanomusulmanes e hispanojudíos, a lo largo de una ocupación territorial, a la vez militar y religiosa, concebida a partir del siglo XIII como una cruzada” (Subirats, 2003, p. 12). El final de la Reconquista coincide así con el inicio de la Conquista.

Estos dos acontecimientos fundamentales para la historia cultural hispánica son, sin embargo, intercambiables con las categorías de unificación nacional hispanocatólica y de expansión imperial. En otras palabras, en ellos se cifran las estrategias de conversión religiosa y lingüística del colonialismo hispánico. El escritor e intelectual español Juan Goytisolo (2009a)[31], uno de los críticos más reconocidos y respetados del nacionalismo católico, resume la cuestión de la siguiente manera:

La casta militar de Castilla se impuso a las minorías divergentes y a las zonas periféricas de la Península a finales del siglo XV. Bajo los Reyes Católicos, el ideal castellano, religioso y guerrero lleva sucesivamente a la unidad nacional, a la desaparición del último reino árabe, a la expulsión de los judíos, al descubrimiento y a la conquista de América, a las guerras religiosas emprendidas en Europa en nombre de la Contrarreforma. (pp. 253-254)

Así como el poderío militar se impone a las minorías divergentes, la historiografía nacionalista termina por imponer la idea de la esencial unidad española conferida por la sangre, la lengua y la cruz[32]. La violencia militar y religiosa de la Cruzada nacional cristiano-española, así como la expulsión de los hispanojudíos, es silenciada por el mito glorioso de la “Reconquista”. En nombre de una España monolítica, homogénea y sustancial, los Reyes Católicos desconocen una larga tradición de pluralismo cultural, étnico y religioso, cuya fuerza genésica:

Alcanza en un determinado momento histórico una expansión prodigiosa, que siembra la semilla del saber clásico en toda Europa y, tras dar frutos admirables en el campo del pensamiento y las letras, se detienen un día, letárgicas y abatidas. El papel desempeñado por el Islam en la comunicación del legado griego y literaturas orientales a Occidente está en la mente de todos y no me demoraré en él. La España Medieval se convirtió a su vez en el vínculo transmisor de aquellos gracias a la escuela de traductores de Toledo sin que, como señalaron con razón Américo Castro y Vernet, sacase un provecho real y durable de la situación excepcional de encrucijada y crisol de todas las culturas entonces conocidas. (Goytisolo, 2009b, p. 904)

Ciento diecisiete años después de la expulsión de los judíos de la Península[33], Felipe III, conocido como “el piadoso”, decreta la expulsión de los moriscos (1609-1614). Acontecimiento que, como afirma Francisco Márquez Villanueva, es enmascarado con falacias. El drama del pueblo morisco se legitima, según el hispanista sevillano, como una “Reconquista diferida”. El sufrimiento de trescientos mil moriscos es históricamente neutralizado y falseado por el discurso de la historiografía oficial:

Se nos ha venido engañando miserablemente durante mucho tiempo, desde la propia expulsión de los moriscos, con la idea de que la gente tenía unas ganas enormes de echarlos porque los consideraba traidores, herejes y odiosos. Se nos ha enseñado también que el decreto fue acogido con un entusiasmo tremendo y que a partir de ahí la gente pudo respirar tranquila. Todo eso es mentira. La gente se quedó espantada y por muchas razones. La medida en sí misma planteaba muchas dudas políticas, religiosas, económicas y culturales. Pero alarmó sobre todo porque demostró que España tenía unos recursos políticos de organización y coacción que por primera vez se ejercían en el mundo cristiano y que ningún Estado moderno había podido soñar con ejecutar hasta ese momento. Era una amenaza extraordinaria, la consagración de Maquiavelo […] Cómo puede el Estado arrogarse ese poder tan terrible. Porque todo el mundo tuvo que ponerse en marcha: enfermos, niños, moribundos, parturientas... A la calle, al camino, a embarcar como ganado, quieran ustedes o no, hacia un país musulmán donde sufrirán todo tipo de fechorías. (Márquez, 2009, párr. 3)

La labor de revisión, desmitificación y reinterpretación del pasado español ha sido una empresa complicada[34]. Nombres como los de José María Blanco White y Américo Castro son pioneros de una línea disidente de pensadores críticos comprometidos con la revisión de la historia oficial. Aunque cause malestar en los sectores peninsulares más nacionalistas, resulta evidente que la expulsión de moros y judíos no supone, en realidad, la eliminación de unas comunidades extrañas a la esencia del país, pues tanto musulmanes como hebreos hacen aportes invaluables que enriquecen y ayudan a configurar la civilización hispánica, a partir de la triple concepción islámico-cristiano-judaica. Más aún:

Hubo una época en que los españoles de ambas y hasta de las tres religiones se trataban familiarmente, asistían a bodas, bautizos, circuncisiones en las que hasta hacían de padrinos, cantaban y bailaban juntos y se enviaban alimentos y medicinas para los enfermos. “Peor” aún, se daba un complejo fenómeno de mutua atracción erótica por encima de las barreras religiosas y sabemos, por ejemplo, de monjas que todavía en el siglo XV se fugaban un buen día con un moro. (Márquez, 1991, p. 7)

Resulta, entonces, tan verificable la influencia de la Iglesia católica en la esfera del poder político hispánico, como su intolerancia, cuya más prominente manifestación histórica es, sin duda, el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición (véanse Pérez, 2009; Llorente, 1980), creado en España en 1478 durante el reinado de Isabel la Católica para vigilar a los conversos y mantener la ortodoxia católica, pero que pronto se trasplanta al Nuevo Mundo para cumplir una variada gama de tareas[35].

Así como la Iglesia católica juega un papel determinante en la unificación nacionalista de España, o, si se quiere, en la fachada de unidad religiosa y consenso nacional que la Corona de Castilla le imprime a la Península luego de la Reconquista, no menos decisiva es su participación en la Conquista de América. En una relación de mutuo beneficio, el altar legitima el trono y este dota a aquel de la protección necesaria para que pueda difundir la fe, la moral y la lengua del imperio[36]. El llamado Nuevo Mundo, que en realidad es una extensión del Viejo Mundo, representa para el Catolicismo la posibilidad de universalización e inclina la balanza a favor de Cristo y no de Mahoma. Por ello, “no es de extrañar que, en tales circunstancias, los religiosos que pasaban al Nuevo Mundo se consideraran como instrumentos de un momento crucial de la Historia de la salvación” (De Roux, 1992, p. 18).

Ahora bien, la donación de los territorios descubiertos que hace el papa español Rodrigo de Borja y Borja, conocido como Alejandro VI, en la bula Inter caetera a favor de los Reyes Católicos, es, hasta los trabajos de redefinición jurídica del dominico Francisco de Vitoria, el principal argumento del que dispone la Corona para legitimar su presencia imperial en el Nuevo Mundo[37]. Justamente, la explicación de esta bula se consigna en el Requerimiento, documento oficial que, por mandato real, los conquistadores estaban obligados a leer a los aborígenes antes de entrar en combate.

El Requerimiento, la declaración de guerra que se leía formalmente a los pueblos antes de asaltarlos militarmente, giraba en torno a los mitos fundamentales del orden cristiano, comenzando por el pecado original y el mito de la cruz, para acabar en la apoteosis de la deuda de oro y plata con la que los habitantes de América debían saldar su salvación en el más allá. (Subirats, 2003, p. 135)

El requerimiento pone a los nativos en la disyuntiva de renunciar a sus vastos territorios, aceptar la autoridad y los sagrados derechos de Su Majestad y de la Iglesia, caso en el que reciben el abrazo de España; o de rechazar el ofrecimiento, y ser entonces aniquilados de manera implacable. Por regla general, sucede esto último. “Una España en pleno vigor después de imponerse a los musulmanes, se impuso a los amerindios, ayudada por la mesiánica conciencia de poseer la Verdad y de tener que imponérsela a los demás para que así se salvaran” (De Roux, 1989, p. 27).

Por otra parte, la Iglesia católica también resulta determinante en la invención ontológica del indio americano. De la imagen inicial de un salvaje espléndido, virtuoso, libre de pecado, de cera blanda e inmejorable para moldear la nueva Iglesia, se pasa, por razones de pragmatismo, a la construcción del perfil contrario. Esto es, a la del indio como un ser diabólico, dado a horribles ritos paganos, idólatra, antropófago y siervo por naturaleza, cuya única redención posible es acaso el sojuzgamiento y la evangelización.

Es necesario reconocer que no toda la Iglesia comparte la opinión según la cual “el indio era un pedazo de carne poseída por el demonio” (Subirats, 2003, p. 138), pero, para desventura de los aborígenes, esta es la imagen que se impone en la práctica de los encomenderos. Aunque también surgen frailes que dan la lucha por los indios, como Antón de Montesinos y Bartolomé de las Casas, hombres como Juan Ginés de Sepúlveda, ideólogo destacado del imperialismo español, sellan la empresa evangelizadora, la conquista espiritual por las malas, la desestructuración y reestructuración del universo simbólico de los vencidos.

Aunque hay autores que sustentan posiciones diferentes, incluso antagónicas, todas comparten, sin embargo, la idea de que los indígenas deben ser incorporados al mundo europeo, a su cosmovisión, a su religión, que deben ser civilizados y evangelizados. Ni la corriente más extremadamente esclavista e imperialista representada tan claramente en el pensamiento de Juan Ginés de Sepúlveda, pero tampoco la visión indigenista encarnada en la reflexión de Bartolomé de las Casas, eran, de hecho, anticolonialistas. El destino de vasallaje, de subordinación de los indígenas al imperio nunca estuvo realmente en discusión. La “filosofía de la conquista” se sustenta sobre las dicotomías civilizados-bárbaros, y cristianos-infieles. Dicotomías que se concretizan en una evidente sobrevaloración del modo de vida español y una minusvaloración de la de los habitantes originarios de América. La “filosofía de la conquista” constituye, en realidad, un intento por fundamentar la legitimidad del dominio español sobre las Indias, por justificar el gesto radical e indetenible de hacer de América otra España. Desde esta perspectiva es eminentemente una filosofía hegemónica, una filosofía “para” la conquista. Juan Ginés de Sepúlveda, Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas, aunque difieren radicalmente en sus posturas, tienen en común el eurocentrismo y el colonialismo; el convencimiento de la superioridad del mundo europeo-cristiano y de una inferioridad de los indígenas, para los cuales el camino de la colonización y la evangelización es un ascenso, un evidente mejoramiento, la ruta hacia la civilización y el reino de Dios. (Santos, 2011, pp. 184-185)

De este modo, a partir del llamado Descubrimiento, la Iglesia católica recurre a la violencia para defender sus intereses en América. Con instrumentos de violencia física y simbólica[38]. Ciertamente, “espada, cruz e intolerancia nos acompañan desde los albores de aquello que llaman nuestra nacionalidad” (De Roux, 1989, p. 28). Durante la Conquista y la Colonia, la Corona española regula sus relaciones con la Iglesia católica a través del sistema del Patronato, “que convertía al rey de España en una especie de vicario papal” (González, 1977, p. 22). Esto hace que el Catolicismo hispánico tenga un desarrollo histórico alejado de las directrices romanas. Cuando llega el momento de la Independencia, la alta jerarquía eclesiástica permanece fiel a la monarquía, mientras que el clero y las bases tienen una decidida participación en las gestas independentistas. Ello permite a la Iglesia sobrevivir al desmoronamiento del imperio[39]. Más aún: puede decirse que en muchos aspectos a la Iglesia católica le va mejor con el triunfo de las antiguas colonias, pues en lugar de tener que lidiar con una Corona experimentada, que en muchas ocasiones la instrumentaliza, pasa a ser una fuerza decisiva y beligerante, dado su enorme capital simbólico (Bourdieu, 2011) y económico, en la estructuración política y social de las débiles naciones latinoamericanas[40].

El catolicismo en la definición de las naciones católicas hispanoamericanas

Luego de la Independencia, como afirma Rodolfo de Roux (2012), la Iglesia se da a la lenta y difícil tarea de modelar naciones católicas en toda Hispanoamérica. Naciones que, como en el caso de Colombia, han terminado por ser el resultado histórico de una ardua y conflictiva construcción político-religiosa. Los primeros movimientos en esta dirección son posibles gracias a la imperiosa búsqueda de legitimidad internacional por parte de las nuevas repúblicas hispanoamericanas.

De este modo,

En 1835 el Vaticano reconoció oficialmente a la república de la Nueva Granada (actual Colombia), en 1836 a la de México, en 1838 a la de Ecuador, en 1840 a la de Chile; luego le llegó el turno a las repúblicas de Perú, Bolivia, Argentina y Venezuela. A su vez, los gobiernos de las nuevas repúblicas de Hispanoamérica reconocieron al catolicismo como religión del Estado, a pesar de que en la construcción de un nuevo sistema político, los líderes de la Independencia no se inspiraban tanto en el pensamiento político católico como en la filosofía de la Ilustración y, particularmente, en el utilitarismo. (De Roux, 2012, p. 8)

Es decir, las naciones independizadas de la Corona española inician un paradójico proceso de estructuración institucional que se inspira más en el catolicismo político que en el pensamiento filosófico que suscita sus propios procesos independentistas. Los nuevos líderes políticos procuran sin éxito crear una especie de patronato republicano que haga posible la continuidad del antiguo patronato real y permita, así, un mayor control sobre la Iglesia católica, la institución más sólida de las repúblicas emergentes[41]. No obstante, la alta jerarquía romana en el Vaticano no está dispuesta a ceder el control de la institución eclesiástica hispanoamericana, como lo hizo antes durante los trescientos años de la Colonia.

Precisamente por ello, a mediados del siglo XIX sobreviene el primer enfrentamiento entre la Iglesia católica y el liberalismo hispanoamericano, cuyos líderes acusan al Vaticano de ejercer, a través de la Iglesia, una injerencia indebida y atentar contra la soberanía nacional. El liberalismo moderado pretende, simplemente, reformar los Estados y modernizar sus economías y sus sistemas legislativos; el liberalismo radical, en cambio, considera a la Iglesia católica como el mayor impedimento para la plena modernización económica, política y social del continente. Razón por la cual combate los que considera sus privilegios jurídicos, sus enormes rentas, sus desmesuradas propiedades, su control e influencia sobre la educación. En suma,

Los liberales radicales querían algo más que establecer la autonomía apropiada del Estado: eran partidarios de que se lanzase un ataque total contra las instituciones, privilegios y riqueza de la Iglesia porque creían que sin la destrucción del poder eclesiástico no podría hacerse ningún cambio real. La batalla se libró en torno a los siguientes puntos: derecho de los gobernantes a nombrar obispos; abolición del fuero eclesiástico; laicización del Estado; expropiación de los bienes eclesiásticos (desamortización de bienes de manos muertas) y ataque a la influencia de la Iglesia en la vida pública (instauración del registro civil de nacimiento en lugar del acta de bautismo; matrimonio civil; control estatal de los cementerios; educación laica; beneficencia pública). (De Roux, 2012, p. 10)

En un contexto histórico que incluye las repercusiones en Europa del Syllabus (1864)[42], el Concilio Vaticano I (1869-1870), la acogida de los gobiernos liberales de Hispanoamérica al protestantismo[43] y la francmasonería, la Iglesia católica se vale de las fuerzas más tradicionalistas para hacer frente al desafío liberal. El partido conservador, por una mezcla de convicciones religiosas e intereses políticos, apoya decididamente a la Iglesia católica en su lucha. A causa de esto, a las numerosas guerras entre liberales y conservadores que sobrevienen en todo el continente la Iglesia les imprime un carácter de “guerras de religión”, de “guerras justas” con activa participación del clero para defender a la nación católica de la amenaza que representan tanto los liberales como los protestantes, los masones y los librepensadores.

En relación con el protestantismo, cabe señalar que su situación inicial de “religión de extranjeros”, a principios del siglo XIX, se modifica sustancialmente en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX como consecuencia de dos factores decisivos: la fuerte inmigración europea que se produce sobre todo en el Cono Sur del Continente[44] y el expansionismo imperialista de Estados Unidos. Influencia que se inicia en el Caribe después de la guerra contra España (1898), la intervención en Panamá (1903)y se consolida con el fin de la Gran Guerra (1918). La ascensión definitiva de Estados Unidos como potencia mundial supone, así, la propagación continental del protestantismo, que pasa, en la segunda mitad del siglo XX, de ser una religión extranjera, sin arraigo social, carente de derechos políticos y religiosos a convertirse en una seria preocupación para el catolicismo hispanoamericano. Sobre todo, a raíz del advenimiento y crecimiento extraordinario del pentecostalismo. De este modo, las iglesias protestantes, ahora sí decididamente proselitistas desde México hasta Argentina[45], “fueron portadoras de la convicción de que la prosperidad de las naciones pasaba por la adopción de la ética protestante” (De Roux, 2012, p. 15).

El enfrentamiento con un adversario político que se identifica como liberal, positivista, masón y protestante lleva a la Iglesia católica a asumir una actitud mucho más intransigente. “Más romana y agresiva” (De Roux, 2012, p. 16), la Iglesia emprende un proceso de profunda renovación conocido como romanización, cuyo propósito esencial consiste en recuperar el espacio perdido y, para decirlo con Pierre Bourdieu, poder competir en el mercado de bienes simbólicos por el monopolio de la gestión de los bienes de salvación (Bourdieu, 2006).

De este modo, mientras el liberalismo trataba de recortar el poder de la Iglesia en la esfera pública, esta se esmeraba por “recristianizar”el Estado y la política con el objeto de restaurar íntegramente el orden social cristiano. En todo el continente, la Iglesia promueve, entonces, manifestaciones multitudinarias que le dan visibilidad y consagra países enteros al Sagrado Corazón[46] para reafirmar la soberanía de Jesús sobre las naciones católicas de América Latina[47].

Para confirmar el hecho de que se trataba de “naciones católicas”, la Iglesia coronó solemnemente a la Virgen como patrona de las nuevas repúblicas; ése fue el caso, por ejemplo, de la Virgen de Guadalupe, proclamada patrona de América Latina por Pío X en 1910; de la Virgen de Luján, patrona de Argentina; de la Virgen de Chiquinquirá, patrona de Colombia; de la Virgen de Copacabana en Bolivia o de la Virgen del Carmen, coronada reina de Chile en 1926. (De Roux, 2012, p. 19)

Además de lo anterior, la Iglesia intensifica las misiones populares, negocia la firma de concordatos para la enseñanza católica, trabaja en la conquista de la opinión pública, funda periódicos, colegios, universidades[48] e inaugura obras de beneficencia para, según su jerarquía más ultramontana, socorrer a las numerosas víctimas del liberalismo, del capitalismo, del protestantismo y, en últimas, de la modernidad.

No obstante, cuando a mediados del siglo XX comienzan a ser evidentes los resultados de su esfuerzo estratégico y coordinado en cuanto a la consolidación de una “nueva cristiandad”, al interior de la propia Iglesia católica se gesta y consolida un intenso movimiento de cambio que implica la opción por compromisos políticos revolucionarios. Entre otros factores, este movimiento disidente, minoritario pero significativo, se asocia a la formulación de una Teología de la liberación, “cuerpo doctrinal estructurado producido por una élite intelectual estrechamente vinculada a una realidad más amplia que se llamó Iglesia popular” (De Roux, 2012, p. 25). Tanto la Teología de la liberación como la Iglesia popular enfatizaron en la oposición opresores-oprimidos y por ello fueron acusadas de estar al servicio de ideologías foráneas y atentatorias de la identidad católica continental. Acontecimientos como la Revolución cubana (1959), la radicalización de las luchas sociales y guerrilleras en el contexto político y social de la Guerra fría y, sobre todo, el Concilio Vaticano II (1962-1965), ayudan a comprender las complejas circunstancias históricas que desencadenan, desde el seno mismo de la Iglesia, un profundo cuestionamiento de la supuesta unidad y homogeneidad de las naciones católicas hispanoamericanas. Dicho cuestionamiento, unido a la ampliación de la oferta religiosa, principalmente del pentecostalismo, y a los avances de la secularización y la laicización, debilitan la hegemonía de la Iglesia y hacen posible el surgimiento, por lo menos constitucional, de las nuevas repúblicas pluriculturales hispanoamericanas.

Colombia: La secularización por decreto

A través del erotismo, los cuentos de Germán Espinosa cuestionan el proceso secularizador de la nación colombiana. Su obra cuentística transgrede la moral católica, y al hacerlo controvierte los procesos históricos de secularización y laicización que han caracterizado a las sociedades hispánicas y que, en casos como el de Colombia, han obstruido la experiencia plena de la modernidad[49]. El erotismo en los cuentos de Germán Espinosa se aprecia en toda su dimensión política, en tanto recurso del que se vale el escritor para cuestionar el ordenamiento político e ideológico de la nación colombiana.

La secularización, tal como se entiende en este estudio, es el proceso mediante el cual la sociedad y la cultura se emancipan, se liberan del dominio de la religión y de sus instituciones de control. En este sentido, es el concepto clave para comprender la actitud de Germán Espinosa frente a la modernidad colombiana. Este proceso histórico, que se comienza a gestar en el Renacimiento y se consolida en Occidente con la Ilustración, lleva consigo una variedad de conflictos de poder. Por una parte, la secularización de la sociedad implica una progresiva pérdida de ascendencia del hecho religioso en la esfera pública, lo cual implica un proceso de mayor autonomía de los individuos y los grupos sociales. Es el tránsito del llamado pensamiento religioso al razonamiento secular. En contraste, la secularización del Estado involucra confrontaciones explícitas que, incluso, pueden desembocar en el terreno militar. Lo que se disputan los bandos contrapuestos es nada menos que el control del aparato estatal o, por lo menos, el poder de influencia sobre el mismo. Esta forma de secularización del Estado se conoce también como laicización.

En el terreno de la secularización entendida como laicización se produce pues, casi por definición, la confrontación entre los grupos deseosos de defender el statu quo confesional —o de revertir los progresos secularizadores— y los grupos secularistas o laicistas, partidarios de una mayor desvinculación del Estado y/o de la sociedad del referente religioso. (De la Cueva & Montero, 2007, p. 13)

En el presente trabajo de investigación se considera útil la distinción entre secularización y laicización. El primer concepto supone, entonces, un proceso cultural de pérdida de influencia social de la religión; y el segundo, un conflictivo proceso institucional que opone el poder político al poder eclesiástico[50]. En el caso de las sociedades hispánicas, tal como muestra el presente capítulo, ambos procesos resultan traumáticos a causa del poder de la Iglesia católica en la esfera del poder político. Ya Rafael Gutiérrez Girardot había señalado que “el presupuesto de los llamados ‘subdesarrollos’ es principalmente el dogmatismo, esto es, el subdesarrollo mental a que la peculiar alianza del ‘trono’ y el ‘altar’, por decirlo eufemísticamente, condenó durante siglos a los países de lengua española” (1987, p. 10). Conviene señalar en este punto los principales momentos de un complejo proceso que en la Colombia contemporánea está todavía sin resolución.

Comencemos por decir que ya en los primeros momentos de la república se presenta una situación paradójica: por una parte, el nuevo poder político “buscaba el apoyo de la Iglesia, al mismo tiempo que la controlaba de manera muy enérgica, mientras la Iglesia trataba de conquistar la libertad ante el Estado sin perder la protección que éste brindaba a la religión de la nación” (De Roux, 2004, pp. 61-62). Es decir, los poderes enfrentados procuran autonomía, pero se necesitan mutuamente, dada la evidente fragilidad de la cohesión nacional. Por esta razón, las iniciativas anticlericales, aunque se dan por parte de dirigentes tan representativos como Francisco de Paula Santander, son rápida y pragmáticamente desactivadas para evitar confrontaciones con la Iglesia. El mismo Simón Bolívar, ante la enérgica reacción clerical y para restablecer el control político, se ve obligado a desmontar el Plan de Estudios Liberales de Santander, restituir a los capellanes militares en sus funciones, restaurar las prerrogativas económicas de la Iglesia, rehabilitar los conventos clausurados y, como señala Gilberto Loaiza Cano (2011), decretar “la prohibición de las reuniones de sociedades y confraternidades secretas” (p. 30), en especial la red de logias masónicas estimulada por Santander. Esta particular coyuntura (1819-1849) es definida por Rodolfo de Roux, en términos de una “laicidad imposible” (véanse De Roux, 2004, pp. 61-63; Dussel,1981, pp. 299-307).

Un segundo momento de la laicización del Estado colombiano va de 1850 a 1885 y supone un auténtico choque entre la Iglesia católica y una nueva generación de liberales: los tradicionales (draconianos), también conocidos como “moderados”, partidarios del proteccionismo estatal y los intereses de los artesanos, y los radicales (gólgotas), que defendían a ultranza el vínculo con los mercados internacionales y las libertades de expresión y de credo. Una de las primeras consecuencias de este duro enfrentamiento la constituye la expulsión de la comunidad jesuita en 1850; necesaria, según los liberales, para retomar el control de la educación. En los años subsiguientes, un encadenamiento de leyes y decretos se tramitan para cumplir con el propósito de laicización del Estado. Así, en 1853, se promulga la ley de separación de la Iglesia y el Estado; en 1855, la ley sobre la libertad religiosa, “que instituía el matrimonio civil obligatorio, aprobaba el divorcio y declaraba que el país no tenía religión oficial” (De Roux, 2012, p. 64); en 1861, la ley de “tuición” o protección de los cultos y la de secularización de los bienes de la Iglesia, conocida como desamortización de los bienes de manos muertas. De este modo,

Además de golpear económicamente a la Iglesia, el Estado se sirvió de la expropiación de sus bienes como medida fiscal para sacar a flote las arcas vacías del erario público. Se pensó que además esta ley podría ayudar a redistribuir la propiedad agraria, pero la desamortización lo único que logró fue sustituir la gran propiedad rural eclesiástica por la gran propiedad rural, nada más. (p. 64)

En 1863, este proceso de laicización llega a su punto de máxima expresión con el establecimiento de la Constitución de Rionegro, que suprime de su prefacio el nombre de Dios y proclama en su texto la libertad religiosa, prohíbe los legados a favor de la Iglesia y obliga a la Iglesia a jurar obediencia a la Constitución y a las leyes. Por supuesto, semejante desafío termina con la paz pública de una sociedad no secularizada. La guerra civil entre liberales y conservadores estalla nuevamente en 1876[51].

Michael J. LaRosa, en un capítulo que titula “Ultraintolerancia”, examina las diferencias ideológicas entre liberales y conservadores, a partir del rol específico que cumple la Iglesia católica en Colombia:

David Bushnell y Neill Macaulay han sugerido que la religión o la cuestión de la Iglesia llegarían a definir el liberalismo y el conservatismo del siglo XIX y comienzos del XX en América Latina. A lo largo de la región, liberales y conservadores estaban de acuerdo en muchos asuntos económicos y políticos, ya que los dos grupos compartían la idea de un gobierno constitucional, un Estado representativo así fuera imperfecto y un capitalismo de libre empresa. Sus verdaderas diferencias tendían a centrarse en lo relacionado con la Iglesia: los conservadores procedían con cautela cuando sugerían cambios en el poder y la posición de la Iglesia. Los liberales, por su parte, se oponían al fuero eclesiástico y a los diezmos, puesto que veían tales prácticas como ejemplos de privilegios anticuados y anacrónicos. En Colombia, los liberales defendían la confiscación de la propiedad eclesiástica, la expulsión de la comunidad jesuita y la estricta separación de la Iglesia y el Estado. (LaRosa, 2000, pp. 42-43)

Es decir, a pesar de las coincidencias en la visión general del Estado que tienen los dos bandos en contienda, la cuestión de fondo se concentra en la definición del papel de la Iglesia en la vida de la nación: los conservadores defienden los privilegios de la Iglesia; los liberales, intentan recortarlos. La defensa de sus intereses y privilegios lleva, de este modo, a la Iglesia católica a estrechar aún más su alianza con el partido conservador. Hecho que resulta trascendental para poner en contexto la idea de Germán Espinosa en cuanto a la responsabilidad histórica del catolicismo en los orígenes de la violencia nacional. Esta misma percepción es compartida por el investigador alemán Peter Waldmann (2007):

Llama la atención que las guerras civiles colombianas del siglo XIX, que, al menos desde el punto de vista de su retórica, eran similares a las guerras religiosas europeas del siglo XVI, a diferencia de estas, no produjeron una fuerza dedicada únicamente al estado y el bien común. Más bien, profundizaron y perpetuaron la dicotomía amigo-enemigo, hasta que esta finalmente se volvió un bien mental común de todas las capas sociales. (p. 316)

La “destrucción de los enemigos” es uno de los múltiples esquemas de pensamiento que estimulan la violencia en Colombia. La expresión, inicialmente asociada a los partidos en contienda, se filtra a través del tiempo a las diferentes capas sociales, logrando permear la conciencia colectiva y el mundo de la vida de millones de colombianos. De este modo, afirma Peter Waldmann (2007), no hay rincón de Colombia donde no exista “una íntima enemistad entre dos o tres actores principales, sean individuos, clanes familiares o asociaciones organizadas que determinan la vida social y obligan a los demás actores a tomar posición y enfilarse” (p. 302).

Este segundo momento, que Rodolfo de Roux (2012) considera, en realidad, el primer umbral verdadero de laicización en Colombia, en sus acepciones de comienzo y entrada, se cierra abruptamente con la derrota de los liberales radicales; la redacción de una nueva constitución en 1886; el Concordato de 1887 entre el gobierno colombiano y la Santa Sede; la firma de las Convenciones adicionales al Concordato en 1892; en fin, con el advenimiento de un período de auténtica “cristiandad republicana”, conocido como Regeneración (1886-1930).

Entre otras razones, a esta nación católica se llega por la eficacia de los dispositivos asociativos desplegados por la Iglesia y sus aliados conservadores, así como por la indecisión y torpeza de la sociabilidad liberal fundada en clubes excluyentes y logias desconectadas de los sectores populares aglutinados en la denominación genérica del artesanado. Como afirma Gilberto Loaiza Cano (2011), “una élite temerosa y alejada del pueblo no podía garantizar el triunfo de una república laica” (p. 43).

En otras palabras, la Iglesia católica colombiana se impone en el desafío hegemónico que le plantea el reformismo liberal y asegura la implantación de un orden nacional católico. Por ello, a diferencia de su predecesora, la Constitución de 1886[52] se proclama en nombre de Dios como “fuente suprema de toda autoridad” y declara, en su artículo 38, que “la religión católica, apostólica y romana es la de la nación; los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como elemento esencial del orden social” (Constitución Política de la República de Colombia, 1886). A su vez, el Concordato consolida el control educativo de la Iglesia y organiza la educación estatal conforme a los dogmas y a la moral del catolicismo. Tal es su injerencia, que el artículo 14 del texto del Concordato confiere a los obispos la potestad de desvincular a los profesores de cualquier materia si no se ciñen a la ortodoxia de la Iglesia (cf. González, 1993).

La nación católica que implanta constitucionalmente la Regeneración de Rafael Núñez (1825-1894) y Miguel Antonio Caro (1843-1909) contempla además la exclusiva validez del matrimonio religioso para los católicos, subvenciones gubernamentales a los misioneros y convenciones especiales sobre el fuero eclesiástico. Adicionalmente,

El gobierno se comprometía a dar a la Iglesia las tierras yermas que necesitara para el servicio de las misiones. Hay que tener en cuenta que los llamados “territorios de misión” confiados a la Iglesia abarcaban 64% del territorio nacional (donde vivía menos del 2% de la población). (De Roux, 2012, p. 68)

Un tercer momento en la trayectoria histórica de las relaciones de la Iglesia católica con el poder político en Colombia tarda casi medio siglo en producirse. Los liberales vuelven el poder de 1930 a 1946. Así, Alfonso López Pumarejo, durante su primera presidencia (1934-1938)[53], retoma el proyecto de laicización del Estado y, en 1936, promueve una reforma a la Constitución de 1886. El catolicismo deja, entonces, de ser la religión de la nación y, por ende, el Estado cesa en su tarea de protegerla; se permite el divorcio; se suprime la exoneración de impuestos para la Iglesia, a la vez que se le quita el control sobre la educación pública y se aprueba la libertad de cultos.

Como es natural, esta nueva tentativa de laicización encuentra la oposición de los conservadores y el episcopado católico, quienes no comparten la idea de que se reemplace una Constitución cristiana, acorde, según ellos, con los sentimientos y el alma religiosa de Colombia, por una Constitución claramente atea. De nuevo se polariza el país y se frustra la entrada en vigor del concordato de 1942, que solo necesitaba la firma presidencial.“Fue así como siguió el desacuerdo entre la reforma constitucional de 1936 y el concordato de 1887: una pluralista y tolerante, el otro confesional” (De Roux, 2012, p. 68).

El conservador Mariano Ospina Pérez (1946-1950) gana la presidencia de Colombia y devuelve el control de la educación a la Iglesia católica. Como en el mito de Sísifo, todo cuanto se avanza en la laicización del Estado durante los gobiernos liberales, se desmonta con el arribo de los conservadores al poder. Luego del período presidencial de Ospina Pérez, Laureano Gómez (1950-1953) insiste en la recristianización de la educación e intenta promover una reforma constitucional corporativista muy cercana a las ideas del jesuita Félix Restrepo respecto de una utópica república cristiana. Este hecho, sumado a la división de los conservadores y a la guerra civil que consume al país, propicia el golpe de Estado del general Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957). Tiene lugar, entonces, una de las grandes ironías de la historia de la laicización en Colombia: