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Joseph Ratzinger

Benedicto XVI

Y DIOS SE HIZO HOMBRE

Homilías de Navidad

Traducción de Roberto H. Bernet

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Título original

Weihnachtspredigten

© 2007

Sankt Ulrich Verlag (Augsburg) y

Libreria Editrice Vaticana (Roma)

© 2012

Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Diseño de la cubierta : o3, s.l. - www.o3com.com

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ÍNDICE

Créditos

Prefacio

Dios se hizo hombre

«Vayamos a Belén»

Dios se esconde en un niño

Las figuras de la Nochebuena

Cristo nos ha sido dado para los demás

Dios llama a la puerta

«Hemos contemplado su gloria»

La Epifanía del Señor

La peregrinación de los pueblos

«Hemos visto su estrella»

El bautismo de Jesús y nuestro bautismo

Navidad en San Pedro

«Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy»

«Dios ha abreviado su palabra»

Navidad, fiesta de la creación renovada

«A tu luz caminaran las naciones, y los reyes al resplandor de tu aurora»

Dios se inclina, viene como niño

Epifanía: manifestacion de Cristo, astro universal, luz de los pueblos

«Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado», Dios con nosotros

«Un hijo se nos ha dado» el primogénito de muchos hermanos, el príncipe de la paz

«Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»

Referencias

Contraportada

Prefacio

A raíz de la publicación de algunas de mis homilías sobre los santos, preparada por Stephan Horn con la colaboración de Gabriele Besold, surgió la idea de editar asimismo una colección de homilías de Navidad. Con excepción de las homilías 1 y 5, que han sido extraídas del periódico Ordinariats-Korrespondenz, del arzobispado de Múnich y Frisinga, el resto de los textos se ha tomado de las transcripciones realizadas por Gabriele Besold a partir de las grabaciones magnetofónicas, que solo he modificado levemente a fin de no alterar el estilo oral, cuya inmediatez y espontaneidad quería conservar conscientemente aun a pesar de ciertas limitaciones estilísticas. Así, pues, he conservado las referencias a situaciones que como tales pertenecen al pasado, pero que, en su esencia, conservan su actualidad. Todas las homilías aquí publicadas fueron pronunciadas en la catedral de Múnich, y las de Epifanía, en la colegiata de Berchtesgaden, por invitación de Mons. Walter Brugger, a la sazón párroco del lugar1.

Espero que este opúsculo pueda transmitir algo de la alegría por la encarnación de Dios, una alegría que me ha inspirado siempre a mí mismo en la proclamación del mensaje.

Roma, Pascua de 1998

Joseph Cardenal Ratzinger

1 Esta nueva edición ha sido complementada con homilías de Navidad y Epifanía de Joseph Ratzinger como papa Benedicto XVI (nde).

Dios se hizo hombre

«Vayamos a Belén»

«Transeamus usque Bethlehem: vayamos a Belén»: Esta frase de los pastores de la Nochebuena ha sido repetida y cantada innumerables veces desde entonces. En ella se hace de la Navidad una posibilidad constante, en ella se interpreta lo que realmente significa celebrar la Navidad. Es una invitación a ponerse en marcha, una invitación a convertirse uno mismo en pastor a fin de escuchar la voz del ángel que anuncia hoy la alegría de Dios. Pues, como viene de Dios, es una alegría siempre presente. Es una invitación a buscar el camino, a ir y reconocer al niño que hoy nacerá sobre nuestro altar para traer al mundo la gloria de Dios como paz de los hombres.

«Transeamus usque Bethlehem»: Esta frase de los pastores ha hallado, especialmente en nuestra patria, un eco radiante como casi ninguna otra frase bíblica. En incontables villancicos nacidos de este modo en evocación del nacimiento y de los pastores, ese eco llega cálido y vivo hasta nuestro presente. «Transeamus usque Bethlehem»: En estas palabras nuestros ancestros se sintieron personalmente interpelados. Era, por así decirlo, el punto en el que ellos mismos podían alinearse con los acontecimientos bíblicos. No eran capaces de hacer grandes meditaciones sobre el Dios trino y sus abismales misterios, pero podían identificarse con los pastores: ellos mismos lo eran, podían recorrer su mismo camino hacia aquel Dios a quien podían comprender y amar porque se había hecho tan cercano, porque había entrado en su propio mundo.

A nosotros ya nos cuesta más hacerlo, aun cuando sigamos entonando siempre de nuevo esos cánticos. En efecto, muy lejos estamos de la sencillez de los pastores y de su mundo. Un consuelo en este contexto puede significar para nosotros el hecho de que, al final, también hayan encontrado el camino hasta el Nacimiento los sabios de Oriente, los representantes de una refinada cultura tardía, en los que, por así decirlo, estamos representados también nosotros. Tal vez nos vengan aquí a la memoria aquellas palabras que Evelyn Waugh pone en labios de la emperatriz Elena en ocasión del hallazgo de la cruz evocando el recuerdo de los sabios de Oriente. Les dice ella: Vosotros habéis llegado tarde, al igual que yo. Los pastores, y hasta las bestias, llegaron antes que vosotros. Ya estaban reunidos con el coro de los ángeles cuando vosotros ni siquiera os habíais puesto en camino. Por vuestra causa tuvo que relajarse un poco hasta el estricto ordenamiento del cielo. Queridos primos, rogad por mí, rogad por los grandes de este mundo, rogad por todos los eruditos y las almas delicadas, que no queden totalmente olvidadas ante el trono de Dios cuando los sencillos hagan su entrada en su reino (cita no textual de H. Maier, «Der Humanist und der Ernstfall», Internationale Katholische Zeitschrift Communio 8 [1979]: 66 s.).

Seguramente, nosotros, que somos complicados y nos hemos vuelto afanosos en la fe, tenemos mucha necesidad de tal petición por las «almas delicadas», para que también nosotros podamos ver la estrella, percibir la voz del ángel y encontrar el camino hacia Belén. Pero ¿por dónde pasa ese camino?

Veamos lo que dice el evangelio de Navidad y preguntémonos: ¿Qué tipo de personas son, según ello, los pastores, que sabían el camino, que solo tenían que dirigirse a Belén? ¿Qué hay que hacer, cómo hay que ser para reconocer ese camino? La tradición ha considerado siempre muy importantes dos indicaciones: los pastores acampaban al raso y estaban en vela; no tenían techo, como tampoco lo tenían José y María aquella noche. Los que vivían en los palacios, en las casas, no escuchaban a los ángeles. Dormían. Los pastores eran hombres en vigilia. Y en ello se hace visible algo profundo que también puede incumbir y tiene que incumbir a quienes tienen techo. En nosotros tiene que permanecer la vigilia del corazón, la capacidad de percibir las realidades más profundas, la capacidad de dejarse dirigir la palabra por Dios. Esta vigilia del corazón, la disponibilidad para recibir la llamada de Dios, esta disposición que no se había extinguido, es la que une a los sabios de Oriente, a las almas delicadas, con los pastores; es la que les hace encontrar el camino, aunque, en su caso, este encuentro se produzca de forma más lenta, más complicada y con más rodeos y cuestionamientos.

La pregunta es, pues: ¿Estamos realmente en vela? ¿Somos libres? ¿Tenemos capacidad de movimiento? ¿No estamos todos muy enfermos de esnobismo, de un arrogante escepticismo? ¿Puede escuchar la voz del ángel aquel que de antemano ya sabe con certeza que ese ángel ni siquiera existe? Y aunque la escuchara, tendría que reinterpretarla. Y quien se ha acostumbrado a juzgar sobre todas las cosas desde una postura de superioridad, quien pretende saberlo todo mejor, cuestionarlo todo, ¿cómo podría llegar a dar a esa voz una respuesta afirmativa? Cada vez me doy cuenta con más claridad de que la muerte de la humildad es la auténtica razón de nuestra incapacidad de creer y, con ello, de la enfermedad de nuestro tiempo; y cada vez comprendo más por qué san Agustín declaró la humilitas, la humildad, como el núcleo del misterio de Cristo. En efecto, él mismo era una de esas almas delicadas que solo a duras penas se bajan de su alto pedestal, y que solo a través de muchos desvíos y con gran dificultad hallaron el camino hasta el Nacimiento.

Nuestro corazón no está en vela, no es libre. Está lleno de prejuicios y de la pretensión de saber las cosas mejor. Está aturdido por negocios y obligaciones, paralizado por su ajetreo. Y, sin embargo, sigue estando el consuelo de que también para las almas delicadas hay camino, que también ellas pueden llegar a ser pastores si tienen en común con ellos la vigilia y la libertad. Así, pues, no tendríamos que tomar estos días para dejarnos aturdir, sino como un tiempo para coger aliento, para llegar a ser libres, a fin de que el corazón aprenda de nuevo a oír y a ver.

Pero hay una segunda cosa que se indica a los pastores en el evangelio de Navidad y que resulta importante. Dice el evangelio que fueron corriendo a Belén y contaron todo lo que habían escuchado: ellos, que eran más bien hombres de pocas palabras, alabaron y dieron gloria a Dios, de sus labios desbordó aquello de lo que estaba lleno su corazón. Se dieron prisa. Esta prisa aparece otras varias veces en la Sagrada Escritura: después de la Anunciación, María se pone deprisa en camino hacia su parienta Isabel, los pastores van corriendo hasta el pesebre, Pedro y Juan corren hacia el resucitado. Esta prisa no tiene nada que ver con el ajetreo de quienes viven torturados por la agenda. Es lo contrario de eso. Significa que toda esa falsa prisa cae cuando aparece lo auténticamente grande e importante. Es la alegría que da alas al hombre. La gracia del Espíritu Santo no conoce la inhibición de los pesos de plomo, dice san Ambrosio. Ella significa que de nosotros se desprende todo aquello que hace que el corazón y los pies estén pesados como plomo por el camino hacia Dios. Significa que se apartan de nosotros las dudas, la pretensión de saber las cosas mejor, la falsa actitud ilustrada que tanto nos dificultan encaminarnos hacia él. Significa que tenemos que aprender a caminar con las alas de la alegría. Esta prisa no viene de la precipitación, sino de la desaparición de tal precipitación; viene de la ligereza del corazón. Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera, dijo una vez Chesterton con agudeza. Y su frase está en consonancia con una de Richard Dehmel: Nada es pesado si nos tomamos a la ligera, y también con una expresión del papa Juan XXIII, extraída de la profunda experiencia y lucha de su propia vida: Todo se aligera si nos separamos de nosotros mismos, si nos desasimos. Desasimiento, esa sería la respuesta: no colocar nuestro centro de gravedad en nosotros mismos, sino en Dios. Entonces, el corazón se aligera, se hace libre, puede escuchar y puede conducir.

Al concluir me viene a la memoria un juego de palabras con el que Santiago, en su carta del Nuevo Testamento a los cristianos, caracteriza la diferencia entre pastores y almas delicadas y, de ese modo, nos indica un camino por el cual nosotros, como almas delicadas, podemos encontrar el acceso al Señor. Primeramente juzga con severidad a los ricos, a los esnobs, a los ilustrados, que se consideran a sí mismos el verdadero Israel. Una de sus invectivas contra ellos reza: Habéis cebado vuestros corazones. Después se dirige a los pobres, a los sencillos, a los creyentes, los fortalece, los consuela y amonesta: Fortaleced vuestros corazones (Sant 5,5; 5,8). Por aquí pasa la diferencia. Cebar el corazón hace sordo para Dios. Fortalecer el corazón hace que uno sea capaz de escuchar, hace que el corazón se torne en el centro de la persona y, así, que la persona encuentre su propio centro. Cebar el corazón… pero ¿no es acaso, lamentablemente, una descripción exacta de lo que hacemos las más de las veces en Navidad al llenarnos el cuerpo y la mente para aturdir el corazón, para acallarlo, porque en modo alguno queremos escucharlo? Deberíamos hacer lo otro: no cebar el corazón, sino despertarlo, fortalecerlo para que nos haga de nuevo videntes, capaces de escuchar la voz del ángel.

Esto me hace recordar una historia judía. Se cuenta que un erudito que tenía miedo de perder la fe acudió a un hombre piadoso para pedirle consejo. El hombre piadoso, el jasid, no quiso entrar en discusión filosófica alguna, y se limitó a orar varias veces con el erudito escéptico aquellas oraciones que este había aprendido de memoria en su infancia. Eso fue todo. El piadoso no discute con el escéptico: reza con él. Reza las oraciones de su infancia, en las que el corazón se despertó para Dios. Fortalece el corazón. Exactamente eso quiere hacer la Iglesia con nosotros en Navidad. Hace con nosotros lo que aquel piadoso hizo con el escéptico: no discute con nosotros, reza con nosotros. Reza con nosotros las oraciones que aprendimos de memoria en nuestra infancia, las oraciones en las que el corazón se despertó para Dios. Reza con nosotros para fortalecer nuestro corazón y, de ese modo, sanarnos. «Transeamus usque Bethlehem». Pidamos al Señor que nos ayude en este camino y que, de ese modo, nos regale una felicísima Navidad. Amén.