De cómo tratar con las personas

ADOLPH FREIHERR KNIGGE

De cómo tratar con las personas

TRADUCCIÓN DE J. RAFAEL HERNÁNDEZ ARIAS

arpa editores

Título original:

Über den Umgang mit Menchen

© de la traducción: José Rafael Fernández Arias, 2016

© del estudio introductorio: José Rafael Fernández Arias, 2016

© de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L.

Déu i Mata, 127, 1er – 08029 Barcelona

www.arpaeditores.com

Primera edición: febrero de 2016

E-ISBN: 978-84-16601-14-1

Depósito legal: B.548-2016

Diseño de cubierta: Estudi Purpurink

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ESTUDIO PRELIMINAR

No creo que en el mundo de habla hispana el nombre de Adolph Freiherr Knigge sea muy conocido o despierte alguna asociación; su obra más importante y divulgada, la que aquí presentamos bajo el título De cómo tratar con las personas, ya hace tiempo que ha sido traducida a todas las lenguas principales y se ha integrado en el acervo cultural europeo, pero en España ha estado inédita hasta el momento presente. En Alemania, donde transcurrió la vida de su autor entre 1752 y 1796, ha alcanzado el rango de clásico y su popularidad ha sido ininterrumpida desde 1788, año en que se dio a la estampa; más aún, el nombre de Knigge se ha convertido en una muletilla para designar cualquier tratado o manual que contenga reglas sobre cómo comportarse en las relaciones humanas o de cómo proceder en distintos ámbitos. Hay, por ejemplo, “Knigges” de perros, sobre cómo tratarlos o educarlos; “Knigges” de clientes, de gatos, de buenas maneras, de éxito social, de cómo hacerse millonario y un largo etcétera.

Con libros tan populares como el de Knigge suele ocurrir, sin embargo, que terminan por desligarse de su contexto y de las intenciones del autor, y acaban por convertirse en un mero estereotipo que no tiene absolutamente nada que ver con el contenido original de la obra. En el caso de De cómo tratar con las personas, su fama ha ido acompañada de un malentendido muy difundido, pero también comprensible, ya que desde la misma muerte del autor, en una época (como lo es también la nuestra) en que la propiedad intelectual se pisoteaba sin consideración alguna, se sacaron numerosas ediciones espurias y fraudulentas, en las que el texto se mutilaba salvajemente, se alteraba o se ampliaba con añadidos ajenos al espíritu de la obra, o faltos de tono o de armonía con ella. Del libro de Knigge se quiso hacer un mero manual de buenos modales, con objeto de aumentar sus ventas aprovechándose del nombre del autor, ya omnipresente en la sociedad alemana, en la que circulaba como un emblema. La estrategia surtió efecto pero despistó a muchos lectores. Así pues, quien tenga este libro en sus manos que no se llame a engaño, no es un manual al uso de buenos modales, de etiqueta, de protocolo o del arte de conversar, sino que, como especificaba en el mismo título la traducción inglesa, efectuada poco después de su publicación en Alemania, se entendía como una contribución a la filosofía práctica de la vida, a ese género del pensamiento que se ocupa fundamentalmente de los problemas que resultan de la coexistencia humana, y que cuenta con representantes tan prestigiosos como Aristóteles, Cicerón, Séneca, Baltasar de Castiglione, Gracián, Lord Chesterfield o Schopenhauer.

La crítica se ha estado preguntando durante el último siglo a qué ha podido deberse la inusitada difusión de esta obra en la sociedad alemana. Su éxito, en efecto, fue inmediato. En el mismo año de su publicación apareció ya la segunda edición, y las siguientes ediciones se sucedieron en los años 1790, 1792 y 1796. Hasta el año 1922 se lanzaron al mercado veinte ediciones del original (legales), y no tardaron tampoco en sucederse las traducciones: al holandés, danés, húngaro, inglés, sueco, italiano, ruso, polaco, checo, y al francés (la más tardía, en 1992). Parece evidente que Knigge supo captar algo que estaba en el aire, la quintaesencia de un espíritu del tiempo que favoreció su acogida en amplias capas de la población. Entre sus virtudes se destacó la de revalorizar la idea del decoro para una sociedad nueva en plena irrupción, para el hombre moderno en sentido estricto, orientándole en las relaciones sociales sin renunciar por ello a los saberes transmitidos. Su ética social consiste en una síntesis lograda de sus antecesores en este ámbito, adaptada al pensamiento ilustrado del siglo XVIII, y con un destinatario principal, la clase media, cuyos valores comenzaban a imponerse. Su ideal se puede resumir en una sociedad armónica a través de un código comunicativo inspirado por el humanismo, la razón y la urbanidad. Estos parecen haber sido los rasgos más sobresalientes que han contribuido a un éxito inusitado, aunque con un paréntesis significativo: el periodo nacionalsocialista. A lo que añadiríamos que muchos de los principios en los que basa sus consejos y deducciones pertenecen a un núcleo objetivo y universal susceptible de ser actualizado una y otra vez, de acuerdo con las circunstancias históricas, y que se vuelve tanto más imperativo cuanto más se degradan las formas y se impone la barbarie, la vulgaridad, la ordinariez y la incultura.

Pero detrás de una obra tan famosa se esconde un hombre original, y decimos que se esconde porque su personalidad y su vida parecen haber sido devoradas por la única obra que ha quedado en la memoria de la mayoría de los lectores modernos. Adolph Freiherr Knigge fue un hombre sumamente interesante, cuando no por la sustancia de su amplia obra, consistente en piezas teatrales, novelas y libros de viajes, de calidad muy desigual, sí al menos por haber vivido inmerso en las corrientes intelectuales de su tiempo, absorbiéndolas y reaccionando ante ellas, de modo que el estudio de su biografía aporta sin duda claves fundamentales para comprender su época y las motivaciones de sus protagonistas. Lo más notorio en su trayectoria vital fue, a todas luces, la relación que sostuvo primero con la masonería y, a continuación, con la Orden de los Iluminados, en la cual ocupó durante un breve periodo de tiempo un puesto de gran importancia, supeditado exclusivamente al fundador de la Orden. Sus aspiraciones cortesanas también le procuraron la experiencia necesaria para escribir De cómo tratar con las personas, experiencia que desembocó en su huida de la Corte y en el rechazo de las sociedades secretas como medio para fomentar el progreso y la felicidad. Miembro por nacimiento de la nobleza, se vio obligado a trabajar para vivir e, influido por la Revolución francesa, decidió prescindir del “von” en su apellido. Desde luego merece la pena que nos acerquemos con algo más de detenimiento a las vicisitudes de su existencia, porque en ellas se pueden discernir algunos motivos que le indujeron a escribir el libro aquí traducido.

EL CIUDADANO BARÓN KNIGGE

El Barón von Knigge, nuestro autor, descendía de un noble linaje cuya historia familiar se puede rastrear sin dificultad hasta el año 1135. Su padre, Philipp Carl Freiherr von Knigge, tomó, sin embargo, una serie de decisiones algo inhabituales para un noble de la época, como fue la de estudiar en la universidad y recibir un título “burgués”, el de doctor en Derecho; y se dedicó principalmente, además de a ejercer las funciones jurisdiccionales propias de su condición, a cuidar de sus tierras y propiedades, por más que entre sus antepasados preponderaran militares de gran audacia y fortaleza física, que se habían paseado por los escenarios bélicos de toda Europa. Pero por su carácter y constitución no cabe duda de que era un digno descendiente de su linaje.

Grande fue su decepción, por consiguiente, cuando el 16 de octubre de 1752, le nació en su hacienda Bredenbeck, próxima a Hannover, un niño de complexión débil y delicada. Y como no tuvo ningún reparo en declarar abiertamente su desilusión con el aspecto enfermizo de la criatura, tanto más motivo creyó encontrar su madre, Louise Wilhelmine, que era sobrina de su marido, al ser hija de un primo suyo, para dedicarle más atenciones y mimarlo en exceso, mientras el padre se dedicaba a tiranizarlo descontento con el aspecto externo del que iba a ser su único hijo varón. Pese a todo, le procuró, guiado por un sentido de la responsabilidad de raíces ilustradas, una educación ejemplar.

Knigge vivió durante su infancia en una gran casa con todas las comodidades de la época para un miembro de la nobleza. Fue testigo, asimismo, de los conciliábulos masónicos en los que participaba su progenitor y probablemente asistiera a sus experimentos alquímicos, tan de moda por aquellos años entre las clases privilegiadas. Nada hacía pensar que tras esa fachada de dignidad señorial se estaba acumulando una montaña de deudas de unas dimensiones difíciles de abarcar. Su madre falleció cuando su hijo contaba once años, su padre cinco años más tarde, y fue entonces cuando salió a la luz la catástrofe financiera de los Knigge. Ingo Hermann, uno de los biógrafos del escritor alemán, ha calculado que esa deuda podría haber equivalido a unos cinco millones de euros actuales. No hace falta decir que una vez fallecido el padre, los acreedores no perdieron tiempo en lanzarse sobre la herencia, como consecuencia de lo cual se embargaron todas sus propiedades y aquellas que aún eran rentables se pusieron bajo un administrador. En cualquier caso, Knigge recibió una pequeña asignación decretada por el juez que cubriera sus estudios y sus necesidades existenciales.

El 23 de octubre de 1769 Knigge se matriculó en la facultad de Derecho de Gotinga y poco después inició también el estudio de la rama financiero-administrativa. A la sazón, Knigge era un joven emprendedor, alegre e ingenioso, con gran talento para la conversación y para entretener a los demás. Es posible que la decisión de estudiar una carrera universitaria procediera del padre, cuya mentalidad ilustrada influiría en el hijo, pero en cualquier caso la situación financiera desastrosa le obligaba a dar ese paso. En tiempos de Knigge, de toda la población estudiantil universitaria sólo un once por ciento pertenecía a la nobleza. Durante la carrera cultivará sus inquietudes intelectuales y encontrará a sus dos autores preferidos, Rousseau, en detrimento de Voltaire, y Laurence Sterne, que dejaron profundas huellas a lo largo de toda su obra. De Laurence Sterne le atrajo su conocimiento de la naturaleza humana y su ironía; de Rousseau, su defensa de una nobleza anímica y no de nacimiento, la crítica del despotismo y una concepción de la libertad entendida como autodeterminación. Pero una cosa son los ideales y otra la realidad. Knigge tenía aspiraciones, era un hombre ambicioso, quería prosperar, ascender en la escala social e influir en su entorno, no tanto por ganas de medrar como por la posibilidad de contribuir al progreso y a la felicidad de sus congéneres. Para lograr esto, se propuso seguir una carrera en la corte. Gracias a ciertos apoyos, consiguió un puesto, incluso antes de terminar la carrera, en la corte de Federico II de Hessen-Kassel, un pequeño soberano que hacía su agosto alquilando soldados allá donde se necesitaran, ya fuera a los ingleses para combatir a los rebeldes independentistas americanos, o a otros soberanos europeos, sin importarle que sus soldados lucharan al mismo tiempo en bandos enfrentados.

Así pues, Knigge se sintió afortunado cuando el 19 de marzo de 1771 entró en la corte en calidad de “Hofjunker” y tres días después se le nombró asesor de la cámara de guerra y dominio público. Como no había terminado la carrera, se le concedió unas vacaciones con ese objeto, debiéndose incorporar a su puesto en un año y medio. Pero por mucho que brillaran las apariencias, el asunto tenía un manco, y es que el cargo apenas estaba dotado. En la corte, y como noble, no podía aspirar a cobrar un salario, al contrario, el cargo era en esencia honorífico y, al serle inherente la obligación de mantener un nivel de vida elevado, solía terminar costando dinero.

¿Qué tipo de relaciones se daban en una corte alemana de aquella época? La influencia francesa era determinante. El cortesano hacía gala de unos modales artificiales, su trato era superficial y la apariencia lo era todo, mientras que estaba mal vista la sinceridad, la franqueza y la espontaneidad, cualidades que suponían una infracción imperdonable de las reglas del juego social. Desde un principio, Knigge no se sintió a gusto en ese mundo de las apariencias; no obstante, sus ambiciones y esperanzas seguían motivándole y contaba con unas aptitudes muy apropiadas para la corte: tenía ingenio, sabía agradar, era creativo y podía ser muy trabajador. Su faceta bromista, sin embargo, le comenzó a crear enemigos, y es posible que una de sus payasadas, soportadas con humor por el soberano, fuese la culpable de un incidente de serias consecuencias. Corrió el rumor de que una de las damas de la soberana acostumbraba quitarse discretamente los zapatos mientras comía, tal vez porque le apretaban demasiado. Knigge, al descubrirlo, se confabuló con un criado y éste se agachó y sin que nadie lo notara, tomó uno de los zapatos de la dama y se lo llevó. Es fácil figurarse la confusión de la pobre joven cuando terminó la comida y no lograba encontrar uno de los zapatos. Knigge entonces hizo entrar al criado con el zapato en una bandeja y entregárselo a la joven, que lo recibió completamente ruborizada por la vergüenza. Al parecer, esta broma no le sentó nada bien a la esposa de Federico II, eso de ver cómo ponían en evidencia a una de sus damas clamaba venganza. Y así, un día en que vio a Knigge hablando a solas con dicha dama, de nombre Henriette von Baumbach, se dirigió a todos los presentes y exclamó que había visto tantas veces juntos a Henriette y al Barón von Knigge que sólo cabía esperar que las intenciones de este último fueran serias. Y sin mediar palabra anunció el matrimonio de los dos, sentencia inapelable en una corte absolutista.

Así pues, Knigge y Henriette no tuvieron más remedio que contraer matrimonio, si bien hay que tener en cuenta que en aquella época, entre nobles, el sagrado vínculo se consideraba ante todo una relación contractual. Por lo que sabemos, la pareja, aunque tuvo por fruto una hija, Philippine, no debió de ser muy feliz. La familia de Henriette supo que había hecho un mal partido, a causa del endeudamiento que pesaba sobre la herencia del Barón, y sus inquietudes intelectuales y compromisos masónicos tampoco contribuyeron a mejorar la situación.

Entretanto, la laboriosidad y competencia de Knigge comenzaron a ofrecer resultados y fue nombrado codirector de la fábrica de tabacos del principado. Pero pronto iba a ser víctima de las intrigas de la corte. Entre el soberano y su esposa se había abierto una brecha de recelo, suspicacia y sospechas, de modo que el Barón, obligado en la práctica a involucrarse en los enredos, terminó por perder la confianza de su soberano. Hastiado y ofendido por el desenlace, decidió abandonar la corte.

Debemos abordar ahora una faceta en la vida de Knigge esencial para comprender su personalidad, nos referimos a su afiliación a la masonería y a su interés por las sociedades secretas. Consciente de que la pertenencia a esa fraternidad era fundamental para ascender en la corte, no tardó en hacerse miembro de la logia local. Por aquel entonces la masonería era un fenómeno relativamente joven. Procedente de Inglaterra, se había instaurado en Alemania en los años 30 del siglo XVIII. Sea cual fuere su origen: las antiguas academias filosóficas, los cabalistas medievales, comunidades asirias, caldeas o egipcias, los misterios eleusinos o el culto a Mitra, o lo que es más probable, los gremios de canteros medievales, con sus jerarquías, rituales, reglas, costumbres y secretos, lo cierto es que tuvo un éxito inmediato y captó a intelectuales y miembros de la nobleza, incluyendo a soberanos. Es probable que para Knigge estuviera en primer plano la fraternidad entre sus miembros, el apoyo mutuo y la solidaridad, pero tampoco se puede negar que se sentía atraído por el elemento misterioso, por los secretos que supuestamente albergaba y que, según se decía, habían sido heredados de la Orden de los Templarios. Como él mismo expresó con posterioridad, su entusiasmo por todo lo misterioso no conocía límites, y lo más incomprensible le parecía lo más venerable. En la última fase de su vida hablará de esta obsesión por sociedades y órdenes secretas como de una enfermedad de su época.

Knigge no se conformaba con medias tintas, así que se adhirió a una rama, denominada de la estricta observancia, fundada por el Reichsfreiherr von Hund, y que cultivaba con especial unción la parafernalia templaria. Sus aspiraciones, en una persona ambiciosa como él, consistían en ir subiendo los distintos escalafones para poder influir en la orientación de la logia, y tampoco ocultaba sus pensamientos para reformarla. No tardó en recibir un jarro de agua fría. Su deseo de alcanzar los grados superiores de la logia se vio obstaculizado por impedimentos continuos, y cuando dio a entender con toda claridad que no sólo ambicionaba esos grados, sino que era su derecho obtenerlos, la respuesta que recibió no dejaba lugar a dudas: los gerifaltes se negaron a admitirle y a revelarle los secretos porque no era ni acaudalado ni influyente. No pudo sentirse más humillado y ofendido.

A finales de marzo de 1775 Knigge presentó su dimisión al landgrave de Hessen-Kassel, y ese mismo verano se retiró con su familia a una propiedad en Nentesshausen, perteneciente a su suegra. Allí se dedicó a proseguir sus estudios y a escribir obras de teatro. Pero la necesidad de encontrar una fuente de ingresos se hizo acuciante. Admirador del rey de Prusia, Federico II, de tendencias ilustradas, decidió escribirle solicitando un puesto en su Administración. El mismo rey, sin embargo, rechazó la solicitud en una carta de su puño y letra, alegando que tenía que dar prioridad a sus súbditos. Intentó asimismo recuperar las propiedades paternas, que llevaban ya más de nueve años en manos de los acreedores, pero todo fue en vano. A continuación, dirigió sus esperanzas al Ducado de Sajonia-Weimar-Eisenach, que se estaba convirtiendo en un foco cultural y donde residía Goethe, pero salvo un título honorífico no consiguió nada. Así que, frustrado con sus fracasos, volvió a apostar, pese a la previa decepción, por las sociedades secretas, ya que en ellas presuponía a hombres como él, interesados en el progreso y en la Ilustración y dispuestos a trabajar honradamente en pro del género humano. Esta vez se sintió atraído por la Orden de Rosacruz, fraternidad cuyo origen se atribuía a un personaje semilegendario, Christian Rosencreuz, nacido en 1378, que supuestamente tuvo acceso a una serie de misterios orientales durante su peregrinación a Jerusalén. A su regreso a Europa fundó una fraternidad mística que pretendía regresar a las virtudes del cristianismo primitivo, acogiendo, no obstante, rituales y elementos cabalísticos y alquimistas. Lo más extraño es que esta orden contradecía palmariamente los ideales del joven Knigge, ya que se caracterizaba por emplear la magia, por principios teosóficos, y por ser sus miembros decididos enemigos de la Ilustración. Esto indica hasta qué punto estaba ofuscado Knigge por la desesperada búsqueda de saberes secretos y por la revelación de misterios gnósticos.

La Orden de Rosacruz, por lo demás, fue protagonista de un escándalo mayúsculo, que afectó a su logia central de Berlín, y que se produjo algo después de que Knigge se separara de la Orden. Siguiendo la moda del momento, el mismo rey Federico Guillermo II fue admitido en esa logia e iniciado en los misterios de la fraternidad. En ésta llevaban la voz cantante el ministro prusiano Johann Christian Wöllner y el general Rudolf von Bischoffwerder, quienes lograron acaparar la influencia sobre el rey. Wöllner llegó incluso a afirmar, con objeto de impresionar al resto de los miembros, que podía conjurar los espíritus de Marco Aurelio y de Leibniz. Se les acusó de estafa y charlatanería, y los responsables no pudieron sino admitir que la fuerza motriz de todo el asunto había sido la de ocupar el poder político y ejercerlo. Para colmo de males, tanto Wöllner como el general se embarcaron en una guerra subrepticia contra la masonería y para ello no dudaron en unirse a los jesuitas, considerados por aquellas latitudes como la quintaesencia de la perversidad y la astucia.

A la sazón había muchos intelectuales alemanes que eran miembros o simpatizantes de las logias masónicas. Uno de ellos era Lessing, a quien Knigge admiraba, y con quien inició una correspondencia. Preguntado por su opinión acerca de la masonería, el autor de Natán el sabio y de Emilia Galotti le respondió que para él los masones tendrían que ser una suerte de comunidad liberal orientada a fomentar el progreso de la sociedad. Una jerarquía institucionalizada, en cambio, que mediante una conciencia elitista buscase la separación de la masa, sólo podía errar el blanco. El respeto que Knigge tenía por Lessing le obligó a adoptar un enfoque más diferenciado, pero no le curó la enfermedad, como se verá más adelante.

A los treinta años el Barón von Knigge se encontraba en una encrucijada. Por sus experiencias pasadas, y por sus ideales ilustrados, había decidido renunciar a la vida cortesana y a una carrera administrativa, y como no podía encontrar otra opción, resolvió vivir de la pluma como autor libre e independiente, esto es, ganarse la vida, siendo noble, con un oficio burgués, lo cual suponía tácitamente renunciar a todos sus privilegios. Su primera medida fue ofrecer su colaboración a Christop Friedrich Nicolai, famoso autor y editor en aquellos tiempos, quien le dio el visto bueno para que enviara sus reseñas a la “Allgemeinen deutschen Bibliothek”, donde, durante los siguientes diecisiete años, aparecerán 1265 reseñas suyas. El paso que dio Knigge representaba, en cierta manera, un hito sociológico, pues fue uno de los primeros representantes de ese gremio de escritores profesionales que escriben para vivir y que tienen que orientarse por los gustos del público. El historiador de la cultura Egon Friedell atribuye a este aspecto la falta de originalidad y de cualidades estilísticas de su obra en general, ya que todos los autores que escriben sólo para agradar comparten la misma suerte: al poco tiempo se vuelven mortalmente aburridos. Egon Friedell, no obstante, exceptúa su libro De cómo tratar con las personas, al que testimonia un gran refinamiento en su ejecución. En las dos últimas décadas han salido defensores de Knigge para los cuales su obra se ha de concebir dentro del por entonces incipiente género publicista, que buscaba ganarse adeptos y secuaces entre el público, divulgando principios morales y políticos afines al espíritu del tiempo.

Su primera obra, titulada Roman meines Lebens [Novela de mi vida], gozó de un éxito considerable y le fortaleció en sus intenciones de seguir ganándose la vida con el oficio de escritor. Pero una vez más se vio dominado por la obsesión de las sociedades secretas. Esta vez se dejó convencer y reclutar por una persona que le visitó, bajo el pseudónimo de Marchese Constanzo, para unirse a la Orden de los Iluminados. Esta Orden se había fundado en el año 1776, se trataba, por lo tanto, de una joven sociedad en la que, si se esforzaba, podía llegar lejos e incluso ocupar algún puesto influyente. La idea de Knigge seguía siendo que sólo a través de estas fraternidades secretas se podía reformar la sociedad, y en realidad esas organizaciones eran lo más parecido que podía haber a un partido político; hay historiadores, en efecto, que creen ver en ellas el origen de los partidos políticos actuales, y esta era la única posibilidad de que un hombre como Knigge pudiera influir en la realidad política de su tiempo.

La Orden de los Iluminados, sin embargo, estaba lejos de ser un modelo de pensamiento ilustrado. Fundada por Adam Weishaupt, oculto tras el pseudónimo de Spartacus, catedrático de derecho canónico y filosofía práctica en la universidad bávara de Ingolstadt, había desarrollado ya una serie de rituales y ceremonias que sospechosamente recordaban a las liturgias y ejercicios de los jesuitas. Y es que Weishaupt había realizado sus estudios en un colegio de esta orden religiosa, y con posterioridad se había convertido en un enemigo encarnizado de los discípulos de San Ignacio. Así pues, decidió fundar su fraternidad inspirándose en los métodos y estrategias jesuíticos, e incluso creyó poder superarlos en astucia y éxito social. Para ello exigía de todo miembro que jurara obediencia y fidelidad absolutas. Diseñó un sistema de vigilancia que le permitía conocer qué pensaban los miembros de la Orden. Impuso un ambiente conspirativo en el que no se podía conocer la identidad de los miembros de la cúpula. Su posición era similar a la de un General de la Orden de los Jesuitas, y su modo de ejercer el poder era decididamente autoritario y despótico.

Knigge, cegado por las posibilidades que, a su parecer, ofrecía la Orden, se volcó en la organización y fue sumando competencias hasta convertirse en una suerte de gerente para toda Alemania. Su actividad incansable y su compromiso no parecían conocer límites, llegando a poner él mismo dinero de su bolsillo, aun cuando sus dificultades económicas eran notorias. Se dio cuenta de que si seguía ascendiendo en la Orden podía llegar a una posición que le permitiera imponer sus propias ideas y metas. Pero Spartacus, aparte de elogiar su entusiasmo y su capacidad, se mostraba reacio a permitirle el acceso a los grados superiores. Para distraerle, le encargó que elaborara un sistema completo para la Orden y un plan que permitiera absorber a los distintos grupos masónicos que, por entonces, se encontraban en una aguda crisis. Philo, que era el nombre adoptado por Knigge, se puso manos a la obra, mientras Spartacus, receloso ya por la ambición y las aptitudes de su subordinado, comenzaba a hablar mal de él frente a terceros y a criticar su labor, sospechando a un rival dentro de su propia Orden. No sólo eso, terminó por confesar claramente a sus más allegados que había perdido por completo la confianza en su infatigable colaborador.

Knigge, consciente de merecer por su trabajo un mejor trato –al fin y a la postre había reclutado a unas quinientas personas–, insistió en conocer la identidad de Spartacus y que se le revelaran los secretos de la Orden, sin caer en la cuenta de que no había secreto alguno que revelar. Al menos consiguió la entrevista con el fundador. Pero todo comenzó a complicarse. Una de las personas a las que consiguió convencer para unirse a la Orden, protagonizó un ascenso fulgurante y su influencia se extendió entre numerosos miembros. Hablamos de Christian Bode, escritor, traductor, editor y consejero en Weimar, que logró ganar para la Orden a personalidades como Goethe, Herder, el Príncipe Augusto de Sajonia o el Duque Carlos Augusto de Sajonia-Weimar-Eisenach, y que no tardó en alcanzar una notable reputación. Bode también quería reformar las estructuras de la fraternidad, eliminar la obediencia absoluta y los elementos despóticos, pero se encontró con la resistencia tenaz del fundador, quien no estaba dispuesto a ceder ni un ápice de su poder. Ahora bien, cuando la relación entre Knigge y Spartacus se hizo insostenible, Bode se puso de parte del fundador y entre los dos decidieron expulsar a Knigge de la Orden, con la excusa de haber actuado éste con imprudencia y haber cambiado de mentalidad. Así pues, incapaz de imponer su voluntad, Knigge no tuvo otro remedio que abandonar la Orden de los Iluminados.

Esta experiencia le abrió definitivamente los ojos acerca del mundo de las sociedades secretas y quedó escarmentado. Se mudó a Heidelberg, donde se dedicó a seguir escribiendo sus novelas, a componer varias sonatas y sinfonías, e incluso alguna misa para los benedictinos de la ciudad, cuya iglesia, según testimonios de su hija, gustaba de visitar. Entre los años 1783-1785 aparece su novela La historia de Peter Claussen. Con objeto de poder vivir de sus escasos ingresos y de aprovechar el tiempo, entre horas dedicadas al trabajo, a la lectura, a la correspondencia, a su diario y las visitas, se somete a un plan riguroso con una disciplina rayana en la pedantería. Pese a todo, no encontró la seguridad económica que necesitaba, así que decidió trasladarse de nuevo a Hannover para seguir luchando por su herencia. Allí, en 1790, terminará la traducción de las Confesiones de Rousseau y comenzará la obra que le daría la fama inmortal: De cómo tratar con las personas. Pero ni sus esfuerzos lograban algo en el asunto de su herencia, ni su situación se estabilizaba; todo lo contrario, comenzó a empeorar más, si cabe, debido a su frágil salud. Enterado de una plaza vacante en Bremen, como “Oberhauptmann”, una suerte de supervisor estatal de los intereses hannoverianos, optó a ella y la obtuvo. Así que el Barón, a sus 38 años, ocupó su plaza en la ciudad nórdica que al menos le proporcionaba unos ingresos seguros aunque modestos.

Sus últimos años, sin embargo, se iban a ver alterados por el acontecimiento de la Revolución francesa y por su actitud claramente favorable a sus principios, que defenderá en agrias polémicas. Sobre este aspecto en la vida de Knigge se han producido varios malentendidos. Es cierto que Knigge, como muchos otros intelectuales alemanes de su tiempo, recibió con agrado, incluso con entusiasmo, los primeros brotes revolucionarios en el país vecino; la mayoría de dichos intelectuales, sin embargo, se mostraron tanto más críticos con la llegada del Terror. Knigge se mantuvo fiel a los principios revolucionarios hasta el final, lo que le hizo sospechoso de jacobinismo y le puso en el punto de mira de la policía. Ahora bien, la posición diferenciada y moderada de Knigge, en una época marcada por la tensión, el miedo a un contagio revolucionario, y el recelo, difícilmente habría podido evitar ser objeto de una aviesa tergiversación y ser encasillada en los moldes polarizadores de la época. Knigge sostuvo que la Revolución había sido la consecuencia lógica de una serie de fases, predecibles en su causalidad, por las cuales una forma de gobierno se vuelve inservible y ya no es aceptada por el pueblo. Si el gobierno hubiese tomado las medidas adecuadas a tiempo y se hubiese ganado al pueblo para sus reformas, no se habría producido ningún cambio violento de régimen. Las revoluciones son inevitables en aquellos gobiernos que actúan sin principios firmes o según principios inmorales o crueles. Estaba convencido de que en Alemania no había motivos ni para temer ni para desear una revolución, siempre que los distintos gobiernos no impidieran la Ilustración y avanzaran a su paso, y emplearan los medios para mantener el orden en consonancia con el espíritu del tiempo. En otros textos se declaraba partidario de una monarquía constitucional.

En cualquier caso, su actividad política le trajo en sus últimos años sinsabores, polémicas sin cuento e incluso procesos judiciales. Estuvo bajo estrecha vigilancia policial, aunque por su salud, seriamente afectada, poco podía emprender. Falleció en Bremen el 6 de mayo de 1796. Sus restos mortales descansan en la catedral de esta ciudad.

LOS PRECEDENTES

Hemos comentado anteriormente que el libro de Knigge pertenece a un género de rancio abolengo, el de la filosofía práctica de la vida o, más acorde con nuestros tiempos, de ética social, y supone en cierta medida el punto culminante de todo un desarrollo histórico por su pericia a la hora de elaborar y sintetizar los distintos estratos de una larga tradición. Uno de los alicientes de la obra del autor alemán es precisamente la de haber logrado asimilar y resumir con un enfoque original y moderno todo ese bagaje intelectual, y no haber caído, como muchos manuales de etiqueta o de cortesía, en el elogio de la moda del momento, por lo cual hoy sólo pueden reclamar, a lo sumo, un interés puramente histórico. Es cierto que la obra de Knigge también posee muchos elementos condicionados por su época, por ejemplo la manera en que considera el papel social desempeñado por la mujer, pero estos pasajes se pueden soslayar con el grado de abstracción inherente a su pensamiento, y hoy cualquier mujer puede beneficiarse de los consejos de Knigge por más que éstos en un principio tuvieran como único destinatario al hombre. Por otro lado, gracias a ese mismo grado de abstracción y universalidad, Knigge pudo adelantarse a su tiempo en otros aspectos, por ejemplo en sus disquisiciones acerca de cómo tratar a los animales.

Los inicios medievales

No cabe duda de que la obra del Barón aspiraba a influir en sus coetáneos y de que, por lo tanto, la escribió con un espíritu plenamente moderno. No obstante, los sedimentos que se distinguen en De cómo tratar con las personas se remontan a la Antigüedad griega, a la Ética a Nicómaco de Aristóteles; a las corrientes de pensamiento estoicas y epicúreas. Del mundo romano, se perciben reminiscencias procedentes de las obras de Cicerón y de un tal Catón, que habían ido inspirando los tratados y manuales de este género durante muchos siglos. En la Edad Media se comenzó a elaborar este material heredado y a fundirlo con las virtudes cristianas, lo que dio lugar a los primeros tratados medievales sobre etiquetas de palacio y ceremoniales de la corte. En el siglo XII se llega a un punto de inflexión en Europa, bajo el liderazgo de Francia, en el que se seculariza una esfera del trato social, y surgen una serie de reglas caballerescas con aspiración universal, aunque reducidas a un círculo muy restringido. El caballero medieval se convierte en un modelo, pero dentro de un círculo segregado del resto, marcando claramente las diferencias con los demás estamentos sociales. Así, el caballero medieval se exige a sí mismo el cumplimiento de un código de valores estricto y riguroso. Curiosamente, este proceso se vio impulsado por la mujer con la intención de ennoblecer, refinar y suavizar las maneras del guerrero bárbaro y tosco. Este fenómeno se repetirá con frecuencia, en muchas ocasiones será la mujer la iniciadora de un refinamiento de las costumbres, y en aquellos periodos en que la mujer se vulgariza, se embrutece, se torna ordinaria u hombruna, será un síntoma de la decadencia cultural de la sociedad. En esta época se difunden asimismo los Chastiements, libros de cumplidos y de cómo conversar con las damas de la Corte.

Como polo opuesto al caballero se consideraba al villano, acepción que para un noble suponía el mayor insulto, y por el que se entendía a aquel que no correspondía a las exigencias de la sociedad, al que, por vivir apartado y tener poco trato con la gente, era de condición muy rústica y desapacible. Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana, aún recoge este sentido y sitúa al villano como estado opuesto al del hidalgo. En el refranero español se perpetúa esta diferenciación que designa asimismo una superioridad moral del caballero, de ahí que la muerte a manos de villanos, que mataban a palos y a pedradas sin mostrar ninguna piedad, fuera el mayor mal que le podía acontecer a un noble. Recordemos el famoso proverbio o maldición “Villanos te maten, Alfonso”, que aparece en el Cantar del Cid.

En la Edad Media la forma y el contenido se condicionan mutuamente, ya que el conocimiento y el saber aún poseen un carácter simbólico. Se necesitaban, en consecuencia, tratados que explicasen los modos de proceder y de actuar en sociedad, coreografías ceremoniales a las que habían de someterse, sobre todo porque el individuo tal y como lo conocemos hoy, con sus fines propios, no existía, el caballero tenía que corresponder al ideal, a un código ético, así es como se ganaba el reconocimiento de la sociedad en que vivía, y no destacando por alguna cualidad individual extravagante como la del genio, o desentonando para llamar la atención. A esto se debe la proliferación en aquella época de tratados que contenían innumerables reglas acerca de los aspectos más variados: los modales, la compostura, el empleo de las armas, la equitación, la cetrería, etc. Todo estaba regulado hasta el detalle más nimio. Así se deduce de los tratados de un Thomasin de Zirclaere, quien se inspiró en la Disciplina clericalis (1115) de Petrus Alfonsi para definir la “courteoisie” como el modo de vida adecuado al caballero y la cual se revela tanto en las bellas costumbres como en la moralidad y en la formación del espíritu. A esto se añade el componente estoico cristianizado, el dominio de las pasiones, el ideal armónico del equilibrio y de la medida. El refinamiento de la vida cortesana, y la ambición por triunfar en la corte, dan pie al primer tratado con reglas para imponerse en esos círculos. Así, el trovador provenzal Garin lo Brun (lat. Garis Bruni, † 1156/1162) define la cortesía como el arte de agradar, para lo cual a veces será necesario adaptarse a las aficiones, mentalidades e inclinaciones de las personas con las que se trata. Lo importante es obtener aquí una ventaja personal que favorezca el ascenso social. Esta índole de recomendaciones constituye, no obstante, una excepción en la Edad Media, y habrá que esperar hasta el siglo XVII para que se generalicen.

A finales del siglo XIII y comienzos del XIV se inicia la lenta decadencia de la caballería medieval debido a la descomposición de sus valores, ya que a través de resquicios, propiciados por las flaquezas humanas, se infiltran otros intereses, vicios y méritos procedentes de estamentos inferiores que terminan por resquebrajar sus ideales y códigos de conducta. Se produce una popularización de la cultura, sobre todo en las urbes, y el ascenso de una burguesía aún sin cultivar da prioridad a los goces sensuales, extendiéndose los vicios de la gula, del lujo desmesurado o la embriaguez. El lenguaje simbólico anterior pierde su significado o se olvida y el ceremonial cortesano se convierte en un puro formalismo. La mujer experimenta una degradación social, al volverse ella misma grosera y ordinaria, e impera una desmoralización incapaz de forjar ningún ideal social. Este proceso de descomposición llega hasta finales del siglo XV, y durante su duración se pondrá de moda un género de obras en las que se censuran los modales y las infracciones de las buenas costumbres, surgiendo asimismo obras específicas sobre las reglas de comportamiento en la mesa, en las que se intenta educar al burgués o al plebeyo, el cual a la hora de dedicarse a los placeres culinarios dejaba de lado cualquier prurito dictado por las reglas más elementales del decoro. En la sociedad domina un egoísmo crudo, y el caballero, en vez de intentar marcar las distancias, imita al plebeyo en sus costumbres. En lo que se refiere a los modales en la mesa, de los que ya se habla en el Antiguo Testamento, en el libro Eclesiástico (31, 32), se acude a los Dicta o Disticha de Catón, un compendio de máximas morales del siglo IV cuyo autor es objeto de disputa, y que se empleó como orientación en las costumbres desde el siglo XI. Su difusión en la Edad Media fue extraordinaria. Con el tiempo sufrió toda índole de añadidos y ampliaciones hasta formar auténticos tratados. Erasmo publicó una edición comentada; hasta el siglo XIX se empleó para la enseñanza del latín, y fue ni más ni menos que Benjamin Franklin quien tradujo la obrita al inglés en 1735. Otro modelo de imitación fueron las novelas, sobre todo las francesas, por ejemplo el Roman de la Rose; en Inglaterra, Chaucer también fue una referencia en este ámbito.

Se difunde asimismo el grobianismo, género en el cual se describen toda índole de indecencias, obscenidades y malas maneras con objeto de, mediante la exageración satírica, ejercer una influencia reformadora. El autor alemán Sebastian Brant, en el capítulo 72 de su Nave de los locos, pone en la picota todos los vicios de la sociedad de su tiempo, e introduce a un San Grobián, el santo patrón de todos los groseros y brutos. En el capítulo 110ª de la misma obra aporta una descripción detallada de la descortesía y la zafiedad. El protagonista es el “grobián”, un tipo astuto y egoísta que siempre busca su propio interés y satisfacer sus inclinaciones hedonistas. En la obra Gargantúa, de François Rabelais, se llega al punto álgido del género literario del grobianismo.

El cortesano de Castiglione

El Renacimiento es el siglo italiano por antonomasia en lo que se refiere a la vida social. A finales del siglo XIV comienza a producirse una adaptación de las costumbres medievales para ir modificándolas y creando nuevas formas, de modo que en los círculos aristocráticos italianos se produce una reelaboración y ampliación de las normas sociales que no puede sino desembocar en la creación de un nuevo ideal, de un nuevo tipo humano de perfección, el cual, a diferencia de la Edad Media, surge del cultivo de la personalidad y busca alcanzar el grado de una individualidad erigida en obra de arte. Como ha destacado Barbara Zaehle, al hombre social moderno ya no le basta con evitar todo lo escandaloso o indecente, comportarse de la manera menos desagradable posible, sino que aspira a mostrar su personalidad en todo su esplendor mediante el empleo de todas las fuerzas y capacidades del espíritu, del cuerpo y del alma. La obra que mejor quintaesencia esta época en el ámbito que tratamos es Il libro del cortegiano, de Baldessare Castiglione, magistral tratado en forma de diálogo cuya influencia ha gravitado hasta el momento presente, siendo el libro más influyente de la historia en este género literario.

El ideal de Castiglione vuelve a recurrir a la virtud aristocrática y a la perfección anímica como factores necesarios para una representación armónica y estética del hombre completo. Una de las cualidades ineludibles para dejar una impresión favorable es la “sprezzatura”, una desenvoltura y naturalidad consciente de sí misma, en contraste con la “attilatura”, la artificialidad afectada y la presuntuosa y acentuada ostentación de los méritos y atractivos personales. Para Castiglione, la medida, la mesura, vuelve a formar parte del ideal de la existencia armónica, de ahí que la razón tenga que dominar las pasiones humanas. La mujer también vuelve a convertirse en el centro de la vida social, una mujer que al menos en esa esfera actúa con los mismos derechos y al mismo nivel que el hombre, y cuyo trato otorga al cortesano la verdadera perfección. Ahora bien, el hombre dotado de cualidades y facultades propias, con una educación esmerada, es natural que aspire a obtener el reconocimiento de la sociedad en que vive, para ello tendrá que saber cómo hacerlas valer, cómo imponerse a otros. Así será necesario en algunos casos ocultar hábilmente aquello que no contribuya a este fin, como nuestros defectos o aspectos desfavorables, y acentuar aquello que agrade más o nos ayude a prosperar en la sociedad. Al ser le es necesario el parecer, la buena cualidad ha de ir acompañada de un efecto visible, y esto se consigue dominando el arte de agradar a los demás.

La autoridad de Castiglione fue notable en los siglos sucesivos, pero su obra, dependiendo del momento histórico y de la mentalidad y costumbres vigentes, se interpretó, ya fuera de una manera restrictiva, ciñendo sus conceptos y reglas a una esfera reducida, encorsetándolos dentro de unos límites morales muy definidos, o de una manera extensiva, concibiendo esos conceptos y reglas con cierta ambigüedad y ampliando el radio de acción del cortesano en direcciones amorales o, cuando menos, problemáticas para la moral cristiana. No cabe duda de que el cortesano participaba de los valores primordiales de la sociedad en la que vivía y de la que quería obtener reconocimiento; por una parte, aceptaba las costumbres y las formas que en ella imperaban, y consideraba necesario adaptarse a dichas formas, esto es, se requería cierta flexibilidad con objeto de acomodarse al gusto social, aunque esto implicase tener que vencer alguna resistencia interna; por otra parte, Castiglione pone un límite a esta “elasticidad” social, pues el orgullo y el decoro del cortesano impiden que ponga en juego su honor o sus convicciones más personales. Por este motivo, el perfecto cortesano nunca se dejará arrebatar para cometer una acción deshon-rosa, siempre permanecerá dueño de su discreción y capacidad de juicio incluso frente a la voluntad del príncipe.

En el Renacimiento tardío aparecen algunos tratados dirigidos a las clases burguesas y plebeyas como los de Stephano Guazzo o Giovanni della Casa. El primero publicó una obra con el título De civil conversatione, que posee la originalidad de dirigirse a la sociedad en general, a todos sus estamentos, y, como el libro de Knigge, se ocupa del trato en los ámbitos más variados: la familia, el matrimonio, los hijos, la edad, la profesión, el sexo, o entre personas con distintos temperamentos. En Guazzo encontramos ya esa contradicción y esa polaridad entre el deseo de reconocimiento, los medios para obtenerlo y los principios morales. Por más que insista en que la moral tiene que servir de fundamento al comportamiento personal y al trato social, se desmiente continuamente dando prioridad al efecto y a la apariencia. Para él es más importante la impresión, la huella que se deja en los demás que la aspiración interna a una formación completa; incluso cuando sea necesario, y no haya otra salida, recomienda que se renuncie a las convicciones personales con objeto de obtener una ventaja social. Aspectos como éste contradicen su continua insistencia en la honestidad y since-ridad como cualidades esenciales en el trato social, y en él se observa ya la mentalidad absolutista al considerar que el príncipe debe quedar al margen de cualquier crítica, más aún, como representante de Dios en la Tierra todo lo que hace es bueno, y los demás se habrán de orientar según sus gustos y predilecciones.

La peculiaridad española: Antonio de Guevara y Baltasar Gracián

La doctrina de Castiglione fructificará en España con una especial originalidad. Por dos razones primordiales: la primera es que Castiglione, que escribió su libro sobre el cortesano tomando como modelo la corte de Urbino, fue enviado como nuncio apostólico a Madrid y murió en Toledo en 1529; la segunda es que su obra fue traducida de manera espléndida por Boscán, lo que repercutió en una acogida muy favorable, sobre todo por dos grandes maestros de la lengua española: Antonio de Guevara y Baltasar Gracián. Pero en España las relaciones sociales no se habían desarrollado como en las cortes italianas u otros reinos europeos, sino que en ella se habían mantenido tradiciones medievales tanto en la etiqueta como en las costumbres y el ceremonial cortesano, así que el libro de Castiglione sirvió para enriquecer un pensamiento ya de por sí muy particular y que no iba a renunciar al núcleo de sus creencias y de su imagen del mundo, caracterizada por una perspectiva ético-religiosa incardinada en la imaginación católica, y suspicaz frente a otras perspectivas estético-hedonistas, utilitaristas o racionalistas que preponderaban en otros pagos.

En España se forjó un ideal, el ideal del caballero cristiano español, que se impuso entre la nobleza durante un periodo de tiempo y que ha dejado su huella en la literatura y en el arte, en esos retratos de caballeros, en palabras de Julián Marías, “orgullosos de su alma”, que pueblan los lienzos de los pintores españoles más representativos. Su principal cualidad era la gravedad, una actitud de ponderación y mesura; ahora bien, cuando se trataba de Dios o de cuestiones espirituales, la respuesta era el arrojo y el desprecio a la realidad cotidiana, sin que conociera términos medios; su aceptación de la muerte, de profundas convicciones cristianas con rasgos estoicos, fue proverbial, así como el culto del honor; el filósofo García Morente nos ha dejado en su escrito El caballero cristiano una descripción fehaciente de este ideal que, como todos los ideales, sufría a la hora de manifestarse en la sociedad, curiosamente más por exceso que por defecto: la arrogancia, la temeridad, el sentido del honor desmesurado o una impaciencia de ánimo (tacha de los españoles, según Gracián).

El franciscano Antonio de Guevara, hombre de confianza de Carlos V, predicador de la Corte y cronista del Emperador, fue nombrado Obispo de Mondoñedo en 1536. Sus obras Libro llamado aviso de privados y doctrina de cortesanos y Menosprecio de corte y alabanza de aldeaAvisoEnsayosXVII