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© Carolina del Olmo, 2013

© Clave Intelectual, S.L., 2013

C/ Velázquez 55, 5º D- 28001 Madrid – España

Tel. (34) 91 781 47 99

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www.claveintelectual.com

 

Derechos mundiales. Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.

 

ISBN: 978-84-945281-0-1

IBIC: VFXC

 

Diseño de cubierta: Lucía Bajos - luciabajos@luciabajos.com

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prefacio

 

Capítulo 1. CRIAR SIN RED

De vuelta a la tribu

Abuelos

Todo lo sólido se desvanece en el aire

La invención del hogar

La ambigüedad de la liberación

¿Caminos de servidumbre?

Opting out

Las lecciones del «encimonismo»

Aguantar

Niños (perdidos) en el supermercado

La crisis de los cuidados

Los límites de la intimidad

¿Una nueva mística de la feminidad?

 

Capítulo 2. CUANDO EL ENEMIGO ESTÁ DENTRO

La competición sentimental

Hedonismo, altruismo y compromiso

Obligados a preferir

El compromiso en un mundo líquido

En busca de un nuevo modelo

Reivindicar el cuidado

Animales dependientes y vulnerables

Dependencia maternal

El deber de cuidar y el experimento de la conciliación

¿Soluciones de compromiso?

 

Capítulo 3. EXPERTOS

El auge del experto

Privatización y burocracia del cuidado

¿La ciencia de criar a un hijo?

La crianza como práctica social

Expertos en el cálculo racional

El poder de la culpa

Los límites de la divulgación científica

Sesgos estadísticos, correlaciones espurias y mala ciencia

Autonomía y ayuda mutua

 

Capítulo 4. EL PAPEL DE LA NATURALEZA

Neorromanticismo

Destete, sueño y culpa

La evolución y la crianza

El instinto

El mito de la crianza todopoderosa

La educación moral

La personalidad terapéutica

Las condiciones sociales de la maternidad

 

Epílogo. EL DERECHO A CUIDAR

Agradecimientos

Bibliografía

Notas

Prefacio

 

Mi hijo Guillermo nació en mayo de 2009. Un niño querido y esperado. Mi situación personal y familiar era, a mis ojos, inmejorable. El embarazo fue muy bueno y el niño nació sano, fuerte, guapo. El padre, César, estuvo a mi lado en todo momento, volcado en todo lo que pudiera hacerme falta. No sufrí ningún atisbo de mi temida depresión posparto –más bien sufrí un ataque de euforia– y hasta la lactancia comenzó suavemente y sin problemas. Vamos, que salió todo a pedir de boca. Las noches me resultaban duras, eso sí. El niño quería mamar cada dos por tres, y yo me levantaba a darle el pecho en un sillón. Temía dormirme y que se me cayera al suelo. Y muchas noches me desesperaba porque no sabía cómo calmar su llanto. Recuerdo especialmente una noche en la que lloraba sin parar. Yo intentaba que se enganchara al pecho, pero él lloraba cada vez más rabioso. Se retorcía de tal forma que uno de sus bracitos siempre acababa estorbando, entre mi pecho y su cara. En cierto momento, no sé bien cómo, me vi a mí misma forcejeando con él, apartando con brusquedad su brazo, que había agarrado con lo que en aquel momento me pareció una fuerza excesiva. Ese arranque de mal humor y la irritación que sentí me dejó acongojada. Temí perder la paciencia y poder llegar a hacerle algo malo. En aquellas noches me forjé la idea de que yo era una madre débil, incapaz de soportar con estoicismo la falta de sueño y que llevaba muy mal la sensación de soledad que me producía pasar las noches en vela con él.

Poco a poco el niño fue durmiendo mejor, y en agosto, con tres meses, dormía tramos seguidos de cuatro, cinco y hasta seis horas. Según me decían, mi hijo era «un chollo». Pero aquella experiencia temprana –perfectamente normal, por lo que comentaban otras madres– me había provocado un hondo temor a la falta de sueño: yo era floja y no podía soportar las malas noches con serenidad. Y cuando por fin empezaba a confiar en que casi todas las noches iban a ser tranquilas, con dos o tres despertares a lo sumo, la cosa empezó a empeorar. Poco a poco fue despertándose más y más veces por noche, y a menudo no bastaba con darle el pecho para que volviera a dormirse sereno. Esa especie de regresión a las pautas de sueño de recién nacido, al poco de haber cumplido cuatro meses, me desesperaba.

Había pedido en mi trabajo una excedencia de un año para hacerme cargo de su cuidado, así que la situación seguía siendo objetivamente buena: al menos no tenía que madrugar ni amoldarme a ningún horario fijo. Con el tiempo transcurrido había ido ganando confianza y ya le daba el pecho en la cama, aunque no lograba quedarme dormida en el proceso. Además, a diferencia de lo que hacen otros progenitores que trabajan –según me han contado–, el padre de la criatura no se trasladó a dormir al sofá, y a pesar de lo dura que debía de estar resultándole la falta de sueño –tenía jornadas laborales muy largas e intensas– y aunque a veces el agotamiento le hacía seguir durmiendo a pierna suelta a pesar del llanto de Guillermo, siempre estaba ahí. Y cuando después del pecho el niño requería calor humano, muchas veces era él quien lo abrazaba mientras yo me giraba hacia el otro lado, para descansar la espalda dolorida. Así, a los seis meses, no solo no habíamos sacado su cuna de nuestro cuarto, como nos habían recomendado, sino que ya dormía con nosotros en la cama. Durante unas pocas noches nos pareció que dormía mejor así y eso bastó para institucionalizar el traslado. Después, su pauta de sueño volvió a empeorar y empeorar, pero a ver quién lo sacaba de la cama: al menos se minimizaba el riesgo de despertarlo al devolverlo a su cuna después de mamar.

Entre tanto, yo ya había caído en las procelosas aguas de los libros de autoayuda. Durante el embarazo solo había leído el omnipresente Qué esperar cuando estás esperando, y en las primeras semanas de vida de Guillermo, casi siempre mientras le daba el pecho, leí ¿Qué esperar el primer año? –una publicación de la Clínica Tavistock–, Comprendiendo a tu bebé, Nueve meses después. Consejos para el cuidado de la madre, y Duérmete niño –uno de los bestsellers de nuestra época, por el Dr. Eduard Estivill–. Eran libros prestados o regalados por mis hermanas, que habían sido madres antes que yo, y salvo Duérmete niño, no abordaban solo el tema del sueño. Los había leído sin demasiada avidez y sin un objetivo concreto. Yo siempre he leído bastante, así que por qué no iba a leer sobre un tema nuevo para mí que me tocaba tan de cerca. Fue una amiga la que, al comentar yo que mi hijo iba para atrás y que a los cinco meses dormía mucho peor que a los tres, me recomendó la lectura de Dormir sin lágrimas, de la psicóloga Rosa Jové, donde se explicaba que muchos niños seguían esa misma pauta, y que no era una regresión, sino el fruto de la evolución normal del sueño, desde el ciclo del lactante hasta el del adulto. Tanto la amiga que me recomendó el libro como yo misma recelábamos de los consejos de los expertos, pero no de los conocimientos expertos (o al menos, no entonces): me lo recomendó solo por la información científica acerca de las pautas de sueño que recogía, y con esa perspectiva lo leí. Pero a medida que mi desesperación aumentaba, comencé también a repasar los consejos de este y de los demás libros que habían caído en mis manos, por si había algo que pudiera hacer para mejorar la situación. Del libro de Rosa Jové salté al pediatra Carlos González, nuevo gurú de una generación de padres perdidos, lo más parecido que hemos tenido en España al norteamericano Dr. Benjamin Spock, autor del bestseller mundial Tu hijo. Después recurrí a The no-cry sleep solution, de Elisabeth Pantley, una madre con experiencia que prometía un método eficaz para modificar la pauta de sueño del niño sin dejarle llorar. De ahí a Tracy Hogg y sus secretos de susurradora de bebés (Secrets of the Baby Whisperer), y a las innumerables páginas web que tratan el tema del sueño infantil.

En mi desesperación, releí varias veces el libro del Dr. Estivill, pero siempre me encontraba incapaz de llevar a cabo sus recomendaciones, que consistían básicamente en poner al bebé a dormir a oscuras en otra habitación y dejarlo llorar según una estricta tabla de tiempos, entrando periódicamente a calmarlo durante unos segundos con el uso exclusivo de la presencia y la voz, es decir, sin mediar contacto físico. Junto a los expertos propiamente dichos, también recurrí –y con algo más de confianza– a los testimonios, consejos y trucos de otras madres que abundan en Internet, y que afirmaban partir solo de su experiencia y la de otras madres, sin alardes teóricos ni supuestas justificaciones científicas.

Al mismo tiempo que, como madre primeriza desesperada, buscaba consejos en libros, sitios web y blogs especializados, mi formación académica (soy licenciada en filosofía) me hacía tener el ojo alerta ante falacias naturalistas, correlaciones espurias, peticiones de principio y otras inconsistencias, y me revolvía contra aquellos mismos manuales en los que depositaba mis esperanzas. Era consciente de que en campos del saber como la psicología conviven numerosas escuelas enfrentadas, que difieren enormemente en sus principios y tratamientos. Pero, aún así, me asombraba la increíble diversidad de enfoques con los que me topaba, y lo increíblemente categóricos y dogmáticos que eran la mayoría de los textos.

De esa mezcla de desesperación, desorientación y perplejidad ante la barahúnda de textos expertos y consejos nace este libro, que no pretende ayudar a nadie a criar mejor a sus hijos ni sustituir ningún consejo por otro, sino solo entender –buscando siempre un marco más amplio que el de la pareja madre-hijo, al que tantas veces se reducen los manuales– por qué han proliferado tanto los libros, revistas y sitios web sobre crianza, qué es lo que muchos padres buscamos ahí, qué es lo que encontramos y, sobre todo, qué es lo que no encontramos, y cómo es que en más de dos mil años de escritura occidental, en la que puede hallarse referencias o alusiones a prácticamente todo lo divino y lo humano, los primeros textos que abordaron un tema tan perturbador y recurrente hoy día como el sueño infantil se escribieron ya entrado el siglo XX.

Leyendo y leyendo, pasé del asombro inicial a la insatisfacción y de ahí, muchas veces, a algo parecido a la indignación. ¿Por qué? Me serviré de nuevo del ejemplo del sueño para explicar cuál creo que fue el origen de mis suspicacias. Digamos, de la manera más neutra posible, que mi hijo duerme de una manera que me impide descansar lo suficiente como para llevar con tranquilidad y buen humor mi vida y su crianza (y ya no digamos una jornada laboral estándar). Busco ayuda en los libros y, ¿qué me encuentro? Básicamente con dos respuestas. La primera me informa de que mi hijo tiene un problema de sueño, me aconseja que actúe de inmediato para solucionarlo, y me da las pautas correspondientes que, básicamente, consisten en desatender su llanto. La segunda me informa de que mi hijo no tiene ningún problema de sueño, me aconseja paciencia y resignación, y me ofrece algunas pautas que pueden hacer la situación más llevadera, como dormir con él en la misma cama.

La primera respuesta tiene, a mi modo de ver, un doble defecto: en primer lugar, no me puedo creer que mi hijo tenga un problema de sueño. Más bien pienso –y montañas de textos y testimonios de madres y padres me avalan– que su pauta de sueño es una de las muchas formas normales de dormir de un bebé. En segundo lugar, los métodos que propone para solucionar el problema me parecen tristes y crueles y, por lo que he podido ver, a otra mucha gente le pasa como a mí.

La segunda respuesta sale ganando porque tiene una virtud y un defecto. La virtud es que la información que ofrece sobre la forma de dormir de los niños me resulta más veraz, algo que no se debe desestimar. Muchas veces basta con reconsiderar las expectativas que uno tiene acerca de cierto comportamiento infantil para sobrellevarlo mejor. El defecto es que parece concluir que si el bebé no tiene ningún problema de sueño, entonces es que no hay ningún problema. Esta especie de conclusión tácita no solo te deja totalmente inerme, sino que trae como colofón que si vives esa situación perfectamente normal como problemática es que eres débil, o quejica… Vamos, que el problema, o incluso la culpa, lo tienes tú.

Esas dos respuestas a mi problema de sueño condensan bien la pauta básica de la historia de los consejos de crianza: el vaivén entre dos tipos de experto y sus modelos de cuidado infantil. Son los modelos que los norteamericanos han llamado parent oriented o adult-centered, enfoques orientados a los padres o centrados en los adultos, y child oriented o child-centered, orientados o centrados en el niño. Estos últimos defienden la inocencia y bondad intrínsecas del niño, que sabe mejor que nadie lo que necesita, y lo pide con los medios que tiene a su alcance. La tarea de los padres sería la de amarlo, cuidarlo, acompañarlo, estudiar y seguir sus pautas y pistas, y responder empáticamente a sus necesidades. En cambio, los textos adultocéntricos conciben al niño como un pequeño monstruo insaciable, un tirano manipulador guiado por malos instintos que los padres deben vigilar, atajar y reconducir. Y no, no es una parodia: un somero repaso de la literatura pertinente proporciona un montón de ejemplos en este sentido. Por supuesto, hay versiones mucho más matizadas de ambas corrientes e incluso algunas combinaciones complejas, pero sea como sea, esta dicotomía básica en el campo de la crianza parece haber viajado prácticamente intacta desde finales del siglo XIX hasta las estanterías de novedades de nuestras librerías.

 

Con independencia de la moda de turno entre los expertos, nuestra realidad es profundamente adultocéntrica. Nuestro mundo no está hecho a la medida de los niños, ni de los viejos, ni de quienes no disfrutan de buena salud. Nominalmente se ensalza y defiende la infancia. Pero las largas jornadas laborales y los bajos salarios inclinan la balanza hacia una crianza que adiestre a los niños para reducir su impacto en la vida adulta.

Sin embargo, en el plano ideológico las cosas están cambiando, y muy rápido. En su libro Bésame mucho, de 2003, el pediatra Carlos González, el principal representante de las corrientes niñocéntricas en nuestro país, señalaba la coexistencia de los dos tipos de expertos a los que yo he hecho referencia y afirmaba:

 

Los padres jóvenes e inexpertos, público habitual de los libros de puericultura, pueden encontrar obras de las dos tendencias: libros sobre cómo tratar a los niños con cariño o sobre cómo aplastarlos. Los últimos, por desgracia, son mucho más abundantes, por eso me he decidido a escribir este, un libro en defensa de los niños.

 

Han pasado unos pocos años desde que escribió estas líneas, y su editorial asegura que llevan vendidos unos 400.000 ejemplares de este y otros libros de González. Los libros de otros expertos de la misma corriente, como Rosa Jové o Adolfo Gómez Papí, también se han convertido en bestsellers en los últimos años. Además, la impresión que uno saca cuando habla con otros padres y madres –aunque ya sé que no es una información estadísticamente relevante–, o cuando navega por Internet es que las cosas están cambiando. Hace poco la juguetera Nenuco lanzaba su «cunita duerme conmigo», una versión reducida de las «cunas de colecho» que pueden acoplarse a la cama de los padres sin barandillas de por medio para dormir cómodamente junto a los bebés. Últimamente en la prensa escrita ha aparecido un buen número de artículos –casi siempre críticos– abordando distintos aspectos de este modelo de crianza. Y en Estados Unidos, que lo queramos o no suele marcar tendencia, las tornas parecen haberse invertido: el enfoque centrado en los niños es ya claramente mainstream al menos entre las clases altas, cuyos estilos de vida están muy sobrerrepresentados en los medios de comunicación y tienen un gran impacto en el resto de la población.

En parte por eso, a lo largo de este libro dedico más páginas a cuestionar este modelo que el adultocéntrico. La mayor parte de las críticas que ha recibido hasta el momento han sido tendenciosas, ciegas, reaccionarias y/o trasnochadas. Algunas apuntan a defectos reales, pero se enfangan defendiendo una crianza y un mundo adultocéntricos que no tienen defensa posible. Yo no sostengo que en el término medio esté la virtud, ni mucho menos. De hecho, si critico la crianza niñocéntrica es porque la siento mucho más cercana: cuando se parte de posturas totalmente antagónicas, la discusión es prácticamente imposible. Pero sí creo que es necesario un enfoque diferente. Lo que echaba de menos en las respuestas que encontraba cuando dormía tan mal era que alguien me dijera algo así como: «No, tu hijo no tiene ningún problema de sueño, pero tampoco tú tienes un problema de aguante. El problema es más amplio: es cierto que así duermen muchos niños y que montones de madres y padres lo soportan con estoicismo, pero también es verdad que no hay derecho a que tenga que ser así». No creo que esa idea me hubiera ayudado a sobrellevar mejor las noches, pero quizá sí podría evitar que algunos nos sintamos débiles o malos padres. Por supuesto, no se trata solo del sueño. Si los padres que sufrimos por falta de sueño –o los que están demasiado cansados o malhumorados para jugar con sus hijos al llegar a casa del trabajo, o a los que se les rompe el corazón cada mañana al sacarlos de la cama a las siete para ir a la escuela, o los que se encuentran solos y desorientados en la crianza– aprendemos al menos a señalar lo que falla, algo habremos avanzado. No dormiremos mejor, pero quizá dejemos de buscar remedios que carguen sobre los más vulnerables.

El problema no son nuestros hijos, pero tampoco somos nosotros. El problema es una sociedad cuyas exigencias son radicalmente incompatibles con las necesidades de los bebés y también con las de quienes cuidan de ellos. Lo que yo necesitaba y no encontraba en los libros de crianza era un enfoque orientado a los niños, que también tuviera en cuenta la vulnerabilidad de los padres y el peso excesivo que recae sobre sus espaldas. Una perspectiva que se hiciera cargo de la dureza de la experiencia de madres y padres sin caer en ese egoísmo de náufrago típico de los manuales de autoayuda, que te incitan a luchar contra cualquier obstáculo a tu bienestar, aunque ese obstáculo sea algo tan frágil como un bebé que llora. Pensé que hacía falta analizar qué es lo que hace tan difícil la vida de los padres sin dar por zanjada la cuestión esgrimiendo como única respuesta las abundantes e imperiosas necesidades del bebé. Así fue como empecé a preguntar sin descanso a todas las madres y padres que se pusieron a mi alcance, indagando qué era lo que resultaba difícil en la crianza más allá de lo obvio, preguntando por el contexto en el que criaban a sus hijos, por todos esos condicionantes que tantas veces se olvidan, y por todas esas «decisiones» que tomamos a diario y que, tras la retórica de la abundancia de opciones, ocultan un escenario muy rígido plagado de presiones económicas e ideológicas.

La primera parte de este libro intenta comprender el marco ampliado en el que se desarrolla el cuidado de los hijos, tanto en sus aspectos materiales (capítulo primero) como ideológicos (capítulo segundo). La segunda parte aborda críticamente algunos puntos fundamentales de la crianza en nuestra época: el imperio del experto (capítulo tercero) y el naturalismo de los modelos de cuidado niñocéntricos (capítulo cuarto). En última instancia, es un intento de comprender los cuidados y la dependencia mutua no solo como una manifestación de fragilidad que nos obliga a ayudarnos, sino también como un escenario de realización personal y social. En una coyuntura tan convulsa y difícil como la actual, creo que es más necesario que nunca situar los cuidados en general, y el de los niños en particular, en el centro de nuestra vida en común. La situación de las personas cuidadas y de las que cuidan constituye hoy un grave problema, pero también puede ser una parte esencial de la solución a los dilemas que afronta nuestro sistema económico y político.